[ C U A T R O ]

Se volvió promiscua. No fue algo planeado. Fue porque no había nada más que hacer. Pensó en sí misma como en «promiscua» más que en «fácil» porque era ella la que controlaba la situación. Si un chico entraba en la tienda de ropa en la que ella trabajaba y había algo en su mirada que indicaba que había oído hablar de ella, ella se haría la tonta y le vendería unos pantalones color caqui. Pero si había un chico de pelo rizado y ojos oscuros y estaba allí porque de verdad había ido a comprar (y eso no ocurría con mucha frecuencia, solo de vez en cuando), entonces algo en su interior le impulsaba a hacer algo. Se le acercaba y le preguntaba si podía ayudarle, y si en torno al chico orbitaba una rubia mal teñida, que era lo que solía pasar, le recomendaba unas camisas y no le quitaba el ojo de encima mientras la novia echaba un vistazo a las faldas. Y él la miraba de vuelta y en sus ojos se percibía algo. Cuando la chica decidía probarse alguna prenda, Emily caminaba directa hacia el chico y lo besaba como una depredadora. Y él le devolvía el beso, todas las veces, y si Emily bajaba la mano detectaba una enorme erección.

—¿Qué tal? —preguntaba, con los ojos fijos en el chico, y la chica decía algo sobre que no se le ajustaba a los hombros y sobre el color y que si lo tenían con lazos.

No siempre iba más allá que eso. En dos ocasiones la chica salió demasiado pronto del probador y el chico salió por piernas de la tienda, lanzándole miradas. Pero dos veces sí lo hizo. La última de ellas, el chico estaba acompañado por una chica de ojos negros que ni siquiera contestó cuando Emily se les acercó para saludarlos, y a Emily le gustó el estilo de aquel chico, era amable y medio bobo y jugaba al fútbol, así que no se limitó a invadir sus pantalones mientras la chica estaba en un probador, sino que siguió haciéndolo cuando la chica volvió a salir. Observó la cara del chico mientras la chica daba una vuelta por toda la tienda, fascinada, porque el pobre parecía muy asustado y no hizo nada por detenerla. La chica inspeccionaba vestidos e hizo un comentario malicioso sobre la década a la que creía que una de aquellas prendas pertenecía, y el chico gruñó y se estiró de los pantalones. Emily regresó detrás del mostrador. El chico la miró como si no pudiera dar crédito al hecho de que le estuviera abandonando. Como si pensase que ella tenía un plan para ayudarle o algo así. Pero a ella ya no le preocupaba. La parte interesante había concluido, por lo que a ella respectaba. El chico permaneció clavado al suelo durante unos segundos, luego lanzó una andanada de palabras sin demasiada relación entre sí, como si fueran el vertido de dos corrientes diferentes de pensamiento que habían chocado. La chica ni siquiera levantó la vista.

—Vale —dijo, haciendo girar una chaqueta con capucha y forro de plumas.

Aquello probablemente no fuese lo que Eliot había querido decir cuando le había dicho que trabajase duro y se disciplinase. Pero Emily estaba a un millón de kilómetros de cualquier lugar, realizando, por otra parte, un trabajo excelente al ocultar el hecho de que era la practicante más especializada de persuasión que jamás había pisado aquella ciudad arrasada por el polvo, y necesitaba hacer algo. No podía tener músculos y no flexionarlos.

Había dormido dos noches en una parada de autobús antes de darse cuenta de que la ciudad estaba llena de casas vacías; no tenía más que colarse en una de ellas y ponerse cómoda. Encontró un empleo en Hilos Enredados, la tienda más hippy de Broken Hill, en la que se vendía ropa para jóvenes y mayores y para cualquiera que tuviera interés en un nivel de moda que fuese más allá de la tela vaquera y el estilo bravucón. Le pagaban al contado, lo que significaba que Emily podía alquilar algo con electricidad. Todo resultaba más simple de lo que había imaginado. Incluso se compró un coche viejo y desvencijado. Lo cual era un tanto arriesgado, porque no se atrevió a adquirir un permiso de conducción, pero en la ciudad solo había dos policías, ambos de segmentos que ella comprendía muy bien, y lo cierto era que estaba harta del autobús.

