Las ruedas de la furgoneta patinaron en el carril de entrada a la autopista y el interior se inundó con la luz de un camión enorme que se les venía encima.
—¡Joder! —dijo el hombre alto.
Se oyó el estruendo de un claxon. Wil notó una sensación de ingravidez, una especie de rendición por parte del vehículo ante las fuerzas de la naturaleza, pero entonces las ruedas se aferraron al asfalto y se enderezaron entre las líneas que delimitaban el carril. La bocina del camión siguió sonando.
Se preguntó cuánto daño se haría si abría de una patada la puerta y saltaba a aquella velocidad. Probablemente mucho. Tenía las manos esposadas.
—Joder —repitió el tipo, y luego permaneció un momento en silencio—. ¡Joder!
Wil no dijo nada.
—¿Cómo te llamas?
—Wil Parke.
—¡No me refiero a ahora! ¡Antes!
—No sé a qué se refiere.
—Cuando vivías en Broken Hill, Australia. ¿Cómo te llamabas entonces?
—Nunca he vivido en…
—¡Detecto tu acento!
—Me crie en Australia. En Melbourne. Pero nunca he estado en Broken Hill.
El hombre dio un volantazo y la furgoneta cruzó tres carriles para detenerse en el carril de emergencia. Tiró del freno de mano, cogió la escopeta y trató de sacar a Wil del vehículo a rastras. Wil ofreció resistencia y el tipo le golpeó dos veces con la culata hasta que logró hacerle salir tambaleándose. Cuando se incorporó, tenía el cañón del arma delante mismo de los ojos.
—Crees que si no eres el que quiero, te dejaré ir —dijo el hombre—. Pero lo cierto es que, si no eres el tipo que estoy buscando, voy a pegarte un tiro y dejar tu cadáver en la nieve.
—Soy el que busca.
—Hace dieciocho meses, ¿dónde vivías?
—En Broken Hill.
—¿Dónde en Broken Hill?
Un coche zumbó al pasar junto a ellos.
—En Main Street.
—¡Me cago en la puta! —dijo el hombre alto.
—Dígame lo que quiere. No tengo ni idea de lo que quiere.
El otro se puso en cuclillas.
—Conduces un Taurus. Llevas ocho meses en Estados Unidos. Un año antes de eso, vivías en Broken Hill. Tenías un perro.
Wil se estremeció.
Un camión pasó a su lado y despidió varios fragmentos de hielo del asfalto.
—No eres el que busco —dijo, negando con la cabeza—. Bueno, pues qué cojones.
—Lo siento mucho.
—Olvídalo —dijo el hombre, incorporándose—. Levanta. Y date la vuelta.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
Wil se levantó, con cautela.
—Vuélvete.
Obedeció.
—Camina.
—¿Hacia dónde?
—No importa. Aléjate de la carretera.
—De acuerdo, vamos a reconsiderar un poco la situación.
—Si no caminas, te disparo aquí mismo.
—¡No voy a internarme en el bosque para que pueda dispararme ahí!
—Bien —dijo el otro, y se oyó un crujido que hizo que Wil empezase a caminar. Sus zapatos se hundían en la nieve. No le llegaba más allá del tobillo, pero avanzó como si le cubriese hasta las rodillas—. Más rápido.
—Lo intento.
—Y yo estoy intentando no dispararte —dijo el hombre—. Pero se me está haciendo jodidamente difícil.
Avanzó dando grandes zancadas a través de un manto de nieve cada vez más profundo. Su mente se había convertido en una vasta extensión blanca. Un paisaje nevado, vacío de planes que terminasen con él aún vivo.
—Gira a la derecha. Estás intentando volver hacia la carretera.
Giró. Delante había unos árboles, un pequeño bosquecillo. Le iba a disparar en el bosque. Su cuerpo desaparecería bajo la nevada. Cuando llegase la primavera, lo mordisquearían los zorros. Lo encontrarían unos Boy Scouts que le pincharían con palos.
