[ U N O ]

—Está despertándose.

—Siempre pasa lo mismo con los ojos.

El mundo estaba borroso. Sentía algo presionándole el ojo derecho. Murmuró algo sin sentido:

—… der.

—¡Mierda!

—Coge el…

—Es demasiado tarde, olvídalo. Sácaselo.

—No es demasiado tarde. Sujétalo. —En su campo de visión cobró forma una figura. Percibió un olor a alcohol y a orina rancia—. ¿Wil? ¿Puedes oírme?

Se llevó la mano a la cara para tratar de apartar de un manotazo lo que fuera que le estaba presionando.

—Cógele la…

Unos dedos se cerraron en torno a su muñeca.

—Wil, es muy importante que no te toques la cara.

—¿Por qué está consciente?

—No lo sé.

—La has jodido de alguna manera.

—No. Pásame eso.

Un crujido. Dijo:

—Ehhh. Ehhh.

—Deja de moverte. —Notó el aliento en su oído, cálido e íntimo—. Hay una aguja en tu globo ocular. No te muevas.

No se movió. Algo vibró. Algo electrónico.

—Ah, mierda, mierda.

—¿Qué?

—Están aquí.

—¿Ya?

—Dos de ellos, según pone. Tenemos que irnos.

—Ya estoy dentro.

—No puedes hacerlo mientras está consciente. Le vas a freír el cerebro.

—Puede que no.

Él dijo:

—Poorr favoooor, nu ma maten.

El ruido de unos broches que se abrían.

—Lo estoy haciendo.

—No puedes hacerlo mientras está consciente, y no tenemos tiempo, y puede que ni siquiera sea el tipo correcto.

—Si no vas a ayudarme, apártate a un lado.

Wil dijo:

—Nece… necesito… estornudar.

—Estornudar sería algo malo en este momento, Wil. —Sintió una presión en el pecho. Su visión se oscureció. Su globo ocular se movió ligeramente—. Esto puede que te duela.

Un tijeretazo. Un leve zumbido electrónico. Un clavo enorme le taladró el cerebro.

Gritó.

—¡Lo estás friendo!

—No pasa nada, Wil. No pasa nada.

—Está… puaj, está sangrando por el ojo.

—Wil, necesito que respondas a unas pocas preguntas. Es importante que me digas la verdad. ¿Lo comprendes?

No, no, no…

—Primera pregunta: ¿te describirías a ti mismo más como una persona de perros o una de gatos?

¿Qué…?

—Vamos, Wil. ¿Perro o gato?

—No puedo leer esto. Por eso es por lo que no lo hacemos cuando están conscientes.

—Responde a la pregunta. El dolor cesa cuando contestas.

¡P… ro!, gritó. ¡P… ro, por favor, perro!

—¿Ha dicho «perro»?

—Sí. Intentaba decir «perro».

—Bien. Muy bien. Una pregunta menos. ¿Cuál es tu color favorito?

Se oyó un pitido.

—¡Mierda! ¡Oh, no me jodas!

—¿Qué?

—¡Woolf está aquí!

—Eso no puede ser.

—¡Es lo que dice aquí!

—Déjame ver.

¡Azul!, chilló en silencio.

—Ha respondido. ¿Lo ves?

—¡Sí, lo he visto! ¿Y a quién le importa? Tenemos que irnos. ¡Tenemos que largarnos!

—Wil, quiero que pienses en un número entre uno y cien.

—Oh, mierda.

—El número que tú quieras. Vamos.

No sé…

—Concéntrate, Wil.

—Woolf se nos viene encima y tú estás perdiendo el tiempo en una exploración con el tipo equivocado. Piensa en lo que estás haciendo.

Cuatro, elijo el cuatro

—Cuatro.

—Ya lo he visto.

—Eso está bien, Wil. Solo quedan dos preguntas. ¿Amas a tu familia?

Sí, no, ¿qué clase de…?

—No está centrado.

No tengo… Supongo que sí. Quiero decir, sí, todo el mundo ama

—Espera, espera. De acuerdo. Lo veo. Jesús, esto es raro.

—Una pregunta más. ¿Por qué lo hiciste?

¿Qué…? Yo no…

—Es una pregunta sencilla, Wil. ¿Por qué lo hiciste?