Era la «chica americana». Su historia era que había ido hasta allí para «conectar con la tierra», una idea ridícula, claramente falsa para cualquiera que se fijase en cómo entrecerraba los ojos ante la intensidad del sol, o cómo se envolvía en su propio abrazo para combatir el viento o hacía muecas ante la suciedad, pero ¿qué otra razón podría haber para ir a aquel lugar? «¿Cuánto tiempo vas a quedarte?», le preguntaban, inclinándose sobre el mostrador para contemplarla maravillados, asombrados ante aquella persona que había dejado atrás América para irse allí, «allí», cuando todos los jóvenes de la región con una pizca de cerebro aprovechaban la mínima oportunidad para largarse. Los más mayores, que habían perdido la capacidad de imaginarse la vida en otro lugar o que quizá nunca la habían tenido, parecían ver en ella a la primera de muchos, como si Emily fuese el heraldo de una nueva moda hippy que estuviera barriendo el planeta, donde la gente joven de las grandes ciudades se esforzaba por ahorrar soñando con viajar un día para conectar en Broken Hill, y darle a la ciudad un futuro. Ella les respondía que tal vez un año, porque no quería darles falsas esperanzas y no podía soportar la idea de que fuese a ser más tiempo que ese.

Pero pasó un año y luego otro y allí estaba ella en su vigésimo primer cumpleaños, viendo programas sin sentido de la televisión australiana en una casa de cuatro dormitorios sin apenas muebles. A veces se preguntaba si la organización existía, o si se la había imaginado. Otras veces, cuando la puerta se abría en la tienda, pensaba durante un instante que se trataba de Eliot, llegado hasta allí para decirle que todo estaba bien, que se había acabado y podía volver a casa. Pero nunca ocurrió. No había más que un día tras otro de espera. Así que podía tomar el control de algún chico atractivo de vez en cuando. Podía hacerlo.

Una noche, después de cerrar, se dirigió al aparcamiento de atrás y encontró a un grupo de chicas vestidas con faldas cortas y chaquetas forradas de pelo que la estaban esperando. Una de ellas saltó del capó de un coche cuando Emily se acercaba. Era la novia rubia del jugador de fútbol, y Emily comprendió que iba a tener problemas. Se volvió para huir de vuelta a la tienda, pero otras dos chicas le bloqueaban el camino. Levantó las manos y dijo:

—No llevo dinero encima.

—No estamos interesadas en tu dinero, zorra —dijo la chica, dejando que algo cayese de su mano. Una cadena de metal. Emily experimentó desesperación, no ya por ella, sino por la chica y por todo Broken Hill, porque una cadena era algo absurdo. Si sacabas eso en San Francisco, te pegaban un tiro—. ¿Sabes quién soy?

—Creo que viniste una vez a la tienda. —Las chicas la rodearon. Eran cinco en total. No vio más armas, lo que significaba que echar a correr podía ser una buena opción—. Si quieres devolver algo, abrimos a las nueve.

—No quiero devolver nada, guarra.

—De acuerdo —dijo Emily—. ¿Podemos hablarlo, por favor? —Alargó la última parte de la pregunta en un intento de recordarles que algo como aquello podía hacer que las arrestasen—. Oh. A ti te conozco. Conozco a tu madre. —No era cierto, pero resultaba totalmente creíble en una ciudad del tamaño de Broken Hill. La clave era sacar a la madre a relucir.

—Te arrojaste sobre mi novio —dijo la chica.

Emily reconoció aquello como una «aserción especulativa», lo que en clase denominaban «globos de prueba». Cuando alguien formulaba aserciones especulativas, tenía la esperanza de que le rebatieran. Significaba que la chica no iba a golpearle con la cadena. Si hubiera dicho «Voy a joderte por lo que le hiciste a mi novio», Emily habría tenido problemas de verdad. Pero la chica se limitaba a estar allí, esperando a que Emily le respondiera y le explicase que todo era un malentendido. Se sintió casi decepcionada, porque durante un momento había sido un desafío mental interesante.

—En realidad fue él quien se lanzó sobre mí —dijo. La única explicación era que quería que le hicieran daño. La chica se le quedó mirando fijamente, esforzándose por creer lo que acababa de oír, y otra de las chicas dijo:

—Oh, te vas a enterar, zorra.

Y Emily echó a correr. Estuvo a punto de escapar pasando junto a una chica con mucho acné y ojos asustados, pero alguien la cogió del cuello de la camisa y la tumbó. La de la cadena se abalanzó con rabia sobre ella, y, pese a la inminencia de los golpes, Emily sintió un moderado placer por haber logrado empujarla más allá del control pre-córtex. No era algo fácil de conseguir. Tenías que zarandear a lo bestia las creencias de una persona para que hiciera algo así. Se cubrió la cabeza con los brazos y se encogió formando una bola.