—Para. Aquí vale.
—¡No me dispare por la espalda! —Se volvió con esfuerzo. El otro estaba a unos tres metros, inalcanzable con toda aquella nieve—. Déjeme aquí. No puedo llegar rápidamente a ningún lado. Tendrá tiempo de largarse.
El tipo levantó la escopeta hasta apoyar la culata contra su hombro.
—¡Al menos tenga… la maldita educación… Espere! ¡Dígame por qué! ¡Dígame por qué! ¡No puede dispararme y ya está! En el aseo, me dijo que saltase a la pata coja, ¡y no lo hice! Eso significa algo, ¿no es así?
—No.
—¡No me dispare a la cara!
El otro resopló.
—Vale. Date la vuelta.
—¡De acuerdo! ¡Vale! Solo deje que… —Levantó un pie de la nieve y volvió a bajarlo. Estaba moqueando—. ¡Hijo de puta!
—Te voy a disparar dentro de cinco segundos —dijo el hombre alto—. Colócate como quieras en ese espacio de tiempo.
Wil se dejó caer al suelo, porque ya no tenía la más mínima importancia.
—Lo siento, Cecilia. Lamento que hayas muerto. Nunca te dije que te quería y debería haberlo hecho. Es solo la palabra. Las palabras desnudas que no podía decir, y debería haber dicho. —Iba a desmayarse. El tipo le dispararía a su cuerpo inconsciente sobre un lecho de nieve. Probablemente sería mejor así.
Transcurrieron los segundos. Alzó la cabeza. El tipo seguía allí.
—¿Qué has dicho?
—Ehh… yo… nunca le dije a Cecilia que la amaba. Tendría que haber pronunciado esas palabras.
—Has dicho «palabras desnudas».
El silencio se alargó hasta que Wil no pudo contenerse:
—¿Va a dispararme?
—Me lo estoy pensando.
Notó que se le estremecían las entrañas.
El otro bajó el arma.
—Te hizo olvidar —dijo—. Realmente no sabes quién eres.
Wil se sentó en la nieve, mientras sus dientes castañeteaban.
—Nuevo plan —dijo el hombre—. Vuelve a la furgoneta.
El mundo era una sucesión de carriles de salida, gasolineras iluminadas con luz amarillenta y árboles vestidos de nieve. Los limpiaparabrisas producían un ruido constante. Wil sentía que el ojo le palpitaba. La ventanilla del conductor estaba medio arrancada y dejaba entrar una ventolera.
El tipo le echó un vistazo:
—¿Te encuentras bien? Estás pálido. —Gesticuló para indicarle—: La cara.
En teoría, la nieve acumulada a los lados de la autopista tendría casi un metro de grosor. Existía la posibilidad de que sobreviviera al salto. Y después: revolverse en la nieve; oír el freno de la furgoneta; la puerta al abrirse. La perspectiva no era muy buena.
El tipo movió uno de los controles del salpicadero.
—La calefacción no funciona. Necesito llevar la ventanilla abierta para que el parabrisas no se empañe.
En la práctica, era casi imposible que pudiera abrir la puerta con los pies. En la práctica, no iba a ir a ninguna parte hasta que aquel tipo decidiera parar.
—La verdad es que pareces hipoglucémico.
Podría liarse a patadas. Podía tratar de provocar un accidente. El problema era que el otro tipo llevaba puesto el cinturón de seguridad y Wil no. Por lo tanto, en un accidente lo más probable era que Wil resultase peor parado. Aquel era un plan que solo serviría como último recurso.
—Para ya con eso —le espetó el hombre—. No vas a ir a ninguna parte, así que deja de pensar en ello.
Wil miró hacia el exterior por la ventanilla.
—Pararé en la próxima gasolinera —dijo el otro—. Para comprarte golosinas.
Giraron hacia el resplandor de una gasolinera y pararon en el surtidor más alejado de la tienda.
