[ S E I S ]

Se extendió el rumor de que Kerry había ganado en New Hampshire. Iba a ser el candidato demócrata para la presidencia.

—Ahí lo tenéis —dijo Sashona, jugueteando con el extremo de sus rizos de rastafari—. Cuatro años más con Bush.

Emily estaba sentada en la última fila. No solía participar en aquellas conversaciones. Era un tanto solitaria.

—¿Por qué tendríamos que apoyar a Bush? —planteó un chico—. Kerry está a favor de los medios; nos vendría mejor.

«Porque Bush está polarizando los votos», pensó Emily.

—Porque Bush está polarizando los votos —dijo Sashona.

Tenía dieciséis clases a la semana. En el tiempo restante, se suponía que debía estudiar y practicar. Pero no en otros alumnos. Eso era una norma. Durante su primer día, vestida con un uniforme que todavía olía al envoltorio de plástico, había recibido una lección por parte de Charlotte en su despacho. Había muchas normas, y Charlotte se las había explicado una por una, en detalle y con paciencia, como si Emily sufriera algún retraso mental. Al principio pensó que era porque Charlotte tenía resentimientos hacia ella, pero a medida que la explicación avanzaba se dio cuenta de que no era así. Lo que pasaba era que Charlotte la consideraba simplemente una estúpida.

—Esta es una norma no negociable de la escuela —dijo Charlotte—. En realidad, de la organización al completo. Si la rompes, no se aceptarán excusas. No habrá segundas oportunidades. ¿Estoy siendo lo bastante clara?

—Está siendo lo bastante clara —dijo Emily.

En ese punto, no sabía aún lo que significaba «practicar». Le llevó varios meses averiguarlo. Creía que iban a enseñarle persuasión, pero en lugar de ello, recibió clases de filosofía, psicología, sociología, y de la historia del lenguaje. Cuando todavía estaba en San Francisco, Lee le había dicho que la escuela era diferente a cualquier otra porque en ella se enseñaban cosas interesantes y útiles, pero, para Emily, había sido una broma. La gramática no era algo interesante. No resultaba útil saber de dónde procedían las palabras. Y nadie lo explicó. No le ofrecieron una visión de conjunto. Ni un mapa. En las clases había entre ocho y doce alumnos de edades muy diversas, y todos ellos iban más adelantados que Emily y no formulaban las preguntas que a ella se le antojaban obvias. Tuvo que quedarse despierta por las noches, con la mirada fija en los libros de texto intentando descubrir por qué razón aquellas materias eran importantes.

Aprendió la jerarquía de las necesidades de Maslow, que era el orden en el que la gente busca satisfacer distintos tipos de deseos (comida, seguridad, amor, estatus, enriquecimiento intelectual). Aprendió que el predominio sobre el deseo de la gente de adquirir conocimientos recibía el nombre de «influencia social informativa», mientras que el predominio sobre el deseo de la gente de gustar a otros recibía el de «influencia social normativa». Aprendió que se podía clasificar la personalidad de una persona en una categoría de entre 228 categorías psicográficas a partir de la observación y de un reducido número de preguntas bien dirigidas, y que eso se denominaba «segmentación».

—Creía que esto iba a ser más chulo —se quejó a Eliot. Eliot ejercía de profesor a tiempo parcial y daba unas cuantas clases avanzadas en las que ella no estaba incluida. Siempre que Emily veía su coche aparcado en la entrada, se dirigía a su despacho, porque era el único con el que se podía mostrar sincera—. Creía que sería algo así como magia.

Eliot estaba ocupado con unos papeles. Pero Emily imaginaba que tenía una cierta obligación de atenderla, puesto que, básicamente, era culpa suya que ella siguiera en la escuela.

—Lo siento —dijo Eliot—. En el nivel en el que estás, se trata solo de libros.

—¿Cuándo pasa a ser como magia?

—Cuando terminas los libros.

Para cuando terminaba el año, empezó a ver hacia dónde se dirigía la información que recibía. No estaba aprendiendo persuasión, todavía estaba inmersa en Platón y en neurolingüística y en las raíces políticas de la Revolución rusa, pero comenzaba a captar las conexiones entre todo ello. Un día tuvo que diseccionar un cerebro humano, y mientras contemplaba con los ojos desorbitados el lóbulo frontal y deslizaba el escalpelo a través de la carne para separar la función motora de la toma de decisiones, y la memoria de los sistemas de recompensa, pensó: «¡Eh!». Porque ahora sabía lo que la carne hacía.

Jugaba al fútbol. Los alumnos tenían que practicar algún deporte, fútbol, baloncesto o waterpolo, y como no era alta y odiaba los bañadores, optó por el fútbol. Los miércoles por la tarde se juntaba con otras chicas y perseguía un balón por el campo, con espinilleras bajo unas calcetas color púrpura que le llegaban hasta las rodillas, el pelo recogido hacia atrás y una camiseta amarilla hinchándose al correr. Las chicas eran de edades diferentes, así que los partidos consistían principalmente en patear el balón hacia las más mayores y animarlas luego a gritos. La excepción era Sashona, que pese a tener la misma edad que Emily, era fuerte y ágil y poseía unos hombros que parecían arietes. Se suponía que el fútbol no debía ser un deporte de contacto, pero los hombros de Sashona lanzaban a cualquier rival al suelo. Cuando marcaba un gol, levantaba el puño, sin sonreír, como si estuviera satisfecha pero no sorprendida, y aunque a Emily no le gustaba mucho el fútbol, aquel gesto sí le resultaba terriblemente impresionante. Quería ser tan buena en algo como Sashona lo era jugando al fútbol.

Por las noches, se sentaba frente a la ventana de su habitación con un montón de libros apilados sobre su escritorio. Estudiaba con el pelo sujeto con varias pinzas y la corbata del uniforme desanudada. No disfrutaba mucho con la lectura, pero le gustaba el hecho de que los libros fuesen pistas. Cada uno era una pieza de un puzle. Incluso cuando no parecían encajar entre sí, le revelaban un poco más del cuadro que estaba creando.

Un día, mientras exploraba un pasillo que siempre había dado por hecho que no llevaba a ninguna parte, descubrió una biblioteca secreta. No sabía si en realidad era secreta, pero lo cierto era que no estaba indicada, y nunca vio a nadie más allí. Era muy pequeña, con unas estanterías tan altas que necesitó una escalera de madera para alcanzarlas. Los libros que había en los estantes más altos eran antiguos. La primera vez que abrió uno de los volúmenes, las páginas se deshicieron en sus manos, así que, después de eso, procuró tener más cuidado. Se le ocurrió que tal vez no estaría permitido que ella estuviera allí, pero Charlotte no lo había incluido en su detallada lista de normas, y aquellos libros antiguos resultaron ser interesantes, así que se quedó.

Una estantería estaba ocupada por historias de desastres. Probablemente habría algún sistema de clasificación que se le escapaba, pero el punto en común parecía ser el hecho de que había muerto mucha gente. Después de ojear unos cuantos libros se dio cuenta de que todos contaban la misma historia. Sucedía en lugares distintos, en Sumeria y en México y en países de los que nunca había oído hablar, y los detalles variaban, pero el fondo era el mismo. Un grupo de gente (a veces se les llamaba hechiceros, y a veces demonios, y otras no eran más que gente ordinaria) dominaba un reino o una nación o algo semejante. En cuatro de los libros, habían empezado a construir algo impresionante, como un palacio de cristal o la pirámide más grande del mundo. Después ocurrió algo malo y la gente murió y todo el mundo comenzó a hablar en lenguas distintas. La historia le resultaba vagamente familiar a Emily, pero no consiguió situarla hasta que dio con un libro en el que lo que la gente construía era una torre llamada Babel.

