La camarera les llevó comida y café y les dijo que disfrutasen de todo ello. Wil observó cómo Eliot extendía una servilleta en su regazo, cogía sus cubiertos y empezaba a diseccionar sus huevos. Se llevó luego un trozo de beicon a la boca y lo masticó.
—Vamos —le dijo Eliot a través del beicon—. Come.
Wil cogió su cuchillo y comenzó a empujar la comida por el plato. Le superaba el hecho de que Eliot pudiese matar a alguien de un disparo y pilotar un avión toda la noche, y después zamparse un desayuno completo. No estaba bien. Porque Eliot conocía a aquella gente del rancho, incluyendo a una mujer a la que había matado, Charlotte Brontë, y una persona no debería tener apetito después de hacer algo así. Eso sugería la posibilidad de que Eliot fuese realmente un psicópata, no del tipo loco de «unas voces me dijeron que matase», sino del tipo médicamente psicópata, en el sentido de que carecía de la capacidad de sentir algo. Pero incluso eso le molestaba menos a Wil que el modo en que Eliot estaba comiendo, que era mediante movimientos rápidos y decididos, mientras sus ojos seccionaban el plato en busca de la máxima eficiencia. Aquello no cuadraba porque Eliot no había dormido desde que Wil se había encontrado con él. Debería estar exhausto.
—Esto está incluso mejor de lo que esperaba —dijo Eliot, y señaló con su cuchillo el plato de Wil—. Necesitas comer.
Wil comió sin entusiasmo. El beicon no le supo a nada. Si acaso a animal muerto y frito. Los huevos, a pollos abortados.
—Hay que reconocerle sus méritos al Medio Oeste —dijo Eliot—, saben cómo preparar un desayuno.
Wil pinchó una tira de beicon con su tenedor. En su carne rojiza vio al hombre al que había disparado sobre la furgoneta volcada. Recordó la manera en la que aquel tipo se había doblado sobre sí mismo. Dejó los cubiertos en la mesa.
—¿Estás bien? —No había preocupación en la voz de Eliot, por supuesto. Solo era una pregunta. Un interrogante surgido de los hechos observados.
Wil se levantó y fue tambaleándose hacia el fondo del restaurante. Encontró un único aseo, sucio, se puso de rodillas y vomitó. Cuando terminó, apoyó la espalda contra la pared y cerró los ojos mientras el sudor le empapaba todo el cuerpo. Decidió permanecer allí un rato. Se estaba a salvo en un aseo. Era un santuario formado por un cubículo de un metro cuadrado en el que uno podía estar todo el tiempo que quisiera.
Cuando ya no pudo seguir creyendo que aquello realmente era un santuario, se lavó y volvió al restaurante. Un hombre con una gorra de camionero, mejillas hundidas y gafas de asesino en serie le miró por encima de una ración de patatas fritas. Wil supo con claridad lo que significaba aquella cara: el tipo pensaba que había estado drogándose en el aseo. También la camarera le lanzaba miradas. Y había un hombre con las mejillas enrojecidas hundido en un asiento y mirando la televisión que colgaba del techo en un rincón que hacía un momento no estaba allí. Sintió el impulso de explicarse. No es lo que están pensando. Es que he tenido un día muy duro. Pero eso sería una locura. No convencería a nadie.
Arrastró los pies hasta su asiento. Eliot había terminado con su desayuno y cambió su plato vacío por el de Wil.
—Eh —le dijo—, pide algo más. Yo pago.
—¿Ah, sí?
—Bueno, no —respondió Eliot—. Pero ya sabes a lo que me refiero.
Wil se sentó.
—Te sentarían bien las proteínas —insistió Eliot, sin dejar de masticar.
—¿Qué plan tiene?
—¿Hummm?
—Esa gente va a encontrarnos otra vez, ¿verdad? Ahora mismo nos están buscando.
—Sin duda.
—Entonces necesitamos un plan.
—Cierto —asintió Eliot.
—¿Tiene uno?
—No.
—¿No lo tiene?
—Tengo un plan a corto plazo —dijo Eliot—. Planeo acabarme tus huevos.
Wil no dijo nada.
—La comida es importante. Digo en serio lo de las proteínas.
—¿Tiene un plan o no?
—No.
—¿Y no debería, no sé, preocuparse por eso?
—Lo estoy.
—No lo parece.
—¿Te sentirías mejor si estuviese sudando? ¿Si fuese corriendo al aseo a tirar la papilla? Si es así, no debería. El estado de pánico no ayuda a tomar buenas decisiones.
—Me sentiría mejor si nos estuviésemos moviendo —dijo Wil—. Por ejemplo, si se comiese de una vez los huevos para ponernos en marcha.
—Bueno, me gusta saber adónde voy antes de intentar llegar allí. De acuerdo con mi experiencia, es un error intentar ejecutar un plan antes de haber pensado en uno.
Wil resopló:
—¿Puede llamarles?
—¿Perdón?
—Hablar con un poeta por teléfono. Usted era uno de ellos. Llámelos.
—¿Y decirles qué?
—No lo sé. Persuadirlos para que dejen de darnos caza. Eso es lo que usted hace, ¿no es así?
—Sí. Pero también es lo que ellos hacen.
—Entonces ofrézcales algo. Haga un trato. Deles algo que ellos quieran.
—Pero lo que ellos quieren es a ti.
—Otra cosa.
Eliot apartó sus cubiertos del plato.
—Tú eres la clave para conseguir un objeto de poder bíblico. No les interesa ningún posible sustituto. —Se desperezó y añadió—: Y cuando digo bíblico, me refiero a literalmente de la Biblia.
