Emily esperaba que en cualquier momento alguien la sacase de un tirón de la cola para preguntarle qué creía que estaba haciendo intentando subir a bordo con los pasajeros de primera clase. Pero cuando llegó hasta la puerta de embarque y mostró su tarjeta, la agente del servicio de tierra le sonrió:
—Que tenga usted un buen vuelo, señorita Ruff.
—Gracias. —Se ajustó la correa de la mochila, con gesto abochornado.
Los demás pasajeros de primera clase vestían trajes elegantes y blusas caras, mientras que Emily llevaba puestos unos vaqueros en los que un tipo había orinado el día anterior. No había caído en la cuenta de que todo el mundo iría tan bien arreglado y tan limpio.
—¡Señorita Ruff! —dijo el azafato, ya en el avión, como si hubiera estado esperándola—. Según nuestra base de datos esta es la primera vez que nos hace usted el honor de volar con nuestra compañía. No puede ser verdad. —Le hizo señas para que le siguiera y la guio entre hileras de tronos de cuero—. Cuidaré de usted con especial dedicación. —Se inclinó hacia ella y le susurró, lo suficientemente alto para que llegase a los oídos de todos—: Nos hace falta tener más pasajeras jóvenes y hermosas.
Emily pensó que se estaba burlando de ella. Pero no lo hacía. Pertenecer a la primera clase resultaba algo extraño.
—Póngase cómoda —dijo el azafato— mientras le busco la mejor galleta de chocolate que ha probado jamás.
—Vale —dijo. Fue a colocar su bolsa en el compartimento correspondiente y el azafato puso una expresión de horror y se la cogió.
Emily se deslizó en su asiento. Había dormido en lugares más pequeños que aquel asiento. A su derecha había una mujer con unas gafas de sol enormes, un vaso alto en una mano y una revista en la otra. Le dirigió una sonrisa a Emily y ella le respondió de igual modo, tras lo cual, la mujer volvió a concentrarse en su revista.
Aquello estaba bien, pensó. Estaba muy bien.
Oyó un tintineo y extendió los brazos en busca de su mochila.
—Lo lamento mucho —susurró el azafato, mientras colocaba un vaso de agua en el apoyabrazos. El tintineo lo habían causado los cubitos de hielo—. No era mi intención despertarla.
Emily miró el vaso. Cuando había oído el ruido, la primera idea que había acudido a su mente era la de alguien orinando.
Desembarcó. Así era como lo llamaban: «desembarcar». Nunca antes había escuchado esa palabra. Se desabrochó el cinturón y le invadió una sensación de tristeza. Quería quedarse en aquel pequeño reino de primera clase.
Le había dejado una nota a un amigo para que se la pasase a Benny. ¿La habría leído ya? ¿Estaría enfadado? ¿La estaría echando de menos? Eso no le importaba tanto como había imaginado. Se había dado cuenta de ello mientras contemplaba el oculto mundo bañado de luz solar que había sobre las nubes: estaba dejando atrás a Benny. Y eso era algo bueno. Se sentía como lo había hecho dos años antes, cuando se había marchado de una casa que se venía abajo, con la mochila de Pikachu a cuestas y las amenazas y profecías de su madre rebotándole en la espalda, y cuanto más caminaba, mejor se sentía. Benny no había supuesto una mejoría. En realidad no. Se empezaba a dar cuenta de ello, ahora que había gente que cargaba con su mochila y le acercaba algo de beber mientras ella dormía. Comenzaba a ver que, sin Benny, podría llegar a ser mucho más de lo que era.
El azafato le tocó en el brazo cuando salía del avión.
—Muchas gracias.
—Muchas gracias a usted —respondió Emily.
En Llegadas había un chófer, con su uniforme y su gorra, que sostenía un cartel en el que se leía EMILY RUFF.
—Yo soy Emily —dijo ella.
El hombre extendió el brazo hacia su mochila. Emily dudó un instante, pero le dejó cogerla; necesitaba acostumbrarse a esas cosas.
—Me alegro mucho de conocerla, señorita. Tengo un coche enfrente de la terminal. ¿Ha disfrutado del vuelo?
—Sí.
Emily se acopló al ritmo de los pasos del hombre. Se sentía un poco tonta por llevar una mochila de Pikachu. Resultaba ridícula en el carro que iba empujando el chófer. Pero a él no parecía importarle. La gente se volvía a mirarla, una chica desharrapada con un chófer uniformado, y ella trataba de no sonreír para no echarlo a perder.
El hombre le aguantó la puerta. Fuera había luz y hacía frío. Una limusina gigante de color negro brillante esperaba junto a la acera. El chófer abrió la puerta trasera y Emily entró como si fuera lo más normal del mundo.
¿Quería algo de beber? ¿O ver la tele? Porque podía hacerlo. Había espacio suficiente para que se tumbase. Podría incluso vivir allí dentro.
El chófer ocupó su asiento y los cierres de las puertas emitieron un sonido seco.
—No hay previsión de lluvia. Ha venido en un buen día.
—Me pareció que era un buen día, sí —dijo ella—. Lo presentía.
Condujeron durante cuarenta minutos y se detuvieron frente a unas enormes verjas de acero. A través de los cristales oscuros de la limusina, Emily distinguió una extensión de hierba y unos árboles gigantescos. El conductor habló con alguien que ocupaba una garita de vigilancia y las puertas se abrieron. Conforme avanzaban colina arriba, fue surgiendo ante ellos un edificio.
—Es un antiguo convento —dijo el chófer—. Durante más de cien años aquí solo han vivido monjas. —El coche se deslizó frente al edificio por un sendero de gravilla que crujía bajo los neumáticos. Un hombre bajó una escalinata para dirigirse hacia ellos. Un conserje. Eso es lo que era—. Precioso, ¿verdad?
—Sí.
—Desde este momento ellos se harán cargo de usted. —El chófer se volvió en su asiento para mirarla. Eso le gustó, ese modo en el que la gente se volvía hacia ella para hablarle—. Le deseo la mejor de las suertes con los exámenes, señorita.