—Bien —dijo el hombre—. Antes de bajar, vamos a establecer unas cuantas normas. —Chasqueó los dedos, porque Wil tenía la mirada fija en la tienda—. Nada de salir corriendo. Nada de gritar pidiendo ayuda. Nada de vocalizar mensajes secretos al cajero, ni mirar directamente a las cámaras de seguridad, ni decir que tienes que ir al aseo y encerrarte luego dentro, etcétera, etcétera. Si haces cualquiera de esas cosas, me obligarás a usar esto —le dio unos golpecitos a la escopeta, cuyo cañón asomaba junto a sus pies—. ¿Entendido?
—Sí.
—No a ti. A ti te necesito. He contado tres personas ahí dentro. ¿Quieres que dispare a tres personas?
—No.
—Yo tampoco. Así que no me hagas disparar a tres personas. —Hizo girar un dedo—. Date la vuelta.
—¿Qué?
—Para que pueda soltarte las manos.
Notó que sus ataduras se soltaban. Movió los brazos hacia delante pese a la protesta de sus músculos y se frotó las muñecas. Se sintió mucho más optimista ahora que tenía las manos libres.
—¿Alguna pregunta? —dijo el hombre.
—¿Quién es usted?
—Tom.
—¿Qué?
—Me llamo Tom —dijo el otro—. Me has preguntado quién soy. Soy Tom.
Wil no dijo nada.
—Vamos a por esas golosinas —dijo Tom, y abrió la puerta.
Había otros tres coches en los surtidores de la gasolinera: dos turismos y una camioneta desvencijada con matrícula de Tejas y una bandera confederada extendida sobre el cristal trasero. En el parachoques había una pegatina en la que se podía leer: ¿No encuentras trabajo? AGRADÉCESELO A UN INMIGRANTE ILEGAL. Wil había creído que Tom querría llenar el depósito, pero este se dirigió a la tienda. Las puertas de cristal se abrieron y pasaron al interior. Se oía música. El aire olía a dulce. Tom pisó con fuerza para sacudirse los zapatos.
—Uah —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Esta noche es fría!
Wil vio revistas y chocolatinas. Un cartel ofrecía un perrito caliente y un granizado por solo dos dólares. ¿Cómo podía estar secuestrado junto a una oferta como esa? No le cuadraba. No debería temer por su vida mientras estaba en un supermercado mirando perritos calientes. Pero miró a Tom, y Tom todavía estaba allí, con una escopeta no demasiado bien disimulada debajo de la chaqueta, y Wil sintió náuseas y volvió a mirar los perritos calientes. Aquel tipo había estado a punto de dispararle. Solo habían faltado unos segundos para que le hubiera esparcido los sesos sobre la nieve. Cecilia estaba muerta. «Solo tienes que ponerte a gritar —pensó—. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?». Sabía la respuesta. Pero resultaba tentador mientras contemplaba los perritos calientes.
—Vamos —dijo Tom—. Coge lo que quieras. —Le señaló con un gesto el pasillo de las golosinas.
Wil avanzó hacia una enorme pirámide de Pringles picantes. Cuando miró hacia atrás, Tom se había situado frente a la estantería de las revistas, donde un tipo con un sombrero rojo a cuadros miraba con recelo a unas mujeres dentro de envoltorios de plástico.
—Hola —dijo Tom—. ¿Esa camioneta de ahí es suya?
Wil miró de nuevo los paquetes de Pringles. Cerró su mano en torno a uno de ellos. Era firme y familiar al tacto, y no hizo nada inesperado, cosa que agradeció. Miró otra vez hacia Tom, que parecía no estar prestándole ninguna atención, por lo que siguió adelante, y entonces surgió un estante entre ambos y Wil quedó oculto. Sintió que le dominaba el deseo de sentarse, de cubrirse con los productos expuestos y hacerse un pequeño fuerte con ellos. Siguió andando. Cogió una bolsa de huevos de chocolate. Y entonces vio la coleta de una mujer balanceándose delante de él, por encima de las bolsas verdes y rojas de golosinas.