El dolor estalló en su espalda. Trató de rodar y fue un enorme error, porque la cadena le golpeó en pleno rostro. Su boca desapareció. Se puso de rodillas y trató de huir a rastras. Había algo brillante y ensangrentado en el suelo. Un diente. Se sintió triste y estúpida, y quiso retroceder en el tiempo para no ser tan idiota.

Unas luces se encendieron. Emily no podía ver de dónde procedían, pero al parecer eran luces importantes, porque las chicas huyeron en desbandada. Oyó pisadas sobre el cemento. No recibió nuevos golpes. Eso ya era una mejoría.

Alguien la cogió por los hombros y ella se estremeció. El desconocido dijo:

—Tranquila, relájate, estoy ayudándote.

—Ente —dijo Emily, aunque pretendía decir «mi diente».

Las manos del tipo le palparon las costillas. Se alejó y ella se sintió perdida. Luego el hombre regresó y le colocó algo alrededor del cuello. Emily intentó levantarse, pero el extraño le dijo:

—No, no. —Y la retuvo con una mano. Lo único que ella podía ver era su pelo, que era largo y del color de la arena. Él le puso algo debajo del trasero. Resultó ser un carrito.

—Me dente —balbuceó.

El hombre la izó y la llevó por el aparcamiento hacia una furgoneta blanca que ella sabía que hacía las veces de ambulancia. Antes de cerrar las puertas traseras, sus ojos la examinaron de una manera rápida y profesional.

Cuando el vehículo volvió a detenerse y unas manos comenzaron a bajarla, Emily no estaba segura de dónde se hallaba.

—¿Una pelea de bar? —preguntó alguien, y el hombre de antes dijo:

—Pelea de chicas detrás de la tienda Hilos Enredados.

Una mujer se inclinó sobre su rostro:

—Ha perdido un diente.

—Está en mi boca —dijo su rescatador.

Aquello le sonó a Emily gracioso, y sonrió, y después de eso ya no recordó nada más. Sin embargo, debió de pasar el tiempo, porque ahora estaba sentada en una cama de hospital en un pabellón abierto en el que entraba la luz de la mañana. Llevaba puesto un camisón de tela fina y tenía algo alrededor del cuello. Su espalda parecía llena de pelotas de golf. Tenía un diente suelto en la boca y no paraba de empujarlo con la lengua, aunque pensó que probablemente no fuese buena idea. Le daba la impresión de que su cabeza estaba hecha de cristal, pero, aparte de eso, se encontraba bastante bien.

Una enfermera se detuvo a su lado. Emily la había visto alguna vez comprando soja en el supermercado.

—Buenos días, cariño. ¿Cómo te sientes?

—Bien —contestó.

La enfermera puso las manos sobre el rostro de Emily.

—Abre. Así, bien. ¿Estás dejando ese diente quietecito?

—Sí.

La enfermera le soltó la boca.

—¿Qué fue lo que pasó?

Perdí el control. Demostré que este es mi sitio.

—Nada.

—Gary quiere hablar contigo.

—¿Quién es Gary?

—El sargento de policía.

Emily trató de negar con la cabeza. No quería hacer una denuncia. No poseía una identidad.

—¿Cuánto tiempo tengo que llevar esto?

—Seis semanas. Y considérate afortunada.

Lo hacía. Fácilmente podría haber sido peor.

—¿Quién me recogió?

—¿El para?

Emily no sabía qué significaba aquella expresión.

—El hombre de la furgoneta ambulancia.

—Un paramédico. Se llama Harry. Él logró conservar el diente para que pudiéramos volver a ponértelo.

—¿Puedo darle las gracias?

—No está trabajando ahora —dijo la enfermera—. Pero estoy segura de que lo verás por ahí. Esta es una ciudad pequeña, por si no lo has notado.

—Sí —dijo Emily.

Había visto antes aquella furgoneta. Con franjas amarillas y naranjas. La habría visto unas dos veces a la semana desde que había llegado. Pero, por supuesto, ahora que había recibido el alta del hospital y que caminaba con la barbilla erguida por el collarín, no la encontraba en ninguna parte. A veces vislumbraba algo blanco pasando a lo lejos y se volvía para ver si se trataba de él, y el dolor le taladraba el cuello, y cuando el giro era demasiado lento, pensaba: «Apuesto a que era él».

Era algo muy típico de una estudiante de instituto, eso de sentirse atraída por un conductor de ambulancia. Enamorarse de un hombre que la había rescatado. Se sentía infantil. Pero no podía quitarse de la cabeza que el tipo se había puesto su diente en su propia boca. También recordaba su pelo iluminado por los faros de la ambulancia. Se sentía caliente e inquieta, y no paraba de pasear por la ciudad por si se encontraba con una furgoneta blanca con franjas amarillas y naranjas.

