—Hummm —dijo el hombre con la gorra de camionero—. Creo… no… dame solo un segundo…
—Tómese su tiempo, caballero —dijo Emily—. La reina no se va a ninguna parte. Está muy a gusto ahí abajo, en todo su esplendor. Le puede esperar todo el día. —Le sonrió a un tipo que estaba detrás del camionero. El hombre le devolvió la sonrisa, recordó a su esposa y frunció el ceño. Olvídate de ese, entonces.
—En la izquierda —dijo una mujer con una sudadera en la que se leía I LOVE SAN FRANCISCO. Sus ojos se movieron rápidamente hacia Emily—. Me parece.
—¿Usted cree? —preguntó el camionero.
—Estoy casi segura.
Emily le dedicó un guiño a la mujer. Lo tienes. La mujer apretó los labios, satisfecha.
—No sé —dijo el camionero—. Yo estaba pensando en el centro.
—La reina se mueve con rapidez, caballero. No le avergüence no poder seguir su ritmo. Haga un intento.
—Centro —dijo el tipo, porque «haga un intento» significaba «ya es suficiente, Benny». Benny no era camionero, por supuesto que no. Había encontrado aquella gorra en un callejón. Si se la encasquetaba bien en la cabeza, y con su barba descuidada color arena, podía dar el pego.
—¿Está seguro? Esa señorita le ha dado un consejo.
—No, definitivamente en el centro.
—Como usted diga, caballero. —Emily le dio la vuelta a la carta del centro. De entre el gentío brotó un murmullo—. Lo siento, señor. Se le ha escapado. —Hacía falta un poco de maña para pasar la reina de la derecha a la izquierda, lo que se denomina una rotación mexicana, pero Emily lo había hecho—. Está en la izquierda, como dijo la señorita. Debería haberle hecho caso. Tiene usted buen ojo, señora. Muy bueno. —Extendió los naipes, los recogió y se los pasó de una mano a otra, rápido pero no demasiado. Partes de su auditorio comenzaron a alejarse. Emily se colocó un mechón de pelo rubio detrás de la oreja. Llevaba puesto un sombrero flexible de colores a cuadros, pero cada dos por tres tenía que echárselo hacia atrás porque era muy grande y se le caía hasta taparle los ojos—. ¿Quiere probar, señorita? Son solo dos dólares. Es la cosa más simple del mundo, si tiene buen ojo.
La mujer titubeó. Con ella solo podrían conseguir una partida. Emily a veces permitía que alguien ganase la primera para hacerle querer jugar otra vez, y luego otra y otra. Pero eso solo funcionaba con un cierto tipo de personas. Aun así, eran dos dólares. Dos dólares estaba bien.
—Yo jugaré.
El que había hablado era un hombre joven de pelo largo vestido con un traje barato tirando a negro y una corbata amarillo pálido. Del bolsillo de su camisa colgaba una tarjeta de plástico. Había cuatro, otros dos chicos y una chica, todos con el mismo aspecto, como estudiantes de universidad realizando un trabajo de verano. Vendedores, quizá, de algo barato y engañoso. No eran policías. Eso podía distinguirlo. Los polis eran una amenaza constante en los muelles. Sonrió abiertamente. La mujer de la sudadera se estaba apartando, pero eso no importaba. El tipo del traje barato era un objetivo mejor. Mucho mejor.
—De acuerdo, señor. Dé un paso adelante. Creo que me ha hecho un favor. Esa señorita podría haberme limpiado.
—Yo podría limpiarte —dijo el tipo.
—Ja, ja. Un fanfarrón. No me importa, caballero. Hable tanto como le plazca. No hay premio por hablar. La partida, sin embargo, cuesta dos dólares.
El joven dejó caer dos billetes sobre la mesa plegable de Emily. A ella le resultaba un tipo irritante, aunque no tenía claro por qué: personas como él, tan arrogantes, delante de un público expectante, valían oro. Perdían y doblaban la apuesta una y otra vez. Tenías que dejarles ganar de tanto en tanto, para que no explotasen y te acusasen de hacer trampas. Pero si eras inteligente, estarían jugando todo el día. Lo hacían porque, una vez que habían empezado, su orgullo no les permitía marcharse. Emily le había sacado ciento ochenta dólares a un tío como aquel hacía menos de dos meses, la mayor parte en la última partida. El cuello se le había hinchado y los ojos se le habían humedecido, y ella pudo ver lo mucho que deseaba golpearla. Pero había una multitud a su alrededor. Esa noche había cenado.
