[ C I N C O ]

Wil ajustó la visera por enésima vez, intentando bloquear el sol, que estaba muy bajo sobre la carretera, brillando con ira.

—¡Qué calor!

Miró a Eliot. A Eliot no le importaba. Llevaba en silencio casi desde Minneapolis, cuando Wil le había acusado de que era igual que Woolf. Wil imaginaba que Eliot estaba también asándose de calor, pero, por supuesto, nunca lo sabría con seguridad, porque los sentimientos de aquel tipo eran tan difíciles de identificar como los de un ladrillo.

El coche dio un salto sobre un bache. Estaban yendo a Broken Hill por un camino secundario en un ridículo Valiant color púrpura, ancho y llamativo, que bien podría tener treinta años. Sin aire acondicionado, desde luego. Muchos años atrás, el salpicadero se había partido bajo la fuerza del sol implacable y había empezado a rezumar una espuma amarillenta. El velocímetro marcaba en millas. Era un milagro que tuviera cinturones de seguridad. Probablemente estaban haciendo unas tres millas por galón de gasolina. Wil observaba los árboles sin hojas que iban dejando atrás. Después de ocho horas en un horno hecho de metal y cristal, el calor había penetrado por todos los poros de su cuerpo. Lo único que quería era salir del coche. O que Eliot dijese algo.

—¿Ya ha estado aquí antes?

No hubo respuesta. Wil contempló la tierra arrasada que se extendía hasta el horizonte, llana como un plato. Él, Wil, había estado allí antes. Había vivido en Broken Hill. Al parecer. No lo recordaba. Resultaba difícil de creer que hubiese podido olvidar aquel calor.

—Sí —dijo Eliot.

Wil necesitó un momento para recordar cuál había sido su pregunta.

—¿Antes o después? —Eliot no contestó—. Ya sabe, ¿antes o después? —De nuevo no obtuvo respuesta—. ¿O ambas cosas? —Suspiró y comenzó a toquetear las rejillas de ventilación.

—Deja de hacer eso. No estás arreglándolo.

Wil lo miró.

—Solo estoy…

—Deja las rejillas en paz.

Se echó hacia atrás. Estaba claro que Eliot estaba enfadado. Vio pasar un cartel que anunciaba un desvío hacia Menindee.

—Deberíamos repostar. —La intersección estaba cada vez más cerca—. ¿Eliot? Solo son treinta kilómetros. Menindee. ¿Eliot, sabe lo separadas que están las gasolineras? En serio, si uno se queda sin gasolina en una carretera como esta, la palma. Ocurre a veces.

La intersección quedó atrás. Wil se repantigó en su asiento. Entendía que Eliot no quisiera parar. Lo del aeropuerto había sido espeluznante. Habían pasado la aduana, pero, entonces, un agente de poca estatura y piel oscura había surgido de la nada y les había pedido que salieran de la cola. A Wil lo habían llevado a una habitación pequeña y sin ventanas y lo habían dejado allí durante veinte minutos, mirando fijamente a una cámara de seguridad. Cada vez le había parecido más obvio que los habían reconocido, pero no estaba seguro de qué era lo que debería hacer al respecto. Así que se limitó a esperar. Al final, la puerta se abrió y apareció Eliot. Había gente discutiendo en el pasillo con fuerte acento australiano.

—¿Todo bien? —había preguntado Wil, y Eliot no había dicho nada, pero la respuesta era claramente que no.

Encontraron un taxi. Pudo oír las sirenas de la policía cada vez más próximas. Pero a partir de entonces no había pasado nada más. Kilómetros y más kilómetros en el coche.

Se le estaban cerrando los ojos cuando se oyó un estallido y el coche dio un bandazo.

—¿Qué? —exclamó. A su mente acudió la imagen de una persecución, de muerte.

Eliot desvió el coche al arcén, formando una cortina de polvo.

—Un pinchazo —dijo, y abrió la puerta.

Wil permaneció sentado un momento antes de recordar la promesa de aire fresco e incorporarse de su asiento. Sintió un violento dolor en las rodillas. El aire parecía fuego, pero al menos estaba en movimiento. Dio una vuelta al coche, haciendo girar los brazos.

—Oh, sí —murmuró. Hacer algo, cualquier cosa, sentaba bien.

Eliot sacó una rueda de recambio del maletero, mientras Wil se ponía la mano a modo de visera para escudriñar el paisaje. No había nada. Solo un vasto cañón de aire. Sus ojos buscaron con inquietud algo en lo que fijarse.

Oyó gruñir a Eliot.

—¿Necesita una mano?

Eliot lo miró con la cara enrojecida.

—Están oxidados.

—¿Los tornillos?

—No importa —dijo Eliot, poniéndose en pie—. Podemos seguir así.

—¿Ha tirado con suficiente fuerza?

—Sí, he tirado con suficiente fuerza.

—Déjeme intentarlo.

Eliot hizo rodar la rueda hasta el maletero.