Le pareció oír un ruido y se quedó inmóvil. Pero el ruido estaba lejos. De repente se vio a sí misma: sentada en el suelo de una biblioteca, con una chaqueta y una falda plisada, el pelo recogido con cintas azul marino, leyendo libros viejos. Antes de ir a aquella escuela, siempre que veía a chicas con aquella pinta (chicas que llevaban cintas en el pelo y disfrutaban leyendo libros) había pensado que pertenecía a alguna especie diferente. Había creído que unos muros la separaban de ellas. Y, sin embargo, allí estaba, al otro lado de aquellos muros, y no sabía cómo había llegado hasta allí. No se sentía como una persona distinta. Simplemente estaba en un lugar diferente.

En el comedor hacían unos batidos de chocolate excelentes. Emily cogió la costumbre de pasarse por allí después de la clase de Macroeconomía y llevarse un batido a una zona soleada que estaba en un lateral del edificio, para sentarse tranquilamente a leer. El vaso era cómicamente enorme. Siempre sentía una ligera sensación de malestar al terminárselo, pero seguía yendo a por más.

Un día pasó al lado de un chico sentado a una de las mesas exteriores con un ordenador portátil. Lo había visto por los pasillos, pero él era mayor, así que no iban a ninguna clase juntos. Él iba más avanzado. Emily le echó una mirada rápida, y luego otra, porque era bastante atractivo.

Al día siguiente el chico estaba allí otra vez, y en esta ocasión levantó la mirada cuando ella pasó junto a él. Sus ojos se fijaron en el gigantesco batido que ella llevaba. Emily continuó hasta su rincón soleado, pero no logró concentrarse en la lectura.

Un día después, el chico la vio acercarse, se estiró y se apartó el pelo de los ojos.

—Tienes sed, ¿eh?

Ella sonrió, porque había estado pensando en decir algo y lo único que se le había ocurrido era «¡Qué sed tengo!».

—Sí —dijo—. Estoy sedienta. —Y continuó hacia su rincón.

El miércoles, compró un batido de más y lo puso sobre la mesa. Los ojos del chico, grises y mullidos como almohadas, mostraron su sorpresa.

—Me dio la impresión de que tú también tenías sed. —Y se alejó, satisfecha consigo misma.

El jueves no le llevó batido. Lo había planeado así. Simplemente pasó a su lado y siguió adelante. Hubo un momento terrible durante el que pensó que él no diría nada: tal vez estuviera demasiado concentrado en su ordenador y ni siquiera se hubiese fijado en ella. ¿Debería pasar otra vez, o eso resultaría demasiado humillante?

—Eh, espera —dijo el chico. Emily se detuvo—. Gracias por el batido de ayer.

—De nada.

Se quedó allí, sonriendo, deseando que la conversación no hubiese terminado ya.

—Nunca me ha dado por tomar batidos. Pero estos están buenos.

—Mejor que buenos —dijo ella—. Me he hecho una adicta —añadió, y dio un sorbo de la cañita.

El chico se reclinó en su silla.

—¿Quieres sentarte?

—Tengo un montón de cosas que leer. Gracias, de todas maneras. Puede que en otra ocasión. —Se alejó, y él no intentó detenerla, lo que resultó un tanto decepcionante. Tampoco fue a buscarla más tarde. Pero no pasaba nada. Emily estaba jugando a un juego de largo recorrido. Estaba siendo traviesa: lo que estaba haciendo era «practicar». Estaba intentando persuadir a otro estudiante. Pero solo un poco, nada que fuera a meterle en problemas. Lo cierto era que, si uno se fijaba, la gente trataba de persuadir a otros todo el tiempo. Eso era lo único que hacían.

Al día siguiente, se dirigió hacia su rincón soleado sin llevar un batido. El corazón le latía con fuerza, porque si el chico se daba cuenta y no respondía, Emily habría dado un espectáculo penoso. Pero al doblar la esquina vio que el ordenador portátil estaba cerrado y que sobre la mesa había dos batidos. El chico sonrió y le hizo un gesto para que se sentase, y Emily obedeció.

Su nombre era Jeremy Lattern. Había querido ser empleado de un zoo. Su familia poseía una casa diminuta en Brooklyn, pero su madre se había dedicado a rescatar animales: conejos, ratones, patos y perros y hasta dos pollos. Uno de los pollos estaba loco. Corría en círculos, haciendo ruidos como si se estuviera ahogando. Sus padres habían querido deshacerse de él, pero Jeremy solicitó que se apiadasen de él. Creía que podía curarlo. Se imaginaba a aquel pollo haciéndose amigo suyo, y a la gente diciendo: «Jeremy es el único que puede acercarse a ese pollo». Pero eso nunca sucedió. Un día el animal lo atacó y le picoteó en la cara, y su padre le retorció el cuello. Así fue como se hizo la pequeña cicatriz que tenía cerca del ojo izquierdo, y decidió abandonar su inclinación hacia la zoología.

Emily le contó que su familia era canadiense y que ella creció amando el hockey. Describió cómo, cuando tenía seis años, su padre la llevó a ver un partido y le aterrorizó la brutalidad con que se comportaba la multitud. Se produjo un incidente, una pelea entre jugadores sobre la pista de hielo, y ella se volvió hacia su padre en busca de protección, pero descubrió en su cara una expresión monstruosa. De camino a casa, él le preguntó si se había divertido y dijo que sí, pero, desde entonces, cada vez que veía hockey en televisión, se ponía mala.

Era mentira, por supuesto. No se le podía contar a otro alumno nada que fuera cierto sobre uno mismo. No era exactamente una norma; era algo obvio. Emily estaba en su segundo año y estaba aprendiendo que se podía dividir a la gente en diferentes grupos psicográficos basándose en el modo en que funcionaba su cerebro. El segmento 107, por ejemplo, era una personalidad introvertida motivada por la intuición y el miedo: esa gente tomaba decisiones basadas en el deseo de evitar el peor resultado posible, los colores primarios le resultaban tranquilizadores, y, cuando se le pedía que escogiera un número al azar, se decantaba por uno pequeño, que se le antojaba menos vulnerable. Si sabías que alguien pertenecía al segmento 107, sabías cómo persuadirlo, o, al menos, qué técnicas de persuasión tenían mayores posibilidades de funcionar con esa persona. Eso no se diferenciaba mucho de lo que Emily siempre había hecho, sin pensar demasiado en ello: uno desarrollaba una capacidad para intuir lo que alguien deseaba o temía y lo utilizaba para atraerle. Era lo mismo, solo que con más teoría. Y por eso era por lo que uno no debía hablar de sí mismo, y por lo que los estudiantes más antiguos se mostraban tan distantes e inescrutables: para evitar ser identificados. Para protegerse contra la persuasión, uno tenía que esconder quién era. Pero Emily sospechaba que eso no se le daba muy bien. Suponía que, de forma inadvertida, dejaba caer todo un puñado de pistas para alguien como Jeremy Lattern cada vez que abría la boca, o se cortaba el pelo o elegía una sudadera. Imaginaba que la razón por la que la escuela tenía una norma de no practicar, era porque a veces la gente lo hacía.

—Cuéntame qué te enseñan —dijo—. Dame un anticipo de lo que me voy a encontrar.

Ahora tomaban granizados. Habían ido más allá de los batidos. La ventaja de los granizados era que tenías que salir del recinto de la escuela. Los martes y los viernes, si hacía buen tiempo, recorrían el kilómetro y pico hasta el 7-Eleven más cercano. A Emily le gustaba caminar al lado de Jeremy Lattern, porque los coches pasaban zumbando y quizá los conductores dieran por hecho que eran novios.

—Usas un lenguaje muy directo —dijo Jeremy—. No pides. Ordenas. Es un instinto muy útil.

—Entonces dime para qué estoy aprendiendo latín.

—No puedo.

—¿Siempre sigues las normas?

—Sí.

—Bah —dijo ella, derrotada.

—Las normas son importantes. Lo que nos enseñan aquí es peligroso.