¿Hice qué… hice qué… qué… qué…?

—Está al límite. Al límite por ocho partes distintas. Tendría que intentar hacer una interpretación del significado.

No sé a qué se refiere no hice nada lo juro nunca le he hecho nada a nadie excepto a una chica que conocí una vez

—Ahí.

—Sí. Sí, de acuerdo.

Una mano se cerró sobre su boca. La presión en su globo ocular se intensificó y se transformó en una succión. Le estaban tirando del globo ocular. No: era la aguja, que estaba siendo retirada. Puede que soltase un chillido. Entonces el dolor cesó. Unas manos tiraron de él hacia arriba. No podía ver. Lloró por su ojo maltratado. Pero seguía estando ahí. Estaba ahí.

Unas siluetas borrosas surgieron amenazantes entre la niebla.

—¿Qué…? —dijo Wil.

Coarg medicity nighten comense —dijo la figura más alta—. Salta a la pata coja.

Wil lo miró con los ojos entrecerrados, confuso.

—Eh —dijo la figura más baja—. Tal vez sí sea él.

Llenaron un lavabo con agua y le empujaron para que metiera el rostro. Salió a la superficie jadeando.

—No le empapes la ropa —dijo el hombre alto.

Estaba en un aseo. Un aeropuerto. Había desembarcado del avión de las 15.05 de Chicago, en el que el asiento del pasillo lo había ocupado un tipo enorme con camisa hawaiana al que Wil no había querido despertar. En un primer momento, el aseo parecía estar cerrado por el servicio de limpieza, pero el mozo había retirado el cartel y Wil se había lanzado agradecido hacia allí. Se había dirigido al urinario, se había bajado la bragueta y había experimentado una gran sensación de alivio.

La puerta se había abierto. Había entrado un tipo alto con una chaqueta color beis. Había media docena de urinarios y Wil estaba en un extremo, pero aquel hombre se decidió por el que estaba justo a su lado. Pasó un momento y el tipo alto no orinaba. Wil, que lo hacía a gran velocidad, sintió una punzada de compasión. Alguna vez le había pasado lo mismo. La puerta se había abierto de nuevo. Un segundo hombre entró y cerró la puerta con pestillo.

Wil se subió la bragueta. Miró al hombre que estaba a su lado y pensó que fuera lo que fuese lo que estaba pasando allí, fuera cual fuese el peligro que implicaba que un hombre entrase en unos aseos públicos y cerrase la puerta por dentro con pestillo, al menos Wil y el tipo alto estaban juntos y podían ayudarse (lo cual, al pensarlo en perspectiva, resultaba cómico). Al menos eran dos contra uno. Entonces se dio cuenta de que la mirada de Don Vejiga Tímida era tranquila y sus ojos eran profundos y la verdad era que hermosos, pero lo más llamativo era su tranquilidad, una tranquilidad que denotaba una falta de sorpresa por la situación, y Don Vejiga Tímida le había agarrado la cabeza y lo había empujado contra la pared. Luego vino el dolor, y las preguntas.

—Hay que limpiarle esa sangre del pelo —dijo el hombre bajo. Frotó la cara de Wil con varias toallas de papel—. Su ojo tiene un aspecto horrible.

—Si se acercan lo suficiente para verle los ojos, vamos a tener problemas más importantes que eso.

El tipo alto estaba secándose las manos concienzudamente con una pequeña toalla blanca, dedo por dedo. Era delgado y de piel oscura, y a Wil sus ojos ya no le parecían tan hermosos. Lo que percibía ahora en ellos era una sensación de frialdad, de persona desalmada. Como si aquellos ojos pudieran presenciar cosas terribles y no apartar la mirada.

—¿Qué, Wil, estás con nosotros? ¿Puedes caminar y hablar?

—Que te… den —respondió. Las palabras no sonaron como había pretendido. La cabeza le daba vueltas.

—Bien —dijo el tipo alto—. Mira, este es el trato. Necesitamos salir de este aeropuerto en el mínimo espacio de tiempo y causando el mínimo alboroto posible. Quiero tu cooperación en eso. Si no la recibo, voy a hacer que lo pases mal. No porque tenga nada contra ti en particular, sino porque necesito que estés motivado. ¿Lo entiendes?