Wil se frotó la cara. Siempre que Eliot decía algo, él sentía que comprendía cada vez menos.
—Sigue hablando, no obstante —dijo Eliot—. Me parece que ayuda, como método para eliminar alternativas.
—Deberíamos escondernos, entonces. Ir a algún sitio, que usted haga eso que hacen los poetas, y conseguir que la gente nos esconda. Eso puede hacerlo, ¿verdad?
—Hasta ayer habría dicho que sí. Pensábamos que estábamos escondidos. Pero a la luz de los últimos acontecimientos, parece que nuestros movimientos estaban siendo observados hasta que guiamos a Woolf hasta ti.
—Entonces no podemos escondernos.
—Podemos intentarlo. Pero hasta la fecha no lo hemos hecho bien.
La camarera se acercó para rellenar la taza de café de Eliot. Era una mujer joven y de mejillas sonrosadas. Su chapa decía que se llamaba Sarah. Daba la impresión de sentir un temor reverencial hacia Eliot, aunque Wil no sabía por qué.
—Gracias, Sarah —dijo Eliot, y la mujer se sonrojó.
—Entonces no podemos escondernos —dijo Wil en cuanto la camarera se hubo marchado—, y no podemos negociar, y no podemos quedarnos aquí, y usted no quiere irse hasta que sepamos adónde vamos, ¿correcto, más o menos?
—Sí —afirmó Eliot—. Más o menos correcto.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
—Creo que nuestra única opción es la confrontación. Más específicamente, el tipo de confrontación que acaba con ellos muertos y con nosotros vivos.
—Vale —dijo Wil—. Eso suena parecido a un plan.
—No lo es. Es un objetivo.
—¡Jesús! Hablar con usted es como reunir un rebaño de gatos.
Eliot levantó su taza y sopló en ella.
—El problema es que Woolf y yo estamos al mismo nivel, pero ella cuenta con unos recursos excelentes y tiene el apoyo de poetas de mucho talento, mientras que yo no tengo nada y a nadie excepto a ti, y tú resultas inútil. No es un comentario personal. Es un hecho. Así que me resulta complicado imaginar ningún escenario en el que podamos enfrentarnos a Woolf y sobrevivir. Eso también significa que nuestros enemigos seguirán dándonos caza con rapidez y sin descanso, puesto que representamos muy poco peligro para ellos. Es más o menos el mismo problema al que tuvimos que hacer frente durante algún tiempo los que abandonamos la organización. Nuestros enemigos tienen una palabra desnuda y nosotros no.
—¿Ellos tienes una qué?
—La palabra que acabó con la vida en Broken Hill —dijo Eliot—. Tienen eso.
—Y eso es una palabra desnuda.
—Sí.
—¿Y eso qué es?
—Útil. —Eliot miró a Wil—. De ahí nuestro intento de sacarla de tu cerebro. Sigue siendo un buen plan, si la palabra está ahí.
—¿La querían para utilizarla? Creí que querían mi inmunidad. Usted dijo que querían detenerla.
—Hummm —murmuró Eliot—. Dijimos algunas cosas que no eran ciertas, con el propósito de conseguir tu conformidad. En realidad en ese momento me preocupaba que pudieras utilizar la palabra contra mí.
—Pero yo no la recuerdo.
—No.
—Si lo hiciera…
—Oh, en ese caso las cosas serían diferentes.
—¿Woolf no nos perseguiría?
—Lo haría, pero con más precauciones.
Wil miró por la ventana, la nieve y las nubes que parecían estar hechas de granito. No podía imaginarse vivir en un desierto, rodeado de polvo.
—Lo cierto es que no recuerdo nada de Broken Hill.
—Bueno —dijo Eliot, y vació de un último trago su café—. Es una pena. —La camarera, Sarah, volvió a acercarse y rellenó la taza, y Eliot le dijo—: Eres preciosa.
—¿Es usted de la Costa Este? —La mujer se puso roja—. Lo digo por su acento.
—¡Tienes razón! —exclamó Eliot—. Bueno, yo soy de allí. Él es de Australia.
—¿En serio? —dijo Sarah, mirando a Wil de un modo nuevo—. Me encantaría viajar, algún día.
—Oh, deberías —dijo Eliot—. El mundo es más pequeño de lo que crees.
Wil miró de nuevo hacia el exterior. Se sintió tentado de ponerse en pie, tirar la servilleta sobre la mesa y salir. Solo caminar por la carretera, con la nieve cayendo sobre su cabeza hasta que sucediera algo. En uno o en otro sentido. Al menos eso sería hacer algo. Algo estúpido, principalmente. Pero algo.
—Ese collar es verdaderamente precioso —comentó Eliot—. ¿Lo has hecho tú?
—Es mi abuela —contestó la camarera. Era una pieza tallada de madera, con el perfil de una mujer. Un relieve, ¿era así como lo llamaban? La mujer parecía poseer un carácter severo—. La tallé a partir de una foto.
—Creo que tienes mucho talento —dijo Eliot—. Sarah, te pido disculpas, pero ¿me darías unos minutos? Acabo de pensar en algo y necesito hablar a solas con mi colega.
—Oh, claro. No hay problema.
Sarah se alejó y Wil miró a Eliot.
—Que me jodan —exclamó Eliot—. El jodido collar. —Wil esperó. A partir de ahora, cuando Eliot dijese algo que no comprendiese, iba a limitarse a esperar—. Nos vamos a Broken Hill.