El conserje la guio hasta una estancia de techos altos y paredes cubiertas de paneles de madera y miles de libros. Una sala de lectura, supuso Emily. Porque había oído que existían, y no se le ocurría qué otra utilidad podía tener aquella habitación. Tal vez ninguna. Quizás, una vez que alcanzaba un cierto tamaño, un edificio tenía más habitaciones de las que necesitaba. Colocó la mochila entre sus tobillos y trató de relajarse. De vez en cuando oía el ruido de una puerta al cerrarse, ¡pom!, y rumores de conversaciones, y risas que llegaban flotando desde algún pasillo en alguna parte de la casa. Empezaba a tener ganas de orinar.
Unos tacones resonaron en el corredor. La puerta emitió un ligero clac al abrirse. Durante un segundo, Emily pensó que se trataba de una monja, pero no era más que una mujer vestida con un traje azul oscuro. Era en su cerebro donde estaban las monjas. La mujer era delgada, tendría unos treinta y cinco años, el pelo oscuro y unas gafas de montura elegante. Avanzó hacia Emily con la mano extendida y los dedos hacia abajo. Un saludo de señoritas. Emily se levantó para estrechársela.
—Hola, Emily. Muchísimas gracias por unirte a nosotros. Yo soy Charlotte.
—Hola —contestó Emily.
Charlotte se acomodó en una silla y Emily regresó a la suya. Le pareció que estaban muy lejos una de la otra. Entre ambas se extendía una alfombra, como el mapa de un mundo aún no descubierto.
—Enseguida te mostraré tu habitación —dijo Charlotte—. Pero, primero, estoy segura de que tendrás algunas preguntas que hacerme.
Sí tenía. Por ejemplo, «¿de qué diablos iba el tal Lee?», y, «¿por qué yo?», y, «¿aquellos exámenes, qué eran exactamente?». Pero no las formuló. Porque la cuestión era que si esas preguntas tenían malas respuestas iba a resultarle realmente decepcionante.
—Esta semana sois seis —dijo Charlotte, decidiendo responder las preguntas que Emily no había formulado—. Seis solicitantes, me refiero. Cada uno de vosotros tiene su propia habitación, por supuesto. La tuya da al East Wood, creo que te gustará. Hay un comedor central, donde os servirán las comidas, y encontrarás también una zona de recreo al final del vestíbulo, y una sala de estar al lado. Entre un examen y otro, puedes explorar la finca a tu gusto. Es un recinto maravilloso. En su tiempo fue un convento.
—Eso he oído.
—Si sales del Sector de los Nuevos, puede que tropieces con alguno de nuestros actuales estudiantes yendo a sus clases. Han recibido instrucciones de no hablar contigo, así que, por favor, no lo interpretes como una falta de educación —explicó con una sonrisa.
—De acuerdo —dijo Emily.
—Debo pedirte que cumplas dos normas durante el período de exámenes. No debes abandonar el recinto, ni usar ningún teléfono. Estas normas son muy importantes. ¿Las consideras aceptables?
—Sí.
—¡Bien! —Charlotte se dio una palmada en el regazo, como si quisiera que un gato se le subiera para recostarse allí—. Muy bien, pues. Durante lo que queda del día, puedes simplemente ir poniéndote cómoda. Conoce a tus compañeros y disfruta de las instalaciones. Las pruebas comenzarán por la mañana.
—Tengo una pregunta que hacer —dijo Emily—. ¿Dónde está la trampa?
Charlotte arqueó las cejas. Tenía unas buenas cejas. Como látigos.
—¿Perdón?
—Bueno… —Emily hizo un gesto para abarcar la estancia en la que se hallaban—. Esto es increíblemente bueno. Quiero decir, se lo agradezco, pero si me van a pedir que me afeite la cabeza o que me quite la ropa o algo así, me gustaría saberlo.
Charlotte reprimió una sonrisa al contestar:
—No somos una secta, te lo prometo. Somos una escuela. Traemos aquí a los mejores y a los más brillantes para ayudarles a alcanzar todo su potencial.
—Ya —dijo Emily.
—No pareces convencida.
—Esto no se parece a una escuela.
—En realidad, se parece mucho a una escuela. Puede que pienses lo contrario porque tu experiencia se ha limitado a las granjas de niños que monta el gobierno. —Se inclinó hacia delante y susurró con aire conspiratorio—: Para mí, esas sí que no parecen escuelas.
Emily no estaba segura de cómo responder a eso, y Charlotte se puso en pie:
—¡Bien! Deja que te enseñe tu habitación.
Emily cogió su mochila y dijo:
—Todavía creo que hay alguna trampa.
Charlotte frunció los labios.
—Si tiene que haber una, digamos que es que solo admitimos a los que aprueban los exámenes. Y son difíciles.
—Yo aprobaré.
—Bien —sonrió Charlotte—, pues en ese caso no hay trampa.
Emily la siguió por pasillos cuyas paredes estaban cubiertas por paneles de madera y salas de techos altísimos. Nunca había visto tantos arcos. Charlotte tamborileó con la uña en una puerta:
—Mi despacho. —Había una placa de metal grabada con el nombre de C. BRONTË—. Ven a verme con cualquier pregunta o cualquier preocupación que tengas, de día o de noche.
Había más pasillos. Emily pudo ver, a través de unos ventanales altos y laminados, a varios chicos con uniformes azul oscuro, gorra y chaqueta. Después de todo, puede que sí pareciese una escuela.
Charlotte se detuvo frente a una pesada puerta de madera.
—Esta es tu habitación.
Había una cama pequeña, una ventana grande terminada en un arco, un viejo escritorio con una silla de respaldo alto. Las paredes eran de piedra y tenían trozos desgastados por efecto de las palmas de las manos de decenas de monjas.
—Alguno de los otros está por aquí —dijo Charlotte—. Pero dejaré que te tomes tu tiempo para conocerlos. —Sonrió con una mano sobre el pomo de la puerta—. Llamarán para la cena a las seis.
La puerta se cerró y Emily dejó caer su mochila. Fue a la ventana y estudió su mecanismo hasta que averiguó cómo se abría dividiéndola en dos paneles. Se asomó afuera y la brisa le tiró del pelo. La palabra «bosque» era apropiada. Los árboles parecían columnas. Una podría perderse allí dentro. O encontrar una casa de chocolate y una bruja.