—Yo no soy… —buscó la expresión adecuada: ¿rico?, ¿objetivo de secuestro?—… nadie. Soy un carpintero. Hago terrazas. Balcones. Cenadores.

—Sí, por eso es por lo que estás aquí, tu inimitable trabajo con los cenadores. Puedes dejar de actuar. Sabemos quién eres. Y ellos saben quién eres, y están aquí, así que vamos a largarnos mientras todavía podamos.

Se tomó un momento para elegir sus palabras, porque le daba la impresión de que solo le quedaba una oportunidad:

—Mi nombre es Wil Parke. Soy carpintero. Tengo novia y me está esperando a la salida para recogerme. No sé quién creen que soy, ni por qué me han metido un… una cosa en mi ojo, pero no soy nadie. Les prometo que no soy nadie.

El hombre más bajo había estado guardando su equipo en una mochila marrón, y ahora se la colgó al hombro y escudriñó la cara de Wil. Tenía poco pelo y una expresión de inquietud en las cejas. Wil podría haberle tomado por un contable si la situación fuese distinta.

—Les digo una cosa —murmuró Wil—. Me meteré en uno de esos reservados y cerraré la puerta. Veinte minutos. Esperaré veinte minutos. Será como si nunca nos hubiésemos visto.

El tipo bajo echó una mirada a su compañero.

—Yo no soy el que buscan —dijo Wil—. No soy el que buscan.

—El problema con ese plan tuyo, Wil —dijo el hombre alto—, es que si te quedas aquí, dentro de veinte minutos estarás muerto. Si vas a reunirte con tu novia, en la que lamento mucho decirte que ya no puedes confiar, también estarás muerto. Si haces cualquier otra cosa que no sea acompañarnos ahora mismo, rápido y colaborando, estarás, me temo, muerto. Puede que no lo parezca, pero nosotros somos los únicos que podemos salvarte de eso. —Sus ojos buscaron los de Wil—. De todos modos, me doy cuenta de que esto no te está resultando muy persuasivo, así que permíteme que utilice un método más directo. —Se abrió la chaqueta: apoyada contra su costado, apuntando hacia abajo en el interior de su funda, había una pequeña escopeta. Aquello no tenía sentido, porque estaban en un aeropuerto—. Ven o te descerrajaré un tiro en tus jodidos riñones.

—Sí —dijo Wil—. De acuerdo, me ha convencido. Colaboraré. —La clave estaba en salir de los aseos. El aeropuerto estaba lleno de seguridad. En cuanto estuviese fuera, un empujón, un grito, echar a correr: ese sería su plan de huida.

—No —dijo el hombre bajo.

—No —confirmó el alto—. Lo veo. Métele una dosis.

Una puerta se abrió. Al otro lado había un mundo de colores poco definidos y sonidos apagados, como si algo estuviera taponando los oídos de Wil, y también sus ojos, y posiblemente su cerebro. Sacudió la cabeza para intentar conseguir un poco de claridad, pero el mundo se hizo más oscuro y pareció molestarse y no paraba quieto. Al mundo no le gustaba que lo sacudiesen. Ahora lo comprendió. No volvería a sacudirlo. Sentía que sus pies se deslizaban alejándose de él como si llevase puestos unos patines, alargó el brazo en busca de una pared a la que sujetarse. La pared soltó un improperio y le clavó los dedos en el brazo, por lo que supuso que probablemente no era una pared. Puede que fuese una persona.

—Le has metido demasiado —dijo la persona.

—Mejor estar seguro que tener que lamentarlo —dijo otra. Eran malas personas, recordó Wil. Le estaban secuestrando. Eso le hizo enfadarse, aunque de un modo técnico, como si estuviera proclamando su opinión por principios. Trató de mantenerse sobre sus pies deslizantes.

—¡Jesús! —masculló alguien, el tipo alto de ojos tranquilos. A Wil no le gustaba. Había olvidado el motivo. No. El motivo era el secuestro—. Camina.