—¿Por qué?
—Pensábamos que ella la sacó de allí. Pero no lo hizo. Hizo una copia.
Wil esperó.
—¡Joder! —soltó Eliot—. Tenemos que ponernos en marcha. —Y se levantó.
El helicóptero flotaba encima de la carretera, levantando oleadas de nieve y haciendo que los cables eléctricos realizasen una extraña danza. Debajo de ellos había un avión pequeño. Había sido abandonado: la mujer podía ver las escaleras que salían por uno de los lados. La voz del piloto chisporroteó en sus auriculares. Estaba sentado justo a su lado, pero daba la impresión de que la llamaba desde Marte:
—¿Quiere que aterricemos?
Ella negó con la cabeza y el piloto tiró hacia atrás de la palanca. El mundo por debajo de ellos cayó más abajo aún. Volaron sobre campos nevados que eran como un millón de dagas brillantes, y que le hicieron apartar la mirada porque el resplandor le dolía en la estrella que tenía en su ojo. Grabada en su retina tenía una pequeña supernova. Así era como lo sentía. Nunca desaparecía del todo, pero siempre era peor con la luz. En cualquier lugar podía ver el sol. A veces creía que podía verlo: un pequeño agujero blanco en el mundo.
—Dos minutos —dijo el piloto—. Tenemos un restaurante. En el centro de la ciudad. Los hemos rodeado pero sin acercarnos. ¿Cómo quiere hacerlo?
—Seguro —dijo ella—. Que lo arrasen, por favor.
El piloto asintió. La mujer oyó claramente cómo pasaba las órdenes:
—Arrasadlo. Nosotros permanecemos en el aire.
La ciudad surgió ante ellos como un borrón en el paisaje nevado. Había una carretera que entraba en ella y otra que salía, y quizás una docena de edificios. Mientras planeaban, la mujer contempló los coches negros que aceleraban desde ambas direcciones y las figuras diminutas que salían de ellos. Se movieron de edificio a edificio, gesticulando y a veces deteniéndose para consultarse unos a otros. Las probabilidades de que encontrasen a Eliot y a su acompañante allí eran de mil contra uno. Pero tenía que ser precavida. Lo que tenía que recordar era que todo el poder del mundo no era suficiente para detener una bala. Le habían enseñado a jugar al ajedrez en la escuela, años atrás, y la clave era que las piezas se diferenciaban solo por su poder atacante. Todas eran igual de fáciles de matar. Capturar. En el juego se decía «capturar». La lección era que debías ser cauta a la hora de desplegar tus piezas más valiosas, porque solo hacía falta un movimiento torpe para perderlas.
El piloto recibió la señal y comenzó a dirigir el helicóptero hacia la calle. La mujer vio cómo la ciudad se inclinaba hacia ella a través del parabrisas del aparato. Ahora es tu oportunidad, Eliot. Estoy aquí sentada. Imaginó que Eliot era un alfil, propenso a ataques a larga distancia, y con más movilidad de lo que uno podía esperar. Nunca le habían gustado los álfiles.
—Tenemos luz verde —dijo el piloto.
La mujer se desabrochó el cinturón. Un hombre joven de pelo largo, Rosenberg, abrió la puerta y le tendió la mano, un gesto que a ella le parecía insultante y que rechazó. Las aspas del helicóptero le removieron el pelo. Examinó la calle, intentando localizar el rastro de Eliot.
—El restaurante está limpio —dijo Rosenberg—. Supongo que consiguieron un coche aquí, quizás hace un par de horas. Hay tres proletarios en el interior, segmentados y subyugados, a los que se les ha dado la orden de obedecer. No los hemos interrogado.
—Gracias —dijo ella—. Me encargaré yo desde aquí.
Se encaminó hacia el restaurante. Unos cuantos poetas avanzaron hacia ella y Rosenberg les hizo gestos para que se apartasen. En el interior, detrás del mostrador, había una camarera joven y asustada, con un delantal verde. En una mesa había un hombre de mejillas rojizas que la mujer supuso que debía de ser un granjero. En otra mesa había un tipo delgado con gafas enormes. La puerta produjo un silbido al cerrarse tras ella. El hombre de las gafas se incorporó con movimientos poco firmes.
—No voy a cooperar con el gobierno. Ustedes quieren…
—Siéntese y cállese. —El tipo se desplomó sobre su silla y la mujer señaló a la camarera—: Usted, venga aquí.
La camarera avanzó, aferrando una libreta. Sus ojos estaban completamente abiertos.
—Dos hombres. Uno oscuro, otro blanco. ¿Sabe de quién estoy hablando?
La cabeza de la camarera se balanceó arriba y abajo.
—Dígame todo lo que vio y oyó.
La camarera comenzó a hablar. Un minuto después, el granjero empezó a intentar sacar un teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones. Trataba de hacerlo de forma disimulada, pero su amplia camisa de cuadros telegrafiaba cada uno de sus movimientos. A la mujer le pareció fascinante: ¿pensaba aquel tipo que estaba ciega? Le permitió continuar con su intento durante un rato, hasta que sacó el teléfono y lo abrió con tanto cuidado como si contuviese un anillo de compromiso. Entonces dijo:
—Ponga su mano en su boca.
