[ D O S ]

Estaba sentada en un sillón de cuero rojo, observando un pez. El pez estaba en el interior de un reloj de arena, pero en lugar de arena había agua. Cada pocos segundos, una gota caía de la parte superior a la inferior con un plinc que Emily podía oír porque la habitación era como un mausoleo. El pez daba vueltas, inflándose como un globo al acercarse al cristal curvado y encogiéndose otra vez al volver al centro. No parecía importarle que su mundo se estuviera extinguiendo gota a gota. Aquello era alguna clase de arte, supuso Emily. Estaba instalado en medio de la habitación sin ninguna otra función aparente, así que tenía que ser arte. Tenía algún significado relacionado con el tiempo o el renacimiento. No lo sabía. De todos modos, no debería estar pensando en el pez. Se hallaba en una situación comprometida.

Charlotte la había llevado hasta allí y la había dejado sola en la habitación, desapareciendo luego con el taconeo de sus pisadas alejándose hacia las profundidades. No le había hablado durante todo el tiempo, ni una sola palabra, pese a que Emily había tratado de provocarla. Aquella mañana Charlotte había mostrado una suavidad perturbadora. Una especie de compasión en su silencio, algo que a Emily no le había agradado en absoluto.

Le hubiera gustado que Jeremy estuviese allí. Deseaba que existiera alguna posibilidad de que el día terminase en su habitación, ella contándole a él lo que le había ocurrido. «No te vas a creer el reloj de agua con un pez dentro que tienen», le diría. Y Jeremy no contestaría nada, pero ella sabría que le picaba la curiosidad.

Su tiempo en la escuela había terminado. Eso era lo que Eliot había dicho. Pero nadie le había hecho marcharse. La habían cambiado de habitación, y por la mañana había encontrado un uniforme limpio colgando de la puerta. Luego había aparecido Charlotte, suave y callada. Emily no sabía cómo interpretar todo aquello.

Estaba pensando seriamente en salir corriendo. Sabía por experiencia que había muchos problemas que podían solucionarse echando a correr. No estaba exactamente segura de por dónde se llegaba a la calle, puesto que había llegado hasta allí en ascensor desde el garaje subterráneo, pero le daba igual. Valía la pena mantener esa idea en mente como posible opción. Miró fijamente el reloj de agua. Plinc. Plinc. No distinguía ningún mecanismo que lo hiciese girar, pero debería moverse pronto, porque el nivel del agua estaba bajando considerablemente.

Oyó el ruido de unos tacones y los identificó con Charlotte. Era su última oportunidad de huir, y la dejó pasar. Charlotte entró y cruzó la habitación sin mirarla a ella. Abrió una puerta y esperó.

Emily se puso en pie.

—¿Nos vamos?

Charlotte no respondió. Le dirigió una mirada que le hizo sentir que se había equivocado al no echar a correr. Pero ya era demasiado tarde. Saldría de allí de un modo u otro. Siempre lo hacía.

—De acuerdo —dijo, y cruzó la puerta.

Charlotte la guio hacia una escalera y después a una puerta en la que un cartel indicaba que era el acceso a la azotea. La abrió y Emily se vio envuelta por la luz del sol.

La azotea tendría unos cien metros de largo y en ella había jardines, una piscina y una pista de tenis. Una especie de complejo turístico flotante. Y Emily podía ver a su alrededor otras azoteas en el cielo, todas de la misma altura, porque aquello era Washington. Se quedó un momento absorta en el paisaje, hasta que oyó que la puerta se cerraba a su espalda. Se volvió y Charlotte había desaparecido.

—Vaya —dijo.

Comenzó a explorar los jardines. Detectó un ruido, algo parecido a soc. Siguió el sonido y se encontró ante un hombre vestido con unos pantalones de color gris claro, sin chaqueta, situado de espaldas a ella, sobre una alfombra verde. Tenía las rodillas ligeramente dobladas y sostenía en alto un palo de golf. Emily se quedó muy quieta, porque incluso desde donde estaba se dio cuenta de que aquel hombre era Yeats, el hombre con el que Jeremy había prometido que ella nunca hablaría, el hombre de los ojos de tiburón.