Decidió comprarle unas flores. Le compraría unas flores y una tarjeta y si él no estaba en el hospital cuando fuese a entregarlas, pues bien. Se limitaría a dejarlas allí. Pensó mucho qué escribir en la tarjeta, firmó con GRACIAS DESDE LO MÁS PROFUNDO DE MI DIENTE, contempló el texto con horror y regresó a la tienda a por una nueva tarjeta. En el segundo intento se mostró más solemne: GRACIAS POR SALVARME. EMILY RUFF. Quizá no fuese del todo solemne, porque no pudo resistirse a poner «salvarme», ni tampoco a escribir su nombre completo, pero al menos no incluyó su número de teléfono. Eso sí lo consiguió.

Condujo hasta el hospital con las flores en el asiento del pasajero y el aire acondicionado al máximo para reducir la sensación de calor. La mujer de recepción creyó que tenía una cita con algún médico, lo cual a Emily le pareció lógico, dado su collarín, y una vez que le aclaró la razón de su visita, la mujer le preguntó:

—¿Quieres verle o solo dejar las flores?

Emily sintió que la invadía el pánico y respondió:

—Solo dejarlas. —No fue más allá de la puerta—. ¿Está él ahora aquí?

La mujer la miró como si ya hubiese vivido aquella misma situación un millón de veces y dijo:

—Lo comprobaré. —Descolgó el teléfono y Emily esperó mientras trataba de no aparentar catorce años. La mujer volvió a colgar el aparato—: Lo siento.

En el coche, atenazó el volante y se regañó a sí misma. ¿Qué pensaría Eliot? Estaría avergonzado. Le había dicho que se acostumbrase a Broken Hill, porque tal y como se comportaba nunca iba a regresar a la Academia. Bien podía comprarse una casa y un par de perros y casarse con Harry el paramédico y vivir allí para siempre.

—¡Oh, Dios! —murmuró, porque aquella visión resultaba atroz.

Empezó a comportarse como un perro de Pavlov cada vez que sonaba la campana de la puerta de Hilos Enredados, pero nunca era él, y después de unos cuantos días comprendió que nunca lo sería. El tipo había visto en las flores exactamente lo que eran: un torpe y fantasioso intento de ser romántica. Se enfureció consigo misma, y con él por haberla hecho comportarse de aquella manera. Porque, para ser justos, la había cogido en mitad de un trauma. En aquel momento no había sido realmente ella. ¿Quién era él para juzgarla? Era un don nadie en una ciudad diminuta y cubierta de polvo y ni siquiera tenía una ambulancia como Dios manda. Y su peinado estaba pasado de moda. La única razón por la que ella se había fijado en él era porque no tenía rival. Se moría de ganas por encontrar un chico con el que salir, alguien joven y guapo y estúpido. Permaneció detrás del mostrador y puso en orden los percheros hasta que todo volvió a la normalidad de siempre.

A mediodía iba a la hamburguesería y se ponía en cola detrás de los mineros (que no eran tipos musculosos en camisetas de tirantes con picos y manchas sexys de hollín, como una podía esperar, sino hombres gordos y operadores de grúa que apestaban a aceite). En realidad, prácticamente nadie bajaba ya a las minas. Esa parte se había automatizado. Y en realidad no era cuestión de entrar en ellas: en su mayor parte, las minas eran enormes canteras abiertas que parecían cráteres de meteoritos. La ciudad rodeaba uno gigantesco, y quedaba separada de él por un muro altísimo de escombros, que era lo que extraían del suelo y que no valía nada pero tenía que ser dejado en alguna parte. Daba la impresión de que a nadie le resultaba extraño aquello: vivir en una ciudad con forma de donut cuyo agujero se iba rellenando lentamente de porquería. Emily quería preguntar por qué no trasladaban la ciudad a unos ocho kilómetros al norte, o al sur, al este o al oeste, cualquier dirección valía. Pero sabía de antemano la respuesta, le dirían: «Porque es aquí donde está». Emily había descubierto que los australianos eran muy prácticos. Hacían cosas con rapidez y decisión y las hacían esmerándose lo mínimo. Resultaba refrescante y genuino, pero a veces esa forma de actuar llevaba a situaciones como las de construir una ciudad alrededor de un agujero. En un principio había creído que el nombre de Broken Hill era una especie de broma, parte del sentido del humor algo perverso que les hacía apodar a un pelirrojo como «Azulito». Porque, aparte de los escombros, el lugar era tan llano como un espejo. Pero al parecer había existido una colina en el pasado. Hasta que la habían minado.