—Lo que te enseñan a ti es peligroso. Lo que me enseñan a mí es latín. Colega, no te estoy pidiendo que me cuentes secretos de Estado. Solo dame algo. Una cosa.

Jeremy colocó la tapa del granizado y metió la cañita a través del plástico.

—Bah —repitió Emily. Caminaron hasta la entrada de la tienda y se colocaron en la cola detrás de un muchacho que iba a pagar la gasolina. El hombre que había detrás del mostrador estaba quedándose calvo, tendría unos cincuenta y pocos años y era paquistaní o algo parecido. Emily le dio con el codo a Jeremy—. ¿Qué segmento es ese tío? —Su amigo no respondió—. Creo que ciento dieciocho. ¿Tengo razón? Vamos, estoy haciendo segmentación. Puedes contestar a mi pregunta.

—Puede que ciento setenta.

Ella no había pensado en ese, pero al instante vio que tenía sentido.

—¿Has visto? No ha sido tan malo. ¿Ahora qué? ¿Qué hacemos una vez que sabemos que es un ciento setenta?

—Pagamos nuestros granizados —dijo Jeremy.

De vez en cuando pasaba el rato con Jeremy en su habitación. En una ocasión puso chicle en el pestillo de la puerta antes de salir y volvió cuando sabía que él tenía clase. Fue a su librería y sacó tres volúmenes a los que les había echado el ojo. Estaba sentada en la cama, concentrada en la lectura de Métodos Sociográficos, cuando la puerta se abrió. Jeremy estaba delante de ella, con una mano en el pomo. Emily nunca lo había visto tan enfadado:

—Dame eso.

—No —dijo ella, y se sentó encima del libro.

—¿Sabes lo que harán…?

Intentó coger el libro y ella se resistió, ingeniándoselas para que él se le cayese encima. El aliento de Jeremy le rozó el rostro. Dejó que el volumen se deslizase y fuese a parar al suelo con un golpe seco. Jeremy levantó una mano y la dejó colgando en el aire un momento antes de bajarla y posarla sobre el pecho de ella. Emily respiró hondo y él apartó la mano.

—Sigue —dijo ella.

—No puedo.

—Sí puedes.

Jeremy se echó a un lado.

—No está permitido.

—¡Venga! —exclamó Emily.

—No se nos permite estar juntos. —Era una norma. Confraternización—. No es seguro.

—¿Para quién?

—Para ninguno de nosotros.

Emily lo miró fijamente, pero él se limitó a decir:

—Lo siento.

Ella se le acercó más. Tocó su camisa blanca. Se había pasado un montón de tiempo imaginando que se la quitaba.

—No se lo contaré a nadie. —Le acarició el pecho a través de la tela, pero entonces la mano de Jeremy se cerró en torno a la suya.

—Lo siento.

—¿A qué viene la norma de confraternización? —le preguntó a Eliot. Paseaba por su despacho, toqueteando el lomo de algunos libros como si tal cosa. Eliot levantó la vista de sus papeles. En un principio, Emily había ido allí a preguntar: «¿Por qué no puedo tener relaciones sexuales?». Porque, aunque fuese por una vez, le gustaría ver a Eliot sorprendido u ofendido. O cualquier otra cosa, de hecho. Solo para probar que era humano. Pero luego no se había atrevido.

—A los alumnos no se les permite mantener relaciones entre sí.

—Sé cuál es la norma. Estoy preguntando el porqué.

—Sabes por qué.

Emily suspiró:

—Porque si permites que alguien te conozca bien, ese alguien puede persuadirte. Pero eso es algo increíblemente frío, Eliot. —Fue a la ventana y, en el exterior, observó los saltitos de un gorrión por el tejado de pizarra—. Esa no es forma de vivir. —Eliot no contestó—. ¿Está diciéndome que, durante el resto de mi vida, no voy a poder tener una relación con otra persona de la organización?

—Sí.

—¿Se da cuenta de lo deprimente que es eso? —Eliot no dijo nada—. ¿Y qué hay de… ya sabe, relaciones puramente físicas?

—No hay diferencia.

—Es completamente diferente. Las relaciones, de acuerdo, lo entiendo. Pero no si se trata solo de sexo.

—No existe «solo sexo». Se llama intimidad por una razón.

—Eso es una palabra —protestó Emily—. Una coincidencia.

—«Y el hombre conoció a Eva, su esposa, y ella concibió y dio a luz a Caín». Fíjate en el uso de la palabra «conocer» en este contexto.

—Eso es de hace tres mil años. Está hablando de la Biblia.

—Exacto. El concepto no es algo nuevo.

Emily negó con la cabeza en un gesto de frustración.

—¿Alguna vez lo ha hecho?

—¿Hecho qué?

—Romper la norma —dijo ella—. Confraternizar.

—No.

—No le creo. —Le creía, pero quería ponerle a prueba—. Tiene que haber pensado en ello. ¿Y con Charlotte? Hay algo entre ustedes dos. Sus pies siempre apuntan hacia ella. Y ella se queda muy quieta cuando usted está cerca. Es como cuando estamos portándonos mal en clase y ella intenta no enfadarse. Se queda muy quieta cuando está intentando controlar sus emociones.

—Necesito concentrarme en el trabajo, si no te importa. —Su voz sonó completamente serena.

—Creo que Charlotte quiere confraternizar con usted —dijo Emily—. Lo desea.

—Fuera.

—¡Ya me voy! —Al salir, se encontraba más frustrada que nunca antes.

Cumplió dieciocho años. Permaneció tumbada en su cama un rato, pensando en lo que eso significaba. ¿Significaba algo? Se levantó y fue a clase, y, por supuesto, nadie sabía que era su cumpleaños. A la hora del almuerzo, fue al 7-Eleven con Jeremy, dudando durante todo el camino si decírselo o no. Al final, mientras llenaba su vaso de granizado, dijo:

—Hoy cumplo dieciocho.

Jeremy puso cara de sorpresa. Aquel era el tipo de información que se suponía que nadie en la escuela debía compartir con los demás.

—No te he comprado nada.

—Lo sé. Solo quería decírtelo.

Jeremy se quedó en silencio mientras iban hacia el mostrador. Emily le dirigió una sonrisa al hombre.

—Hoy es mi cumpleaños.

—¡Vaya!

—¡Por fin soy libre! —Se inclinó sobre el mostrador con una enorme sonrisa en sus labios—. Libre para darlo todo y vivir una vida larga y feliz.

—¿Sabes qué? —dijo el hombre—. Te doy el granizado gratis.

—Oh, no —dijo ella.

—Feliz cumpleaños —insistió el tipo, ofreciéndole el vaso—. Eres una buena chica.

Cuando salían de la tienda, Jeremy la cogió del brazo:

—¿«Darlo» todo? ¿Por fin «libre»?

Emily sonrió, pero Jeremy estaba serio. Tiró de ella hasta un banco que había al lado de la carretera y la hizo sentarse mientras él permanecía de pie, con el ceño fruncido. Emily sintió unas cosquillas en el estómago, una sensación de mareo y de emoción al mismo tiempo.

—No puedes hacer eso.

—He conseguido un granizado. Un simple granizado gratis.

—Lo que has hecho es una grave violación de las normas.

—¡Venga! ¡Ni que una «sugerencia de palabra» fuese una verdadera técnica! Apuesto a que eso no es nada comparado con lo que tú puedes hacer.

—Esa no es la cuestión.

—¿Todo esto es porque ese tío me ha dado un regalo y tú no?

—¿Te crees que las normas no son para ti? Pues sí que lo son. No puedes practicar. No fuera de la escuela. No con ese tipo. Ni conmigo.

—¿Contigo? ¿Cuándo he practicado contigo? —Le dio con la punta del zapato—. ¡Ni que yo pudiera suponer un peligro para ti! Tú vas a graduarte el año que viene y yo no sé nada. ¡Vamos! Siéntate. Bébete el granizado. Es mi cumpleaños.