Yeats bajó el palo, soc, y una bola de golf dibujó un arco en el aire. Emily la siguió con la mirada, convencida de que caería en uno de los otros edificios, pero estaban más lejos de lo que parecía. La bola cayó por debajo del horizonte que marcaba el murete de la azotea. A Emily le pareció que supondría un peligro cuando llegase al suelo. Una especie de bala.

Yeats se volvió hacia ella. Para alivio suyo, llevaba puestas unas gafas de sol. Su aspecto era casi normal. O quizá no normal, pero sí el de un político: un congresista o un senador, alguien que podría decirle que el país necesitaba una limpieza. Más sólido que normal. No sonreía, pero tampoco parecía estar enfadado. Se limitaba a mirarla.

—Hola —dijo Emily.

Yeats cogió un trapo de color blanco y comenzó a limpiar el extremo de su palo de golf. La tarea le ocupó un rato, pero a Emily le pareció que sus ojos no se apartaron en ningún momento de ella. Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.

—Charlotte me ha traído hasta aquí, pero…

Vartix velkor mannik wissik. Permanece callada.

La boca de Emily se cerró. Ocurrió antes de que se diese cuenta de que la estaba cerrando. Lo sorprendente fue que sintió como si fuese decisión suya. Ella realmente, genuinamente, quería permanecer callada. Eran las palabras, era Yeats, que la subyugaba, lo sabía, pero no sentía que fuese así en absoluto. Su cerebro no paraba de razonar y ofrecerle motivos por los que debería estar callada en aquel preciso momento, explicarle por qué era una buena idea, y su cerebro le hablaba con su propia voz. No sabía que la subyugación era así.

Yeats cogió una pelota de golf de una cesta y la dejó caer sobre la alfombra verde. Se colocó en posición, levantó el palo, golpeó la pelota y observó cómo volaba a lo lejos. Cuando desapareció de la vista, volvió a la cesta y repitió todo el proceso. Emily se percató de que no estaba mirando dónde caían aquellas pelotas. No era como si disfrutase de alguna clase de gozo perverso por convertir las pelotas de golf en balas. Era más como si no le importase. Emily había malinterpretado la situación. Había creído que tenía que ver con ella. Ahora comprendió lo del reloj de agua de la habitación, el que no giraba para darse la vuelta. Había alguien que iba dos veces al día a cambiar el pez.

Yeats continuó golpeando pelotas y ella se esforzó en moverse, pero no pudo. Se sentía invadida y furiosa, pero también avergonzada por no poder controlar su propio cuerpo. Era humillante. Se estaba viendo obligada a reexaminar su relación consigo misma. «Respira rápido», se dijo, porque eso sería casi como estar quieta pero no del todo. Tenía que encontrar un lugar en su interior por donde abrir una grieta y trabajar a partir de ahí. «Respira».

Yeats volvió la cabeza hacia ella. Emily no tenía ni idea de lo que el tipo estaba pensando. Pero tenía la sensación de que el juego de golf había llegado a su fin. Yeats devolvió el palo a su bolsa y se sentó en una silla de hierro forjado para deshacer los nudos de sus zapatos. Lo hizo con extremo cuidado, como si sus zapatos contuvieran en su interior algún secreto. Cuando terminó, se calzó otros, un par negro y lustroso. Zapatos de negocios. Zapatos para hacer negocios. Los anudó con firmeza y se incorporó para avanzar hacia Emily.

Emily respiró. Podía expulsar una minúscula cantidad de aire entre sus dientes, produciendo un siseo que apenas podía oír. Eso era todo.

Yeats se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de su camisa. Sus ojos eran grises y tan carentes de carácter como una piedra. Su rostro era liso. Emily habría sospechado que se había hecho un lifting de no ser porque era una locura que un poeta revelase una debilidad mental como la vanidad. Tal vez Yeats había querido borrar sus expresiones faciales. O quizá simplemente era así. Emily pensó que si uno nunca sonreía o reía o fruncía el ceño, ese sería el tipo de cara que acabaría teniendo, lisa y vacía como la superficie inmóvil de un estanque.