Tiró la reina y dos ases a la mesa.
—Cójala si puede. —Le dio la vuelta a los naipes y comenzó a cambiarlos de posición—. A la reina le encanta hacer ejercicio. Siempre se da un paseo matinal. El problema es: ¿adónde va? —El joven ni siquiera estaba mirando las cartas—. Es difícil ganar si no mira, caballero. Realmente complicado. —Su tarjeta de identificación decía: ¡HOLA! ¡ME LLAMO LEE! Y debajo: AGENTE ADMINISTRATIVO PARA CUESTIONARIOS—. Lee, ¿es eso? Tiene que ser muy bueno si puede seguir a la reina sin mirarla, Lee. Realmente bueno.
—Lo soy —dijo él, sonriendo. No había apartado los ojos de ella.
Emily decidió arrebatarle los dos dólares. Y si se arriesgaba otra vez, le quitaría eso también. Le preguntaría si quería doblar la apuesta y le sacaría el dinero sin piedad y sin permitirle ganar ni una sola vez, porque Lee era un capullo.
Se oyó un murmullo. Emily movía las cartas demasiado rápido, sin miramientos. Se detuvo. Retiró sus manos. Escuchó una risita colectiva y algunos aplausos. Tenía la respiración acelerada.
—Bien —dijo—, vamos a ver lo bueno que es, Lee.
Él aún no había mirado las cartas. El tipo que estaba tras él, a su derecha, otro de los prospectores de mercado, le dirigió a Emily una sonrisa brillante, como si acabase de reparar en ella. El tercer chico le susurró a la chica:
—Me alegro de estar justo donde quiero estar, justo a tu derecha, en el mejor lugar posible.
Y la chica asintió y dijo:
—Sí, tienes mucha razón.
—En la derecha —dijo Lee.
Error.
—¿Está seguro de eso? ¿Quiere tomarse un momento para pensar? —Pero sus manos ya se estaban moviendo, impacientes por proclamar su victoria—. Es su última oportunidad de…
—La reina es la de la derecha —dijo Lee.
Y cuando Emily tocó los naipes, sintió que sus dedos se deslizaban debajo y hacia la derecha. Su mano izquierda salió disparada con el único propósito de atraer la atención, y la derecha deslizó una carta debajo de la otra.
Se oyeron aplausos dispersos. Emily miró fijamente la mesa. La reina de corazones estaba a la derecha. Ella las había cambiado. En el último momento, las había cambiado. ¿Por qué lo había hecho?
—Bien hecho, señor. —Percibió que Benny balanceaba su peso de una pierna a la otra, mirando a su alrededor en busca de policías y, sin duda, preguntándose qué diablos hacía—. Felicidades. —Se llevó la mano a la bolsa donde guardaba el dinero. Dos pavos. Había una diferencia de cuatro entre ganar o perder. Eso era una comida. Un pago por una dosis nocturna de placer químico. Le tendió los billetes, y cuando Lee los cogió ella sintió una sensación de dolor. Lee los guardó en su cartera. La chica echó un vistazo a su reloj, un aparato de plástico brillante. Uno de los otros chicos bostezó—. ¿Juega otra vez? ¿Qué tal si doblamos la apuesta? A un hombre como usted le gusta jugar por dinero de verdad, ¿me equivoco? —Estaba tensando la cuerda, podía oír la tirantez en su propia voz, porque se daba cuenta de que lo había perdido.
—No, gracias. —Parecía aburrido—. No hay nada aquí para mí.
—¿Qué cojones? —dijo Benny.
Ella siguió caminando, encorvada, con su mochila de Pikachu a la espalda y el sombrero bamboleándose. El sol se estaba ocultando, pero la acera irradiaba calor en oleadas.
—No quiero hablar de ello.
—Nunca se le deja a un tipo como ese ganar la primera partida. —Benny cargaba con la mesa—. Si te gana, se acabó. A esos no les importa la pasta. Lo que les importa es ganarte. Le has dado lo que quería.
—He girado la carta equivocada, ¿vale? He girado la carta que no era.
—Ese tío iba a jugar. —Benny le dio una patada a una botella de plástico, que salió disparada por la acera y cayó a la calzada, donde un coche la aplastó con un crujido—. Le habríamos sacado veinte fácilmente. Puede que cincuenta.