—Olvídalo.

—¡Joder, no soy un inútil!

—Esto no es uno de esos juegos en los que todo el mundo tiene su turno. Métete en el coche.

—Tardaré dos putos minutos.

—Métete en el coche.

—No.

Eliot lo miró sin expresión alguna en el rostro.

—Bien. —Y le lanzó la llave de palanca.

Wil se quitó la camiseta y se arrodilló delante de la rueda pinchada. Había un montón de óxido. Enganchó la llave al tornillo superior y la probó.

—¿Y bien? —dijo Eliot.

Wil se pasó el antebrazo por la frente.

—Solo estoy calentando.

—No tenemos tiempo que perder.

—¡Jesús, ni siquiera cree que sea capaz de poder cambiar una rueda! —Agarró la palanca y tiró con fuerza—. Puedo hacerlo.

Pasaron unos minutos.

—De acuerdo —sentenció Eliot—. Es suficiente.

—Casi lo tengo.

—No. Solo estás perdiendo tiempo.

Wil tiró y algo sonó como si se rompiera.

—Vas a partirlo.

El tornillo emitió un chirrido. Con esfuerzo, le hizo dar una vuelta completa y a partir de ahí resultó más fácil. Lo desatornilló y lo dejó caer al suelo. Sintió la imperiosa necesidad de mirar a Eliot y no pudo resistirse.

—Felicidades —dijo Eliot—. Por desgracia, faltan otros tres.

Wil afirmó el pie contra la rueda.

—Usted quiere que sea inútil. Le encanta estar a cargo de todo mientras yo voy tambaleándome a su alrededor sin la menor idea de lo que estoy haciendo.

—No, eso es precisamente lo contrario de lo que quiero. Lo que quiero es llegar lo antes posible a Broken Hill y que tú contribuyas positivamente a ese objetivo.

Wil soltó la palanca y se inclinó para inspeccionar el siguiente tornillo. Parecía estar muy corroído. Levantó la palanca y empezó a darle golpes.

—Esto se ha convertido en un absurdo —gruñó Eliot—. Sube al coche.

El tornillo desprendió una capa de herrumbre. Enganchó la llave y lo hizo girar.

—Van dos.

—Genial.

—Necesita relajarse —dijo Wil—. En serio, necesita tomar aire y pensar que no es el único que puede hacerlo todo.

—¿Me has dicho que me relaje?

Wil enganchó la llave al tercer tornillo.

—¿Hay algo gracioso en eso?

—Cuando experimento necesidades fisiológicas básicas para conseguir comida, agua, aire, sueño y sexo, sigo unos protocolos para satisfacerlas sin experimentar deseo. Sí, es gracioso.

—¿Qué coño ha dicho?

—Es necesario para mantener una defensa contra la posibilidad de ser subyugado. El deseo es debilidad. Estoy seguro de habértelo explicado ya.

—Bueno, suena genial. Suena a que su vida es realmente estupenda, Eliot. —Consiguió aflojar el tornillo—. ¡Otro más!

—¿Quieres ver lo que pasa cuando el deseo se impone a la disciplina? Sube al coche. Llegaremos en un par de horas.

—Y usted no pudo evitarlo. —El último tornillo estaba tan oxidado que ni siquiera podía engancharlo con la llave—. Usted y sus protocolos no fueron lo bastante buenos como para salvar a mi ciudad. —Encontró tracción y tiró—. Mire cómo hago girar este tornillo, a pesar de mi completa falta de disciplina. —Le ardían los músculos y tenía la espalda empapada de sudor.

—Para. Vas a tirar el gato hidráulico.

—¿Y qué hay de Brontë? Veinte años y nunca hizo el menor intento con ella, ¿a que no? Apuesto a que ni siquiera la cogió de la mano.

—Métete en el coche.

Gruñó, pero el tornillo permaneció inmóvil, así que acabó por soltar la palanca, jadeando por el esfuerzo.

—Sabe que tengo razón.

—No la tienes —dijo Eliot—. Te has equivocado en casi todo sobre lo que has abierto la boca para opinar, hasta en lo de creer en tu capacidad para cambiar esa rueda. Sube al coche.

Wil recolocó los pies y agarró el mango de la palanca:

—¡Estoy moviendo… este… tornillo! —Tiró con todas sus fuerzas y su cuerpo entero tembló. Gritó. El tornillo giró con un chirrido y Wil cayó al suelo. Gateó de vuelta hasta la rueda y exclamó—: ¡Joder! ¡Sí! —Blandió el tornillo con gesto triunfal—. ¡Tenía razón! ¡Tenía razón!

Eliot rodeó el coche y ocupó el asiento del conductor.

—Ja —se rio Wil. Tiró de la rueda y la sacó con facilidad. La cambió, recogió su camiseta y volvió a su asiento. Eliot puso el motor en marcha, sin decir nada. Tampoco habló Wil, porque esta vez el silencio les venía bien a los dos.