—Y le rellené la taza —dijo la camarera—. Era muy agradable y nos pusimos a hablar y le pregunté si era de Los Ángeles o de Nueva York o algún lugar parecido, y él dijo que sí, que había estado en muchos sitios, que había visto fuegos artificiales en Londres y disturbios en Berlín, y que yo debería ir allí, me dijo. Dijo que el mundo era más pequeño de lo que yo creía. Esas fueron sus palabras. —El granjero comenzó a tener arcadas—. Y entonces él quiso hablar con su amigo, el australiano, y después preguntó si podía coger prestado un coche. Le dije que claro que sí, y le di las llaves de mi coche, y me sentí mal, porque no lo había limpiado desde hace algo así como un año, y deseé tener algún coche más bonito. Pensé…
—No me importa lo que pensó.
—Le pregunté adónde iba y él dijo que si le recomendaba algún lugar, y le dije que cualquiera menos este, y él sonrió. Entonces hablamos de lugares en los que yo he estado, y dije que cuando era una niña mi madre me llevó una vez a El Paso, solo nosotras dos, y…
—De acuerdo —dijo la mujer—. Pare. —Meditó un momento. El granjero emitió un sonido y vomitó en su mano. Se la había metido por completo en la boca. Ella no habría creído que tal cosa era posible. Le observó mientras se convulsionaba y tenía arcadas. Debería decirle que sacase la mano. No había ningún provecho en un granjero muerto—. ¿Oyó que hablasen de ciudades? ¿Estados? ¿Aeropuertos?
—No.
—¿No tiene idea de adónde se dirige?
—Adonde él quiera —respondió la camarera—. ¡Un hombre así!
—Sí —dijo ella—. De acuerdo.
En el exterior, su gente habría averiguado en qué dirección se había marchado Eliot, al este o al oeste. Con la información de la matrícula, localizarían el coche en cuestión de horas. Lo habrían abandonado, por supuesto, en alguna gasolinera o algún callejón, pero eso sería el inicio de un nuevo rastro. El hecho era que Eliot no podía seguir moviéndose eternamente. No podía moverse más rápido que toda la red que ella tendería para atraparlo. «No es nada personal, Eliot», pensó. Quería dispararle. Hacerlo incluso personalmente. Eso era importante. También quería, antes de dispararle, tener unos minutos para hablar con él. Eso probablemente fuese un sueño imposible. Resultaba difícil imaginar unas circunstancias en las que fuera posible capturar a Eliot sin tener que matarlo. Pero si lo hacía, le gustaría decirle que le agradecía los consejos que le había dado al principio. Quería decirle: «No sería quien soy sin ti, Eliot», y hacerle ver que lo decía de verdad.
El granjero sufrió una sacudida y su cabeza golpeó la mesa. El vómito goteó hasta el suelo.
—Saque… —dijo, pero ya era demasiado tarde. Iba a decirle que sacase la mano de su boca, pero se había olvidado. O algo así. Eh, Emily, ¿sabes qué hacen las estrellas? Comen. Queman todo lo que hay a su alrededor hasta que no queda nada. Entonces comienzan a comerse la luz. ¿Te das cuenta de que eso es lo que tú estás haciendo, verdad? ¿Comértelo todo?
Miró a la camarera. Lo más sensato era matarla. La chica había intercambiado palabras con Eliot, por lo que estaba, potencialmente, cargada con instrucciones. La posibilidad era pequeña, pero no tenía sentido correr riesgos.
La situación no está mejorando, ¿verdad que no? Quiero decir, ha sido obvio desde hace ya algún tiempo, ¿no? El hecho de que la estrella no va a ninguna parte.
—Olvide que hemos estado aquí —le dijo a la camarera—. Ese tipo se atragantó con su desayuno y usted no pudo salvarlo. —Se volvió para marcharse—. Pero lo intentó con todas sus fuerzas.
Condujeron hasta que oscureció, deteniéndose solo para comer y persuadir a alguien para cambiar de coche. Wil no quiso verlo, pero no pudo evitarlo. Al principio, la persona a la que Eliot se acercaba parecía desconfiada. Entonces Eliot decía algo y la cara de la persona se transformaba en una sonrisa. Como si no quisiera hacerlo pero no tuviese más remedio. Era fascinante lo mucho que cambiaba la persona en ese momento. De ser un extraño a ser un amigo. Mostraba un rostro completamente diferente. Y, entonces, un instante después su expresión cambiaba de nuevo, convirtiéndose en algo íntimo y descontrolado, y Wil desviaba la mirada, porque no le parecía bien contemplar aquello.
Incrustados en un Mini rosa, con un gato de plástico balanceándose en el salpicadero, Wil preguntó:
—Entonces, ¿ahora tiene un plan?
—Sí. —Eliot cambió de marcha. No estaba satisfecho con lo que daba de sí la quinta. Wil se había ofrecido a conducir, pero Eliot se había negado, y él empezaba a creer que aquel tipo nunca dormía.
—¿Puedo oírlo?
—Vamos a Broken Hill, cogemos la palabra desnuda, y la utilizamos para derrotar a nuestros enemigos.
—¿La palabra está allí, simplemente? ¿En Broken Hill?
—Esa es mi teoría.
—¿No está seguro?
—No.
—¿Qué, a nadie se le ocurrió comprobarlo? ¿No se dejó usted caer por allí para ver si esa… qué, esa arma bíblica, estaba allí?
—No era algo tan simple como dejarse caer por allí. Después de Woolf, todo el que se ha acercado a la ciudad, no ha vuelto a salir.
—Pero nosotros vamos a ir.
—Sí. —Eliot lo miró—. Tú estarás a salvo.
—Cuando dice que vamos a entrar…
—Me refiero a ti, puesto que yo no soy inmune.
Wil contempló cómo adelantaban a un vehículo familiar. Un perro feliz lo miró y se sintió celoso.