—Prométeme que no volverás a hacerlo nunca.

—Vale. ¡Vale, Jeremy! Solo estaba jugando.

Un momento después, Jeremy accedió a sentarse. Emily apoyó la cabeza en su hombro. Se sentía muy próxima a él.

—Prometo no convertirte en mi esclavo de pensamiento —dijo, y notó que Jeremy sonreía un poco. Pero lo cierto era que había pensado en ello.

El martes siguiente, esperó alrededor de la verja de la escuela pero Jeremy no se presentó para su paseo con granizado. Emily regresó hacia el edificio arrastrando los pies. Debía de haber ocurrido algo. Alguna clase. Jeremy cada vez estaba más ocupado. Pero al pasar por los jardines lo vio allí, holgazaneando con sus amigos, con las perneras de los pantalones remangadas para bañarse de sol. Estaban hablando tal y como lo solían hacer los alumnos más antiguos, ninguno se reía ni apenas se movía, y cada frase que decían destilaba ironía y varias capas de significación, o eso, al menos, supuso Emily. Se detuvo y algunas de las cabezas se giraron hacia ella. Jeremy la miró y luego desvió la mirada. Ella siguió andando.

Comprendió que no podían ser vistos juntos demasiado a menudo. No podían estar unidos. Lo sabía. Llegó a su habitación, se sentó ante su escritorio y abrió un libro. Si movía ligeramente la cabeza, podría mirar hacia abajo y ver a Jeremy y a su pequeño grupo de amigos presumidos. Pero no lo hizo. De vez en cuando se echaba hacia atrás y estiraba los brazos, o jugueteaba con su pelo, porque sabía que él también podía verla a ella.

De tanto en tanto veía a alumnos con una cinta anudada en las muñecas. La cinta era roja o blanca: si era roja, significaba que el alumno era de último curso y estaba realizando su examen final. La norma era no hablar con ese alumno, ni tampoco mirarlo demasiado fijamente, aunque Emily, por supuesto, lo hacía, porque un día sería ella la que llevase esa cinta roja y quería saber lo que significaba. Una vez había visto a un chico con la cinta roja construyendo una casa con naipes en el vestíbulo principal. Estuvo allí durante dos días, haciendo la casa más y más alta mientras él adelgazaba y en su rostro se grababa una expresión de angustia permanente, hasta el punto de que la gente evitaba pasar por el vestíbulo para no causar corrientes de aire. Luego, una mañana, los naipes ya no estaban y el chico tampoco. Emily nunca averiguó qué había pasado, si había aprobado o suspendido. Otra noche, se despertó al oír una extraña campana y al asomarse a la ventana descubrió a una chica tirando de una vaca por el sendero de entrada. Y una vaca de verdad. Emily fue incapaz de encontrarle ningún sentido.

A finales de su segundo año, encontró una hoja de papel que habían introducido por debajo de su puerta, notificándole un cambio de aula para la asignatura de Lenguas Mecánicas de Nivel Superior. Pero cuando se presentó, resultó ser la única alumna. El profesor, un hombre de poca estatura y calva incipiente llamado Brecht, le entregó una cinta blanca.

—Felicidades. Estás preparada para tu examen de primer ciclo.

Sintiéndose excitada, Emily se ató la cinta alrededor de la muñeca izquierda.

Brecht le dijo que tenía que conseguir que en la pantalla de un ordenador apareciese la palabra «hola». Sonaba a algo que podría hacer en un momento, con un comando como PRINT o ECHO. Pero Brecht le dijo que no podía salir del aula hasta que lo hubiese hecho. Emily se sentó sobre una caja de cartón, porque aquello parecía más una cripta que un aula, con todos aquellos ordenadores prehistóricos, y abrió un portátil.

La trampa consistía en que el portátil no funcionaba. Recorrió la estancia, comprobando enchufes y baterías. Encontró un monitor que se encendía, pero tenía la entrada de la gráfica de vídeo quemada. Descubrió que todo lo que había en el aula estaba así, saboteado en puntos clave.

Montó una máquina al estilo de Frankenstein, a partir de las tripas de otras. Tenía un disco duro y un monitor, y se encendía, pero no hacía nada más. Tenía un cursor que parpadeaba en la pantalla, pero se negaba a responder a las órdenes que le enviaba desde el teclado. También el sistema operativo estaba saboteado.

Su vejiga empezó a avisarle. Se había bebido media botella de agua antes de entrar y ahora comprendía que no había sido una buena idea. Su nuevo objetivo era terminar aquella prueba antes de que tuviera que orinar en una bolsa. Descubrió un problema en el BIOS y después un agujero en el arranque. Para cuando llegó al sistema operativo, ya sabía lo que iba a encontrar: todos los comandos útiles estaban rotos. Comenzó a buscar virus. Había uno en cada nivel. Un defecto deliberado en cada capa de software que se interponía entre la pantalla y el comando ECHO. Había muchísimas capas, parecía una locura la cantidad de código que yacía detrás de ese comando. Antes nunca había reparado en ello. Había scripts, bibliotecas, módulos y compiladores y códigos de ensamblaje, cada uno construido encima del anterior. Técnicamente, nada de eso era esencial; podías alcanzar el mismo objetivo construyendo circuitos de forma manual y moviendo cables, manipulando píxeles uno a uno. Pero lo que aquellas capas hacían era destilar ese poder en comandos. Te permitían hacer que los electrones fluyeran y las puertas lógicas se cerrasen, que el fósforo brillase y el metal se magnetizase, todo ello solo al teclear unas palabras.

Terminó su monstruo de silicio y fue a buscar a Brecht. El profesor miró la palabra «HOLA» que aparecía en la pantalla e hizo un gesto de asentimiento, tras lo cual comenzó a desmontar la máquina. Emily se sintió un poco triste. Estaba aprendiendo que las personas no eran más que máquinas, y, en cierto modo, también a las máquinas las veía como personas.

Durante la semana siguiente tuvo que ser cuidadosa al acercarse a otros alumnos, por si acaso llevaban una cinta blanca. Algunos de los estudiantes desaparecían durante días, y algunos no volvían, lo que Emily interpretaba como que habían suspendido. Antes no se había fijado en ello, porque las clases no se basaban en la edad, pero había más alumnos de cursos inferiores que de los superiores. Muchos más.

Después de los exámenes había dos semanas de vacaciones, durante las cuales la mayoría de los alumnos regresó a sus casas. Eso dejó a Emily con la escuela prácticamente para ella sola. Estaba aburrida e inquieta, así que empezó a tramar formas de colarse en las habitaciones de los demás para poder aprender algo. Pasó el tiempo con una de las otras pocas alumnas que se quedaron en la escuela durante las vacaciones, una chica con ojos de cordero, flequillo oscuro y un aire permanente de desdén. Antes aquella chica no le había caído nada bien a Emily, porque era mayor que ella y pasaba mucho rato rondando a Jeremy, pero ahora era la única persona que quedaba que podría enseñarle algo. Emily se cortó el pelo como lo llevaba ella y adoptó su forma de caminar, que era una especie de dejarse llevar, como si la arrastrase el viento por los pasillos de un millón de poemas lacrimógenos. Aquello no resultó tan satisfactorio como había esperado, puesto que la chica no se mostró más abierta, de manera que Emily se quedó con un estúpido corte de pelo a cambio de nada. Pero descubrió que la chica dedicaba una hora a natación todos los días. Así que se coló en los vestuarios y le robó su llave.