—No me gusta ese helicóptero —dijo Eliot.

Había pasado una hora. Tal vez dos. Resultaba difícil saberlo con seguridad porque el paisaje no había cambiado. Estaban avanzando por una carretera que se plegaba sobre sí misma, atrapada en un bucle sin fin de asfalto quemado por el sol.

Wil se inclinó hacia delante y atisbó a través del parabrisas. Un punto negro colgaba del cielo hacia la derecha.

—Es de fumigación. Aquí utilizan helicópteros para eso.

—¿Dónde están los cultivos?

Era una buena pregunta. El punto negro aumentó de tamaño.

—No lo sé.

—Hay una bolsa en el asiento trasero. Cógela.

Wil se volvió en el asiento, encontró una bolsa vieja de color verde y negro y se la colocó sobre el regazo. En el interior sonó algo metálico.

—¿Es lo que creo que es?

—Sí.

—¿Cuándo ha conseguido una escopeta? —Pero ya lo sabía: había sido cuando había obtenido el coche. Wil había salido de un aseo y se había encontrado a un tipo con barba mostrándole a Eliot algo en el maletero. Luego se habían estrechado la mano y después Eliot y él se habían llevado el coche del tipo.

—Sácala de la bolsa.

—No voy a dispararle a un granjero que está fumigando.

—No te estoy pidiendo que le dispares a nadie. Te estoy pidiendo que estés preparado.

—¿Ve esos palos que sobresalen a los lados? Son para rociar. Para rociar los cultivos. —El helicóptero se deslizó hasta colocarse sobre la carretera y se mantuvo allí. La puerta se abrió y algo metálico emitió un destello al recibir la luz del sol—. O puede que estén cazando.

Eliot pisó el acelerador. Oyeron el estruendo de un impacto en el techo. El aire caliente acarició el pelo de Wil y, al mirar hacia arriba, vio un pequeño agujero azul. Era azul porque se veía el cielo a través. Se volvió y descubrió un segundo agujero en el asiento trasero.

—¡Dios!

El motor rugió con fuerza. Wil vio que la aguja pasaba de las noventa millas por hora. La carretera estaba llena de grietas y baches, y cubierta de tierra. Si pillaban un bache, podían acabar dando una vuelta de campana. Con toda facilidad podrían echar a volar. El helicóptero pasó a toda velocidad sobre sus cabezas y Wil distinguió a un hombre de pelo entrecano con un sombrero vaquero y un rifle. Cuando se volvió, el helicóptero aumentaba de tamaño en el parabrisas trasero, persiguiéndoles.

—De acuerdo —dijo Eliot—, ahora sí quiero que le dispares a alguien.

Wil sacó la escopeta de la bolsa; era de plástico marrón moldeado en torno a dos cañones, del tipo que tienes que abrir por la mitad entre un disparo y otro. La levantó con torpeza.

—Munición.

—Vale. —Encontró cajas sueltas de cartuchos en la bolsa y abrió una de ellas. El coche pisó un agujero en el asfalto y empezó a derrapar. Los cartuchos cayeron al suelo del coche. El vehículo encontró tracción y Wil recuperó el equilibrio, abrió el arma e introdujo un cartucho en cada cañón.

Bajó la ventanilla y un vendaval impactó contra su rostro. Asomó la cabeza para ver cómo el helicóptero se deslizaba a baja altura tras ellos. El piloto estaba detrás de la burbuja de plástico, con las manos en los controles, y a Wil le dio la impresión de que no sería capaz de virar y disparar simultáneamente. Volvió a meter la cabeza.

—¿Ese tío es un poeta?

—Buena pregunta.

—¡Creo que es un hombre cualquiera! —El coche rebotó contra el asfalto—. ¡Están controlando su mente!

—Parece muy posible.

—Entonces, ¿qué hago?

—Dispárale.

—¿Qué? ¡No!

—Sí —asintió Eliot, sin apartar los ojos de la carretera—. Ahora mismo.

—¡Él no está disparando! ¡Solo nos persigue!

—Aun así. Dispárale.

—¡No puede usar el jodido rifle mientras lleva los mandos, Eliot!

—¡Me doy cuenta de eso! ¡Dispárale!

—Si no puede usar el arma, y no es un poeta, ¿por qué tengo que dispararle?

—¡Porque va a estrellarse contra nosotros!

—Oh —murmuró Wil—. ¡Oh! —Sacó la cabeza por la ventanilla. El helicóptero aceleraba hacia ellos acompañado por el estruendo de sus aspas. Wil levantó la escopeta, pero ya era demasiado tarde, así que cayó de nuevo hacia su asiento. Eliot frenó. El coche derrapó y se salió de la carretera, levantando cortinas de polvo. El mundo entero se oscureció. Un aspa del rotor les pasó cerca, una fuerza enorme y terrible que Wil sintió en sus huesos. Todo quedó cubierto de ruido y polvo. Y luego en silencio.