Yeats se desabotonó los puños de la camisa y empezó a remangarse. Estaba lo suficientemente cerca de ella como para arañarle, o morderle, o darle una patada en las pelotas, pero Emily no podía hacer ninguna de esas cosas. «¡Va a matarte!», se chilló a sí misma, pero eso tampoco cambió nada. Su mente se había vuelto fatalista. Su mente era consciente de que ella era la responsable de lo que le había ocurrido a Jeremy, y se le hacía difícil argumentar en contra de cualquier castigo que fuese a recibir.

Yeats unió sus manos y cerró los ojos. Durante varios segundos no se movió. Emily se preguntó si estaría rezando, porque eso era lo que parecía que estaba haciendo. No podía ser así, porque la idea de que un poeta fuese una persona religiosa resultaba incluso más ridícula que la de que fuese vanidoso. Creer en Dios era una debilidad mental, y revelaba una necesidad de un sentimiento de pertenencia y de un propósito superior: deseos que los poetas se suponía que mantenían bajo control. Eran potenciales vías de ataque. Anunciaban tu segmento. Se lo habían enseñado. Pero Yeats daba realmente la impresión de estar en comunicación con un poder superior. El corazón de Emily le producía un dolor punzante al latir. No entendía nada de toda aquella situación.

—Chsss —dijo.

Yeats abrió los ojos.

—¡Dios mío! —dijo. Emily pensó que se estaba burlando de ella, pero quizá no lo estuviera haciendo. Los ojos de Yeats examinaron los suyos. Ella se sintió inspeccionada por un grupo de ingenieros. Estudiada con instrumentos de forma precisa y desapasionada—. Me habían dicho que tu disciplina era muy pobre —dijo Yeats—, pero esto…

Transcurrieron varios segundos. Emily podía ver cómo las fosas nasales de Yeats se abrían y cerraban.

—Chsss —dijo.

—Tienes un don, se supone. Posees talento para el ataque, un talento que se considera suficiente para compensar tus deficiencias en la defensa. Tengo que verlo. Porque ahora mismo, querida, me resulta complicado imaginar que eso sea verdad. Te permitiré una oportunidad de hablarme. Úsala para convencerme de por qué debería mantenerte aquí. Vartix velkor mannik wissik. Puedes hablar.

Notó que la garganta se le soltaba. Tosió para comprobarlo. Dijo:

—Ug. —Le sentó bien producir ese sonido. Yeats aguardó con paciencia. Haría falta un argumento endiabladamente bueno para convencerle de cualquier cosa. Ya había estado en situaciones como esa, cuando alguien le decía «Convénceme», y en ninguna de esas situaciones ese alguien había realmente querido ser convencido de nada. Ella podía plantear un argumento perfecto y la otra persona se limitaba a inventar cualquier tontería para justificar que la respuesta seguía siendo negativa. Cuando alguien decía «Convénceme», Emily sabía que eso no significaba que esa persona tuviera una mente abierta. Significaba que tenía poder y quería disfrutar de él durante un poco más de tiempo. No sabía si ese era el caso de Yeats. Pero no tenía la sensación de que fuera a conseguir convencerle de nada. ¿Por qué debería Yeats mantenerla en la escuela? No tenía ni la menor idea. Lo único que hacía era causar problemas.

—¡Fennelt! —dijo Emily—. ¡Rassden! —Eran palabras de atención que había obtenido de otros alumnos. Era del todo improbable que tuvieran algún efecto sobre Yeats, ni siquiera sabía a qué segmento pertenecía. Si acertaba con una palabra por pura suerte, sin duda él sería capaz de defenderse de cualquier ataque de una estudiante—. ¡Thrilence! ¡Mallinto! —Yeats no reaccionó de ningún modo. Ni siquiera se estremeció—. ¡Muere! —dijo Emily. Lo cual resultaba bastante estúpido, pero se había quedado sin palabras. Y lo deseaba—. ¡Muere, maldito cabrón!

—Ya es suficiente.

Su boca volvió a cerrarse. Las palabras se atascaban en su garganta, balanceándose arriba y abajo. Tenían un sabor caliente, como la bilis.

Yeats la miró durante un rato. Emily no podía leer sus pensamientos. No sabía si había salido con vida del examen o si había muerto.

—Tengo un nombre para ti —dijo Yeats—, cuando llegue el momento. —Se alejó de ella. Emily oyó que llegaba hasta la puerta, pero no pudo girar la cabeza para mirarle—. Puedes moverte, dentro de un rato.