Caminó, con resentimiento. Había hechos importantes en su cerebro, pero no conseguía dar con ellos. Todo se movía. Un torrente de gente surgió a su alrededor. Todo el mundo iba a alguna parte. Wil había estado dirigiéndose a alguna parte. A encontrarse con alguien. A su izquierda, un pájaro pio. O un teléfono. El hombre bajo entrecerró los ojos para mirar una pantalla.

—Raine.

—¿Dónde?

—Llegadas nacionales. Ahí delante. —A Wil aquella idea le resultó divertida: rain significa «lluvia». ¿Estaba lloviendo en la terminal?—. ¿Conocemos a algún Raine?

—Sí. Una chica. Nueva.

—Mierda —dijo el tipo bajo—. Odio disparar a chicas.

—Acabas por acostumbrarte —dijo el alto.

Una pareja joven pasó junto a ellos, cogiéndose de la mano. Amantes. El concepto le sonó familiar.

—Por aquí —dijo el hombre alto, haciendo girar a Wil hacia el interior de una librería. Se encontró frente a una estantería en la que un cartel anunciaba NOVEDADES. Sus pies continuaban deslizándose, así que estiró la mano para agarrarse y sintió un dolor agudo.

—¿Problemas?

—Puede que no sea nada —murmuró el tipo alto—, o puede que sea Raine, pasando justo ahora por detrás de nosotros, con un vestido azul veraniego.

Un reflejo se deslizó sobre las cubiertas satinadas de los libros. Wil estaba intentando averiguar qué era lo que le había pinchado. Era un cable suelto del cartel de NOVEDADES. Lo interesante del asunto era que el pinchazo había servido para aclarar la neblina que había dentro de su cabeza.

—La zona más ajetreada de cualquier tienda es siempre la de novedades —dijo el tipo alto—. Eso es lo que atrae a la gente. No lo mejor. Lo nuevo. ¿Por qué crees que es eso, Wil?

Wil se pinchó a sí mismo con el cable. Fue un gesto demasiado vacilante, apenas lo notó, así que lo intentó otra vez, ahora con más fuerza. En esta ocasión una cuchillada de dolor atravesó su mente. Recordó agujas y preguntas. Su novia, Cecilia, estaba fuera en un todoterreno blanco. Estaría en un aparcamiento de dos minutos, lo habían organizado así. Él llegaba tarde, por culpa de aquellos tipos.

—Creo que estamos a salvo —dijo el hombre bajo.

—Asegúrate. —El tipo bajo se alejó—. De acuerdo, Wil —le dijo el hombre alto—. Dentro de un momento, vamos a cruzar el vestíbulo y a bajar unas escaleras. Pasaremos junto a unos cuantos aviones de pasajeros y luego subiremos a uno de doce plazas, bonito y cómodo. Habrá refrigerios. Y bebidas, si tienes sed. —El tipo lo miró fijamente—. ¿Me sigues?

Wil lanzó sus manos contra la cara del hombre. No había planeado qué hacer después, así que continuó agarrándole la cabeza y tambaleándose hacia atrás hasta que tropezó con un expositor de cartón. Los dos cayeron en una maraña de chaqueta beis y libros esparcidos por doquier. «Corre», pensó Wil, y sí, esa era una idea sólida. Se concentró en sus pies y corrió hacia la salida. En el cristal vio a un tipo de mirada enloquecida y se dio cuenta de que era su propio reflejo. Oyó gritos y voces de alarma, puede que del tipo alto, que se estaría levantando y tenía una escopeta (ahora lo recordó). Una escopeta, eso no era algo que uno pudiera pensar en olvidar así como así.