—Mantente agachado —dijo Eliot, un momento después.

Wil lo miró. Eliot se estaba quitando el cinturón.

—¿Qué?

—No te muevas. —Le quitó la escopeta de las manos, abrió la puerta y desapareció.

Wil se agachó. Pasaron unos segundos, no supo cuántos. Oyó un golpe y a continuación el estallido más alto y profundo de la escopeta. Empezó a incorporarse y se detuvo.

La puerta se abrió. Lo primero que vio fue la escopeta, con la culata hacia él. Se dio cuenta de que era para que la cogiera. Eliot subió al coche y accionó el contacto.

Se incorporó del todo.

—¿Está bien?

Eliot llevó el coche de nuevo a la carretera y rodeó el helicóptero, que ya no parecía tal cosa, sino solo una colección de metal distribuido de forma aleatoria. No había rastro del piloto. El coche se puso a sesenta y cinco millas por hora, luego a noventa y después a ciento diez, una velocidad que hacía que las ventanas aullasen como lobos y los baches pareciesen bombas. Los neumáticos resbalaban y protestaban sobre el asfalto, traicioneros. Wil no quería decir nada, pero a la cuarta vez que creyó que iba a morir ya no pudo quedarse callado:

—¿Qué está haciendo?

—Dándome prisa —repuso Eliot, con un tono extraño.

—¿Qué ocurre?

—Ahora hay mucho que depende de ti. —Eliot meneó la cabeza—. ¡Mierda!

—¿Qué?

—A partir de ahora, cuando tengas que dispararle a alguien, hazlo.

—Vale. Vale.

Pero Eliot seguía negando con la cabeza.

—Esto ha sido una estupidez. Una maldita estupidez.

A través de la ventanilla del conductor, Wil distinguió un fino penacho de polvo.

—Eh. Hay otro coche allí lejos.

—¿Crees que a mí me gusta disparar a la gente? No me gusta. Lo hago porque es necesario. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—¿Te das cuenta de lo que ocurrirá si fracasamos? ¿Si no queda nadie para detenerlos?

—No. No me lo ha dicho.

—¡Dios! —exclamó Eliot—. Esto es ridículo.

Wil miró por la ventanilla.

—Ese coche va rápido. Muy rápido.

—Está intentando interceptarnos.

—¿En serio?

—¿Te sorprende? ¿No pensabas que iba a haber más?

—¿Por qué está tan enfadado conmigo? —Miró la camisa de Eliot. Había una mancha en ella. Una zona oscura—. ¿Le han herido? —El otro no contestó—. ¡Eliot! ¿Le han dado?

—Sí.

—Tenemos que… llevarle a…

—Si dices algo estúpido, te pego un tiro en la puta boca.

—Eliot —balbuceó Wil—. Eliot.

—Te dije que le disparases a ese tío.

—Lo siento. Lo siento. —Por la ventanilla de Eliot, el penacho de polvo se transformó en un coche patrulla—. ¿Qué puedo hacer?

—La próxima vez que tengas que elegir entre el Granjero Joe y el destino del mundo, pégale un tiro al Granjero Joe. Eso es lo que puedes hacer.

—Vale.

—Puedes matar a Woolf. ¿Puedes hacer eso?

—Sí.

—Claro —bramó Eliot—. Seguro que puedes.

El coche de policía se les acercó por el lateral. Delante de ellos, una señal indicaba un STOP y la proximidad de la autopista, y para Wil resultó obvio que iban a chocar contra el coche patrulla.

—Frene —dijo, pero Eliot no lo hizo. En lugar de eso, tiró del freno de mano y giró el volante, y el coche empezó a derrapar hacia un lado. Cruzó la autopista, pasando por delante del otro coche, resbaló un rato sobre la tierra y dio un bandazo en el asfalto. A su espalda, una sirena comenzó a aullar.

—Averigua si ese poli es un pro —dijo Eliot.

—¿Un qué?

—Un prosélito. Si está subyugado. Averigua si quiere detenernos o matarnos.

—¿Cómo hago eso?

—¿Cómo te parece? ¡Con el arma!

Wil bajó la ventanilla. El coche patrulla estaba allí mismo, persiguiéndoles y gimoteando como un animal en celo. Decidió dispararle a una de las ruedas. Pero en cuanto asomó la escopeta por la ventanilla, el motor del otro coche redujo las revoluciones y se abrió una mayor distancia entre ellos. Wil se retiró al interior.

—No quiere que le disparemos.

—No está subyugado —dijo Eliot—. Bien. —Delante de ellos, Wil vio un cartel indicador con el nombre de Broken Hill y NO ENTRAR y ZONA EN CUARENTENA y PELIGRO DE MUERTE. Más allá, en el horizonte, dos luces parpadeantes, como estrellas madrugadoras—. Mantenlo alejado.

—¿Qué tal su herida?

—Mal. —Los ojos de Eliot echaron una mirada al espejo retrovisor y exclamó—: ¡Me cago en la gran puta!