Pasaron varios minutos. Un pájaro se posó cerca de los palos de golf y empezó a dar saltitos por la alfombra con la esperanza de encontrar algo que comer. Emily respiró. Los músculos de su pecho fueron soltándose uno a uno. Así fue como recuperó el control sobre sí misma. Filamento a filamento. De algún modo había sobrevivido. Seguía estando allí.

La recogió una mujer a la que había visto una vez antes, saliendo de un coche negro junto a Yeats en aquella ocasión en que él había visitado la escuela. No se presentó, pero Emily ya sabía que su nombre era Plath. Lo había preguntado. Plath era tan delgada que se le marcaban los huesos, y a Emily le dio la sensación de que sería capaz de empujarla delante de un tren a cambio de una moneda de cinco centavos. Llevaba unos zapatos crueles y un teléfono, y miró a Emily de un modo que le hizo recordar algún mal día en el que alguien la pisaba en cualquier acera de San Francisco.

—¿Puedes moverte? —preguntó Plath.

—Sí.

Plath le hizo un gesto para que la siguiera. Emily obedeció. Bajaron unas escaleras y luego se encontró en el aparcamiento. Un coche que conocía muy bien le esperaba allí, y su corazón dio un vuelco. Fue la primera vez que creyó realmente que iba a abandonar la escuela. Miró a Plath, pero ella no dijo nada, así que Emily avanzó hacia el coche. El motor se puso en marcha. Abrió la puerta del pasajero y vio que en el interior estaba Eliot.

—Hola —lo saludó. Sintió ganas de darle un beso.

Eliot no habló. Pero la miró y ella supo que estaba a salvo. Seguía enfadado con ella, por supuesto, pero no era peligroso. Podía relajarse en un coche si iba acompañada de Eliot. Cuando el vehículo salió del aparcamiento y se sumergió en la brillante luz del día, cerró los ojos, y en algún punto de la maraña de calles, se quedó dormida.

Abrió los ojos y se hallaba en otro lugar.

—¿Dónde estamos? —Vio la respuesta en un cartel indicativo—. ¿Vamos al aeropuerto? —Eliot puso el intermitente y se desvió hacia un carril marcado con la palabra SALIDAS—. Eh, Eliot. Yeats dijo que aún puedo ser una poetisa. Me hizo una prueba y la pasé. No tengo que irme. —Era como hablarle a una pared—. Eliot, puedo volver a la escuela.

Eliot detuvo el coche al lado de la acera y sacó algo de la guantera.

—Este es tu pasaporte. Y este tu número de reserva. —Le entregó un folleto azul con una tarjeta de visita de color blanco en su interior. En la tarjeta había una combinación de letras y números escrita en tinta azul encima de la leyenda TOM ELIOT, ANALISTA DE INVESTIGACIONES—. Utiliza las máquinas que hay en la terminal para facturar.

—Hable con Yeats, Eliot. Llame a Yeats. Él se lo dirá.

—Esto son órdenes suyas.

Emily se lo quedó mirando fijamente.

—¡Pero pasé la prueba!

—Es temporal —dijo Eliot—. Puedes volver dentro de unos años.

—¿Años? —exclamó Emily—. ¡¿Años?!

—Por favor, comprende que esta es la mejor consecuencia posible.

—No. Eliot. Por favor. —Eliot no la miraba, así que Emily puso la mano sobre su brazo. El profesor no dijo nada. Ni se movió. Finalmente, Emily entendió que no había marcha atrás—. Bueno —murmuró—. Adiós, entonces.

—Tu bolsa está en el maletero.

—Gracias. —Abrió la puerta. Le costó hacerlo, como si todo se hubiera vuelto muy pesado. Tenía las manos entumecidas. Se arrastró fuera del coche.

—Si trabajas duro —dijo Eliot—, y te disciplinas, podrías regresar dentro de…

Emily le interrumpió cerrando de un portazo.

Primero el vuelo nocturno de Washington a Los Ángeles: seis horas. Aterrizó al amanecer y dedicó medio día a vagabundear por los doscientos metros que separaban las Llegadas Nacionales de las Salidas Internacionales. No había dormido durante el vuelo, así que formó un ovillo en un asiento, pero a su alrededor había familias y chicos jóvenes vibrando a todo volumen, y hombres con risotadas atronadoras. Una pareja joven discutía con un acento muy marcado sobre qué películas escoger para su siguiente vuelo. Emily se dirigía a Australia. Eso indicaban sus tarjetas de embarque.