—Sí, vale.
Benny se paró. Y Emily también. Benny era un buen tipo. Hasta que dejaba de serlo.
—¿Te estás tomando esto en serio?
—Sí, Benny —respondió, tirándole del brazo.
—Cincuenta pavos.
—Sí. Cincuenta pavos. —Sintió que sus ojos se abrían como platos. Eso haría que Benny se enfureciese, pero no pudo evitarlo. A veces era perversa.
—¿Qué?
—Vamos. —Tiró de nuevo de su brazo, pero parecía de piedra—. Vamos a buscar algo de comer. Te prepararé algo.
—Que te jodan.
—Benny…
—¡Que te jodan! —Se soltó de ella y dejó caer la mesa al suelo. Sus puños se cerraron. Un hombre que pasaba cerca miró a Emily y luego a Benny, y luego apartó la mirada. Muchas gracias, colega—. ¡Aléjate de mí!
—Venga, Benny.
Benny dio un paso adelante. Emily se estremeció. Cuando Benny pegaba, lo hacía con ganas.
—No me sigas a casa.
—Vale —dijo ella—. Joder, vale. —Esperó hasta que la expresión de violencia desapareció y extendió su mano abierta—. Por lo menos dame mi dinero. Hoy he conseguido ciento veinte: dame la mitad. —Entonces echó a correr, porque los ojos de Benny dejaron claro que le había sacado otra vez de quicio. Su mochila de Pikachu rebotaba contra su espalda. El sombrero se le cayó pero no se detuvo a recogerlo. Cuando alcanzó la esquina, Benny estaba media manzana más atrás. La había seguido, pero no muy lejos. Emily se alegró de tener todavía su mochila. Llevaba la chaqueta dentro.
Durmió en Gleeson’s Park, debajo de un seto en el que la gente no solía fijarse y que contaba con una vía de escape a cada lado. Se despertó por culpa de un griterío a medianoche, pero no se trataba de nadie que ella conociera y estaba demasiado lejos para suponer una amenaza. Cerró los ojos y se quedó dormida escuchando «joder» e «hijo de perra».
Y entonces amaneció y un borracho estaba orinando sobre sus piernas.
Se apartó gateando:
—Eh, colega. Colega.
El tipo retrocedió tambaleándose.
—Lo siento. —Apenas logró pronunciar las palabras.
Emily hizo un examen de reconocimiento. Salpicaduras en sus pantalones y en sus botas.
—Tío, ¿qué coño?
—No… tavia… visto.
—Joder —dijo Emily. Sacó su mochila del seto y se fue en busca de un aseo.
Había un baño público en un extremo del parque. No era un lugar al que ella iría si podía evitarlo, pero el sol estaba saliendo y sus pantalones estaban empapados de orina. Dio una vuelta al bloque de ladrillo cargando con las botas en la mano hasta que se convenció de que el lugar estaba desierto, luego se plantó en la entrada y se detuvo a pensar. Solo había una salida, ese era el problema de los aseos públicos. Una única salida, y daba igual lo fuerte que gritases, nadie vendría a echarte una mano. Pero entró. Comprobó el pestillo, por si acaso lo habían reparado desde la última vez que había estado allí. No. Se quitó los pantalones y los metió junto con los calcetines debajo de un grifo. El aire recargado le hizo cosquillas en la piel. No dejó de lanzar miradas hacia la entrada, porque su situación era verdaderamente arriesgada si a alguien le daba por entrar, pero nadie lo hizo, así que se animó y levantó la pierna para lavársela bajo el grifo. El dispensador de toallas de papel estaba vacío, por lo que no tuvo más remedio que secarse con recuadros de papel higiénico.
Abrió su mochila. Tal vez se hubieran materializado algunas prendas de ropa mejores mientras ella no miraba. No. Cerró la bolsa y escurrió sus vaqueros lo mejor que pudo. Lo que le hubiera gustado hacer era sacarlos al parque y ponerlos a secar sobre la hierba mientras ella se tumbaba a tomar el sol, con las piernas desnudas y los ojos cerrados. Solo absorbiendo rayos solares. Ella y sus pantalones. En otra ocasión, quizás. En otro mundo. Empezó a ponerse los vaqueros empapados.