—¿Y si está equivocado y no soy inmune?
—Bueno, eso sería malo. Pero no te pongas a pensar en todos los detalles que podrían salir mal. No digo que el plan sea infalible. Estoy diciendo que es preferible a conducir sin destino alguno hasta que se nos acabe la suerte.
—¿Y después qué ocurrirá? ¿Le doy la palabra?
—No. No debes pronunciarla cerca de mí, ni mostrármela, ni tampoco describirla en términos generales. No puedo enfatizar esto lo suficiente.
—¿Lo dice en serio?
—Mírame —dijo Eliot—. Si coges esa cosa y me sueltas aunque sea una simple pista sobre ella, haré que te comas tus propios dedos. ¿Me crees?
—Sí. —Cruzaron una ciudad en la que se anunciaba un festival de la remolacha de hacía tres años—. Todavía no puedo entender que se trate de una palabra. Las palabras no pueden matar a la gente.
—Desde luego que pueden. Las palabras matan gente todo el tiempo. —Luchó contra la palanca de cambios—. Lo que está garantizado es que esta palabra en cuestión es más directa.
—¿Qué es lo que la hace especial?
—Bueno, es difícil explicarlo sin hacer referencia a un poco de lingüística y neuroquímica avanzadas.
—Deme una analogía.
—Hay un árbol en un parque. Un árbol que quieres talar, por alguna razón. Llamas al ayuntamiento y preguntas con qué departamento necesitas contactar y qué solicitudes tienes que rellenar. Tu solicitud llega a un comité, que decide si el asunto es válido, y si es así, te envían a un tipo para talar el árbol. Ese es el proceso normal mediante el que el cerebro toma decisiones. Lo que yo hago, lo que tú llamas «vudú de las palabras», es sobornar al comité. Es el mismo proceso. Pero yo neutralizo las partes que podrían decir que no. ¿Me sigues hasta aquí?
—Sí.
—De acuerdo. Lo que hay en Broken Hill es una palabra desnuda. Una palabra desnuda, en esta analogía, es que yo cojo mi sierra eléctrica y corto el tronco del árbol.
Wil esperó.
—Es un camino distinto para llegar al mismo sitio. No utilizo al comité. Me lo salto. ¿Tiene sentido?
—Lo tiene para los árboles.
—No hay diferencia. Tu cerebro tiene múltiples atajos para realizar una acción. Ves una estufa caliente, y conscientemente decides mantenerte lejos de ella. Pero si chocas contra ella, darás un brinco hacia atrás sin necesidad de un pensamiento consciente.
—Entonces es la diferencia entre una acción voluntaria y un reflejo —dijo Wil.
—Sí.
—¿Por qué no ha dicho eso, simplemente?
—Porque eso no es una analogía. ¡Joder, eso es exactamente lo que ocurre! Me pediste una analogía.
—De acuerdo —dijo Wil—. Aunque todavía no comprendo cómo un reflejo puede ser provocado por una palabra.
—Las palabras no son solo sonidos o formas. Son significado. Eso es lo que es el lenguaje: un protocolo para transferir significado. Cuando aprendes inglés, entrenas tu cerebro para que reaccione de un modo particular a sonidos particulares. Eso demuestra que el protocolo puede ser saboteado.
—¿Puede enseñarme?
—¿Qué?
—Lo que usted hace. El vudú de las palabras.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque es complicado.
—No lo parece.
—Bueno —dijo Eliot—, pues lo es.
—No veo por qué no podría enseñarme un poco.
—No tenemos tiempo para entrenarte y que seas un poeta competente. Si lo tuviéramos, tampoco valdría la pena, porque no eres convincente por naturaleza. Y aun si lo fueras, seguiría sin hacerlo, porque posees muy poca disciplina, y recientemente hemos aprendido que darle palabras inmensamente poderosas a gente con problemas de autocontrol es una muy mala idea.
—¿No soy convincente por naturaleza?
Eliot le lanzó una mirada.
—La verdad es que no. No.
—Soy convincente.
—Eres la única persona inmune a una palabra desnuda —dijo Eliot—. Confórmate con eso.
Wil se quedó en silencio.
—¿Qué es lo que me hace inmune?
—Tu cerebro no procesa el lenguaje exactamente igual que el de otras personas. De por qué es así, no tengo ni idea.
—¿Tengo un cerebro superior?
—Uf —repuso Eliot—. No diría yo tanto.
—Puedo resistir la persuasión. Eso a mí me suena a una mejora.
—Una vez tuve una máquina de café que no ponía leche por mucho que yo apretase los botones. No era una máquina mejor que las otras. Simplemente estaba rota.
—Yo no estoy roto. ¿Quién es usted para decir que estoy roto?
Eliot no dijo nada.
—Es la evolución —dijo Wil—. Ustedes llevan viviendo a nuestra costa durante quién sabe cuánto tiempo y ahora yo he desarrollado una defensa.
—¿Cómo se llamaba tu novia?
—¿Qué?
—Cecilia, ¿verdad? —Eliot echó un vistazo al salpicadero—. Han pasado veinticuatro horas y no la has mencionado.
—¿Qué está diciendo? ¿Que debería estar llorando su pérdida?
Eliot asintió.
—Eso es lo que estoy diciendo.
—¿Quién coño es…? ¡He estado procurando mantenerme con vida! ¡Ha habido gente intentando atropellarme con camiones! ¡Perdóneme por no tomarme un momento y llorar en su hombro por la pérdida de mi novia!
—Razones sólidas, expuestas muy a la defensiva.