—Deberíamos comprar El Señor de los Anillos —insinuó el chico.

«Señoooorrrr —pensó Emily—. Señooorrr de los Aniiiiillos». Recordó que habían enviado a presos a Australia. Había sido una colonia carcelaria. Un lugar donde ser desterrado.

Por los altavoces sonó una llamada para los pasajeros de primera clase y de business class, y Emily arrastró los pies hacia la puerta de embarque. Sin embargo, cuando entregó su tarjeta, la mujer le sonrió y se la devolvió.

—Los pasajeros de clase turista embarcarán dentro de un momento.

Emily se la quedó mirando con cara embobada. No había comprobado la tarjeta, había dado por hecho que su asiento sería de primera clase. Regresó hacia las filas de asientos.

—Buen intento —comentó el chico cuando pasó a su lado, el que quería comprar El Señor de los Anillos. Lo dijo en tono amistoso, así que Emily le devolvió una sonrisa, y fue el acto más falso que jamás había hecho.

Durmió muy mal, incordiada por el traqueteo de los carritos de comida y por la gente que pasaba junto a su asiento por el pasillo estrecho. Según la pantalla que tenía en el respaldo del asiento delantero el tiempo de vuelo era de catorce horas, pero pensó que era un error, o que quizás esa cantidad incluía la diferencia horaria. No estaba segura, así que no consiguió dormir lo suficiente como para descansar de verdad.

En algún punto sobre el Pacífico, una azafata se inclinó para hablarle al oído:

—Disculpe. Esto es para usted.

Emily, perdida en sueños sobre golf y sobre Yeats, miró a la mujer sin comprender. Era de noche; la única luz procedía de las pantallas que había en los respaldos de los asientos y de las pequeñas lámparas amarillas encastradas en los pasillos. La azafata le entregó una hoja plegada de papel de una textura extraña, grueso y sellado con el logo de alguna autoridad aeronáutica.

—Gracias —dijo Emily. La azafata se fue y ella desplegó el papel.

EMILY TIENES QUE VIVIR EN BROKEN HILL, AUSTRALIA. ESE VA A SER TU HOGAR HASTA QUE RECIBAS NUESTRA LLAMADA. NO SE HAN REALIZADO PREPARATIVOS. TENDRÁS QUE UTILIZAR TUS PROPIOS RECURSOS. PUEDES HACERLO. ELIOT

Guardó el papel y levantó las rodillas hacia su pecho para hundir el rostro en ellas y llorar en silencio. Si estuviera en la escuela no habría podido romper a llorar. Habría tenido que controlarse. Pero aquí no había nada que le obligase a contenerse. Dejó que las lágrimas brotasen a gusto. Después de esto las cosas iban a ponerse difíciles, y tendría que concentrarse, así que probablemente era su última oportunidad de dejar aflorar sus sentimientos.

Se quedó hipnotizada por el mapa que marcaba el recorrido del avión. La línea roja empezaba en Los Ángeles, se curvaba por el océano y terminaba en la cola de avión de dibujos animados que nunca parecía moverse. De vez en cuando la imagen cambiaba para mostrar unas estadísticas, como a qué velocidad volaban y qué temperatura había en el exterior, y eso le resultaba fascinante porque los números parecían falsos. No le parecía posible que aquel avión de dibujos animados que no se movía en el mapa estuviese viajando a novecientos kilómetros por hora. Pero lo hacía. El vuelo duraba catorce horas.

Se dio cuenta de que su primer problema era que iba a aterrizar en Sídney sin billete de vuelta y sin equipaje, vestida con un uniforme escolar. No sabía cómo funcionaba el servicio australiano de Inmigración, pero le parecía muy posible que su aparición en aquellas circunstancias haría saltar varias alarmas. Su aspecto sería exactamente el de una chica blanca de clase alta desapareciendo por una pataleta y gracias a la tarjeta de crédito de su papaíto, y los de Inmigración le preguntarían por qué estaba allí y dónde iba a alojarse y cuándo iba a salir del país. Si no les gustaban sus respuestas, la cogerían por los hombros y la meterían en el siguiente vuelo de vuelta. Lo cual, por supuesto, sonaba en principio como un plan genial, excepto por lo de fracasar en su encargo de VIVIR EN BROKEN HILL y UTILIZAR SUS PROPIOS RECURSOS. Eliot le había dicho que comprendiese que aquella era la mejor consecuencia que podía esperar de lo sucedido, y ella había aceptado creer que así era. Así pues, necesitaba pasar la barrera de Inmigración.