La habitación de la chica era como la suya: una cama individual, un escritorio de madera, una silla y una ventana que daba a los jardines. Pero sus libros eran completamente diferentes. La chica tenía Persuasión en Europa Central y Psicográfica Moderna, y un libro pequeño de color amarillo que Emily había visto que solían llevar consigo los alumnos de cursos superiores y siempre le había intrigado, titulado Guturales. Pero, de forma decepcionante, ese resultó estar lleno de fragmentos de palabras sin ninguna explicación ni contexto. Sacó de la estantería un tomo con un título atractivo, La Lingüística de la Magia, y ese estaba mejor. Era una lección de historia sobre cómo la gente había, una vez, creído en la magia literal, en magos y brujas y hechizos. La gente no le decía a un extraño su verdadero nombre, por si acaso el extraño era un hechicero, porque una vez que un hechicero te conocía, podía dominarte. Tenías que proteger esa información. Y si veías a alguien que parecía un hechicero, tenías que desviar la mirada e intentar cubrirte los oídos antes de que pudiera apoderarse de tu voluntad. De ahí era de donde procedían palabras como «encantado», «hechizado», «fascinado», «embrujado», «embelesado» y «dominado».

Todo aquello parecía peculiar y divertido, pero a medida que el libro avanzaba hacia la actualidad, nada cambiaba. La gente continuaba cayendo bajo la influencia de las técnicas de persuasión, especialmente cuando hacía pública información sobre sí misma que permitía que otros identificasen su tipo de personalidad (su nombre verdadero, básicamente), y los vectores de ataque en los que se basaban esas técnicas eran, principalmente, auditivos y visuales. Pero nadie pensaba en ello como si fuera magia. Era solo sentirse atraído por una buena frase o estar distraído, o marketing inteligente. Hasta las palabras eran las mismas. La gente aún se quedaba fascinada y encantada, hechizada y estupefacta, se olvidaban de sí mismos y se dejaban llevar. Solo que ya no pensaban que hubiera nada mágico en ello.

Cuando las clases comenzaron de nuevo, los profesores empezaron a enseñarle palabras a Emily. Nadie le explicó para qué eran. Simplemente, Charlotte entregó a cada uno un sobre.

—Estudiad estas palabras en privado —les dijo—. No podéis compartirlas, nunca, con nadie. Repetidlas para vosotros mismos delante de un espejo, cinco veces cada palabra, todas las noches.

—¿Hasta cuándo? —preguntó Sashona, pero Charlotte se limitó a poner su sonrisa fingida, como si la pregunta fuese graciosa.

Emily cogió el sobre marcado con su nombre y se lo llevó a su habitación. Dentro había tres hojas de papel. JUSTITRACT. MEGRANCE. VARTIX. Resultaba difícil leerlas. Su cerebro no paraba de deslizarse en la dirección errónea. Quizás era porque eran demasiado parecidas a palabras reales. Las estudió. Se colocó delante del espejo y contempló su propio reflejo.

Varrrrrtttt —dijo. Se suponía que era «Vartix», pero por alguna razón la palabra tardó mucho en brotar de su boca, como si el tiempo se estirase y se volviera borroso, y no solo el tiempo, sino todo: las paredes, y el espejo, y el aire mismo, todo había entrado en un proceso lento de desintegración que Emily podía ver y sentir con cada molécula de su ser. Sintió miedo, porque no quería ver qué había por debajo del mundo. El sonido de su voz se quebró en pedazos y el silencio que había entre cada uno de esos pedazos se congeló. Entonces recuperó la consciencia. Se dio cuenta de ello al pensar en perspectiva. Notó un hormigueo en los dedos de los pies y de las manos. Cerró la boca. Tenía baba en la barbilla. Sentía una especie de magulladura en el cerebro. Fue hasta su cama y se sentó en ella. Devolvió las palabras al sobre, porque no pensaba ni por asomo repetir aquello.

Sin embargo, después de un rato, volvió frente al espejo. Su mente se sublevó. No quería recibir nuevas magulladuras. Pero Emily se impuso.

Varrrrrttt —dijo.

—Nos han dado palabras —le contó a Jeremy en la hierba. Últimamente se preocupaba menos de que los vieran juntos, porque él iba a graduarse pronto, así que, ¿qué podían hacerle?—. Tenemos que leerlas en voz alta para nosotros mismos.

—¿Cómo ha ido?

—Mal.

Jeremy sonrió.

—Las palabras de atención son las peores.

Emily vio de pronto la oportunidad de sonsacarle algo:

—¿Palabras de atención? ¿Hay tipos? —Sabía que no iba a responderle—. ¿Cuáles son los otros? ¿Para qué sirven las palabras de atención?

—Lo aprenderás muy pronto.

—Quiero saberlo ahora. —Pero lo cierto era que acababa de comprender para qué servían. «Palabras de atención». Una sola palabra no era suficiente. Ni tan siquiera para un segmento en particular. El cerebro poseía defensas, filtros que habían evolucionado a lo largo de millones de años para protegerse contra la manipulación. El primero era el de la percepción, el proceso de embudo por el que un océano de datos sensoriales se reduce a unos pocos paquetes de datos clave que merecen ser estudiados por la corteza cerebral. Cuando los datos atraviesan el filtro de la percepción es cuando reciben «atención». Y Emily se dio cuenta de que debía de ser igual todo el rato: tenían que haber palabras para atacar cada filtro. Había palabras de atención, y después quizá recibirían palabras de deseo y palabras de lógica, y palabras de urgencia, y palabras de comando. Eso era lo que le estaban enseñando. Cómo crear una cadena de palabras que anularían los filtros uno por uno, abriendo cada cerrojo mental de seguridad hasta que la última puerta de la mente se abría de par en par.

Esa noche fue a cepillarse los dientes y en los aseos encontró a Sashona, vestida con un pijama de raso de color azul.

—¿Aún lo estás haciendo?

—¿Haciendo qué?

—Las palabras. Ya sabes.

—Ah. Sí. —Sashona dejó escapar un largo y dramático suspiro—. Es repugnante, ¿a que sí?

—Mucho —dijo Emily.

—Será mejor que haya una buena razón para ello —comentó Sashona, echándose el pelo hacia atrás—. Si no, me voy a mosquear.

Emily asintió. A ella le parecía bastante obvio que la razón era incrementar la resistencia. Durante este semestre estaba dando clases de teatro, hinchaba sus pulmones y le gritaba a la gente con una voz que nacía de sus entrañas y que la profesora llamaba «proyección enérgica». Todo se debía a que las personas eran animales, analógicos más que binarios, y en la naturaleza todo sucedía por grados. Las personas podían ser parcialmente persuadidas. Podían ser aturdidas para que bajasen la guardia. Así, tenías que practicar diciendo las palabras para que, si alguna vez alguien te las decía a ti, tuvieras al menos una oportunidad.

—No puedo recordar las mías —dijo Sashona—. No paran de escaparse de mi mente.

Sashona se fue y Emily se cepilló los dientes. Mientras regresaba a su habitación, oyó el rumor de la televisión y vio que Sashona estaba en el salón de recreo. Dudó un momento, pensando en lo que la chica le había contado. Eso de que no podía recordar sus palabras. Fue hasta la puerta de la habitación de Sashona y probó el pomo, que giró bajo la presión de su mano.

El interior estaba súper ordenado. Fue a la estantería y se puso de puntillas para inspeccionar los libros. Debate Socrático sobresalía apenas un centímetro, pero llevaban un tiempo sin estudiar ese libro. Emily lo sacó del estante, lo cogió por el lomo y lo agitó. Las páginas se abrieron y tres hojas de papel cayeron al suelo. Tres palabras.

Cerró el libro y lo devolvió a su sitio. Estaba temblando. Al salir al pasillo estaba segura de que alguien la vería y le preguntaría qué estaba haciendo. ¿Qué iba a decir? No lo sabía. No tenía ni idea. Solo tenía curiosidad.

Pero en el pasillo no había nadie. Cerró la puerta de la habitación de Sashona y fue a la suya. Se subió a la cama y se quedó allí, pensando en las palabras de la chica.