—¡Será capullo! ¡Jesús! ¡Como si usted supiera algo sobre el amor! ¿Qué cree que es? ¿Una actividad cerebral? ¿Algo neuroquímico?
—Sospecho que es un tipo de persuasión.
—Entonces, ¿soy inmune al amor? ¿Es esa su teoría?
—Lo más fundamental de una persona es el deseo. El deseo define a las personas. Dime qué quiere una persona, lo que quiere de verdad, y te diré quién es, y cómo persuadirla. Tú no puedes ser persuadido. Por tanto, no sientes deseos.
—¡Eso son chorradas! ¡Amaba a Cecilia!
—Si tú lo dices.
—¡Un robot me está dando lecciones sobre el amor! ¿Que yo estoy roto? ¡Usted es el que está roto! ¡Dígame qué piensa que es el amor! ¡De verdad que quiero saberlo!
—De acuerdo —dijo Eliot—. El amor es definirte a ti mismo a través de los ojos de otro. Es llegar a conocer a un ser humano a un nivel tan íntimo que pierdes toda distinción significativa entre los dos, y cargas con la idea de que eres insuficiente sin ella, cargas con esa idea todos los días durante veinte años, hasta que ella lanza un camión de transporte de animales contra ti, y tú le disparas. Eso es el amor.
Wil se quedó observando la carretera durante un rato.
—Siento haber dicho que estabas roto —dijo Eliot.
—Olvídelo.
—Todo el mundo está roto —siguió Eliot—. De un modo u otro.
Wil se durmió y al despertar descubrió que una enorme reja de metal llenaba el parabrisas. Se dio cuenta de que era un puente, con sus vigas de acero salpicadas por la luz amarillenta y vaporosa de las farolas. Eliot tenía un brazo sobre el respaldo del asiento y estaba dando marcha atrás entre el tráfico. Un coche los rebasó e hizo sonar el claxon. Una motocicleta los esquivó mientras su conductor gritaba algo ininteligible. Giraron en una esquina y Eliot apagó el motor del Mini.
—Hay una cámara de tráfico en el puente —dijo—. He estado a punto de pasar por ella.
Wil miró hacia una cafetería en la que se anunciaban gofres. La calle estaba flanqueada por edificios altos y pintorescos, la mayoría, de colores pastel bajo una capa de nieve. Las farolas estaban decoradas con encaje de hierro forjado. No se veía a nadie. Daba la impresión de que era una hora tardía.
—¿Dónde estamos?
—Grand Forks.
—¿Qué estamos haciendo?
—Esperando —respondió Eliot—. Cuando haya pasado un poco de tiempo, vamos a cruzar ese puente andando. De uno en uno, creo, porque puede que acabe de levantar sospechas ahora mismo. Al otro lado nos haremos con otro vehículo y continuaremos hasta Minneapolis. Allí nos haremos fotos de pasaporte con unas condiciones de luz de mala calidad y visitaremos el Edificio Federal de la Tercera Avenida Sur, que es la agencia de pasaportes y puede entregar pasaportes nuevos a gente a la que le han robado el original, que es precisamente lo que diremos que ha ocurrido. Nos pedirán que les presentemos documentación que pruebe, en primer lugar, que somos ciudadanos americanos, y, en segundo lugar, que somos las personas cuyos nombres aparecen en los primeros documentos. Esto ocurrirá en una entrevista agradable y de escasa presión, al contrario que las que tienen lugar en las colas del aeropuerto cuando tienes que entregarle tus papeles a un agente, así que seguramente podré subyugar a la persona que nos entreviste para que acepte nuestras fotos de fotomatón. Esa persona comenzará a continuación el proceso de hacer nuevos pasaportes con nombres falsos y nuestras fotos.
—¿Eso no lleva semanas?
—No. Se tarda cuatro horas, si pagas la cuota de expedición. Después daremos un rodeo para llegar a Sídney, equilibrando la necesidad de llegar antes de que se descubra que nuestra documentación es falsa y la necesidad de evitar aeropuertos con tecnología de reconocimiento facial. Estoy pensando en Vancouver y después Seúl, porque Korean Air es una buena aerolínea para nuestros propósitos. No comparten datos. ¿Responde esto a tu pregunta?
—Sí.
Esperaron. Wil bostezó. Una mujer pasó cerca del coche y le hizo a Wil recordar a alguien, pero no sabía exactamente a quién.
Eliot abrió la puerta.
—Espera diez minutos y luego cruza directamente el puente. Mantén la cabeza agachada. Eso es importante. No levantes la mirada por ningún motivo. ¿Está claro?
—Entendido —dijo.
Eliot bajó del coche y volvió a cerrar la puerta con un ruido seco. Wil mantuvo la mirada fija en su chaqueta beis hasta que desapareció por la esquina de la cafetería.
Las ventanillas se empañaron. El coche se llenó del frío exterior. Pensó en Cecilia. La había conocido en una tienda de mascotas. Había pasado por el escaparate y al verla había dado la vuelta y había fingido estar interesado en los cachorros de perro. Incluso había estado a punto de comprar uno. Solo porque ella los vendía. En su segunda cita, descubrió que a ella no le gustaban demasiado los animales. Solo le gustaba organizarlos. Decidir qué comían. Le gustaba ponerlos en jaulas, básicamente. Cuando Cecilia había empezado a dejar caer indirectas sobre el matrimonio, cuando llevaban tres meses juntos, Wil había pensado en ello.