Necesitaba ir al aseo. Y tendría que encontrar a alguno de los otros chicos y comprobar la competencia que iba a tener. Pero se quedó allí un rato contemplando los árboles, porque incluso si todo aquel asunto resultaba ser alguna clase de timo, aquel momento en particular era muy agradable.
Orinó, se lavó las manos y estudió su reflejo en el espejo. Su pelo parecía de paja. Llevaba puesta una ropa cuya apariencia empeoraba a medida que aumentaba el atractivo del lugar en el que se hallaba, y tampoco es que pudiera decir que olía precisamente bien. Pero, aparte de eso, no parecía completamente fuera de lugar. Podría llegar a creer que era una persona que orinaba con regularidad en aseos con el techo a cuatro metros de altura. Y que luego salía a pasear a caballo.
—Relájate —le dijo al espejo, porque la mirada que vio en sus ojos era de tensión.
Siguió el sonido de la televisión hasta una estancia pequeña con sofás y cojines y un chico recostado sobre ellos. Se sentó erguido al verla entrar. Tenía el pelo muy rizado, vestía ropa nueva y tenía el cuello de la camisa vuelto hacia arriba. Si ambos tenían algo en común, Emily no podía verlo.
Los ojos del chico la inspeccionaron de arriba abajo. Probablemente él estaba pensando lo mismo que ella.
—¿Qué hay? —dijo el chico.
—Hola, ¿quién eres tú?
—Un tío. En un sofá. —Sonrió y Emily le odió inmediatamente—. ¿Estás aquí para los exámenes?
—Sí.
—¿Acabas de llegar?
—Sí.
—¿Desde dónde?
—San Francisco.
—Vale —dijo él—. Y, eh, ¿de dónde en San Francisco? —Volvió a sonreír. ¿A qué venía lo del cuello vuelto hacia arriba?
—La calle. —El chico la miró sin comprender—. La calle, ya sabes, la calle.
Él negó con la cabeza.
—No sé.
—Sí, ya lo veo.
—Lo siento. No pretendo ofenderte. Quiero decir, ¿qué es lo que… eh… haces? —Giró el dedo para indicar la habitación—. No te traen aquí sin ninguna razón.
—Soy maga. Hago espectáculos.
—¿En serio? No me pareces el tipo de persona que se dedica a eso.
—Y tú a mí no me pareces alguien que sepa una mierda de nada —repuso Emily, porque empezaba a sentirse un tanto intimidada por la palabrería del otro—. ¿Por qué estás tú aquí?
El chico esbozó una amplia sonrisa. Sus dientes brillaban de tal forma que llamaban la atención.
—El campeonato de debates de las escuelas de Nueva Inglaterra. Las finales. —Esperó en vano una respuesta y luego añadió—: Soy bueno.
—¿Ah, sí? —dijo ella.
Se duchó y volvió a vestirse. De donde ella venía, no pasaba nada por vestir la misma ropa durante varios días seguidos; eso significaba que estabas ocupado aprovechando las oportunidades que te brindaba la vida. Pero se daba cuenta de que allí iba a tener que afrontar de otro modo el asunto. Al menos se puso la chaqueta, que era afelpada y tenía unos pequeños pines de los que se solía reír si alguien los mencionaba, pero que en secreto le parecían geniales. Se cepilló el pelo hasta que la mayoría de los nudos desaparecieron y lo sujetó con pinzas para retirarlo de su rostro. Recordó de pronto que le quedaba algún resto de maquillaje en su bolsa y se las apañó para darle a sus ojos un cierto aspecto brumoso. El desodorante lo había perdido en alguna parte. Pero se había enjabonado en la ducha. Lo cierto era que olía mejor de lo que lo había hecho en una buena temporada.
Se oyó una campana. Una campana de verdad, un instrumento musical. Abrió la puerta y descubrió varias caras asomándose al pasillo. Todas esas caras eran jóvenes, y la mayoría femeninas.
—¡Hora del puchero! —dijo una chica de color en el lado opuesto del pasillo, y hubo un coro de risas.
La mesa del comedor estaba dispuesta para siete comensales, con un mantel del tamaño de una sábana que, sin embargo, dejaba todavía varios kilómetros de resplandeciente madera en ambos extremos. El chico del pelo rizado entró bromeando con una chica a la que Emily no conocía y fue a sentarse frente a ella. Pensó que el chico la miraría, pero no lo hizo, así que se concentró en tratar de entender la función de las diversas piezas de la cubertería. Una niña de no más de diez años se sentó a su lado. Emily le dijo hola y la niña le respondió tímidamente. En el otro lado se sentó una chica guapa de pelo rubio como los ángeles. El chico del pelo rizado miró a la chica rubia y luego apartó la mirada y Emily pensó: «Vale, lo que tú quieras».
Charlotte, que a Emily aún se le antojaba una especie de monja, rodeó la mesa intercambiando unas pocas frases con cada uno de ellos. Les sirvieron el pan. Después una sopa. La niña de diez años se quedó mirando fijamente sus cucharas y Emily intentó ayudarla con suposiciones basadas en lo que los demás utilizaban.
—Me encanta tu chaqueta —dijo la chica rubia y angelical—. Es muy auténtica.
—Oh —respondió ella—. A mí me gustan tus orejas.
—¿Mis orejas?
Emily lo había dicho con intención de insultar, pero ahora se daba cuenta de que la otra hablaba en serio. Realmente había pretendido hacerle un cumplido sobre su chaqueta.
—Sí, son como las de un hada. —Le dio con el codo a la niña pequeña y añadió—: Orejas de hada, ¿a que sí?
—Sí.
—Vaya —dijo la chica—. Bueno, gracias.
Había bandejas de plata con pequeños trozos de carne y pan y pasta y alguna otra cosa. Cogió una solo para poner fin a aquella conversación. Resultó no estar malo. Raro, pero no malo. Así podría describirse también todo lo que le había ocurrido a lo largo de aquel día.