Inhaló sudor rancio y humo de cigarrillos hasta que llegó al mostrador, luego se comió su hamburguesa en una mesa exterior, mientras contemplaba el tráfico. Ya había visto antes todos los vehículos que pasaban por delante de ella. Giró la cabeza para probar el estado de su cuello y descubrió la furgoneta del paramédico aparcada al otro lado de la calle.

Sintió pánico. Pero ya no estaba interesada en él, ¿o es que no lo recordaba? Se había olvidado durante un instante. Se relajó. Empezó a buscarlo con la mirada, como si lo hiciera por casualidad. Esperaba verlo para poder descubrir exactamente lo poco atractivo y aburrido que era cuando no llevaba su diente en la boca. Se comió la hamburguesa. Lo vio. Podría ser él. Caminaba por la acera mientras conversaba con una mujer. Movió la cabeza y definitivamente era él. Era atractivo. Puede que hubiera tenido una conmoción cerebral, pero tenía buen gusto. El tipo era ancho de hombros. Sus brazos eran increíbles. No llevaba puesta una camiseta sin mangas. Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca, le echó unos veinticinco años. La mujer era una morena atractiva a la que Emily había visto en carteles de anuncios inmobiliarios. Se rio ante algo que había dicho Harry, se sacudió el pelo, y a Emily le pareció bien. Le deseó a la señorita Agente Inmobiliaria la mejor de las suertes con su atractivo paramédico australiano.

Estuvo a punto de dejar que pasasen de largo. Pero entonces decidió que no lo haría. No había ningún problema, así que, ¿por qué no?

—Hola.

El hombre se detuvo. Sus ojos: Emily se había olvidado de ellos.

—¿Tú eres…?

—La Sin Diente.

—Claro.

Emily comprendió que él estaba pensando en las flores. Le había resultado un gesto incómodo.

—Solo quería darte las gracias… —dijo—. No quiero retrasaros.

La agente inmobiliaria sonrió y cogió la mano de Harry. Él parecía aliviado por el hecho de que no cometiese ninguna locura.

—No te preocupes. —La mujer comenzó a tirar de él, pero de repente el paramédico se acercó a la mesa y le tendió la mano—. Me llamo Harry.

Emily se la estrechó, sorprendida, y él sonrió y regresó junto a la agente inmobiliaria. Emily se sintió intranquila. Le contempló mientras se alejaba. ¿Qué había sido eso? ¿Acababa de intentar ligársela? Era ultrajante. Cogió su vaso de Coca-Cola y volvió a mirarlo. El corazón le latía con fuerza. Pensó: «Oh, mierda».

Decidió acostarse con él y acabar con el asunto. Era la única forma. Se había convertido en un retintín molesto que la golpeaba en la ducha, o durante su turno de trabajo, o justo cuando se estaba quedando dormida. Al menos tenía que darle un beso, un beso profundo y completo, sin dejarse nada. Así podría hacer borrón y cuenta nueva. Así podría dejar de imaginárselo. No podía seguir dejándose llevar por aquel retintín, porque la estaba incapacitando para comportarse con normalidad. En cuanto lo transformase en un juguete, como a aquellos chicos que iban a la tienda, todo volvería a la normalidad. Volvería a tener el control.

Se compró un vestido, un pequeño retal de tela negra de Hilos Enredados que casi había arrancado de las manos de tres clientas potenciales por si acaso se presentaba una situación como aquella. Se arregló el pelo, dándose volumen (no al estilo que le solía gustar a las chicas, sino a los chicos). Se puso un montón de maquillaje. Era viernes por la noche, y se abrió paso entre el hedor a sudor del principal bar de la ciudad buscándolo. El local estaba lleno de adolescentes de ojos brillantes y mineros cubiertos de costra, grupos demográficos por lo general opuestos pero unidos por su pasión por la cerveza y los guitarreos furiosos.

—¡Vince! —le gritó un chico en el oído.

Esas eran las razones por las que habitualmente no iba a aquel lugar. Dio una vuelta y comenzó a sentirse desanimada. Pero entonces lo localizó en la barra, con un grupo de chicos. Se le acercó y gritó:

—¡Hola!

Harry le sonrió.

—¡Invítame a tomar algo! —le dijo Emily.