Llegó tambaleándose a un océano de rostros atemorizados y bocas abiertas. Le costaba recordar qué era lo que estaba haciendo. Sus piernas amenazaron con traicionarle, pero el movimiento le sentaba bien, ayudaba a aclarar su mente. Vio unas escaleras mecánicas y avanzó a grandes zancadas hacia ellas. Su espalda se erizaba al pensar en posibles impactos de bala, pero la gente que había en el aeropuerto se portaba de maravilla apartándose de su camino, prácticamente saltando para quitarse de en medio, lo cual era de agradecer. Alcanzó las escaleras, pero sus pies siguieron patinando y cayó boca arriba. El techo se deslizó lentamente ante sus ojos. Allí arriba, los azulejos estaban llenos de suciedad. Resultaban asquerosos. Se sentó al recordar a Cecilia. Y también la escopeta. Y, ahora que pensaba en ello, ¿qué tal un poco de seguridad? ¿Dónde se habían metido los de seguridad? Porque aquello era un aeropuerto. ¡Era un aeropuerto! Se aferró a la barandilla para incorporarse y echar un vistazo en busca de algún agente de seguridad, pero las rodillas se le fueron en direcciones opuestas y cayó rodando hasta la planta inferior. Distintas partes de su cuerpo telegrafiaron señales de protesta desde puntos muy lejanos. Se levantó. El sudor se le metía en los ojos. Porque la niebla que había dentro de su cabeza no era bastante; también necesitaba tener la vista borrosa. Pero podía distinguir una luz, lo que significaba una salida, lo que significaba «Cecilia», así que echó a correr. Alguien gritó. La luz aumentó. El aire helado estalló a su alrededor como si se hubiera zambullido en un lago de montaña, y llenó sus pulmones con él. Vio nieve. Estaba nevando. Copos que parecían minúsculas estrellas.

—¡Ayuda, un tipo con una pistola! —le dijo a un hombre que parecía un policía, pero que al pensarlo un poco más se le antojó un tipo que dirigía las maniobras de los taxis. Autobuses de color naranja. Plazas de aparcamiento para autobuses.

Las plazas donde se podía aparcar gratuitamente durante unos minutos quedaban un poco más allá. Estuvo a punto de estamparse contra una familia que empujaba varios carritos de maletas y el hombre intentó sujetarle por la chaqueta, pero siguió corriendo sin detenerse, y ahora comenzaba a verle sentido a lo de correr; empezaba a recordar cómo coordinar las diferentes piezas de su cuerpo. Miró hacia atrás por encima de su hombro y un poste se interpuso en su camino.

Notó el sabor a sangre. Alguien le preguntó si se encontraba bien, un chico que se sacaba unos auriculares del pelo. Wil lo miró fijamente. No entendía la pregunta. Se había chocado contra un poste y todos sus pensamientos se habían roto en pedazos. Los buscó a tientas y encontró el de Cecilia. Incorporó su cuerpo como si fuese un barco hundido resurgiendo de las profundidades y apartó a un lado al chico de un empujón, echó a correr hacia delante mientras el chaval le lanzaba una retahíla de insultos. Al fin lo vio, el coche de Cecilia, una fortaleza blanca sobre ruedas con una pegatina de VIRGINIA ES PARA AMANTES en el cristal trasero. La alegría condujo sus pasos. Abrió de un tirón la puerta y se desplomó en el interior. Nunca se había sentido tan orgulloso.

—¡Lo conseguí! —dijo entre jadeos. Y cerró los ojos.

—¿Wil?

Miró a Cecilia.

—¿Qué?

Empezó a sentirse inseguro, porque el rostro de Cecilia se le antojaba extraño. Y entonces se dio cuenta, con una fuente de terror que surgía de algún lugar no identificado y terminaba en sus testículos: no debería estar allí. No debería haber dirigido a unos tipos armados hasta su novia. Era un error estúpido. Se cabreó consigo mismo y se sintió desesperado, porque le había costado mucho llegar hasta allí y ahora tenía que salir corriendo otra vez.

—¿Wil, qué ocurre? —Los dedos de ella se le acercaron—. Te sangra la nariz.

Había una diminuta arruga en su frente, una que él conocía muy bien y que le apenaba dejar atrás.

—Me he chocado contra un poste. —Tanteó en busca de la palanca para abrir la puerta. Cuanto más tiempo estaba allí sentado, más densa se hacía la niebla.

—¡Espera! ¿Adónde vas?

—Lejos. Tengo que…

—¡Siéntate!

—Tengo que irme.

—¡Entonces te llevaré con el coche! ¡Quédate en el asiento!

Esa era una buena idea. Conducir.

—Sí.

—¿Te quedarás si pongo el coche en marcha?

—Sí.

La mano de Cecilia se movió hacia el contacto.

—De acuerdo. Solo… quédate aquí. Te llevaré a un hospital o algo así. ¿Vale?