Charlotte se levantó y dio un breve discurso sobre lo feliz que se sentía por tenerlos allí y les dijo que esperaba que supieran aprovechar la oportunidad porque cada uno de ellos tenía un gran potencial y la Academia estaba empeñada en sacarlo a la superficie. Luego les dijo que debían dormir bien porque las primeras pruebas darían comienzo temprano, y el chico de pelo rizado preguntó en qué iban a consistir, a lo que Charlotte sonrió y dijo que obtendrían la respuesta por la mañana. Esas fueron sus palabras: «Obtendréis la respuesta por la mañana». En el mundo de Emily, si hablabas de esa forma, te patearían la cabeza, pero ella empezaba a disfrutar de ello. En los muelles, con su sombrero flexible puesto, utilizaba palabras para conseguir que la gente sonriera y se le acercase y le diera dos dólares sin preocuparse demasiado por haberlos perdido. Las palabras adecuadas eran lo que marcaba la diferencia entre una buena comida y una mala y escasa. Y había descubierto que lo que mejor funcionaba para eso no eran acciones o discusiones, sino palabras que por alguna razón producían un efecto en el cerebro de la gente y le divertían. Juegos de palabras, y exageraciones y cosas que eran a un tiempo ciertas y no tan ciertas. «Obtendréis la respuesta por la mañana». Palabras de ese estilo.
Más tarde, regresaron en fila a sus cuartos y Emily se cepilló los dientes al lado de una chica de Conneticut. Todos llevaban pijama, menos ella.
De camino a la cama, le llegó una voz flotando por el pasillo:
—Buenas noches, chica del umbral.
—Buenas noches, chico del sofá.
Cerró la puerta sin poder dar crédito a lo que acababa de decir. Aquel chico suponía problemas. Pero de los buenos.
Por la mañana, se sentaron en una sala y les entregaron unos cuestionarios. Emily reconoció las primeras preguntas: ¿le gustaban los gatos o los perros? ¿Cuál era su color favorito? ¿Amaba a su familia? Incluso la pregunta rara estaba allí: ¿Por qué lo hiciste? Estaba en lo alto de una página, y el resto lo ocupaba una infinidad de líneas en blanco.
—Por favor, responded con absoluta sinceridad —dijo Charlotte, avanzando entre sus pupitres. Sus tacones producían un eco que rebotaba entre el suelo y el techo—. Cualquier cosa que sea menos que eso no os dará buen resultado.
Le preguntaban por sus películas preferidas. Y las canciones. Y los libros. No había leído un libro desde que tenía ocho años. Echó un vistazo a su alrededor. La niña de diez años estaba tres mesas detrás de ella. Sus pies ni siquiera alcanzaban el suelo. Emily hizo girar el bolígrafo y escribió: La princesa Lily salva el mundo. Era el único que podía recordar.
Charlotte recogió las hojas y desapareció durante un rato. Los demás se inclinaron sobre sus mesas y compararon respuestas. Emily se fijó en un hombre que había en el pasillo, alto y de piel morena, con ojos duros como rocas, que les observaba a través de la cristalera. Por algún motivo, se puso nerviosa y apartó la mirada, y cuando volvió a mirar el hombre ya no estaba allí.
Charlotte regresó con una televisión montada en un carrito.
—Vais a ver una serie de imágenes que pasan a gran velocidad. Una de ellas será de algún tipo de comida. Tenéis que apuntar el nombre de esa comida. ¿Alguna pregunta? —Miró a su alrededor—. Muy bien. Buena suerte.
Emily cogió su bolígrafo. Charlotte pulsó un botón en el aparato de vídeo y en la pantalla apareció un texto, SERIE 1-1, y a continuación desapareció. Durante un momento la imagen permaneció en negro. Luego se sucedió un revoltijo de imágenes que terminó enseguida. Emily parpadeó. En la pantalla ahora ponía: FIN DE LA SERIE 1-1. Las cabezas se inclinaron sobre las mesas. Emily miró su hoja de papel. Las imágenes habían pasado mucho más rápido de lo que había esperado. ¿Qué era lo que había visto? Una cara sonriente. Una familia en torno a una mesa. Gente besándose. Hierba. Una vaca. ¿Un vaso de leche? No estaba segura. Y eso era extraño, porque era muy observadora. Sus ojos eran rápidos. Así que ¿por qué no estaba segura de lo de la leche? Paseó la mirada a su alrededor. Todos los demás estaban escribiendo. Se mordisqueó el labio y escribió: LECHE.
—Dejad los bolígrafos, por favor.
Emily volvió a mirar a su alrededor. El chico del pelo rizado estaba a su derecha y había escrito SUSHI. Le invadió una sensación de frío. ¿Había visto sushi? Tal vez. Miró a su izquierda. La chica de aspecto angelical había escrito lo mismo: SUSHI.
Charlotte recorrió los pupitres.
—Sí —dijo al pasar por el del chico que estaba en primera fila—. Sí. Sí. —Se detuvo al lado de Emily—: No. —Emily resopló—. Sí. Sí. No.
Emily se volvió para ver quién más la había cagado. Era la niña de diez años, que parecía desolada. Antes de que escondiera su hoja, Emily tuvo tiempo de ver lo que había escrito: LECHE.
—Segunda serie —dijo Charlotte.
Obviamente, lo que había hecho mal era dejarse confundir por las demás imágenes. Un desayuno, una vaca, y había habido un vaso, pero vacío. Su cerebro lo había llenado. Era demasiado imaginativa. Y la razón por la que no había visto el sushi era porque no tenía ni jodida idea del aspecto que tenía el sushi. Ahora más o menos lo recordaba. Pero no era exactamente una comida que le resultase familiar. Los demás probablemente comían sushi dos veces por semana, con caviar y codornices y lo que hubiera habido en aquellas galletitas del día anterior. Paté. Eso. La siguiente la haría bien.