Cuatro horas más tarde, con la cabeza aún retumbándole, estaba en el asiento del pasajero de su furgoneta, de camino a casa. No a la suya. A la de él. Se había soltado el cinturón de seguridad y se había inclinado sobre él, besándole el cuello y mordisqueándole el lóbulo de la oreja, lo cual era una forma excelente de morir en un accidente, si se hubiera puesto a pensar en ello. Pero no lo había hecho. Solo pensaba en tenerlo para ella sola en una habitación y hacer cosas terribles. Él condujo durante un tiempo que pareció interminable y después, por fin, paró el vehículo. Un perro le babeó las piernas y Emily gritó, y él la levantó en sus brazos. A ella le gustó. Le recordó cómo se habían conocido. La casa era oscura, pero había una cama y una luna en el exterior. Emily trató de desabrocharle los pantalones y él dijo que no, pero ella dijo «sí» con énfasis y una frecuencia de sonido un poco más baja, de modo que sonaba como una orden, pero no funcionó. En la cama, él le tocó el cuello y Emily se dio cuenta de que eso era lo que había estado echando de menos: su comportamiento depredador no había incluido ninguna reciprocidad. Y eso era importante. Lo había olvidado. Volvió a intentar desabrocharle los pantalones, y esta vez él le cogió ambas muñecas con una mano y las atrapó bajo la almohada, por encima de su cabeza.

—Quiero tenerte —dijo ella—. Déjame tocarte.

—No —respondió él, y a ella, por alguna razón, le resultó aún más excitante.

Le gustaban los desafíos. Pero las manos de él se deslizaron por su cuerpo y perdió la voluntad de discutir.

—Sí —murmuró—. Sí, sí.

Vio unos ojos brillantes en la oscuridad exterior, su perro que los observaba, pero no le importó. Ella ya estaba de camino a otro lugar. El tacto del hombre era cuidadoso, y ella nunca había sabido lo que era ser tocada con cuidado. Fue una noche de novedades. Él la sujetó mientras sus dedos se adentraban en ella, y después su clímax la recorrió como un trueno, como una fuerza de la naturaleza, algo que ella no podía controlar en absoluto, de manera que tuvo que permanecer inmóvil hasta que recobró la consciencia. Él soltó sus muñecas. Todavía llevaba puestos los pantalones. Emily necesitaba hacer algo al respecto.

—Ahora —dijo.

Y, finalmente, él asintió y dijo:

—Ahora.

Y ella, básicamente, le atacó.

Se despertó por la mañana y él no estaba. Se sentó en la cama. El dormitorio no tenía cortinas. Más allá de la ventana la tierra era plana hasta llegar al horizonte. El dormitorio era la escena de un crimen de sábanas revueltas y ropa desperdigada. Aparte de la cama, no había más muebles. Ni cuadros. Ni fotos.

En la mesa de la cocina encontró una nota:

He ido a dar una vuelta. Coge lo que te apetezca para desayunar.

«Una vuelta», pensó Emily. Se había ido a dar una vuelta. Se había ido en algún medio de transporte a un destino desconocido, por motivos desconocidos y durante un período de tiempo indeterminado. Se alegró de que lo hubiera explicado. Inspeccionó la habitación. Había una foto del perro encima del televisor. Era la única cosa personal que había a la vista, así que la cogió. Era un perro grande. Un perro de hombre. Devolvió la foto a su sitio. No estaba tan desesperada por saber más sobre Harry como para necesitar analizar a su perro. Fue a la cocina y abrió la nevera.

Comió cereales. Se dio una ducha. Desnuda, entró de puntillas en el dormitorio y echó un vistazo al armario. No vio ningún libro. No tenía ni idea de qué hacía Harry en su tiempo libre. Empezó a fregar los platos, y mientras frotaba una olla, tuvo un repentino fogonazo de perspectiva. Harry estaba esperando a que ella se fuese. Eso era lo que significaba la nota. Soltó el estropajo y fue a buscar su ropa.

Había un chiste, o un puzle, que era así: una mujer conoce a un hombre en el funeral de su madre. Se lían, pero la mujer nunca llega a saber el nombre del tipo, y después no puede encontrarle. Unos cuantos días después, ella asesina a su hermana. Se suponía que tenías que averiguar el porqué. Pero si lo hacías, significaba que eras un psicópata, porque la razón era que la mujer quería volver a ver al hombre otra vez. Emily pensó en ello unas cuantas veces durante los días siguientes, cuando se descubrió a sí misma fantaseando con representar una emergencia médica.

Al final fue a su casa. Era de noche y se perdió entre las calles polvorientas, y en unas cuantas ocasiones estuvo a punto de tirar la toalla. Porque una cosa era acostarse con él, y otra volver. Lo que estaba haciendo le parecía peligroso. Como navegar más allá del borde del mundo.

