El avión se elevó y Wil supuso que el helicóptero les dispararía, o chocaría contra ellos, o explotaría sin razón aparente, quién sabe. Pero los minutos pasaron sin que ocurriera nada aparte del zumbido monótono de los motores y la noche extendiéndose ante ellos.
—¿Estamos a salvo? —le preguntó a Tom, o a T. S. Eliot, o quienquiera que fuera, y Eliot no dijo nada, pero Wil pensó que sí lo estaban. El agotamiento le venció de golpe: pasó de temer por su vida a querer echarse a dormir de un minuto para otro—. Voy a sentarme, ¿de acuerdo?
Salió de la cabina y se derrumbó en uno de los asientos. Pensó que debería abrocharse el cinturón, pero el cinturón estaba demasiado lejos.
Abrió los ojos y descubrió que le envolvía la luz del día. El mundo se sacudió y se estremeció. Se aferró a los reposabrazos, con la cabeza rebosando de sueños apenas recordados. Una chica con palabras malas. Un canguro. Los motores aullaban. Más allá de las ventanillas redondas vio nieve y los postes de madera de una valla que parecía estar muy cerca y moverse demasiado rápido. La nota que emitían los motores cambió y empezaron a reducir la velocidad. El mundo frenó y luego se detuvo. Eliot salió de la cabina, abrió un panel en el fuselaje y giró la manivela de la puerta.
—¿Dónde estamos?
Eliot continuó girando la manivela. La puerta se transformó en una serie de escalones que descendió al trote.
Wil se puso en pie. No le atraía la idea de salir de nuevo a la nieve, pero lo hizo. Eliot estaba a un lado de la carretera, orinando. Wil miró a su alrededor. El asfalto dibujaba una línea que se extendía hasta donde alcanzaba su vista, flanqueada por postes eléctricos. No había nada más.
—Buen aterrizaje —dijo. No obtuvo respuesta por parte de Eliot, aparte de un continuo chorro de orina—. ¿Dónde estamos?
Eliot se subió la bragueta y recorrió unos pocos metros de la carretera. Wil lo siguió. Se dio cuenta de que el avión era muy moderno, elegante y limpio, con las alas curvadas hacia arriba. También era sorprendentemente grande, aunque tal vez esa impresión la causase el hecho de que estaba en una carretera, un lugar donde no debía estar.
Se detuvo junto a Eliot y se metió las manos en los bolsillos. Al respirar, su aliento formaba nubecillas de vapor.
—¿Ahora qué?
—Me voy a subir al próximo coche que venga por la carretera. Luego voy a tomar algo de desayunar. Beicon, si puede ser. Mucho beicon.
Wil se sacudió la nieve que le cubría las botas.
—Bien.
—Eso por lo que a mí concierne. Tú puedes hacer lo que te dé la gana.
Wil le miró con los ojos entrecerrados:
—¿Cómo dice?
—Hemos acabado. Hasta aquí. Tú ve por tu lado, y yo iré por el mío.
—¿Qué?
—Se acabó.
—Pero los poetas… Woolf… ¿todavía quiere matarme?
—Oh, sí.
—Entonces tenemos que escondernos. Buscar a más amigos suyos.
—Ya no hay más amigos.
Wil lo miró fijamente:
—¿No?
—No.
—¿Quiere decir que toda su, qué, resistencia o lo que fuese, fue eliminada ayer? ¿Todos?
—Sí.
—¿No tiene una célula en otra ciudad o…?
—No.
—¡Dios mío! —resopló Wil—. Entonces necesitamos mantenernos juntos.
—Hummm —murmuró Eliot.
—Ella también va detrás de usted, ¿no es eso? Woolf le quiere muerto.
—Sí.
—¿Y entonces?
—Desde tu punto de vista, soy alguien que puede mantenerte con vida. Pero desde mi punto de vista, tú eres un inútil saco de mierda. No me ayudas en absoluto.
—¡Dijo que yo era importante! ¡Tiene que averiguar por qué soy inmune! ¡A las palabras!
—Eso era antes —dijo Eliot—. Las circunstancias han cambiado.