Mientras avanzaba por la calle Fleet, su estómago emitió una señal de protesta. Era demasiado temprano para los comedores benéficos. Pensó en ir en busca de algún amigo. O puede que Benny se hubiera calmado. Se mordió el labio. Le apetecía una McMuffin.
Entonces lo vio: Lee, el del pelo largo y el traje barato, Lee, el que se había llevado sus dos dólares. Estaba plantado en una esquina de la calle, con una carpeta en la mano, saliéndoles al paso a los viandantes con una sonrisa fingida. «Trabaja realizando estudios de mercado», recordó Emily; lo había visto en su tarjeta de identificación. Lo observó. Le daba la impresión de que aquel tipo le debía algo.
Cuando se le acercó, los ojos del joven se apartaron del hombre al que estaba entrevistando y se posaron un instante en ella.
—Me debes un desayuno —le soltó Emily.
—Muchísimas gracias —le dijo Lee al tipo—. Le agradezco su tiempo. —Anotó algo en su carpeta y pasó la hoja. Cuando terminó de escribir, le dedicó una sonrisa a Emily—: Eres la timadora.
—Te dejé ganar —repuso ella—. Me diste lástima. Cómprame una McMuffin.
—¿Me dejaste ganar?
—¡Venga! Soy una profesional. Nadie me gana una partida a no ser que yo le deje ganar —explicó con una sonrisa. Era difícil saber si le estaba funcionando—. Lo justo, es justo. Tengo hambre.
—Habría pensado que una profesional podría pagarse su propia McMuffin.
—Claro —contestó Emily—, pero te voy a dejar pagar porque me gusta tu careto.
Lee parecía divertido. Aquella era la primera expresión agradable que Emily veía en su rostro.
—Vale. —Guardó su bolígrafo dentro de la carpeta—. ¿Sabes qué? Sí que te voy a comprar una McMuffin.
—Dos McMuffin —dijo ella.
Dio un mordisco y le supo tan bien como había imaginado. En el lado opuesto de la mesa de formica, Lee estaba sentado con los brazos extendidos sobre el respaldo del asiento. En el exterior, unos chiquillos chillaban y se perseguían unos a otros por un parque de juegos. ¿Quién se llevaba a los niños al McDonald’s a desayunar? No debería estar juzgando a nadie. Le dio un trago a su café.
—Estás hambrienta —dijo Lee.
—Una mala época. —Continuó masticando su sándwich—. Es la economía.
Lee no estaba comiendo nada.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—De verdad.
—Dieciocho. —Tenía dieciséis.
—Pareces joven para estar sola.
Ella se encogió de hombros mientras desempaquetaba la siguiente McMuffin. Lee le había comprado tres, además del café y unas patatas fritas.
—Estoy bien. No hay problema. ¿Cuántos años tienes tú?
Lee contempló cómo devoraba el sándwich.
—¿Por qué querías una McMuffin?
—No he comido desde hace un día entero, más o menos.
—Me refiero a una McMuffin en particular.
—Me gustan.
—¿Por qué?
Emily le clavó la mirada. Era una pregunta estúpida.
—Me gustan.
—De acuerdo. —Lee apartó los ojos de ella por primera vez.
Emily no quería hablar sobre sí misma.
—¿De dónde eres? No de por aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Es un don.
—Bueno —aceptó él—, tienes razón. Viajo. De ciudad en ciudad.
—¿Pidiéndole a la gente que rellene un cuestionario?
—Así es.
—Se te debe de dar muy bien —dijo Emily—. Tienes que tener un talento realmente bueno para conseguir que la gente te rellene un cuestionario. —La expresión de Lee no varió. Emily no sabía por qué intentaba hacerle rabiar. Al fin y al cabo él le había comprado algo de comer. Pero aun así. No le gustaba. Hacía falta algo más que unas McMuffins para cambiar eso—. ¿Qué te ha traído a San Francisco?
—Tú.
—¿Oh, sí? —Esperaba que aquello no fuese a convertirse en una situación de la que tuviera que salir huyendo. Ya había tenido bastantes carreras. Se tragó el último trozo de McMuffin y empezó con las patatas, porque le pareció buena idea comérselas antes de tener que echar a correr.
—No tú en particular. Sino gente como tú. Estoy buscando a gente que sea persuasiva e intransigente.
—Pues bingo —dijo ella, aunque no sabía qué significaba «intransigente».