Cerró los ojos. Tom iba a llevarlo a alguna granja abandonada y matarlo. Estaba claro. Lo encontrarían dentro de ocho años, enterrado debajo de unos rosales, un esqueleto más entre los tantos que había en el infierno de Washington. Porque Tom era un psicópata. O tal vez no: tal vez Tom formaba parte de alguna clase de grupo de ideología política, algo un poco más profesional y terrorista, pero la cuestión principal era que Tom mataba a personas. Tom le había disparado a una chica con un vestido azul, y había recargado su arma y le había vuelto a disparar, y Cecilia había muerto, y aunque posiblemente eso no era culpa de Tom, no al menos directamente, la idea que había que sacar en conclusión era que cerca de Tom siempre había alguien que moría. Wil tenía que escapar o también él moriría. Se sintió en calma. Era positivo establecer los hechos. Eso le permitía tomar decisiones. Hablaría con aquella mujer. Lo lamentaba, pero iba a involucrarla. Le susurraría un mensaje, y si las cosas se ponían feas, la defendería. Eso era lo mejor que podía ofrecer.
Abrió los ojos. Estaba seguro de que Tom le estaba vigilando de algún modo, y por supuesto, al mirar a su alrededor encontró un espejo en la esquina y Tom se reflejaba en él. Estaba haciendo gestos de asentimiento hacia el tipo del sombrero, que ahora, por alguna razón, le mostraba un teléfono móvil. Wil fingió estar seleccionando unas patatas fritas.
La coleta de la mujer se balanceó hacia el extremo opuesto del pasillo, donde un león de cartón ofrecía Coca-Cola gratis por cada compra superior a los cuatro dólares. Aquel león podía servirle de pantalla si calculaba bien el tiempo. Podía adelantar a la mujer y hablar allí con ella sin ser visto durante un instante perfecto. Empezó a moverse. A medio camino, la coleta de la mujer se detuvo y Wil tuvo que pararse también y mirar un expositor de pilas para hacer tiempo. Echó una mirada al espejo. Tom continuaba hablando con el otro hombre. A Wil no se le ocurría qué podía estar contándole Tom a aquel tipo. La coleta se movió. Wil se movió. Descubrió un segundo espejo de seguridad y pensó qué quizás el león no le ocultaría tan completamente como había creído, pero no le llevaría más de un segundo murmurar «me han secuestrado, socorro, tiene un arma, llame a la policía», y ahora estaba convencido de hacerlo. Había tomado la decisión de no acabar enterrado bajo un rosal. Dobló la esquina.
Había una niña allí, de cinco o seis años. Estaba mirando el león de cartón. Wil se quedó quieto. La mujer apareció por la esquina.
—Caitlin. Ven aquí. —La chiquilla corrió hacia su madre.
Wil no se movió. Pasaron a su lado y se dirigieron hacia el siguiente pasillo.
—Mami —dijo la niña—, ¿por qué ese hombre estaba triste?
—Chsss —ordenó la mujer.
Caminó de vuelta hacia la furgoneta. Al parecer iba a permitir que aquel hijo de perra lo llevase a cualquier sitio y lo matase. En ese punto era donde se hallaba ahora mismo. Se sentía furioso, por alguna razón.
—A la furgoneta no —dijo Tom—. Cambiamos de coche. —E hizo un gesto con la cabeza hacia la camioneta.
—Oh —se extrañó Wil.
Tom agitó las llaves.
—Les has salvado la vida. —Abrió la camioneta—. Has tomado la decisión correcta.
El interior apestaba a cigarrillos. En el salpicadero había un muñequito de cabeza oscilante con la cara de alguien que Wil no reconoció. Algún político. Tom tiró de la puerta y el sonido seco que hizo al cerrarse se le antojó a Wil el de una tumba al ser sellada.