—Sí. —Se sintió aliviado. Su cuerpo se volvió pesado. Se preguntó si pasaría algo por dejarse arrastrar hasta la inconsciencia. Aunque ahora parecía algo que no estaba en sus manos. Cecilia le llevaría a algún lugar seguro. Aquel coche era como un tanque; ya antes lo había comentado en tono burlón, porque el vehículo era muy grande y ella era muy pequeña, pero ambos resultaban igualmente agresivos, y ahora el coche los salvaría. Bien podía cerrar los ojos durante un momento.

Cuando los abrió de nuevo, Cecilia le estaba mirando. Parpadeó. Tuvo la impresión de que se había quedado dormido.

—¿Por qué…? —Se incorporó hasta quedar sentado.

—Chsss.

—¿Nos estamos moviendo? —No se estaban moviendo—. ¿Por qué no nos estamos moviendo?

—Quédate en tu asiento, hasta que lleguen —dijo Cecilia—. Eso es lo único importante.

Se giró en su asiento. El cristal estaba empañado. No podía ver qué había en el exterior.

—Cecilia. Pon el coche en marcha. Ahora.

Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Era un gesto que hacía cuando se esforzaba por recordar algo. Wil pudo verla en un extremo de una habitación, hablando con alguien, y ahora ella le relataba un recuerdo:

—¿Te acuerdas del día en el que conociste a mis padres? Te pusiste de los nervios porque creías que íbamos a llegar tarde. Pero no lo hicimos. No llegamos tarde, Wil.

Wil pasó la mano por la ventanilla para quitar la condensación y distinguió a unos hombres con trajes marrones corriendo hacia él.

—¡Arranca! ¡Cil! ¡Arranca el coche!

—Esto es como entonces —dijo ella—. Todo va a salir bien.

Él se abalanzó sobre ella, intentando alcanzar el contacto.

—¡¿Dónde están las llaves?!

—No las tengo.

—¿Qué?

—Ya no las tengo. —Posó una mano sobre su muslo—. Simplemente quédate un momento conmigo. ¿No es preciosa la nieve?

—Cil —dijo Wil—. Cil.

Percibió algo oscuro moviéndose y la puerta se abrió. Unas manos le sujetaron. Luchó contra ellas, pero eran más fuertes que él y le sacaron del vehículo, al frío. Lanzó sus puños en todas direcciones hasta que algo duro explotó contra la base de su cabeza, y entonces alguien cargó con él a hombros. Entre una cosa y otra debía de haber pasado el tiempo, porque ahora estaba más oscuro. El dolor se extendía por su cabeza en oleadas. Veía el asfalto y el aleteo del faldón de una chaqueta.

—Mierda —dijo alguien, con tono de frustración—. Olvídate del avión. Ya no pueden esperarnos más.

—¿Que me olvide del avión? ¿Y entonces qué?

—Al otro lado de esos edificios hay un sendero. Nos llevará hasta la autopista.

—¿Vamos a ir en coche? ¿Estás de broma? Cerrarán la autopista.

—No si somos rápidos.

—¿No si somos…? —dijo el tipo más bajo—. ¡Estamos jodidos! ¡Estamos jodidos porque no te dio la gana de largarnos cuando te lo dije!

—Calla —dijo el hombre alto. Se quedaron quietos. El viento sopló durante un rato. Luego Wil sintió que corrían y oyó el ruido de un motor, un coche que se detenía—. ¡Fuera! —escuchó al hombre, y a continuación lo metieron dentro de un coche pequeño. El tipo bajo entró detrás de él. Una bola de discoteca colgaba del espejo retrovisor. Una hilera de animales de peluche con ojos enormes y negros le sonreía desde el salpicadero. Un conejo azul sostenía una bandera sujeta a un palillo, la bandera de un país que Wil no reconoció. Pensó que podría clavarle aquel palillo a alguien en la cara. Extendió el brazo para cogerlo, pero el tipo bajo se le adelantó.

—No —le dijo, confiscando el conejo.

El motor aceleró.

—¿Cómo te fue con tu novia, Wil? —preguntó el hombre alto. Hizo girar el coche al pasar junto a una columna marcada con el símbolo D3, que Wil reconoció como parte del aparcamiento—. ¿Estás preparado para considerar la posibilidad de que sabemos lo que nos hacemos?