Se levantó de su asiento en la cabina de turistas y se dirigió a los aseos que había en la parte de atrás. Practicó algunas expresiones ante el espejo. Después se lavó la cara y abrió la puerta. Al regresar hacia su asiento, se detuvo al lado de una chica en la que se había fijado antes, que tenía aproximadamente su misma edad y estaba dormida. Abrió el compartimento portaequipajes y hurgó en el interior. Existía la posibilidad de que alguien estuviese despierto y lo suficientemente alerta como para decirle: «Disculpa, ¿esas cosas son tuyas?», pero esa posibilidad no era muy grande y las consecuencias tampoco serían demasiado serias, y no llegó a ocurrir. Encontró una maleta pequeña y una bolsa de lona y, poniéndose de puntillas, rebuscó en ambas. Dentro había un monedero, una cartera, una cámara digital de la que se apropió porque tal vez podría venderla, y un libro. También una chaqueta que podría venirle bien para disimular su uniforme de la escuela, así que se la puso debajo del brazo. Cerró el compartimento. Había dos o tres pares de ojos posados en ella, pero sus miradas eran vidriosas y desinteresadas, sus propietarios estarían tal vez criticando su peinado o fantaseando con jovencitas estudiantes, así que no pasaba nada: ella solo estaba cogiendo algunas de sus cosas. Abrió el libro y leyó algún que otro fragmento allí mismo, al lado de la chica a la que acababa de robarle, como si estuviera estirando las piernas. No tardó mucho en aparecer un hombre por el pasillo, de modo que Emily pudo retirarse hacia su verdadero asiento sin que diera la impresión de estar huyendo.

Justo antes de que el avión comenzara su descenso, cambió de fila de asientos para evitar una posible situación incómoda si la otra chica descubría que su chaqueta había desaparecido. Fue de las primeras en desembarcar y caminó con rapidez hacia Aduanas, con la chaqueta cubriéndole hasta los tobillos. Las colas eran cortas, no como las de Los Ángeles, así que pudo incluso seleccionar a qué oficial de Inmigración dirigirse. Su nombre era Mark, y era un 114 o tal vez un 118, amable y razonablemente inteligente, pero resignado en su puesto de trabajo, que consideraba importante pero aburrido. Eso Emily lo detectó al instante. No llevaba gafas ni barba, un peinado simple pero no muy marcado, así que no se trataba de una persona arrogante o vanidosa. No llevaba crucifijo ni otros símbolos religiosos. Así que se decantó por reflejar los gestos y expresiones que él hacía: era Emily Ruff, sencilla y franca, con un aburrido empleo como relaciones públicas en el Departamento de Tráfico. Un puesto de poca relevancia, pero si no hacía bien su trabajo, alguien podía resultar herido.

—Hola —dijo—. Se lo digo directamente: no tengo billete de vuelta. Lo siento, sé que eso significa que tiene usted que aplicarme el tercer grado.