El motor rugió y el aire brotó de los conductos.
—¡Ajá! —exclamó Tom—. Tenemos calefacción.
—Le ha comprado la camioneta a ese tipo —dijo Wil.
—Hemos hecho un intercambio. —Tom echó marcha atrás con cuidado. Pareció satisfecho con el sonido del motor y empezaron a dejar atrás los surtidores de gasolina y la furgoneta de mantenimiento del aeropuerto.
—Intercambio —repitió Wil—. ¿Ese tío estaba de acuerdo en cambiar los vehículos?
—Sí. —Tom dedicó un momento a comprobar el tráfico y luego aceleró por el carril de entrada a la autopista. Se metió una mano en el bolsillo de su chaqueta para buscar algo—. También me ha dado su móvil.
Wil se quedó mirando el aparato.
—Ya veo.
—Sí —dijo Tom—. Para hacer más atractivo el cambio.
Entraron de nuevo en la autopista. El cumpleaños de Cecilia era la semana siguiente. Wil había estado retrasando el momento de ir de compras. «Dame el dinero y ya está», había dicho ella, y él había pensado que tal vez lo haría así, porque era muy difícil dar con algo que le gustase. Pero podría habérsele ocurrido algo. Aún le quedaba una semana. Podría haber encontrado exactamente lo que ella quería.
Recordó a Rain plantada en mitad de la calle. Las extrañas palabras que había escupido entre sus dientes ensangrentados. El hombre bajo llevándose el arma a su propia barbilla. Él no entendía nada de eso. Quizá Tom fuese un asesino en serie, o un terrorista, o un agente encubierto del gobierno, o cualquier otra cosa, pero fuera lo que fuese, debía querer algo. Wil tenía que ir de compras.
—¿Adónde vamos?
Tom no respondió.
—¿Quién era esa chica?
El motor de la camioneta rugía. Las ruedas chapoteaban sobre la carretera mojada.
—¿Por qué se disparó su amigo a sí mismo?
—Cállate —dijo Tom—. No pienso hablar contigo.
—Fue usted quien vino a por mí. Debe de quererme para algo.
—No para conversar.
—Entonces, ¿para qué?
Tom permaneció en silencio.
—¿Por qué dijo que era una poetisa? Su amigo dijo: «Me he cargado a una poetisa».
Tom sacó el móvil del bolsillo. Marcó un número y se lo colocó en el oído, sujetándolo con el hombro.
—Soy yo. ¿Dónde estás? —Wil contempló cómo la cabeza de la figura del salpicadero se balanceaba a uno y otro lado—. He escapado. Brecht no lo ha conseguido. —Hubo un silencio—. Por culpa de Woolf. Porque la cabrona de Woolf apareció cinco segundos después de que estableciéramos contacto. —Wil oyó una voz metálica chillando desde el teléfono, una voz de hombre, pero que no le era familiar—. ¡Bien, pues a joderse! ¿De quién coño es la culpa? Solo dime dónde podemos encontrarnos. Quiero salir de la autopista. —Resopló—. Vale. Estaremos allí. —Dejó caer el móvil en el interior de su bolsillo.
—¿Quién es Woolf? —preguntó Wil.
—Una mala persona —dijo Tom—. Una persona muy muy mala.
—¿Como Rain?
—Sí.
—¿Woolf también es una poetisa?
—Eso es —respondió Tom, mientras adelantaba a otro coche.
—Y cuando dice «poetisa» —dijo Wil, aprovechando que Tom parecía dispuesto a responder a sus preguntas—, ¿eso es algo así como el nombre de su organización, o se refiere…?
—Me refiero a que se le dan bien las palabras —contestó Tom—. Ahora cállate.
—Solo estoy intentando comprender.