Salió del coche. Había niebla y la visibilidad se había reducido a menos de cien metros. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar. Bajó los ojos. De vez en cuando algún coche pasaba a su izquierda, levantando una pequeña ola de aguanieve. Llegó hasta el puente y comenzó a cruzarlo. Un río negro se deslizaba por debajo. Era un puente muy alto. Y también muy largo. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo largo que era. Una camioneta produjo un sonido extraño al pasar junto a él y Wil levantó la vista antes de recordar que se suponía que no debía hacerlo. Cuando estaba cerca de la mitad del puente, un coche se le acercó por detrás y redujo la marcha. Wil siguió caminando. Las ruedas del coche hicieron crujir la nieve. Mantenía la velocidad al ritmo de los pasos de Wil. Él no se volvió. Ahora podía ver el extremo opuesto del puente, pero no a Eliot.
El mundo a su alrededor se inundó de rojo y azul. Se produjo un estruendo.
—Señor, deténgase donde está. —Era un megáfono.
Wil se quedó quieto. Un coche patrulla se situó a su lado. La puerta se abrió y un agente con un bigote oscuro bajó del vehículo.
—¿Le importa sacar las manos de los bolsillos, señor?
Wil mostró sus manos.
—Señor, ¿es usted el propietario de un Mini rosa, con matrícula jota, ce, equis, uno, cuatro, cero?
—No.
—¿No conoce ese vehículo?
—No, agente. —El viento aullaba. Miró hacia el final del puente, pero seguía sin haber rastro de Eliot.
—¿Hacia dónde se dirige esta noche, señor?
—Solo estoy cruzando el puente.
—Eso ya lo veo. ¿Adónde se dirige?
Volvió a buscar a Eliot con la mirada.
—¿Le estoy retrasando?
—No, agente. Solo es que tengo frío.
—Ponga las manos sobre el capó, señor.
—Eh —murmuró Wil.
—Ponga las manos sobre el capó.
Wil colocó las manos en el coche.
—Separe las piernas, por favor.
—Solo he salido a pasear.
—Separe las piernas.
Obedeció.
—Ahora voy a cachearle. ¿Entiende lo que eso significa?
—De acuerdo, estaba en el Mini. Si esto es por una multa…
—¡No se vuelva!
—No me estaba volviendo —dijo Wil. El policía le agarró por el cuello de la chaqueta y lo tumbó sobre el capó. Estaba frío como un trozo de hielo. Podía quedarse pegado a aquel coche. Las manos del agente toquetearon sus piernas y sus caderas, hurgando en sus bolsillos. Sintió que una presión desaparecía en sus nalgas y se dio cuenta de que el policía le había cogido la cartera.
—¿Wil Parke? ¿Es usted?
—Mire…
—¡Quédese sobre el coche! Permanezca ahí hasta que le diga lo contrario, ¿entendido? Si vuelve a moverse, vamos a tener un problema.
Con la mejilla presionada contra el capó, vio que se acercaba una figura a través de la niebla. ¿Eliot? No podía saberlo con seguridad.
—Informe, cuatro-uno-tres —dijo el agente.
Wil experimentó una sensación de alarma. Un policía informando de que había dado el alto a Wil Parke, eso podía ser algo muy negativo. Se irguió del capó, manteniendo las manos en alto para que el agente no se extralimitase, pero, de todos modos, el tipo le puso una porra en la garganta y tiró de él hacia atrás para tumbarlo sobre el capó, mientras le gritaba en la cara.
—Espere —dijo Wil, pero el poli no parecía tener ningún interés en lo que tuviera que decir. Wil acertó a vislumbrar la chaqueta de Eliot, aproximándose con rápidas zancadas. La tenaza del agente sobre Wil se aflojó. La expresión de su cara cambió. «Como si el tipo estuviese mirando la televisión —pensó Wil—, y estuviera viendo algo interesante pero situado muy lejos». El agente cogió su radio.
—Informe —dijo, y se oyeron dos estallidos secos y el tío rodó hacia atrás.
Eliot caminó hasta él y disparó dos veces más.
—¡Joder! —exclamó Wil. Su voz sonó ahogada y entrecortada—. ¿Qué? ¿Qué?
—Silencio.
El aire comenzaba a iluminarse: se aproximaba un coche. Eliot bajó a la calzada.
Wil miró al policía. Tenía los ojos vidriosos. Había sangre cuajándose alrededor de su cuerpo, manchando la sal que se había esparcido sobre la carretera.
—¿Qué hay del vudú de las palabras? —Eliot no contestó—. ¿Por qué no le ha persuadido?
Una camioneta coronó la parte alta del puente. Eliot agitó los brazos y el vehículo se detuvo. El conductor se asomó por la ventanilla. Era un tipo joven, pelirrojo. Eliot iba a matarlo, a él y a cualquier otra persona que fuese en la camioneta, y después a cualquiera que pasase por allí. Wil echó a correr, resbaló en el hielo y se golpeó la rodilla contra el asfalto. Cuando llegó hasta ellos, Eliot tenía su arma apuntada hacia el conductor.
—Cincuenta —dijo el tipo—. No sé qué es lo que quiere…
—¿Ama a su familia? —preguntó Eliot.
—¡Eliot!
—Por supuesto que sí, tío, por favor, no me mate, tengo dos niñas y las quiero muchísimo…
—No te mataré si me respondes a esto —dijo Eliot. Su cuerpo se iluminaba, casi resplandecía. Wil comprendió que había otro coche acercándose—. ¿Por qué lo hiciste?
—Eliot. —Wil puso la mano sobre el brazo de Eliot e intentó hacerle bajar el arma—. Por favor, no le dispare.