Wil se dio la vuelta. El coche patrulla se había pasado al otro carril y aceleraba por el lado del conductor. Wil cayó a la parte trasera, y para cuando consiguió incorporarse, el otro coche ya estaba a su altura. Se produjo un contacto entre ambos vehículos, un golpe seco. La parte de atrás de su coche comenzó a deslizarse como si estuvieran sobre una pista de hielo. El mundo giró. La escopeta resbaló de las manos de Wil. El coche dio un giro completo, y luego Eliot pisó a fondo y volvió a lanzarlo hacia delante.

Wil recuperó el arma. El coche patrulla aceleraba para repetir y golpearles otra vez, no había tiempo para bajar la ventanilla, así que Wil colocó los pies en la puerta, apuntó el arma hacia abajo y apretó el gatillo. La ventanilla estalló por los aires. El coche patrulla se sacudió bruscamente como si se le hubiera reventado una rueda, el sonido de su motor subió varias octavas, y quedó fuera de la vista. Wil se asomó por la ventanilla rota y sintió el aire caliente como en el interior de un horno. Había dos polis en el coche, sus caras desfiguradas por la ansiedad. Wil sacó el arma, apuntó al radiador y apretó el gatillo. El capó del otro coche se abrió de golpe y el vehículo se salió de la carretera con las ruedas echando humo. Wil se metió de nuevo dentro.

Cuando alcanzó su asiento en la parte delantera, las luces que había visto antes se habían transformado en dos relucientes coches patrulla, uno en cada carril, acelerando hacia ellos.

—No son… kamikazes, ¿verdad?

Eliot no respondió. Wil buscó su cinturón de seguridad sin poder dar con él. Pensó que seguramente Eliot estaba a punto de salirse de la carretera. Los otros dos vehículos se abalanzaban a toda velocidad hacia ellos, aumentando vertiginosamente de tamaño en el parabrisas, agazapados y poderosos.

—¡Eliot! ¡Eliot!

Uno de los coches patrulla se colocó detrás del otro. Pasaron junto a la ventanilla de Eliot con un estruendo de sirenas. Wil soltó el aire de sus pulmones.

—Carga el arma —le ordenó Eliot.

Se agachó para recoger cartuchos del suelo y abrió la escopeta.

—Están dando la vuelta. Mantenlos a distancia.

—Lo sé.

—No lo digas. Hazlo.

—¡Lo estoy haciendo! Acabo de dispararle a un coche de la policía, ¿acaso no se ha enterado?

—La próxima vez dispárale al conductor.

—¡Joder! ¿Qué diferencia hay?

—Si le disparas al conductor, ningún otro poli se nos acerca a menos de quinientos metros, ¡esa es la jodida diferencia! Si le disparas al coche…

—¡Vale! ¡Vale! —Sacó el codo por la ventanilla del pasajero e hizo palanca para sacar la mitad del cuerpo. El viento le azotó. Detrás, una columna de humo blanco se alzaba desde el coche al que había disparado, recortándose contra el azul del cielo. Más cerca, los dos nuevos coches patrulla reducían la distancia que les separaba de ellos. Wil sostuvo el arma. Había cazado, en el pasado. Había limpiado de conejos y canguros un lugar como aquel. ¿Cuándo había sido eso? No podía recordarlo. Pero aquella sensación, la escopeta apoyada en su hombro, un paisaje sin fin de tierra extendido ante él, le resultaba familiar. Esperó. Seguramente los polis le verían y se mantendrían alejados. No quería dispararle a nadie. El coche tosió. Se estremeció y dio un bandazo. Wil se aferró al marco de la ventana para no caerse, y estuvo a punto de soltar el arma en el proceso.

—¡Eh! —gritó—. ¿Qué coño…?

—¡Gasolina! ¡Nos estamos quedando sin!

—¿Por qué mueve el coche así?

—¡Para sacar gasolina del tanque!

—¡Por poco me caigo!

Eliot dijo algo más que Wil no pudo oír por culpa del estruendo del viento, así que se inclinó hacia el interior:

—¿Qué?

—¡He dicho que es importante que sigamos moviéndonos!

—¡Eso ya lo sé! ¡Deme solo cinco segundos en línea recta! —Volvió a asomarse por la ventanilla. Los coches patrulla estaban más cerca de lo que le habría gustado. A esa distancia, atravesaría el parabrisas. Los polis se daban cuenta, ¿verdad? Veían que tenía una escopeta. Les dio unos segundos para que se retirasen.

—¡Dispara! —chilló Eliot.

Apuntó al coche de la izquierda y apretó el gatillo. La bala rozó el capó y reventó el parabrisas. El morro de los dos coches se hundió contra el asfalto y las ruedas echaron humo. Wil se quedó mirando hasta que la distancia entre ellos aumentó a los doscientos metros. Entonces volvió al interior.

—Se han retirado.

—Bien.