Dos horas más tarde le permitieron salir de la habitación de interrogatorios. Le habían hecho un montón de preguntas, pero nunca se sintió en verdadero peligro, no desde el momento en que la cara de Mark se relajó ante la primera frase que ella había formulado. Había mentido bastante, inventándose un caso traumático en la estación de Inspección Técnica de Vehículos y la visión a medianoche de un anuncio sobre turismo en Australia que le habían provocado la necesidad inmediata de marcharse («Eso lo entiendes, ¿verdad, Mark? ¿La necesidad de irte lejos?»). Se mostró encantadora y directa, y entendía más sobre cómo el cerebro toma decisiones de lo que aquellos tipos podían entender sobre nada, así que eso fue todo. Se desprendió de la chaqueta antes de llegar al vestíbulo de SALIDAS, por si acaso la propietaria todavía estaba por allí rellenando un parte en Objetos Perdidos. Localizó una oficina de cambio de divisas que le permitió firmar un contrato por quinientos dólares en una tarjeta de crédito. Descubrió que los dólares australianos resultaban cómicos con sus brillantes y relucientes colores, como si fuesen dinero de algún juego de mesa infantil. Le gustaron mucho. Compró una revista y se comió una galleta. Fue hacia las cintas de recogida de equipajes y observó las maletas dando vueltas y vueltas, esperando a que apareciese una maleta de buen aspecto, femenina y que nadie pareciese querer recoger. Un agente de uniforme gris paseaba entre las cintas a un beagle al que le habían puesto una chaqueta color púrpura. El perro olisqueaba las maletas, y cuando encontró un plátano en la bolsa de un pasajero, se sentó en el suelo y el agente le dio un premio. En el aeropuerto de Los Ángeles esa labor la hacían pastores alemanes. Al cabo de un rato, una maleta púrpura de la marca Louis Vuitton dio una tercera vuelta completa en el carrusel, así que Emily la cogió, le colocó encima su mochila de Pikachu y se dirigió a la salida.

Allí el sol brillaba más. El aire parecía salado y, de algún modo, parecía más amplio. Localizó un taxi y el conductor cargó su maleta en el maletero mientras ella subía al asiento trasero.

—¿Adónde vamos, señorita?

El conductor era un hombre blanco, algo a lo que Emily tampoco estaba acostumbrada.

—A Broken Hill, por favor.

El hombre se volvió en el asiento:

—¿A Broken Hill?

—¿Hay algún problema?

—No sé. Está a mil kilómetros de aquí, ¿eso es un problema?

—¿Cuántas…? —Se sintió estúpida al preguntarlo—: ¿Cuánto es eso en millas?

—Unas setecientas, más o menos.

¿Por qué había dado por hecho que Broken Hill estaría cerca de Sídney?

—Lo siento. ¿En qué estado está Broken Hill?

—Nueva Gales del Sur.

—¿Y en cuál estoy ahora?

—Nueva Gales del Sur. —El taxista sonrió al ver la expresión de su cara—. Nuestros estados son muy grandes, señorita.

—¿Cómo puedo llegar hasta allí? ¿Cuál es la ciudad más cercana? —Esperó que el hombre no fuese a responder que era Sídney.

—Adelaida.

—Entonces podría volar a Adelaida e ir en coche desde allí.

—Sí, puede hacerlo así.

—Gracias. Y perdón por las molestias. —Empezó a salir del coche.

—Solo hay trescientas millas desde Adelaida a Broken Hill —dijo el taxista, con una amplia sonrisa—. Bienvenida a Australia, querida.

—Gracias.

No consiguió un vuelo ese día, así que cogió un taxi que la llevó al centro y se alojó en un hotel que no estaba mal de precio. Con la puerta de la terraza abierta para que entrase la brisa de la bahía moteada de verde, comprobó el contenido de la maleta e inspeccionó las faldas y chaquetas. Encontró una novela romántica de esas que nadie se atrevería a leer en un avión, y un diario en el que había anotadas varias citas, no confesiones. Aun así, hojeó varias páginas. Aquella mujer se veía a menudo con alguien llamado Matt R. Emily se preguntó si se encontrarían en habitaciones de hotel como aquella. Y si, después del sexo, la mujer hablaría con Matt R. y le contaría sus esperanzas y sus problemas y sus pensamientos. Cerró el diario.

Tenía que organizarse. Ya era demasiado peligroso utilizar las tarjetas robadas, no podría emplearlas para llegar a Adelaida. Volvió al espejo y se probó una camisa. Era un poco grande, pero podría sacarle partido a los puños. Cogió el teléfono y llamó a recepción.

—Quiero jugar al póquer —dijo—. Algo que sea informal.