—Por desgracia, suspendiste.
—¿Suspendí?
—Dejaste que me llevase tu dinero.
—Eh. Eso fue una victoria por lástima. Ya te lo he dicho antes. ¿Quieres intentarlo otra vez?
Lee sonrió.
—Lo digo con sinceridad, no me ganarás otra vez. —Y lo decía en serio.
—Ehh… —dijo él—. De acuerdo, te digo una cosa: te daré otra oportunidad.
Benny tenía sus cartas. Pero podía conseguir otras, y entonces provocaría a ese tipo hasta que apostase cien, le pediría que se los mostrase, y en cuanto los billetes tocasen la mesa los cogería y saldría por piernas. Iría a buscar a Benny y se burlaría de él un rato. ¿Decías que al tío ese le podíamos sacar veinte pavos, eso fue lo que dijiste? Le encantaba la mirada que ponía cuando le llevaba dinero. ¿Dijiste que quizá podíamos sacarle cincuenta?
—Deja que me termine el café, luego podemos ir a la tienda de ahí enfrente…
—No con cartas. Es un tipo de prueba diferente.
—Oh —dudó Emily—. ¿Como por ejemplo?
—Como que no me la chupes.
Emily se quedó sorprendida, pero la expresión del rostro de Lee no había cambiado, así que no estaba segura de haberle oído bien.
Había mucha gente a su alrededor, así que la situación no suponía un peligro inmediato. Pero necesitaría encontrar la forma de salir de allí ella sola.
—En realidad, mi trabajo no consiste en administrar cuestionarios. Mi trabajo es probar a la gente. Piensa en ello como en una entrevista de trabajo que no sabes que estás realizando.
Emily se tragó la última patata.
—Bueno, gracias por pensar en mí, pero ¿sabes?, me gusta lo que hago ahora. Gracias, de todos modos. —Se bebió los restos del café—. Gracias por el desayuno.
Alargó el brazo para coger su mochila.
—La paga merece la pena.
Dudó.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto quieres?
—Ahora me estoy sacando quinientos al día —dijo, aunque aquello era una mentira enorme, por supuesto. Se estaba sacando entre cero y doscientos dólares al día, y eso lo tenía que compartir con Benny.
—Esto sería más que eso.
—¿Cuánto más? —Se dio cuenta de que se estaba equivocando. ¿En qué estaba pensando? El tipo tenía un reloj de plástico. La llevaría a algún cuartucho asqueroso y cerraría con llave. No existía el trabajo—. Mira, ¿sabes qué?, no me interesa.
Lee se llevó una mano al bolsillo y abrió su cartera. El día anterior Emily se había percatado de que no tenía más de veinte dólares. Lee abrió la cremallera de uno de los compartimentos y lanzó varios billetes sobre la mesa. Emily se quedó mirándolos fijamente. Había un montón.
—Nos ponemos ropa barata porque resultaría raro si nos pusiéramos en una esquina con trajes de diez mil dólares.
—Ya veo —dijo Emily, a pesar de que en realidad no le estaba prestando mucha atención.
—Suelta tu mochila.
Emily lo miró. Al parecer saltaba a la vista que había pensado en coger el dinero y echar a correr como si le persiguiera el diablo. Soltó la bolsa.
—Recibes un billete de primera clase para ir a nuestras oficinas centrales en Washington. Pasas allí una semana, haciendo una serie de exámenes. Si apruebas, te conviertes en aprendiz con un salario inicial de sesenta mil dólares. Suspendes y te mandamos de vuelta a casa con un sobre con cinco mil pavos por tu tiempo. ¿Qué tal te suena eso?
—A timo.
Lee se echó a reír.
—Lo sé. La verdad es que suena a timo. Yo pensé lo mismo cuando me lo ofrecieron.
Emily no podía dejar de mirar el dinero que había sobre la mesa. No quería hacerlo, pero era algo irresistible.
—Fuiste al colegio —dijo Lee—. Quiero decir en algún momento. Y no te sentías a gusto allí. Querían enseñarte cosas que a ti no te interesaban. Fechas y matemáticas y banalidades sobre presidentes muertos. No te enseñaban persuasión. Tu capacidad de persuadir es la más importante para conseguir calidad de vida, y ellos no la tocaron para nada. Pues bien, nosotros sí lo hacemos. Y estamos buscando estudiantes con un talento natural.