Eliot no preguntó por qué había disparado al capó. Tal vez no se había dado cuenta. O podría ser que diera por hecho que era muy mal tirador. No sabía que Wil había cazado. Es decir, que recordaba haberlo hecho.

—Tenemos que ir a un hospital, en serio.

—¿Y cómo lo hacemos? —quiso saber Eliot—. ¿Cómo vamos a ir a un hospital en esta situación?

—No lo sé. Pero puede morir, ¿de acuerdo? No es bueno para nadie si usted muere.

—Espera un momento —dijo Eliot. Wil vio una salida de la autopista, una cinta de asfalto cubierta de polvo y llena de carteles rojos, negros y amarillos con las leyendas: NO PASAR, CARRETERA CERRADA, ZONA EN CUARENTENA. Cuando giraban, el coche tosió con fuerza. Wil sintió que el impulso del motor se reducía. Luego el vehículo emitió un sonido de gárgaras, dio una sacudida y el sonido se convirtió en un quejido.

—Eso no es bueno.

—No.

Wil echó un vistazo a su espalda. Los coches patrulla formaban ahora una fila de a uno. Los seguían de lejos, tomando el desvío con precaución.

—Van a esperar tranquilamente a que nos quedemos sin gasolina.

—No.

—Déjeme sugerir algo —dijo Wil—. Paramos, nos arrestan, conseguimos atención médica para usted. —Eliot no dijo nada—. Después usted hace que nos suelten. Con el vudú de las palabras. —Se inclinó hacia el parabrisas para comprobar si había más helicópteros en el cielo—. ¿No le parece que ahora la prioridad es curarle esa herida?

—La palabra desnuda es la prioridad.

—Vale. La palabra desnuda. —Miró al frente—. Hay algo en la carretera. —Una valla metálica se extendía a ambos lados de la carretera, pero lo que había dentro de los márgenes de la calzada quedaba oculto por la bruma producida por el calor—. ¿Es una verja?

—Solo alambre.

—¿Está seguro?

—Bastante.

—¿De verdad está seguro? —insistió Wil, pero para cuando las palabras salieron de su boca, la respuesta podía verse: se trataba de una barrera sólida de color rojo y amarillo. El coche la atravesó y un bloque amarillo voló hacia la cara de Wil, rebotó contra el parabrisas y salió despedido con un ruido sordo.

Miró hacia atrás y vio fragmentos de colores rodando por el asfalto.

—Plástico —dijo Eliot.

—Había dicho que era alambre.

—Lo era la última vez que estuve aquí.

Los coches de policía estaban quedándose atrás.

—Eh, se han parado.

—Eso es porque creen lo que se cuenta sobre Broken Hill. No quieren morir.

—O sea, ¿que nadie nos va a seguir aquí dentro? ¿Estamos a salvo?

—La gente normal no lo hará. Los que estén subyugados sí.

—Ah, claro —dijo Wil, consternado—. Los convertidos.

—También los PAEs —añadió Eliot—. A esos todavía no los has visto. Cuando aparezcan, vamos a necesitar la palabra. —Echó un vistazo al retrovisor—. Voy a parar y dejarte conducir un rato.

El coche frenó hasta detenerse. Wil rodeó el vehículo corriendo agachado, por si acaso los polis tenían rifles de largo alcance, o helicópteros, o lo que fuese. No lo sabía. Podría ser cualquier cosa. El motor produjo un tartamudeo y pensó: «Por favor, no te mueras ahora, cabrón». Abrió la puerta del conductor y vio a Eliot en el asiento del pasajero, en una postura que parecía indicar que alguien lo había dejado caer allí de cualquier manera. Tenía una mano sobre el abdomen y su cara tenía la textura del papel. El asiento del conductor estaba empapado de sangre.

—¡Joder!

—¡Sube!

Ocupó el asiento mojado. El olor era penetrante y arcilloso, como el de un jardín después de la lluvia.

—Esto va mal, Eliot, en serio. —Cerró la puerta y puso el coche en marcha antes de que el vehículo tuviera tiempo de darse por vencido—. ¿Hay algún hospital en Broken Hill? ¿Una clínica, al menos? —Miró al otro, repentinamente asustado ante la posibilidad de que hubiese muerto en los últimos cinco segundos. Pero Eliot seguía allí—. Tal vez podríamos curarle allí. —Quizás Eliot tuviera conocimientos de medicina. Tal vez fuese capaz de sacar una bala de su propio cuerpo y administrarse las dosis correctas de medicamentos caducados. Le había introducido una aguja en el globo ocular, así que algo debía de saber. El motor tosió tres veces seguidas. A lo lejos empezó a distinguirse una estructura: algo viejo y de aire industrial—. ¿Me está escuchando?

—Sí. Es un buen plan.

—¿Ah, sí? —Pero la expresión de Eliot sugería lo contrario—. ¡Joder! ¿Entonces qué?

—Conseguimos la palabra.