Con el tiempo, encontró cinco grupos más de palabras. No es que los buscase, exactamente. Pero si alguien dejaba su habitación sin cerrar cuando iba al aseo, ella se daba cuenta. Y entonces podía colarse en esa habitación y comprobar si algún objeto daba la impresión de estar escondiendo palabras en su interior. No pretendía utilizarlas para nada. Pero las palabras eran poderosas, y estaban allí, así que ella les prestaba atención. Era una oportunista.

Resultaba extraño cuánta gente dejaba sus palabras en lugares obvios. Emily comprendió que aquellas palabras no podían destruirse, porque resbalaban de tu mente: cuando intentaba recordar alguna de las suyas, su cerebro le ofrecía variantes, como «fertix», que no significaban nada. Necesitaba tener un archivo permanente en algún lugar. Pero había roto las suyas en pedazos y había numerado esos pedazos en el dorso, y luego había escondido el código para volver a unirlos en los márgenes de varios libros de texto. Daba la impresión de que todos los demás habían metido las suyas en libros o cajones, o debajo del colchón, o, en el caso de un chico, en el bolsillo de sus pantalones. Emily no podía entender que alguien dejase algo que podía dañarle en un escondite tan fácil de encontrar.

—Lo sé todo —le dijo a Jeremy—. Ya lo he entendido. Así que, buenas noticias, no necesito darte más la lata con preguntas.

Jeremy la miró. Estaba jugando al baloncesto. O practicando baloncesto. Tenían toda la pista interior vacía para ellos dos. Jeremy estaba realizando lanzamientos desde la línea de tiros libres, una y otra vez. Emily contemplaba sus relucientes pantalones cortos.

—Érase una vez, hace mucho tiempo, existían los hechiceros —dijo—. En realidad no eran más que unos tipos que sabían algo de persuasión. Y a algunos de ellos les fue muy bien, gobernaron reinos y fundaron religiones, etcétera, pero también de vez en cuando fueron quemados en la hoguera por muchedumbres airadas, o les cortaron la cabeza, o los ahogaron mientras los sometían a pruebas de brujería. Así que, en algún momento durante los últimos siglos, quizás en realidad incluso durante los últimos cincuenta años o algo así, esa gente se organizó. Para solucionar el problema de que los quemasen en la hoguera. Y… —Abrió los brazos en un gesto elocuente—. Aquí estamos. Ya no se cortan cabezas.

Jeremy lanzó la pelota, que pasó por el aro con un leve zum.

—Además, las palabras son cada vez mejores —prosiguió Emily—. Creo que hace quinientos años las palabras clave eran cosas como «bendecir». Identificadores tribales. Basados en el hecho de que confiamos en las personas que piensan como nosotros y que creen las mismas cosas. Lo cual es un comienzo, pero, obviamente, no es lo que tú haces. No es lo que Eliot y Brontë hacen. Así que la organización tiene que haber estado creando palabras clave. Construyéndolas, una encima de otra. Como hacemos con el código informático. Primero te ganas la confianza de un segmento con palabras débiles. No demasiada confianza, solo la suficiente para enseñarles a creer en una palabra clave más fuerte. Aclarar y repetir. —Emily se echó hacia atrás y se apoyó en los codos—. Bastante simple. La verdad es que no entiendo por qué pensaste que no podías contármelo.

—¿Todo eso te lo han enseñado los profesores? —le preguntó Jeremy—. ¿O estás haciendo suposiciones?

—Ja —dijo ella—. Acabas de confirmarlo. Ahora mismo.

—Bah —repuso Jeremy, lanzando otra vez la pelota.

—Me han enseñado parte de ello.

Jeremy volvió a su posición, botando la pelota.

—¿Qué es una palabra?

—¿Eh?

—Te crees muy inteligente: dime qué es una palabra.

—Una unidad de significado.

—¿Qué es significado?

—Eh… Significado es una abstracción de características comunes a la clase de objetos a la que se aplica. El significado de «pelota» es el conjunto de características comunes a las pelotas, por ejemplo, redonda, que bota, y que suele verse en manos de chicos que llevan pantalones cortos.

Jeremy regresó a la línea de tiros libres, sin decir nada. Emily imaginó que su respuesta había sido errónea, o, al menos, no del todo correcta.

—¿Te refieres desde una perspectiva neurológica? De acuerdo. Una palabra es una receta. Una receta para una reacción neuroquímica en particular. Cuando digo «pelota», tu cerebro convierte la palabra en significado, y eso es una acción física. Puedes ver cómo sucede en un electroencefalograma. Lo que estamos haciendo, o mejor debería decir, lo que tú estás haciendo, puesto que a mí nadie me ha enseñado ninguna palabra buena de verdad, es verter recetas en el cerebro de la gente para causar reacciones neuroquímicas que tumben los filtros. Para maniatar esos filtros durante el tiempo suficiente para deslizar a través de ellos una instrucción. Y eso lo haces formulando una cadena de palabras creada para el segmento psicográfico de esa persona en particular. Probablemente, palabras que fueron creadas hace décadas y desde entonces han sido fortalecidas. Y se trata de una cadena de palabras porque el cerebro tiene capas y capas de defensas, y para que la instrucción las atraviese, todas esas capas tienen que ser deshabilitadas a la vez.

—¿Cómo sabes eso? —inquirió Jeremy.

—¿Crees que soy inteligente?

—Creo que das miedo —dijo él.

Mientras él se duchaba, Emily lo esperó fuera, sentada en un banco de madera. Desde allí tenía una perspectiva perfecta de una de las zonas de aparcamiento, la que estaba al otro lado del campo de fútbol y que estaba reservada para los profesores, y en ese momento vio aparecer cuatro vehículos negros, uno detrás de otro. De ellos salieron varias personas vestidas con traje. Emily se levantó del banco y comenzó a caminar para acercarse, porque le resultaba curioso, pero uno de los hombres giró la cabeza hacia ella y de repente Emily sintió mucho frío y se detuvo.

El grupo entró en el edificio y ella regresó al banco. Al poco, Jeremy salió de los vestuarios, oliendo a gel de ducha.

—¿Estás bien?

Emily negó con la cabeza.

—Acabo de ver a unos tipos. Poetas, supongo. —Jeremy miró los coches—. Uno era muy mayor. Con el pelo blanco, y la piel bronceada.

—Ah —dijo el chico—. Sí. Ese es Yeats.

—Los profesores están ahí dentro, en alguna parte. ¿Sabes? Son como paredes de ladrillo, pero puedes ver que hay algo detrás de la pared. Ese tipo tenía ojos de tiburón. No había nada en ellos. Solo… ojos. —Emily movió su cabeza a un lado y a otro—. Los yonquis tienen los ojos así, si tienen un mal viaje. Me ha asustado un poco.

—Ven a mi habitación —dijo Jeremy—. Quédate un rato conmigo.

—Vale. —Pero todavía no estaba preparada para moverse.

—En serio, no te preocupes por Yeats. Nunca hablarás con él.

—¿Por qué no?

—Porque ese tío está a un millón de kilómetros por encima de nosotros. Es la cabeza de la organización.

Jeremy estaba a punto de graduarse. Emily siempre había sabido que acabaría por ocurrir. Pero él pasó al último curso y ella ya no podía pretender que el día de su graduación pertenecía a un futuro muy lejano. Jeremy empezó a poner excusas para no acompañarla a comprar granizados. Ya no le veía jugar a baloncesto. Y cuando ella llamaba a su puerta, él siempre estaba enfrascado en sus libros, con cara de cansancio, y eso le hacía sentirse estúpida por haberle interrumpido.

—Suspende el examen —le dijo—. Quédate otro año. Entonces estaríamos casi en el mismo nivel. Podríamos incluso estudiar juntos.

—No puedo suspender, Emily.