—Esto es un error —dijo el otro hombre—. Deberíamos seguir a pie.

—El coche está bien.

—No está bien. Nada está bien. —Tenía una pequeña ametralladora en su regazo. De algún modo, Wil no se había fijado hasta entonces en ella—. Woolf estaba tras nosotros desde el principio. Lo sabían.

—No lo sabían.

—Brontë…

—Cierra la boca.

—¡Brontë nos ha jodido! —dijo el tipo bajo—. ¡Nos ha jodido y tú no quieres admitirlo!

El hombre alto dirigió el coche hacia un grupo de hangares y de edificios de poca altura con aspecto de almacenes. A medida que se aproximaban, el viento arreciaba más y más, escupiendo hielo por los embudos que formaban sus paredes. El coche se estremecía. Wil, apretujado entre los dos tipos, se recostaba sobre uno y luego sobre el otro.

—Este coche da asco —dijo el más bajo.

En el resplandor que había ante ellos surgió una figura pequeña y amenazante. Una chica con un vestido azul. El viento le agitaba el pelo, pero ella estaba muy quieta.

El hombre bajo se inclinó hacia delante:

—¿Es Raine?

—Creo que sí.

—Atropéllala.

El motor emitió un quejido. La figura de la chica aumentó de tamaño en el parabrisas. Wil distinguió flores en su vestido. Flores amarillas.

—¡Atropéllala!

—¡Oh, mierda! —dijo el hombre alto, tan bajo que casi no pudo oírse, y el coche comenzó a aullar. El mundo se transformó. Wil cayó hacia un lado. Algo se movió más allá del cristal. Una criatura, un gigante de ojos ardientes y dientes plateados, se abalanzó sobre ellos. El coche se dobló y giró. Wil comprendió que los dientes de la criatura eran una rejilla, y los ojos unos faros, porque la criatura era un vehículo todoterreno. Destrozó la parte frontal del coche y rugió y lo zarandeó y se estampó contra el muro de ladrillo. Wil se cubrió la cabeza con los brazos, porque todo se estaba rompiendo.

Oyó gruñidos. Algo que se arrastraba. El repiqueteo del motor al enfriarse. Levantó la cabeza. Los zapatos del hombre alto estaban desapareciendo a través de un agujero dentado donde antes había estado el parabrisas. El tipo bajo estaba forcejeando con su puerta, pero de un modo que le hizo pensar a Wil que tenía problemas en conseguir que sus manos hicieran lo que quería. El interior del coche había adquirido una forma extraña. Trató de apartar algo de su hombro, pero resultó ser el techo.

La puerta del hombre bajo chirrió y se atascó. El hombre alto apareció al otro lado y la abrió dando un tirón. El bajo se arrastró afuera y miró a Wil:

—Vamos.

Wil negó con la cabeza.

El otro murmuró una maldición. Se alejó y el rostro del tipo alto surgió en primer plano:

—Eh, Wil. Wil. Echa un vistazo a tu derecha. Inclínate un poco hacia delante. ¿Lo ves?

La ventanilla lateral era una tela de araña medio destrozada, pero más allá pudo ver el vehículo que los había atacado. Era un todoterreno blanco. Su parte frontal estaba incrustada contra el muro y salía vapor entre las ruedas delanteras. En una pegatina en el cristal trasero se podía leer: VIRGINIA ES PARA AMANTES.

—Tu novia acaba de intentar matarnos, Wil. Ha chocado directamente contra nosotros. Y no estoy seguro de si puedes verlo desde ahí, pero ni siquiera se tomó un momento para ponerse el cinturón. Eso indica lo concentrada que estaba. ¿La ves, Wil?

—No —dijo. Pero sí podía.

—Sí, y ahora necesitas salir del coche, porque hay más en el lugar de donde ella ha venido. Siempre hay más.

Salió del coche. Pretendía golpear a aquel tipo en la mandíbula, tumbarlo y tal vez matarlo a puñetazos, observar cómo aquellos ojos suyos se quedaban ciegos, pero algo se enlazó en torno a sus muñecas. Para cuando se dio cuenta de que el tipo bajo le estaba colocando unas esposas de plástico blanco, ya estaba hecho. El hombre alto lo empujó hacia delante.