Aparecieron nuevas imágenes y la pantalla volvió a negro. El pánico se apoderó de ella. Había visto un plátano. Sin duda, un plátano. Pero también un sol, que tenía cierto parecido con un plátano, y al principio había creído distinguir algo que podría haber sido un pescado. Sin ninguna duda, había visto palmeras y un océano. No estaba segura del pescado. Ni del plátano. El plátano podría ser un recuerdo visual del sol. ¿Qué pintaban las palmeras? ¿Era una imagen aleatoria, o pretendía hacerle pensar en pescado? Apretó el bolígrafo y escribió: PESCADO.
—Respuestas, por favor.
Emily miró a ambos lados. El chico de pelo rizado había escrito: PLÁTANO. La chica angelical: PLÁTANO. La niña pequeña: PESCADO.
—Sí. Sí. Sí. —Charlotte llegó hasta ella—. No.
Se había pasado de lista. Debería haber confiado en su instinto. No quería mirar al chico de pelo rizado, pero no pudo evitarlo. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera concentrándose, aclarando su mente. «Capullo», pensó. Pero tal vez ella debiera hacer lo mismo.
—Tercera serie.
La pantalla vomitó imágenes. En esta ocasión hablaban, lo cual cogió a Emily por sorpresa. Un hombre dijo «Rojo», y una señora mayor reía a carcajadas, ¿y eso era una fresa? No, una mancha de sangre. Las imágenes cesaron. Definitivamente había visto un cono de helado. Lo anotó antes de que tuviera tiempo de pensárselo dos veces. Cubrió su hoja de papel con las manos y clavó la mirada en la chica que tenía delante.
El chico de pelo rizado dejó el bolígrafo sobre la mesa. Emily no podía ver su hoja, así que vocalizó: «¿Helado?». El chico arqueó las cejas y Emily no supo qué quería decir con eso. Sintió el deseo urgente de coger su bolígrafo y escribir otra cosa. Pero no había visto nada aparte de un helado.
—Respuestas, por favor.
El chico apartó las manos: FRESA.
—Mierda —dijo Emily. No se molestó en mirar a los demás. Charlotte llegó hasta ella y confirmó que se había equivocado, otra vez. Hubo otros dos noes: además de ella y de la niña pequeña, un chico delgaducho de la última fila también se había hecho un lío. Emily se alegró, aunque al mismo tiempo estaba furiosa. Si le repartieran diez dólares a cada uno de los presentes en aquella habitación y le dieran dos horas de margen, Emily tendría todo el dinero. Si los soltasen en la calle sin un centavo y sin ningún lugar donde dormir, ella sería la única que seguiría sana y salva veinticuatro horas más tarde. Sin embargo, aquellas pruebas le estaban haciendo sentirse como una imbécil.
—Cuarta serie.
«Que te jodan», pensó Emily. Miró la pantalla, pero no tenía ánimos de concentrarse. Fue la secuencia más larga hasta el momento. Cuando llegó a su fin, bajó la mirada al papel y pensó: «No tengo ni idea».
La chica que tenía delante soltó un enorme estornudo. Aquello era el tipo de cosa que Benny hacía cuando Emily necesitaba una breve distracción, y sin pensar en lo que hacía, miró a su derecha. Bajo el brazo del chico de pelo rizado pudo leer: ALB. El resto quedaba oculto por el brazo.
—Jesús —dijo la chica angelical.
Alguien soltó una risita.
—Silencio —ordenó Charlotte.
A Emily no se le ocurría ninguna comida que empezase con ALB. Su mente solo le ofrecía ALBÓNDIGA, pero estaba segura de no haber visto eso. Si no se le ocurría otra palabra en cinco segundos, escribiría ALBÓNDIGA. Charlotte abrió la boca y Emily garabateó: ALBARICOQUE.
—Respuestas, por favor.
Emily miró a su derecha. Sí.
Charlotte comenzó a recorrer los pupitres:
—Sí. Sí. Sí. —Para cuando llegaba a Emily, ella se había percatado de un problema. El chico había escrito ALBARICOQUES. A ella le faltaba una «s». Charlotte se detuvo. Emily permaneció en silencio. «Vamos», pensó, «albaricoque, albaricoques, ¿qué diferencia hay?»—. Sí —dijo Charlotte.
Su rostro se iluminó. Eso era lo que tendría que haber hecho desde el principio. Era así como lo había conseguido todo en su vida: esquivando las normas. No debería haberlo olvidado.
—Sí. Sí. No. —Charlotte fue hasta el televisor y lo apagó—. Gracias. Con esto termina la primera prueba. Aprovechad el resto del día. —La gente empezó a hablar mientras se levantaba de sus asientos—. Gertie, quédate aquí, por favor.
Emily miró a la niña pequeña. La expresión de su rostro era de desolación, por lo que Emily se inclinó hacia ella:
—Solo es una prueba estúpida. —Se había equivocado con respecto a su edad. Gertie no tenía ni siquiera los diez años—. No te preocupes.
—Emily Ruff —dijo Charlotte—. Tú puedes salir.
—Eres demasiado joven —dijo Emily—. Yo ya estuve aquí hace un par de años y lo suspendí todo. El año que viene lo clavarás.
Gertie le dirigió una mirada esperanzada.
—Gracias, Emily —dijo Charlotte.
Le hizo un guiño a Gertie al salir, el tipo de gesto que le gustaba a la gente en los muelles.
—Pensaba que eras historia —le dijo el chico de pelo rizado.
Emily estaba pasando frente a la habitación del chico, pero ahora se detuvo. Estaba tirado en su cama. La chica angelical estaba dentro, con la espalda apoyada en la pared de piedra.
—Solo precalentaba —respondió. Se disponía a marcharse cuando la chica se apartó de la pared y dijo:
—Eh, quiero tu opinión. ¿Por qué crees que los profesores de este sitio tienen nombres falsos?
Emily la miró, confundida.
—Charlotte Brontë. Hay un profesor que se llama Robert Lowell y también un Paul Auster. ¿Te has fijado en el panel del vestíbulo? Dice que antes de Brontë, la directora era Margaret Atwood —señaló con las cejas arqueadas.
—¿Y…? —preguntó Emily.
—Son poetas famosos —dijo el chico—. Poetas famosos muertos, la mayoría. —Le dirigió una mirada divertida a la chica angelical—: No lo sabía.