Emily se levantó de la cama, enfadada, porque su comentario solo había sido una broma. O tal vez no, pero aun así se había enfadado. Comenzó a mirar en los cajones, buscando algo interesante. Pero, por supuesto, no había nada, porque Jeremy Lattern no tenía efectos personales. Desde luego, no había palabras escondidas. Ya las había buscado un par de veces. Solo por curiosidad. No siempre había sido así: recordaba haber visto un pequeño robot de juguete con los brazos rojos. Jeremy se había desprendido de él en algún momento desde que ella lo había conocido. Eso era lo que la gente hacía en aquella escuela. Se encogían cada vez más hasta que ya no quedaba en ellos nada interesante.

Fue hacia él y le puso las manos sobre los hombros. Jeremy se puso tenso.

—Relájate. Es un masaje. Un masaje terapéutico. —Le amasó los músculos hasta que sintió cómo se relajaban. Pero cuando subió las manos hacia su cuello, él volvió a ponerse tenso—. ¡Deja de resistirte! Estoy ayudándote.

Jeremy se relajó y Emily deslizó los dedos por su cabello. Le frotó la nuca con los pulgares. Después de un rato, Jeremy soltó el bolígrafo. Llevaba un buen rato sin pasar una página del libro que estaba estudiando. Emily recorrió su espalda con la yema de sus dedos.

—Quítate la camisa para que pueda masajearte la espalda.

Él no respondió y Emily se mordisqueó el labio. Aquello quizás había sido demasiado obvio.

—No puedes concentrarte si estás tenso y distraído. No puedes pretender que no estás hecho de biología. —Apretó los pulgares contra sus hombros—. Tienes un déficit en una de tus necesidades, así que tienes que satisfacerlo. Eso es lo que dice Maslow. No puedes avanzar a necesidades más elevadas hasta que hayas satisfecho las necesidades básicas.

Jeremy levantó la mirada hacia ella y Emily dijo:

—Me gustaría tener sexo contigo, si tú quieres.

Los ojos de Jeremy resultaban inescrutables, y dijo:

—Vale.

Emily sonrió, pero Jeremy no, así que ella dejó de hacerlo. Él se levantó de la silla, con aspecto de estar concentrado intentando resolver un puzle. Emily le desabotonó la camisa, los dedos le temblaban y estaba segura de que él lo había notado. Sintió que él le ponía las manos en la cintura. Le abrió la camisa y contempló su pecho, suave y sin vello, que desprendía su aroma de un modo poderoso. Besó su piel. Luego estiró el cuello para alcanzar sus labios, pero él apartó la cara. Así que no iba a haber besos. Jeremy le quitó la chaqueta. Emily se tumbó boca arriba sobre la cama y él se puso encima de ella. Su rostro no dejaba traslucir sus sentimientos. Su respiración era más acelerada, eso era lo único. Emily intentó comportarse como él, no reaccionar cuando su mano se deslizó por su estómago, pero, antes de que pudiera detenerlo, un sonido brotó de su interior. Los ojos de Jeremy se posaron en los suyos durante un fragmento de segundo antes de volver a apartarse.

—Estoy bien —dijo Emily, y tiró de él para apretarlo más contra su propio cuerpo. Notó su erección y tuvo un momento de pánico. No era virgen, pero había pasado mucho tiempo desde entonces y ahora todo era diferente. Él continuó ejerciendo presión sobre ella. El cuerpo de Emily se encendió con un montón de minúsculas estrellas y recordó cómo funcionaba aquello. Extendió su brazo y le tocó a través del pantalón, haciéndole emitir un gruñido. A ella le gustó eso, y volvió a apretarle.

La mano de Jeremy tanteó la forma de colarse por su falda. Ella levantó la cintura, bajó la cremallera y apartó todo aquel conjunto de tela. Los dedos de él empujaron su carne y soltó un pequeño jadeo. Jeremy dudó. Emily quiso cogerle la mano y obligarle a que la tocase. Le quitó los pantalones y Jeremy hundió el rostro en su hombro. Los dedos de él encontraron lo que buscaban. La posición era algo incómoda, ella solo podía apretarle. Pero la presión era extraordinaria. La vibración comenzó en sus piernas. Los dientes empezaron a castañetearle. Casi se echó a reír, pero no habría sido apropiado, no podía hacer eso. Él gruñó de nuevo, un leve aviso, pero ella lo ignoró y entonces él eyaculó entre sus dedos. Lo hizo en silencio. Emily experimentó una sensación de triunfo. El movimiento de los dedos de Jeremy se intensificó y ella sintió que su cuerpo se dejaba arrastrar con la marea de su victoria. Sus pies patearon en el aire una vez.

Emily permaneció inmóvil mientras él jadeaba con la cara hundida entre su pelo. Ella percibía el olor de su sudor. Un momento después, Jeremy levantó la cabeza y Emily distinguió las endorfinas en sus pupilas. Jeremy se hizo a un lado y ella utilizó un extremo de la sábana para limpiarse y luego volvió a tumbarse junto a él. Jeremy no dijo nada, así que ella se quedó contemplando el techo hasta que notó que su respiración se relajaba hasta adquirir un ritmo pausado, unos veinte o treinta minutos, y entonces, cuando no había riesgo, le rodeó con su brazo.

Al día siguiente fue a clase y nadie lo sabía. Era un tesoro secreto. Se sentó en la última fila y pensó: «He tenido una relación sexual con Jeremy Lattern».

La clase era Métodos Subvisuales, una clase que a ella le gustaba, pero su mente no dejaba de divagar. En los momentos más inesperados le parecía detectar el olor de Jeremy. Tal vez parte de él estuviera aún en ella. Le gustó esa idea.

De pronto surgió una idea en su cabeza: «Jeremy es un trece». Parpadeó. No sabía de dónde había salido esa idea. Ya antes había pensado en el segmento al que podía pertenecer Jeremy y había creído que probablemente fuese un noventa y cuatro. Su comportamiento cuadraba casi a la perfección, y le había estado observando con detalle. Pero ahora sentía algo diferente. El noventa y cuatro era un disfraz. Era un trece.

Después de las clases, decidió llevarle un granizado a su habitación. Él pasaría toda la tarde estudiando y no iba a tener tiempo para ella, lo sabía. No le molestaría y no esperaría que nada hubiese cambiado entre ellos. Pero le compraría un granizado.

De camino a la salida, se dio cuenta de que la habitación de Eliot estaba abierta. Dudó. Hacía meses que no lo veía y había esperado con ganas su siguiente visita, pero en aquel momento probablemente sería mejor esquivarle. Porque quizás Eliot supiera lo ocurrido solo con mirarla. Pero entonces el profesor salió de su despacho y ya era demasiado tarde para esconderse.

—¡Eh! —lo saludó—. ¿Ocupado? Parece ocupado.

—Sí. Me voy ya. Pero puedes acompañarme hasta el coche.

—Vale. —Se acopló al ritmo de sus pasos y caminaron un rato en silencio. Emily pasó de estar preocupada por la posibilidad de que Eliot adivinase lo ocurrido a estar decepcionada porque no lo hacía—. ¿Cómo va todo?

—¿Cómo va todo?

—Sí.

—Todo va bien.

—Bien. —Pasaron al lado de un grupo de chicos que holgazaneaban en el jardín y que rápidamente cambiaron de postura y se pusieron rectos. Eliot era muy respetado en la escuela. Todos creían que daba clase con tan poca frecuencia porque el resto del tiempo la organización le requería para que realizase asuntos misteriosos y extraordinarios—. He estado pensando en mi nombre. Mi nombre de poeta, me refiero, cuando me gradúe. Y decidí que quiero ser Emily Dickinson.

—Tú no puedes ser Dickinson.

—Así podría mantener mi nombre de pila. Y también porque ella escribió unos poemas sobre la muerte realmente buenos. Es, literalmente, la única poetisa a la que no odio.

—Ya tenemos una Emily Dickinson.

—Oh.

—Además, los recién graduados no reciben el nombre de poetas de fama mundial —dijo Eliot—. Serás alguien de quien nunca has oído hablar.