—¿Y? —Eliot no dijo nada—. ¿Qué…? —empezó, pero se obligó a sí mismo a dejar de acribillar a Eliot a preguntas. Debería dejar que se concentrase en taponar su herida. A su derecha apareció una casa, una edificación achaparrada con la pintura quemada por el sol, pero había visto lugares en peores condiciones en Portland. No parecía abandonado. Se dio cuenta de que esa sensación la producían las ventanas: estaban intactas. Y no había malas hierbas, ni nada que hubiese crecido más de lo debido. El sol lo esterilizaba todo. Vio algunos montículos grisáceos dispersos aquí y allá y pensó: «¿hormigueros?». Uno estaba en la carretera, más definido que los demás. Dio un volantazo.

—¡Mierda!

Eliot soltó un gruñido.

—Son esqueletos —dijo. Por supuesto que eran esqueletos. Esqueletos. En la carretera. Una gasolinera solitaria apareció a la vista. Otro esqueleto colgaba medio fuera de un camión quemado. Wil miró a Eliot para ver si él estaba también impresionado, pero Eliot tenía los ojos cerrados—. Eliot.

Sus ojos se abrieron. Empezó a incorporarse en el asiento, como si estuviese colocando en la posición correcta algo muy pesado.

—No… dejes… que cierre los ojos.

—Por eso le he hablado.

Redujo la velocidad. Había más esqueletos y no quería pasar por encima de ninguno de ellos. No quería oír el sonido que eso produciría. Ahora pudo identificar la estructura que había visto antes con una refinería, alzándose sobre la ciudad como una nave espacial que se hubiera estrellado allí. Como si hubiera descendido sobre la Tierra y aniquilado a todo el mundo. Eso podría creérselo. Un rayo letal. Una luz que hubiese barrido la ciudad entera, desintegrando a la gente. Podía entender que algo así pudiera arrasar una ciudad. Pero no podía entender que lo hiciera una palabra.

—¡Eliot!

Eliot volvió a abrir los ojos.

—Ya casi estamos.

Las señales de tráfico brillaban empujadas por el viento. CALLE SULFURO. CANTERA MINERA #3. Era como si hubiesen querido ser el epicentro de una catástrofe tóxica. Solo que eso no era lo que había ocurrido. Eso era solo lo que habían dicho. Algo tiró de él, en el interior de su mente. Un recuerdo.

—¿Dónde está la palabra?

—Hospital —respondió Eliot.

Wil lo miró:

—¿Ahora quiere ir el hospital?

—La palabra está en el hospital… en Urgencias.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé —repuso Eliot.

Frenó otra vez, porque la calle estaba cubierta de huesos. En realidad no había opción, así que pasó por encima de un bulto gris que sonó igual que una rama que se quebrase en dos y le hizo torcer el gesto. Vio una biblioteca con la escalera convertida en una rampa por efecto de un año y medio de arena arrojada allí por el viento. Resultaba difícil creer que los esqueletos fuesen gente. Lo sabía pero no se lo creía. Miró al frente en busca de señales que indicasen el hospital. A la derecha vio un camión de bomberos incrustado en el escaparate de una tienda. Fuera lo que fuese lo que había sucedido allí, no había ocurrido de manera rápida. La gente había tenido tiempo de huir. O de intentarlo. Recorrió varias manzanas. Algunos de los esqueletos tenían cosas. No quería fijarse, pero resultaba imposible no hacerlo. La carne se pudría, pero los objetos no lo hacían. Distinguió destellos de anillos en los huesos de los dedos, y hebillas de cinturones, aros, pulseras y pendientes. Vio un cráneo en la acera, uno pequeño. No quería estar allí. La sensación creció de repente en su interior, desde algún punto en lo más hondo de su ser.

Vio una cafetería y una agencia inmobiliaria, y ambos locales le resultaron familiares de un modo extraño y confuso. Se convenció a sí mismo de dejar de evitar la calle del Óxido y avanzó sobre una alfombra de huesos. ¿Y si un fémur se astillaba y se clavaba en una rueda? Probablemente no importaría. El coche estaba a punto de detenerse y morir. Igual que Eliot. Igual que él mismo. Todos estaban en aquel momento jodidamente cerca de la muerte. Estaban rodeados de ella.

Vio una señal azul con una cruz blanca.

—¡Eliot! Lo he encontrado. Aguante. —La calle era una maraña de vehículos que tenía que ir esquivando con cuidado. En aquella zona la situación era peor, todas las ventanas estaban rotas y los huesos parecían de nieve. El edificio situado enfrente del hospital, fuese lo que hubiese sido en su origen, era ahora una auténtica ruina carbonizada, y había muchos otros edificios en el mismo estado calle abajo: aproximadamente la mitad del distrito comercial había ardido—. Ha dicho que la palabra está en el pabellón de URGENCIAS, ¿verdad? —No necesitaba que Eliot se lo confirmase, solo pretendía seguir hablándole. Vio un cartel de urgencias y pasó entre dos furgonetas quemadas. Una furgoneta de paramédicos de color blanco estaba subida a la acera. Más allá de ella, vio las puertas de cristal y un cartel rojo. Tiró del freno de mano, pero antes de que pudiera pararlo, el motor burbujeó y murió—. Eliot. Hemos llegado.