—Como si yo fuese a sentarme ahí a memorizar nombres de poetas —repuso Emily—. Por eso es por lo que voy a destrozaros en los exámenes, porque todo lo que sabéis es inútil.
El chico esbozó una amplia sonrisa y la chica dijo:
—No pasa nada. —Lo dijo en un tono que hizo que Emily quisiera pegarle—. Y la escuela no tiene nombre. Solo la llaman «la Academia». Un poco raro, ¿verdad?
—Tú eres un poco rara —le soltó Emily.
Gertie no volvió.
—Los exámenes son eliminatorios —dijo el chico de pelo rizado, con la boca llena de pan de centeno. Estaban almorzando y él había ocupado la silla de Gertie—. Suspende uno y estás fuera. Puedes ir haciendo tus maletas.
Emily estaba untando un bollo con mantequilla y detuvo el gesto de su mano a medio camino.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Nadie. Me lo he imaginado. Es obvio, ¿no te parece? —dijo el otro, sin dejar de masticar.
Charlotte apareció durante el almuerzo y miró a Emily de un modo que a ella no le gustó en absoluto. Luego se fue. Emily continuó comiendo, pero la comida formó una bola en su estómago. Más tarde, Charlotte y otro profesor la estaban esperando en el pasillo. Eso le recordó San Francisco, donde dabas un paso en la puerta de la casa donde habías pasado la noche y te dabas de bruces con dos prostitutas delgaduchas, con las caderas marcadas y los labios como culos de gato, temblando de rabia por cualquier agravio. Una deuda o algo que habías hecho.
Charlotte le hizo una seña para que se acercase:
—Emily, por favor.
Sus tacones resonaron por el pasillo.
Al llegar a su despacho, le indicó una silla. La habitación era más grande de lo que Emily había pensado. Tenía puertas que conectaban con otras estancias, en una de las cuales debía de dormir Charlotte, puesto que le había dicho que podía ir a verla en cualquier momento del día. Había una única ventana, que daba a un patio, y una mesa desordenada sobre la que había un jarrón con flores frescas.
—Estoy decepcionada.
—¿Lo está? —preguntó Emily.
—Te ofrecimos una gran oportunidad. Nunca sabrás cómo de grande.
—No sé de qué está hablando.
—La sala de exámenes está vigilada.
—Entiendo —dijo Emily. Hubo un silencio—. O sea, que está diciendo que he hecho algo mal.
—¿Trampas? Sí. Eso estuvo mal.
—Bueno, pues debería haberlo dicho. Debería haber dicho: «En realidad tenemos tres normas, la tercera es no hacer trampas».
—¿Crees que es necesario decir eso?
—Ese tío que me envió aquí desde San Francisco, Lee, sabía que yo engaño a la gente. Eso es lo que hago. Soy una timadora. ¿Me traen aquí pero de repente no puedo hacer trampas? Nunca me advirtieron.
—Dije que las respuestas sinceras eran algo esencial.
—En la prueba anterior. No en la del vídeo.
—No vamos a discutir eso ahora —sentenció Charlotte—. Está de camino un conductor para recogerte. Por favor, coge tus cosas.
—Bien —exclamó Emily—, que les jodan.
—Puede que te hayan prometido una compensación por tu tiempo aquí. Desgraciadamente no va a ser así como consecuencia de tus trampas.
—Zorra.
La expresión del rostro de Charlotte no varió un ápice. Emily había esperado algún tipo de reacción por parte de alguien con aspecto tan monacal. Había dado por supuesto que Charlotte estaba furiosa, del modo en que lo hace la gente cuando rompes una de sus normas impuestas, pero lo cierto era que a Charlotte no parecía importarle.
—Puedes irte.
—Olvídese del conductor. No quiero nada de ustedes. —Se puso en pie.
—El aeropuerto está a treinta kilómetros. El conductor…
—Que le jodan al conductor —dijo.
Fue a su habitación y metió la ropa en su mochila de Pikachu. Hasta ese momento lo único que había sentido era rabia, pero de pronto estaba destrozada y temblaba, y lloraba. Se colocó la bolsa al hombro y salió al pasillo.
—¡Eh! —la llamó el chico de pelo rizado—. ¿Qué ha pasado? ¿Adónde vas?
No le contestó y él no la siguió.
No se veía al conductor por ninguna parte, así que empezó a arrastrar sus pies por el sendero. Había alrededor de mil ventanas que daban a su espalda, e imaginó unos ojos en cada una de ellas. Pero era una tontería, pues lo cierto era que a nadie le importaría si ella se iba. Se habría marchado dentro de cinco minutos y todos se olvidarían de su existencia, porque aquel lugar tenía más sentido sin ella.
A mitad de sendero oyó el crujido de las ruedas de un coche sobre la gravilla.
—¿Emily Ruff?
—No quiero un conductor.
—No soy… —Oyó el freno de mano y la puerta, que se abría—. No soy un chófer. —Era el hombre alto que había visto a través del cristal durante el examen—. Me llamo Eliot. Por favor, vuelve a la casa.
—Me han expulsado.
—Para un segundo. Quieta ahí.
Se paró. El hombre la inspeccionó con la mirada. Había algo en él que lo hacía difícil de analizar, una sensación de tranquilidad que lo envolvía.
—Hiciste trampas. Tu defensa es que nadie te dijo que no podías hacerlas. Estoy de acuerdo. Vuelve a la casa.
—No quiero volver a la casa.
—¿Por qué no?
—Porque no voy a conseguirlo, ¿vale? Está bastante claro que todo el mundo ahí dentro menos yo es increíblemente listo y sabe, por ejemplo, los nombres de poetas, así que… Gracias por la oportunidad. —Empezó a caminar de nuevo y el hombre se acopló al ritmo de sus pasos.
—Hay dos tipos de exámenes. El primero prueba tu capacidad para resistir la persuasión. El segundo mide tu capacidad para persuadir. Este segundo tipo es más importante. Y por lo que he visto, eso se te da bien.
—Charlotte ha dicho…
—No depende de Charlotte.
Emily miró hacia la escuela. Resultaba tentador.