—De acuerdo —dijo—. Me interesa. Acepto un billete de primera.
Lee sonrió. Emily recordó su comentario de un momento antes. Tal vez lo había entendido mal. Él debía de querer que se la chupase a cambio del billete de avión. Eso tenía sentido. Se preguntó si existía realmente un puesto de trabajo. De una manera un tanto extraña, Lee resultaba creíble.
—Enséñame algo —pidió—. Algo oficial.
Él deslizó una tarjeta por encima de la mesa. Su nombre completo era Lee Bob Black. Emily se la guardó en su mochila, sintiéndose algo mejor. Aquella tarjeta le daba la posibilidad de llamar al jefe de Lee y explicarle lo que le había pedido hacer a cambio de un empleo. Esperaba que se tratase de una gran empresa, de esas que odian la mala publicidad. Deseó que existiera de verdad un puesto de trabajo, porque a ella se le daría estupendamente bien.
—Ahora ya sabes quién soy —dijo Lee—. Pero ¿quién eres tú?
—Emily.
—¿Te gustan más los gatos o los perros?
—¿Qué?
—¿Gatos o perros? ¿Qué prefieres?
—¿Y a ti qué te importa?
Lee hizo un mohín.
—Solo trato de conversar.
—Odio los gatos. Son demasiado furtivos.
—Ja. —Se rio Lee—. ¿Cuál es tu color favorito?
—¿Esta es tu idea de una conversación?
—Solo responde a la pregunta.
—Solo estoy diciendo que, como alguien que se dedica a darle cuerda a la gente, lo haces fatal, Black —dijo Emily.
—Cierra los ojos y escoge un número entre el uno y el cien.
—¿Eso es parte de tus cuestionarios?
—Sí.
—¿Me estás examinando? ¿Esta es la prueba?
—Parte de ella.
—No voy a cerrar los ojos. Treinta y tres.
—¿Amas a tu familia?
Emily no se movió.
—¿Lo preguntas en serio? ¿Crees que estaría aquí si tuviera una buena familia? —Estuvo a punto de levantarse, pero no lo hizo—. No.
—Muy bien —murmuró Lee—. Última pregunta: ¿por qué lo hiciste?
Ella lo miró fijamente.
—No te inventes una respuesta —le advirtió—. Lo sabré, y eso invalidará la prueba.
—Es una pregunta estúpida, ¿no te parece?
—¿Por qué lo dices?
—Ni siquiera sabes qué estás preguntando. Solo quieres hacerme creer que lo sabes.
Lee se encogió de hombros.
—Esto no se parece a un examen.
—Es un test de personalidad.
—¿Es Cienciología?
—No.
—¿Amway?
—Te prometo que no es Amway. No es nada de lo que hayas oído hablar. Estás a punto, Emily. ¿Cuál es tu respuesta?
—¿A tu pregunta estúpida?
—No tienes que creértelo. Solo tienes que responder honestamente.
—Vale —dijo Emily—. Lo hice porque me apeteció hacerlo.
Lee asintió.
—Hay una cosa decepcionante en este trabajo. La gente siempre resulta ser menos interesante de lo que uno espera. —Antes de que Emily pudiera decidir si acababa de recibir un insulto, Lee profirió una retahíla de palabras que la envolvieron y se disiparon. Se sintió aturdida—. Ve a los aseos —dijo Lee—. Espérame dentro.
Emily se acercó al mostrador. Se estaba separando de su mochila, pero no tenía importancia. Lee se la cuidaría. Le pidió a un chico que estaba detrás de la caja registradora la llave de los aseos y el tipo le puso mala cara, pero se la entregó. Dentro solo había un reservado. Cerró la tapa del retrete y se sentó encima.
Un momento después la puerta se abrió y Lee entró, hablando por un teléfono móvil. Emily sintió que su corazón se agitaba. Lee era bastante atractivo. A medida que se le conocía, sus rasgos parecían más hermosos. Incluso le gustaba su pelo. Sintió que lo amaba.