—¿Esto es por…? —preguntó el conductor—. ¡Oh, Jesús, perdóneme, lo hice porque tenía que hacerlo! —Eliot bajó el arma. El conductor soltó de golpe todo el aire de sus pulmones—. ¡Gracias, gracias…!
—Geetyre massilick crotón avary —dijo Eliot—. Coge esto. Dispárale a los coches. Huye de los policías.
El conductor cogió el arma de Eliot. Eliot abrió la puerta de la camioneta y el tipo se apeó. Levantó la vista y comenzó a caminar hacia Wil.
—¿Qué…? —dijo Wil. El hombre alzó el arma. Wil tuvo tiempo de meterse los dedos en los oídos. El arma se disparó, y Wil se volvió para ver un coche a su espalda, un furgón oscuro. Frenó y empezó a dar marcha atrás, con los faros girando enloquecidamente de lado a lado. El conductor de la camioneta echó a correr, siguiendo al furgón.
Eliot cogió a Wil del brazo.
—Camina.
Obedeció.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué?
—Calla —ordenó Eliot. El tono de su voz resultaba monótono.
Wil cerró la boca.
Una vez que salieron de Grand Forks, la carretera estaba desierta. Después de una media hora, tres coches de policía pasaron a toda velocidad en dirección contraria, todo luces y sonidos, y Wil no dijo nada, ni tampoco lo hizo Eliot.
Wil observó cómo el cielo comenzaba a clarear.
—No es usted un buen tipo —dijo—. Dice que lo es, pero no lo es.
—Creo que nunca he dicho que sea un buen tipo.
—Podía haber utilizado sus palabras en ese poli.
—Estaba subyugado. Le faltaban dos segundos para entregarnos.
—Podía haberlo intentado.
Pasaron una señal que anunciaba que quedaban trescientos kilómetros para llegar a Minneapolis.
—Usted es tan malo como Woolf —dijo Wil.
Eliot pisó el freno y Wil sintió que el cinturón de seguridad tiraba de él. El vehículo se deslizó hasta detenerse bruscamente.
—Aceptaré que me eches mierda encima —dijo Eliot—, pero no se te ocurra compararme con Woolf.
—Ella…
—Cállate. Lo peor que he hecho en mi vida es permitir que Woolf se convierta en lo que es. Cargaré con la responsabilidad de todo lo que ella haga, desde lo de Broken Hill hasta el día que acabe con ella. Pero no somos iguales. No nos parecemos en nada.
—Usted mata gente.
—Sí, mato gente, cuando la alternativa es peor que eso. Así es el mundo. Esa es la razón por la que tú y yo seguimos estando aquí.
Wil apartó la mirada.
—Iré con usted. Haré lo que usted me diga. Pero no porque usted tenga razón.
Eliot puso el vehículo en marcha.
—Bien —dijo—. Eso es suficiente.
Nadie los detuvo en el aeropuerto de Minneapolis ni miró dos veces sus pasaportes al cruzar la puerta de embarque de un Delta E-175 mientras los motores rugían al otro lado de las ventanillas. Eliot hizo una bola con su chaqueta y la colocó entre su reposacabezas y la pared.
—Voy a dormir.
—¿En serio? —se asombró Wil.
Volaban a Winnipeg. Era un vuelo de cuarenta minutos.
—En serio —contestó Eliot, y cerró los ojos. Su rostro se relajó. Sus labios se entreabrieron. Wil empezó a creer que ni siquiera respiraba. Cuando el avión despegó, dio un bandazo y la mujer que estaba sentada al otro lado del pasillo soltó un chillido, y la cabeza de Eliot cayó sobre el hombro de Wil.
—¿Eliot?
Puso la mano bajo su nariz. No podía notar nada. Se lamió la piel de la mano y probó otra vez. Una leve corriente de aire. Muy leve. Intentó relajarse.
El aterrizaje fue algo brusco, pero Eliot siguió sin moverse. Wil le dio con el codo en las costillas.
—Eliot. —Le zarandeó—. Tom. —Le zarandeó más fuerte. Le pellizcó en el antebrazo con el pulgar y el índice.
Eliot abrió los ojos, que parecían de cristal. Su cara estaba macilenta y descompuesta. Daba la impresión de estar muerto.
—Hemos aterrizado.
Los ojos de Eliot miraban fijamente algo que estaba más allá del techo del avión.
—Hemos llegado. Eliot. Tiene que despertarse. ¡Eliot!
Sus ojos se enfocaron.
—¿Qué?
—Tiene un aspecto terrible.
—Estoy bien —dijo Eliot, y de pronto lo estaba. Cogió la chaqueta y se la puso bajo el brazo—. Muévete.
En Winnipeg cogieron un vuelo a Vancouver, y de nuevo Eliot se quedó dormido en cuanto estuvieron a bordo, y otra vez la tarea de despertarle al aterrizar fue como intentar reanimar a un cadáver. En Vancouver cruzaron a la terminal internacional y atravesaron los controles de seguridad sin incidentes. Las azafatas del vuelo de Korean Air llevaban sombreros de papel azul. Eliot se acomodó en un asiento de ventanilla con su chaqueta enrollada a modo de almohada y cerró los ojos.
—Despiértame si empezamos a descender de forma inesperada.
—Uh —dijo Wil. Pero Eliot parecía estar ya dormido—. Sí. Lo haré.
Hojeó la revista de a bordo y la devolvió a su sitio. Tuvo la sensación de que no iba a poder dormir.