Finalmente, el recepcionista dejó de recomendarle casinos y le dio indicaciones para llegar a la segunda planta de un bar cercano al hotel. Los jugadores resultaron ser hombres de mediana edad con trajes caros, amistosos y condescendientes mientras ella perdía los primeros doscientos dólares. Le dirigieron sonrisas por encima de sus copas de whisky de malta y sugirieron varias maneras creativas de recuperar sus pérdidas. Para entonces, Emily tenía una reina bajo el muslo izquierdo y un rey y un ocho bajo el derecho. Habían pasado tres años desde la última vez que había jugado, y un público más atento la habría pillado. En un momento dado, intentó meterse una sota en la manga y lo hizo tan mal que la carta aterrizó sobre la mesa. Puso los músculos en tensión para echar a correr, pero los tipos se limitaron a echarse a reír, y uno de ellos le dijo:

—Será mejor que no bebas más. —El tipo tenía las mejillas rojas y estaba divorciado, aunque él aún no lo sabía.

—Perdón —dijo Emily, y volvió a coger la carta.

En la última ronda le sacó dos mil ochocientos dólares y la cara del hombre se puso increíblemente roja, como un globo. Ya nadie sonreía. El organizador de la partida se acercó a la mesa, pero no fue necesario que le dijera nada: Emily recogió sus ganancias, les dio las gracias y, en cuanto salió a la calle, corrió tan rápido como pudo de vuelta a su hotel. Así fue como logró llegar a Adelaida.

Desde allí hizo el resto del camino en autobús, viendo cómo en el exterior el verde del mundo iba desapareciendo hasta quedar convertido en el color de una piel de serpiente. El aire acondicionado apenas funcionaba, y una y otra vez le despertaba un hilillo de sudor. Solo había otro pasajero más, una mujer con la piel como el coral que se quedó dormida antes de que hubieran salido de Adelaida y durmió todo el trayecto como si estuviera muerta. Emily se revolvió en su asiento, tratando de escapar del calor de su propio cuerpo.

Por fin, abrió un ojo y vio un cartel en la carretera: BROKEN HILL, POBLACIÓN 10100. Al cartel le faltaba una esquina y el resto estaba acribillado a balazos. Brillaba con fuerza bajo el sol de la tarde, inclinado como un borracho sobre la tierra rojiza y reseca. Emily se sentó erguida y vio una gasolinera abandonada y una estructura de hojalata sin ventanas que no fue capaz de identificar, también abandonada. Una construcción de paredes combadas con un patio cubierto de suciedad y lleno de vehículos destripados. Vislumbró una estructura alta de hierro, de aire vagamente soviético, pero estaba en el lado contrario del autobús y no pudo verla bien. Un perro delgaducho escarbaba en la tierra. Otro edificio de una sola planta, en el que se anunciaban recambios baratos, aunque no se especificaba para qué eran esos recambios. Los escaparates de las tiendas a ambos lados de la calle estaban vacíos. Todo tenía grandes dimensiones, cada tienda era el centro de su propio desierto, y Emily comprendió enseguida que no podía ser de otra manera, porque eso era lo único que había allí: terreno, terreno y más terreno. Vio carteles que indicaban la calle Sulfuro y la calle Cloruro, porque al parecer en aquella ciudad le habían puesto a las calles nombres químicos, y el autobús dobló hacia la calle Óxido y empezó a frenar. Emily vio otro cartel que indicaba el centro urbano y pensó que le estaban tomando el pelo. Cuando se apeó del autobús el aire abrasador la envolvió, el calor penetró por sus fosas nasales y descendió por su garganta, y supuso que no habían actualizado el cartel sobre el número de habitantes desde hacía mucho tiempo, quizás unos veinte años, porque allí podrían habitar diez mil moscas pero no diez mil personas. Definitivamente no había tanta gente. Estaba en un cruce: las calles eran de un solo carril en cada dirección, pero aun así eran anchas como autopistas. Había un puñado de edificios desperdigados como si los hubieran dejado caer desde lo alto. El ambiente era tan opresivo que daba la impresión de que el cielo estaba más bajo de lo normal, como si estuviera presionando junto con el suelo quemado por el sol para aplastar la ciudad y hacerla desaparecer, y al mismo tiempo le hacía sentir que su cuerpo se estaba expandiendo, como si sus entrañas quisieran salir de su cuerpo como se suponía que sucede en el espacio, cuando no hay nada que las retiene en su sitio.

—Hogar, dulce hogar —dijo. Pretendía ser un comentario gracioso, pero sintió ganas de ponerse a llorar hasta morir.