—Sí —murmuró Lee al teléfono—. Pero, bueno, ya que estamos aquí vamos a darle una oportunidad más. —Se detuvo delante de ella. Emily observó cómo se bajaba la bragueta. Sintió que se hallaba en un lugar interesante. Estaba allí, pero al mismo tiempo se sentía lejos. Todo resultaba curioso y divertido. Lee sostuvo el teléfono con el hombro e introdujo su mano en sus pantalones para sacarse el pene. Era más grande de lo que ella había imaginado. Lo vio menearse y curvarse hacia arriba delante mismo de sus ojos—. En realidad estoy con ella en este preciso momento —dijo Lee—. Por un momento he creído que había algo. —Tapó el teléfono con la mano—: Métetela en la boca.
Emily cogió el pene en su mano. Abrió la boca. Y pensó: «Espera, ¿qué?».
—Lo sé —decía Lee—. Siempre igual. —Soltó una carcajada. Su pene se estremeció en la mano de Emily.
Le dio un puñetazo en los testículos. Lee soltó un alarido. Emily intentó darle una patada, pero como él se había doblado por la cintura y estaba echándose hacia atrás solo le acertó en la rodilla o en el codo o algo así. Corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. Varias cabezas se volvieron hacia ella.
—¡Un pervertido! —chilló—. ¡Hay un pervertido ahí dentro! —Recogió su mochila. Ni una sola persona se había movido—. ¡Un pervertido! —volvió a gritar, y salió a escape.
En el callejón, unos chicos con gorras de béisbol estaban pasando droga o componiendo letras de canciones o lo que fuera, y uno de ellos dio unos pasos hacia ella con las manos extendidas. Emily corrió para esquivarlo, con la mochila balanceándose a su espalda. Rebasó tres manzanas antes de sentirse lo suficientemente a salvo como para detenerse y comprobar si Lee la seguía. No. Dejó caer un momento su mochila y puso las manos en las rodillas para coger aire. Había gente pasando a su lado. ¿Qué era lo que acababa de ocurrir? Recordaba los detalles pero no tenían ningún sentido. No sabía qué era lo que había estado pensando.
Levantó la mirada. Lee avanzaba hacia ella arrastrando los pies, con una mano en la entrepierna y el rostro descompuesto en una expresión de dolor. Emily se irguió. Al otro lado de la calle vio a una chica de melena larga y castaña, vestida con un traje barato, saltando a la calzada, esquivando un coche y corriendo luego hacia ella a través del tráfico. Por el ángulo en que se movía, su intención no era alcanzarla sino más bien acorralarla, obligarla a ir hacia el este, y eso hizo que todas las alarmas saltasen en la mente de Emily, porque cuando alguien hacía algo así era porque había otros. Estiró el cuello y descubrió a dos chicos con carpetas y trajes corriendo directamente hacia ella.
—¡Socorro! —gritó, pero no se dirigía a nadie en particular, y nadie fue a socorrerla.
Distinguió la boca de una callejuela y se lanzó hacia ella. Se le resbaló la mochila y el pánico le hizo dejar que se le cayera al suelo, lo cual era un auténtico desastre, porque sin su bolsa no tenía nada. Tendría que depender de la gente. Pasó al lado de la puerta giratoria de un bloque de oficinas y vio emerger a una pareja vestida elegantemente, como en un anuncio, y se le ocurrió meterse dentro, en el mundo cálido, limpio y seguro del que ellos habían salido. Pero eso nunca funcionaría. Terminaría con ella siendo echada a patadas por un guardia de seguridad encargado de proteger aquel mundo de gente como ella. Siguió corriendo. La calle giraba y se inclinaba para transformarse en una entrada de vehículos. Eso no era bueno, nada bueno. La calle terminaba en una puerta metálica cerrada y pintada con el cartel de DEJEN LIBRE ZONA DE CARGA. Empezó a retroceder por donde había venido, pero sus perseguidores ya estaban allí. Uno de los chicos tenía su mochila de Pikachu. Emily se metió una mano en el bolsillo.
—Tengo un espray antivioladores. —Caminó hacia atrás hasta que su espalda dio contra la puerta. Pensó en todas aquellas ventanas de oficinas: seguramente habría alguien mirando hacia el callejón. Tal vez si gritaba… Tal vez… si existieran los ángeles.
—Para un segundo —dijo la chica—. Recupera el aliento.
A su lado, Lee se dobló por la cintura y escupió al suelo.
—Alejaos de mí.
—Perdona por la persecución. Lo que ocurre es que no queríamos perderte, de verdad.
—Os joderé —dijo Emily.
—Tranquila. —La chica sonrió enigmáticamente—. Tranquila, Emily. Has aprobado.