—Bien —dijo Eliot, balanceando su cabeza arriba y abajo.

—¿Quiere que le ayude a entrar? —Él mismo negó con la cabeza—. Lo olvidaba. Tiene que quedarse aquí. Yo iré a buscar la palabra.

—No…

—No le diré nada sobre ella. Lo sé.

Eliot asintió. Se había visto obligado a aceptar el consejo de Wil: se había relajado. Había cedido el control. Ya no estaba a cargo de la situación.

—Vuelvo enseguida —dijo Wil, y bajó del coche.

No estaba preparado para aquel silencio. Cerró la puerta del coche y el sonido se evaporó. Sus zapatos hicieron crujir la arena. El aire cálido se cerró en torno a él como un puño.

Rodeó la furgoneta de paramédicos. Las puertas de cristal de Urgencias estaban teñidas de un extraño color negruzco. No era pintura. Eran manchas. Frenó su avance sin saber bien por qué. Bueno, sí lo sabía. Era porque no tenía realmente muchas ganas de enfrentarse a lo que fuese que había reducido a tres mil seres humanos a montones de huesos y hebillas de cinturones. La puerta trasera de la furgoneta estaba abierta. Echó un vistazo al interior. Había una camilla, correas, equipamiento diverso, botellas pequeñas, nada que no hubiese esperado encontrar. Pero esa visión tuvo un extraño efecto en su cerebro. Sintió un nuevo cosquilleo, algo le resultaba familiar. Titubeó, esforzándose por pensar. A Eliot podría irle bien alguno de aquellos medicamentos. Y agua. Subió a la furgoneta. Cogió todo lo que parecía tener utilidad médica y regresó al coche con las manos llenas. Eliot tenía los ojos cerrados.

—¡Eliot! —Los ojos se abrieron de golpe—. Manténgase despierto. —Descargó todo lo que llevaba sobre el regazo del herido—. Le he traído esto. Medicinas. Y agua. Debería bebérsela.

—¿Qué…?

—¿Sabe una cosa? Creo que tiene razón. Viví aquí. Empieza a sonarme familiar.

—La jodida palabra —balbuceó Eliot.

—Todavía no he entrado. Pensé que esto le vendría bien. —Vio que Eliot le atravesaba con la mirada y dijo—: ¡De acuerdo! Ya voy, ¡Jesús!

Volvió hacia la sala de Urgencias. Se acercó lo suficiente para distinguir formas apoyadas contra los cristales. Sabía lo que eran. Tenía que haber dos o tres docenas de cadáveres apelotonados contra el cristal. Y eso solo era lo que podía ver desde fuera. Se preguntó si el edificio estaría sellado herméticamente. El aire podría ser tóxico. Podría causarle la muerte. Volvió corriendo al coche.

—¡Joder! —exclamó Eliot.

—Espere un segundo —dijo Wil—. Solo quiero preguntarle una cosa: ¿tenemos claro que queremos abrir esta caja? Porque lo que hay dentro mató a un montón de gente. Estamos hablando de algo increíblemente peligroso. Me parece estúpido entrar ahí y tratar de cogerlo. Suena muy arriesgado. ¿Sabe? Dice que soy inmune, pero ¿está seguro de ello? ¿Y si solo lo evité de algún modo la última vez? ¿Y si me tiré en una zanja y pasó por encima de mí? Solo digo que… la sala de Urgencias está cubierta de personas muertas, de pared a pared, Eliot. Hay cadáveres por todas partes. Y hay… no sé… hay algo en una habitación llena de muertos que me hace preguntarme si realmente quiero entrar ahí. No me mire así. Lo sé. Lo sé. —Hizo un gesto de negación—. Entraré. Lo haré. Es solo que… tal vez me está pidiendo que muera, Eliot. Deme un segundo. Deme un… Sé que le duele. Ya voy. Pero dese cuenta de lo que estoy haciendo. Eso es lo único que quiero. Quiero que reconozca… por un segundo… el hecho de que estoy a punto de morir. ¿De acuerdo? Probablemente estoy a punto de morir. Me conformo con hacerlo. Ya voy. Está bien. Solo quería…

Se dio la vuelta. Avanzó. El cristal estaba muy oscuro. Arrastraba los pies. Llegó hasta la puerta. Sus dedos la tocaron. Estaba caliente. Como si hubiese un corazón latiendo en su interior. No era eso. No era más que el sol. Todo en aquel lugar estaba caliente. Miró de nuevo hacia el coche, pero no podía verlo porque estaba tapado por la furgoneta de paramédicos.

—Si no salgo, Eliot —gritó—, ¡que le jodan! —Le temblaba la voz.

Empujó la puerta.