—¿Hay una lista entre la que pueda elegir?

—No.

—¡Anda que no son ustedes duros de pelar!

Llegaron a la puerta principal y bajaron la escalinata.

—Bueno, ya nos veremos —dijo Emily.

Eliot se detuvo y la miró:

—Estás más feliz.

—¿Qué?

—Pareces feliz.

Emily se encogió de hombros.

—Es un hermoso día, Eliot, ¿qué quiere que le diga? —El profesor no contestó—. Debería salir más —insistió ella, y se alejó. Pudo sentir que él estaba a punto de llamarla. Lo averiguaría todo. Pero no lo hizo, y la tensión que sentía se desvaneció, y cuando llegó a la verja del recinto de la escuela, iba canturreando.

Compró dos granizados y faltó poco para que la atropellase un coche al cruzar la calle para volver a la escuela. Los mantuvo en equilibrio en el pliegue de su brazo y llamó con los nudillos a la puerta de Jeremy. Cuando él contestó desde dentro, la abrió empujando con la cadera.

—¡Refrescos!

Jeremy miró los granizados, pero su expresión no era tan feliz como ella había imaginado.

—Gracias, Emily —dijo ella misma.

—Gracias.

Dejó el granizado sobre su escritorio y apoyó el trasero contra la pared. Su intención había sido entregarle la bebida y marcharse, pero ahora no quería hacerlo.

—¿Cómo va el estudio?

—Lento.

Asintió.

—Te dejo para que sigas con ello.

—Gracias.

—A no ser que quieras hacer una pausa —sugirió, levantando las cejas.

—Eso no puede volver a ocurrir.

—¿Qué es lo que no puede volver a ocurrir?

—Ya sabes a qué me refiero. —Jeremy bajó la voz—: No deberíamos haberlo hecho. Yo no debería haberlo hecho.

—Bueno, te perdono. —Trató de mantener un tono alegre, pero su corazón se estaba hundiendo más allá de su estómago. Lo había visto venir, ¿no era cierto? Prácticamente lo había provocado ella misma. Pero ahora se sentía desolada.

—Si se enterasen, me expulsarían.

—Nos expulsarían a los dos.

—Sí, pero… —Jeremy dio unos toquecitos con sus dedos sobre los libros—. Este es mi último examen. No puedo cagarla. —Emily lo miró fijamente—. Lo comprendes, ¿verdad? Tengo que hacer esto. Lo siento.

—¿En serio lo sientes? —repuso ella.

—Creo que eres una persona genial…

Emily le tiró su granizado, que le explotó en la cabeza, lanzando líquido rojo y trocitos de hielo por todas partes, salpicando sus libros y sus apuntes. Jeremy se quedó petrificado, goteando granizado. Emily dio un portazo al salir.

Tenía fútbol y no estaba con ánimo para jugar. Se quedó plantada en la zona de defensa, sin buscar en ningún momento la pelota. Sashona, que formaba parte del equipo contrario, concentró sus ataques en el lado que defendía Emily, para sacarle partido a su apatía. Una de las veces pasó a su lado sin que ella se moviese siquiera, y después de marcar gol, le removió el pelo.

La siguiente vez que Sashona se lanzó hacia ella, con el balón rodando ante ella, Emily decidió tumbarla. Se movió para interceptarla y el rostro de Sashona se puso tenso de un modo que Emily comprendió que debía esperar el golpe de sus hombros. Una palabra burbujeó hasta sus labios, una de las palabras de atención que había descubierto en la habitación de Sashona. «Kassonin». Esa era la palabra. Sería suficiente para patearle el cerebro el tiempo necesario para poder derribarla, y la utilizaría porque no la había utilizado con Jeremy, incluso aunque había podido hacerlo, porque él, igual que Sashona, era un trece. Kassonin, zorra. Tenía la cabeza llena de sangre. Cómete mis hombros.

Chocaron. Para cuando Emily volvió a ponerse en pie, Sashona corría de vuelta a su campo con el puño en alto. Había marcado gol mientras Emily yacía en el suelo.

—¡Mierda! —dijo Emily, y Sashona se echó a reír.

Necesitaba estar a solas durante un rato, así que en lugar de cambiarse, se dirigió hacia la salida. Estaba ya casi allí cuando oyó pasos a su espalda. Jeremy corría hacia ella.

—¡Eh! ¡Espera!

Emily no quería, pero una parte diminuta y estúpida de su ser pensó: «Puede que haya cambiado de idea». Jeremy la alcanzó, con la respiración agitada. Se había duchado y se había puesto una camisa limpia. Tenía las mejillas sonrosadas.

—No acabemos esto de esta manera.

—¿Qué?

—Hemos sido amigos durante dos años. No quiero…

—Bah —le espetó ella en cuanto escuchó la palabra «amigos». Echó a andar y él dio unas zancadas para colocarse a su lado.

—No puedes contárselo a nadie.

Ella no respondió.

—Te expulsarán. Ya lo han hecho antes. Te mandarán a tu puta casa.

—Puede que tú me hayas obligado a hacerlo —dijo—. Puede que te aprovechases de mí, con tus palabras.

Jeremy se quedó parado, y cuando Emily llegó a la verja, le gritó:

—¡¿Cómo te atreves?! —Emily se estremeció, porque la voz de Jeremy estaba cargada de rabia. Siguió caminando. No iba a acusarle de nada, ¿es que no se daba cuenta? Solo quería que sintiese algo—. ¡Vuelve! ¡Vuelve aquí! —Había bastante tráfico, pero Emily logró esquivarlo y llegar al otro lado de la calle. Una furgoneta hizo sonar el claxon. Se volvió y lo vio en el exterior de la verja, con el rostro enrojecido—. ¡No se te ocurra decir nada!

—¡Oblígame!

Jeremy saltó a la calzada. Emily recordó a Benny, en San Francisco: había sido un tipo divertido y amable hasta que ella le sacó de quicio.

—Quieto —le dijo. Jeremy la conocía. Sabía cuál era su segmento. Estaba a punto de graduarse y podía hacerle hacer lo que él quisiera—. ¡Lo siento! ¡No se lo diré a nadie! —Jeremy estaba en mitad de la calle, detenido entre los carriles, con una expresión de ira grabada en la cara. Esperó a que pasase un coche, miró a su derecha y corrió hacia ella. Emily gritó—: ¡Kassonin!

La cabeza de Jeremy se sacudió con un espasmo. Se detuvo. Durante un momento pareció un niño pequeño. Luego volvió en sí. Emily alcanzó a distinguir la conmoción en sus ojos, se sentía ultrajado y tenía miedo. La expresión de su rostro la dejó paralizada. Entonces un coche se lo llevó por delante. Emily chilló, pero no pudo oír su propia voz por encima del chirrido de las ruedas.

Quiso ir al hospital pero no se lo permitieron. Tuvo que quedarse en el salón, el mismo lugar donde Charlotte la había entrevistado la primera vez que había llegado allí, encogida en el mismo sillón.

Al final, Eliot entró en el salón, con un abrigo largo. Emily abrió la boca para preguntarle por Jeremy, pero vio la respuesta en su cara. Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

—Dime qué fue lo que ocurrió.

Emily negó con la cabeza, sin levantar la vista. Eliot cruzó la alfombra y le levantó la barbilla.

—No —dijo ella, y trató de cubrirse los oídos. El profesor le apartó las manos y habló, y Emily perdió el contacto con su mente. Cuando volvió en sí, Eliot estaba sentado en el sillón frente a ella, al otro lado de la alfombra, con los ojos cubiertos de oscuridad. Emily cerró la boca y tragó saliva. Tenía la garganta seca.

—Tu tiempo aquí ha terminado —dijo.

—Por favor, no me echen. Por favor.

Eliot se puso en pie. Ella empezó a llorar otra vez, pero los ojos del profesor no mostraron ninguna lástima al salir de la estancia.