—Tú no tienes que comprender nada. Solo tienes que sentarte ahí y no hacer ninguna estupidez mientras yo me encargo de ti. Eso es lo que necesitas hacer. Mira, entiendo que ha sido una noche confusa. Y ahora no haces más que preguntarte «¿cómo es posible?», y «¿por qué hizo eso?». Pero no voy a responderte a esas preguntas, Wil, porque no dispones del contexto necesario para comprender las respuestas. Eres como un niño preguntando cómo es posible que lo vea si tiene los ojos cerrados. Limítate a aceptar que está ocurriendo.
—¿Puede darme ese contexto?
—No —dijo Tom—. Cállate.
Wil guardó silencio un momento.
—¿Por qué le disparó a esa chica?
—Tenía que hacerlo.
—Ella estaba tirada en el suelo —repuso Wil—. Ya estaba medio muerta.
—Era peligrosa, aunque estuviera allí tirada, medio muerta.
Wil no dijo nada.
—De acuerdo —dijo entonces Tom—. ¿Te enteraste del incendio de hace un par de meses en un club de Roma? ¿Ese en el que murió un buen puñado de gente? Fue cosa de Raine. Y lo hizo porque pensaba que una de esas personas podías ser tú.
—¿Rain quería matarme?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque hace dieciocho meses sobreviviste a algo a lo que no deberías haber sobrevivido.
—¿En Broken Hill?
—Sí.
—No lo recuerdo.
—No.
—¿Qué fue?
—¿Qué?
—Lo que debería haberme matado.
—Algo malo —dijo Tom—. Algo que no debería haberse difundido.
—¿Se refiere a algo químico? Hubo gente que murió en un vertido químico en Broken Hill hace dieciocho meses.
—Claro. Algo químico.
—Entonces, ¿por qué le importa?
—Porque ha vuelto a pasar.
—¿Y yo puedo pararlo?
—Sí.
—Eso no tiene sentido.
—Eso es porque en realidad no se trata de un vertido químico —dijo Tom.
—¿Es una palabra?
Tomo lo miró.
—Antes, en la nieve, le llamó la atención algo que dije sobre las palabras. Y dijo que Woolf y Rain son poetisas porque se les dan bien las palabras.
Tom estuvo un momento en silencio.
—Vale. Es una palabra.
—Que debería haberme matado.
—Sí.
—No comprendo cómo puede tratarse de una palabra.
—Eso es porque no sabes lo que son las palabras.
—Son sonidos.
—No, no lo son. Tú y yo no nos estamos gruñendo el uno al otro. Transmitimos significados. En este mismo instante están teniendo lugar cambios neuroquímicos en tu cerebro, por efecto de mis palabras.
Wil le escuchó en silencio.
—Como ya he dicho —repitió Tom—, no conoces la base.
Se sentía perdido, no entendía nada.
—Nadie vive ya en Broken Hill. Desde el vertido.
—No.
—¿Por qué Cecilia intentó matarme?
—Es complicado.
—¿Era una poetisa?
—No.
—Entonces… ¿por qué?
—Raine le hizo hacerlo.
—¿Rain le hizo hacerlo?
—No… Kathleen Raine, con una «e» al final. Escribía poemas sobre la naturaleza. Vivió en Inglaterra entre 1908 y 2003.
—¿Y… ha regresado?
Tom le dirigió una mirada.
—¿Lo preguntas en serio?
—¿Qué?
—Utilizan los nombres. Los de poetas famosos.
—Oh —dijo Wil.
—No son zombis.
—Vale. Creía…
Continuaron en silencio durante un rato.
—¿Woolf es…?
—Virginia Woolf —contestó Tom.
—¿Virginia Woolf está intentando matarme?
—Entre otros. Pero Woolf es por la que nos tenemos que preocupar.
—¿Por qué se disparó su amigo? ¿Por las palabras?
—Hemos terminado con la conversación —dijo Tom, con tono de sentencia.
Wil cerró la boca. La carretera se iba desprendiendo de la oscuridad y ellos avanzaban por ella.