—Sería una lástima no descubrir nunca de lo que eres capaz. Esa es mi opinión —dijo el hombre, encogiéndose de hombros.
—Vale, está bien —aceptó.
Regresó a su habitación y descargó su mochila. Pensó que no iba a tener que esperar demasiado, y tenía razón. El chico de pelo rizado entró y le lanzó una mirada de enfado:
—Pensaba que te habías largado.
—He cambiado de idea.
—¿O alguien te ha hecho cambiarla? —El chico cruzó los brazos—. Solo cogen a uno de nosotros.
La chica angelical apareció en el umbral de la habitación justo cuando Emily preguntaba:
—¿Solo cogen a uno?
—Nunca he oído que digan eso —dijo la chica.
—El último día, si queda más de un candidato, tienes que persuadir a los demás para que se vayan. Así es como funciona.
—Nunca he oído que digan eso —repitió la chica—, y aprovecho para darte otra vez la bienvenida, Emily.
—Eres una idiota —dijo el chico.
—Y tú eres tonto del culo —le replicó la chica.
El chico clavó la mirada en ella:
—Podrías largarte ahora mismo. Apuesto a que eres muy persuasiva, con gente que conoce a tus padres. Seguro que eres la reina del consejo de estudiantes. Pero solo estás aquí porque se supone que esto es lo mejor, y eso es lo que las niñitas hacen. Hacen lo mejor de lo mejor.
Las mejillas de la chica echaron fuego.
—¿Se supone que eso me va a hacer renunciar?
—Ya sé cómo hacerte renunciar. Haré que tu papá te llame y te diga que te echa de menos.
La chica se volvió y se fue. Emily oyó sus pisadas alejándose por el pasillo y miró al chico.
—Esta escuela es mía —dijo el chaval.
A la mañana siguiente, temprano, Charlotte la llevó al centro de la ciudad. Apenas habló durante el trayecto, y como Emily seguía bastante cabreada, llegaron a su destino en silencio. Charlotte metió el coche en un aparcamiento y apagó el motor. Emily se quitó el cinturón, pero Charlotte no se movió.
—Eliot considera que merece la pena insistir contigo —dijo Charlotte, mirándola a través del espejo retrovisor—. A mí me parece que no tiene sentido. Pero de vez en cuando él ve cosas que los demás no.
Emily mantuvo la boca cerrada.
—Normalmente este examen lo administra un miembro del personal de escala inferior. —Charlotte abrió la guantera y se puso unas grandes gafas de sol que le dieron un aspecto elegante y sexy, para nada como el de una monja—. Pero ya que hay quien dice que rebosas de potencial, quería verlo por mí misma.
Llevó a Emily a una esquina cualquiera, en la que había una pequeña tienda de comestibles, un puesto de periódicos y un perro atado a un poste de NO APARCAR. Emily imaginó que una de esas cosas era importante. Charlotte echó una mirada a su reloj. Era temprano pero el sol empezaba a asomar por encima de los edificios y parecía entusiasmado de estar allí. Si iban a estar allí mucho rato, Emily debería quitarse la chaqueta.
—Nuestro propósito hoy es probar tu léxico —dijo Charlotte—. Con eso me refiero a tu colección de palabras útiles. —Aquello no sirvió para aclararle nada a Emily—. ¿Estás preparada?
—Claro —dijo.
Las gafas de sol de Charlotte se fijaron en la acera opuesta, que estaba desierta. Esperaron.
—Una puta es «alguien que desea». La palabra es protoindoeuropea. Tiene el mismo origen que la palabra «amor». ¿Lo sabías?
—No.
—Hoy en día, la palabra se utiliza para describir a cualquier persona que puede ser persuadida. Principalmente, para tener sexo a cambio de dinero. Pero también de un modo más general. Una persona puede «putearse» realizando cualquier tipo de acto poco placentero a cambio de una recompensa. —Emily cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro—. Un término similar es «prosélito». Se utiliza típicamente en un sentido religioso para referirse a una persona que se convierte de una fe a otra. Igual que una puta, un prosélito es persuadido de realizar un acto. La diferencia consiste en que una puta hace lo que sabe que está mal a cambio de una recompensa, mientras que un prosélito hace lo que le han persuadido a creer que es lo correcto. —Miró a Emily—. Tienes que permanecer dentro de un espacio de un metro desde el punto donde te encuentras ahora. Si vas más allá, suspendes el examen. Tienes que persuadir a gente que veas en el otro lado de la calle para que crucen a este lado. No puedes utilizar el mismo método de persuasión más de una vez por persona o grupo. Cada persona o grupo que no consigas persuadir supone un fallo. Con tres fallos, termina el examen. Empiezas ahora.
Emily la miró fijamente. Charlotte hizo un gesto con la cabeza hacia la acera opuesta. Había una chica en chándal corriendo. Durante un instante, Emily se quedó paralizada. Y entonces gritó:
—¡Eh! ¡Hola! —Agitó los brazos. La chica se quitó unos auriculares de los oídos—. ¿Puedes venir aquí? ¿Por favor? ¡Es muy importante!
La mujer pareció molesta, pero dejó de correr, echó un vistazo al tráfico y empezó a cruzar la calle.
—Citación anónima verbal indefinida —dijo Charlotte, retirándose hacia la sombra que proyectaba el toldo de una tienda de ropa—. Uno.
La mujer en chándal llegó hasta ella. Era rubia y estaba sudando.
—¿Sí?
—Perdona —dijo Emily—. Creí que eras otra persona.
La mujer le dirigió una mirada despectiva y volvió a colocarse los auriculares. Emily sintió que la nuca se le humedecía de sudor.
—¿Cuántos necesito para aprobar?
—Me temo que no puedo divulgar ese dato. Pero, por si te interesa, el récord está en treinta y seis.
—¡Jesús!
—Fue Eliot, de hecho. Atención, por favor. Aquí viene otro.
Emily se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo.
—¡John! —gritó—. ¡John! ¡Eh, John!
El hombre de la acera de enfrente se detuvo. Cuando se dio cuenta de que se dirigía a él, pareció divertido y negó con la cabeza.