—Camina.

—¡No! ¡No! ¡Cecilia!

—Está muerta —dijo el hombre—. Más rápido.

—Te mataré —dijo Wil.

El otro tipo corría delante de ellos, acunando su metralleta en sus brazos. Su cabeza se movía de un lado a otro. Probablemente estaba intentando localizar a aquella chica, a la que llamaban Raine. La chica que había permanecido quieta como si estuviera clavada al asfalto, como si pudiera detener un coche con la mirada.

—Hay una furgoneta en ese hangar de ahí —dijo—. Puede que tenga las llaves puestas.

Un grupo de hombres con cascos y monos de faena se les acercó. El tipo bajo les gritó que se tumbasen y no se moviesen. El alto abrió la puerta de una furgoneta blanca y metió a Wil dentro. Wil se giró en el asiento para que cuando el hombre le siguiese, pudiera darle una patada en la boca y hacer que se tragase los dientes, pero un destello azul en el retrovisor lateral captó su atención. Lo miró fijamente. Había algo azul agachado debajo de un camión cisterna. Un vestido azul.

La puerta de la furgoneta se abrió y el hombre bajo entró y miró a Wil:

—¿Qué?

Wil no dijo nada. El hombre alto encendió el motor. Se había deslizado en el asiento del conductor sin que Wil se diese cuenta.

—Aguarda un momento —dijo el bajo—. Este ha visto algo.

El alto le dirigió una mirada:

—¿Has visto algo?

—No —contestó.

—Mierda —dijo el otro, y saltó fuera del vehículo. Wil oyó sus pisadas. No quería mirar hacia el espejo retrovisor porque el tipo alto le estaba vigilando, pero miró una vez y ya no había nada allí. Transcurrieron unos segundos. Se escuchó un ruido. La chica del vestido azul cruzó de pronto junto a la ventanilla de Wil con la melena ondeando al viento, asustándole. Hubo un martilleo de disparos. La chica se desplomó como un pelele.

—No te muevas —le dijo el tipo alto a Wil.

El otro rodeó la furgoneta y los miró. Del cañón de su arma salía humo. Miró hacia la chica y soltó una carcajada:

—¡Le he dado!

Wil podía ver los ojos de la chica. Estaba tumbada boca abajo, con el pelo cubriéndole la cara, pero aun así podía ver que sus ojos eran del mismo azul que su vestido. Una mancha de sangre oscura se extendía por el asfalto.

—¡Joder que si le he dado! —dijo el hombre—. ¡Ya te digo! ¡Me he cargado a una poetisa!

Su compañero puso en marcha el motor.

—Vámonos.

El otro gesticuló: espera. Se acercó a la chica, manteniendo el arma apuntada hacia ella, como si hubiera alguna posibilidad de que se levantase. Ella no se movió. Llegó hasta donde estaba y le dio con la punta de su zapato.

Los ojos de la chica se movieron.

Contrex helo siq rattrak —dijo, o algo parecido—. Dispárate a ti mismo.

El tipo se llevó la punta de su arma a la barbilla y apretó el gatillo. Su cabeza salió disparada hacia atrás. El hombre alto abrió de una patada la puerta de la furgoneta y levantó su escopeta hasta la altura de su hombro. La descargó sobre la chica. Su cuerpo se contorsionó. El hombre avanzó unos pasos, sacó el cartucho vacío y disparó otra vez. Un trueno retumbó por el hangar.

Para cuando regresó a la furgoneta, Wil estaba casi fuera.

—Adentro —dijo el tipo. Sus ojos rebosaban de muerte y Wil percibió con claridad que no pensaba andarse con medias tintas. Ambos compartieron el mismo pensamiento. Wil volvió a sentarse en el vehículo, con las manos esposadas apretadas contra su espalda. El hombre dio marcha atrás, esquivó los dos cadáveres y aceleró internándose en la noche. No habló ni miró hacia Wil. Wil observó sin ningún atisbo de esperanza cómo los edificios se iban sucediendo uno tras otro: podría haber tenido una opción de escapar, pero ya había pasado.