Con el tiempo dio con la calle correcta. Las luces de la casa estaban encendidas, pero decidió dejar el motor en marcha, porque no estaba aún segura de que debiera estar allí. O, más bien, sí sabía que no debería, pero quería hacerlo de todos modos. La puerta principal se abrió. Harry salió, cubriéndose los ojos con la mano. Cuando la vio, sonrió. Ese gesto fue decisivo. Emily salió del coche.

—¿Es un mal momento? —preguntó, mostrándose amable.

—No —dijo él.

—Pensé en pasarme a verte.

—Me alegro de que lo hayas hecho.

Emily seguía junto al coche.

—Entra —le invitó, y ella accedió.

Tres meses más tarde se mudó a vivir con él. En realidad ya prácticamente vivía allí. Lo sugirió durante los créditos de una comedia australiana que a él le encantaba y ella empezaba a detestar cada vez menos.

—Debería mudarme aquí —dijo. Quizá no fue una sugerencia. Pero ella lo dijo con ese propósito. A veces utilizaba técnicas de persuasión con Harry, pero nada que él no pudiese romper. A ella le gustaba así: intentar manipularle y fracasar. Si hubiera tenido sus palabras, las de él, habría sido diferente. Entonces no habría habido ningún desafío en ello.

Cocinaba para él. En realidad, rompía unos huevos y los freía para llevárselos luego en una bandeja. Cuando se recostaba sobre él y él la rodeaba con el brazo, se sentía a salvo. Harry la llevó a pasear en moto. Tenía motos de cross, un garaje lleno de ellas, y fueron a recorrer los alrededores de la ciudad. Le enseñó a sostener un rifle de manera que no le hiciera daño en el hombro, y cómo calibrar el efecto de la fuerza de la gravedad en una bala con la distancia. Cuando la noche era clara, se sentaban en el porche trasero, bebiendo y haciendo el amor mientras el sol se disolvía en la tierra. Antes de aquello, Emily solo había sido capaz de ver el cielo como algo hostil. Él le hizo ver la cruda belleza que había en aquel cielo, el poder de la tierra inhóspita y los esqueletos de los árboles. Le dijo que todo estaba allí por una razón. Incluso a las serpientes, ante las que Emily no podía evitar sentir terror, porque estaban siempre donde menos esperabas que estuvieran, como cuerdas letales, empezó a verlas como menos beligerantes y más agresivamente defensivas, igual que ella. Llevaba viviendo dos años en Broken Hill y nunca lo había entendido.

La primera vez que le disparó a un canguro, lloró. Sabía que él los cazaba, que los canguros eran alimañas, pero la visión de la piel marrón en el polvo y aquellos labios extrañamente humanos que dejaban ver unos dientes pequeños era demasiado.

—Son nocivos —dijo Harry—. Se lo comen todo.

—Aun así —replicó ella.

Harry apoyó el rifle contra la moto.

—¿Conoces la historia de los canguros?

—¿Qué historia?

—La de los negros. —Se refería a los aborígenes—. Había una chica, Minnawara. Era inteligente y sabía usar una lanza. Tenía unos ojos que podían distinguir a una cucaburra a un kilómetro de distancia. Un día, robó una honda que se suponía que le pertenecía a toda la tribu, pero Minnawara la escondió en un morral. Cuando la tribu descubrió que la honda había desaparecido, se enfadaron todos mucho, y el más anciano le preguntó a Minnawara si la había cogido. Y ella dijo que no. Así que el anciano puso magia en el suelo, y el suelo empezó a calentarse. El anciano dijo: «¿Están tus pies calientes, Minnawara?». Esa era la magia. Solo alguien que estuviera mintiendo sentía el calor. Ella dijo que no, que sus pies estaban bien. Pero pronto ya no pudo soportar el calor, así que comenzó a balancearse de un pie a otro. Y después empezó a saltar. El anciano dijo: «¿Por qué estás saltando, Minnawara?», y ella respondió: «Me gusta saltar. Siempre saltaré». Y lo hizo: fue saltando a todas partes durante el resto de sus días, porque era demasiado cabezota para devolver la honda. Sus pies crecieron y se hicieron largos y duros, y se convirtió en el primer canguro.

—Eso lo hace aún peor —dijo Emily—. Ahora parece algo personal —añadió, mirando a la pobre Minnawara.

—Pero es una ladrona —dijo Harry.