—¿Qué? —Emily se llevó la mano al oído—. ¡No te oigo, John!
—¡Yo no soy John!
—¿Qué?
—¡No soy…! —El hombre se dio por vencido y cruzó hacia ella.
—Citación verbal por nombre —dijo Charlotte—. Dos.
Tres mujeres se bajaron de un coche, hablando y riendo entre ellas.
—¡Eh! ¡Vestidos gratis! —aulló Emily—. ¡Para los tres primeros clientes! —Las mujeres giraron la cabeza y Emily señaló hacia la tienda de ropa—. ¡Hasta doscientos dólares por cliente!
—Promesa verbal de recompensa material por delegación. Tres.
El hombre llegó hasta ella, con una sonrisa agradable.
—Me parece que me has confundido con otra persona.
—Oh, es verdad. —Por encima del hombro del tipo distinguió a una mujer llevando de la mano a un niño hacia la tienda de comestibles—. Lo siento. ¡Señora! ¡Señora! ¡Necesito decirle una cosa sobre su hijo! —La mujer miró hacia ella y luego apartó la mirada—. ¡Señora, a su hijo le pasa algo!
—¿Has dicho vestidos gratis? —le preguntó una de las tres mujeres. Tenía un pendiente en la nariz y un maquillaje exagerado.
—¡Señora! —siguió gritando Emily—. ¡Hay un problema realmente grave con su hijo! ¡No estoy bromeando!
La mujer entró en la tienda y Emily sintió que la tensión se le acumulaba en la nuca: la mujer le había oído pero había decidido ignorarle.
Miró a Charlotte.
—Eso solo es un fallo, ¿verdad? Porque iban juntos.
—Correcto. Un fallo.
—No veo ningún cartel —dijo la mujer del maquillaje—. ¿Solo tenemos que entrar, o…?
—Sí. Entren.
El hombre se estaba alejando con gesto decepcionado. Emily supuso que quería ser John. Pero en la acera opuesta vio que se aproximaba una pandilla de chavales en edad escolar con pantalones bombachos y camisetas sin mangas. Abrió la boca, pero se dio cuenta de que estaba a punto de reutilizar un método e hincó una rodilla en el suelo.
—¡Ay! ¡Mierda! ¡Ay! —Los chavales giraron la cabeza hacia ella. Emily fingió intentar levantarse—. ¡Mierda! ¡Ayuda!
A las ocho y media se quitó la camiseta. Debajo llevaba un simple sujetador. Dudó un instante y luego se lo quitó también. Se le erizó la piel. Saludó a un grupo de chicos que la miraban boquiabiertos desde el otro lado de la calle. Se miraron los unos a los otros, se rieron y empezaron a cruzar, estando a punto de ser atropellados por un coche. Emily le lanzó una mirada a Charlotte:
—Esto está permitido, ¿verdad?
—Invitación sexual no verbal. Diecinueve.
A Emily le pareció distinguir un cierto tono en su voz.
—¿Está decepcionada?
—En realidad —contestó Charlotte—, me sorprende que hayas esperado tanto.
—¡No te lo pierdas! —exclamó uno de los chicos, con una risita. Se agruparon a dos o tres metros de ella, en el borde mismo de la acera, como si tuvieran miedo de acercarse más.
—Eh —les dijo—, hacedme un favor. Id a esa esquina de allí y no dejéis que nadie pase. Obligadles a venir por este lado.
—¿Para qué? —preguntó uno.
Otro dijo:
—Prefiero quedarme y mirarte las tetas.
Eso les divirtió durante un momento. Eran unos críos.
—Haré que os merezca la pena.
Se acercaba un hombre, un tipo enorme con la cabeza rapada y una camiseta negra.
—¡Os gustará! ¡Será algo personal! —No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
Los chicos cruzaron la calle y Emily volvió a ponerse la camiseta para no romper la norma de no utilizar dos veces una misma técnica.
—Espero que seas consciente de que si tus enviados redirigen a más de un grupo de personas eso contará como una duplicación del método de persuasión, y, por lo tanto, será un fallo.
—Oh, mierda.
Los chicos estaban conversando animadamente con el tipo de la cabeza rapada y señalando hacia ella. Detrás de ellos apareció un grupo de mujeres mayores.
—¡Mierda!
—Veinte —dijo Charlotte al ver que el hombre cruzaba la calle—. Persuasión por delegación.
—¡Ya es suficiente! —les gritó Emily a los chavales—. ¡Ahora largaos! —Pero ellos estaban concentrados en el grupo de mujeres—. ¡Seréis… capullos!
El tipo de la cabeza rapada llegó hasta ella. Su cara mostraba desconfianza; Emily no tenía ni idea de lo que los chavales le habían dicho. Se dio cuenta de que su sujetador seguía tirado en el suelo. Se había olvidado de él.
—¿Estás bien?
—Me han atacado. —Recogió el sujetador y lo sostuvo contra su pecho—. Esos chicos de allí.
Mientras el tipo les daba unos mamporros a los chavales, ella se puso de nuevo el sujetador y se sacó la melena, que había quedado atrapada por el cuello de su camiseta. Las mujeres habían retrocedido hasta la esquina más alejada y estaban esperando a que cambiase el semáforo. Por lo demás, la acera estaba desierta. Tenía un minuto de descanso.
Charlotte dijo:
—Desvío por amenaza física. Veintiuno.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Emily, porque acababa de ver a un par de mujeres de mediana edad aproximándose—. ¡Es Demi Moore! —Las dos mujeres se detuvieron. Emily señaló a Charlotte—. ¿Puede darme un autógrafo?
Charlotte frunció los labios.
—El parecido existe —dijo Emily.
—Atracción por… famoso fingido, supongo. Veintidós.
—¿Cuánto hacía falta para aprobar?
Las gafas de sol de Charlotte se posaron sobre ella:
—Cinco.
—Cinco —repitió Emily. Se sintió bien. Una adolescente con unos auriculares enormes dobló la esquina y avanzó por la acera. Emily no tenía ni remota idea de lo que iba a decirle a aquella chavala, pero algo le diría. Abrió la boca.