Harry no hablaba. Es decir, no hablaba sin un propósito específico. A Emily eso le resultaba desconcertante. Le hacía preguntarse qué era lo que Harry no decía. Al principio le pinchó sin descanso, preguntándole sobre política o soltando improbables hipótesis acerca de su relación mientras cenaban. Una noche, justo cuando él comenzaba a quedarse dormido, le preguntó:

—¿Quién crees que es más inteligente, tú o yo?

Emily era una persona que necesitaba saber cosas. No quería suponer lo que había en la cabeza de Harry. Quería oírselo decir. Esa era su forma de evitar sorpresas. Un día descubrió un extraño artilugio en el cobertizo, una maraña de cuerdas deshilachadas y madera petrificada, y fue directa hacia él, que estaba reparando un poste de la valla a unos trescientos metros de distancia.

—¿Qué es esto?

Harry miró el artilugio.

—Un móvil.

—¿Qué significa eso? —Sacudió el objeto y una capa de polvo se desprendió de él. Parecía tener un millón de años de antigüedad. Cada sección de madera petrificada tenía una marca oscura, y algunas de esas marcas tenían un aspecto extraño.

—Es un móvil —dijo él—. Para bebés.

Emily se sentó en el suelo.

—Tienes que hablar más. Eso de que esto es un móvil no es bastante para mí. ¿Lo entiendes? —Vio que él no lo entendía—. ¿Por qué tienes un móvil? ¿De dónde ha salido? ¿Qué son estas marcas? ¿Qué piensas tú de este objeto?

Harry se sentó también.

—No estoy acostumbrada a personas que no hablan —siguió Emily—. Honestamente, me está sacando de quicio.

Él tiró de ella hacia sí, a lo que ella se resistió un instante. Con sus brazos rodeándola y el olor de su sudor desbaratando su capacidad de razonar, le dijo:

—Crees que necesito decir algo para hacer que sea real.

—Sí. Eso es exactamente lo que creo.

Harry se tomó su tiempo en poner en orden sus pensamientos.

—Mi padre era minero. En la época en que las minas eran más grandes. Cuando encontraba algo interesante ahí abajo, se lo traía a casa. Hizo ese móvil para mí antes de que yo naciera. Lo encontré cuando revisé sus pertenencias después de que muriese. Decidí quedármelo por si algún día lo necesitaba. Me parece que es un buen móvil.

—Vale —dijo Emily—. Gracias, eso es todo lo que necesitaba, ¿tan difícil ha sido?

Harry empezó a besarla y las cosas empeoraron. Pero, más tarde, ella pensó en lo que él había dicho. En lo de que no era necesario decir algo para hacer que fuese real. Eso contradecía lo que le habían enseñado. El cerebro usaba el lenguaje para encuadrar conceptos: empleaba palabras para identificar y organizar su propia sopa química. La lengua de una persona incluso determinaba cómo pensaba, hasta cierto grado, debido a los sutiles senderos lógicos que eran creados entre conceptos representados por palabras de aspecto o sonido similar. Así que, sí, las palabras hacían que las cosas fuesen reales, de al menos una forma importante. Pero también eran solo símbolos. Eran etiquetas, no las cosas que etiquetaban. No necesitabas palabras para sentir algo. Decidió que Harry tenía cierta razón. Pero le resultó extraño.

Harry era un buen partido, por supuesto. Otras mujeres la paraban por la calle para felicitarla. Cacareaban y le deseaban la mejor de las suertes. Pasó a ser, dentro del folclore de Broken Hill, la Chica que había Domesticado a Harry. Había toda una historia, obviamente. Una procesión de Chicas que no habían Domesticado a Harry. Pero ella no hizo preguntas sobre eso. Ni siquiera cuando tropezó con la agente inmobiliaria que había estado antes con Harry, las dos encontrándose de frente ante una tienda de comestibles como dos reticentes combatientes de un torneo. Durante todo el tiempo que hablaron, mientras la mujer le contaba a Emily los beneficios del zumo de naranja recién exprimido ante el zumo concentrado, Emily pensaba qué era lo que había ocurrido. Porque aquella mujer había estado con Harry y ahora no lo estaba, así que, ¿cómo había sucedido eso, exactamente? ¿Cómo había manejado Harry la ruptura de una relación? ¿Había sido cruel? ¿Mentiroso? ¿Indiferente? Eran preguntas para las que quería respuestas. Pero no las formuló. Sabía que no debía entrometerse en una ruptura a no ser que quisiera su propia ruptura. Ahora se daba cuenta de que hasta que había llegado a Broken Hill, nunca había sido feliz.