—Me voy con usted —repuso Wil—. Adonde sea que vaya, yo voy también.
—No, no vienes.
—No puede detenerme. Su vudú de palabras no funciona conmigo, ¿verdad que no? Así que, ¿cómo piensa deten…?
Eliot le mostró una pistola. No dio la impresión de que la sacase de ninguna parte. Simplemente la tenía en su mano.
A Wil le escocían los ojos.
—¿Ves? —Eliot retiró el arma—. Hay muchos tipos de persuasión.
Miró de nuevo hacia el horizonte.
El aliento de Wil siguió convirtiéndose en vapor.
—De acuerdo. Vale. —La rabia se acumulaba en su interior y no sabía qué hacer con ella—. Bien. ¿Así están las cosas? —Caminó de vuelta hacia el avión. No tenía ni idea de qué estaba haciendo, pero, fuera lo que fuese, lo haría en un lugar menos frío. Eso podía hacerlo. A mitad de las escaleras, se volvió y gritó—: ¿Qué ocurrió en Broken Hill? Woolf mató a todo el mundo, ¿verdad? —Eliot permaneció inmóvil—. ¡Sí! ¡Así que usted vaya a esconderse mientras ella nos hace a todos los demás lo que le gusta hacer! ¡Haga eso, sí! —Se estremeció y subió el resto de la escalera, pateando en los escalones.
Eliot se quedó en la carretera, vigilando el horizonte. El faldón de la chaqueta aleteaba alrededor de sus piernas. Estimó que Wil volvería a salir del avión en unos cinco minutos. Ese sería el punto en el que su miedo de ser abandonado sobrepasaría su deseo fisiológico de estar caliente. Le vendría bien que un coche apareciese antes de ese momento. De ese modo, Eliot podría dominar al conductor y largarse de allí para no volver a ver a Wil nunca más.
El viento le aguijoneaba las mejillas. No pudo resistir la comparación por más tiempo: la última vez que había estado en una situación parecida, esperando y observando lo que aparecía en el horizonte, con una pistola y deseando no necesitarla. Había pasado poco más de un año. Entonces estaba en las afueras de Broken Hill.
Puso el aire acondicionado a toda potencia, pero no supuso ninguna diferencia: el sol resultaba abrasador a través del parabrisas, lo estaba asando debajo de su camisa. El chico al que había recogido en el aeropuerto, Campbell, se retorció y se soltó la corbata, y al final se quitó la chaqueta de lino y la colgó del respaldo de su asiento.
—El sol parece más grande —dijo—. ¿Puede serlo?
—Es el ozono —dijo Eliot—. Hay un agujero.
—¿Te has acostumbrado a ello?
—Todavía no.
—Cuando salí de Washington, estábamos a doce grados —dijo el chico, remangándose la camisa—. Doce —insistió, y miró a Eliot—. ¿Echas de menos Washington?
—Voy de vez en cuando.
—Sí, pero… —El chico miró por la ventanilla el terreno árido por el que pasaban—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, en total? ¿Tres meses?
—Siete.
—Sí. —Hizo un gesto de asentimiento—. Por supuesto. Bueno, después de esto podrás irte a casa —dijo, con una sonrisa.
Eliot lo miró.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno. ¿Por qué?
—¿Cuánto sabes de lo que estás haciendo?
—Todo. —Se rio el chico—. Eliot, me han dado un informe completo. Me he pasado seis semanas en un curso de preparación intensiva. Me seleccionaron por mi talento. Sé lo que estoy haciendo.
Eliot no dijo nada.
—Hace cuatro meses, Virginia Woolf suelta una palabra desnuda en Broken Hill, Australia, ciudad que cuenta con una población de tres mil personas. Ahora la población es cero. La historia oficial: una explosión en la planta de refinería que provoca un escape tóxico de consecuencias catastróficas. La ciudad está ahora rodeada por una valla en un radio de ocho kilómetros. Unos carteles de advertencia prometen una muerte segura a todo el que traspase esa valla. Lo gracioso es que esos carteles no mienten. La gente a la que enviamos allí, no vuelve a salir. De ahí la teoría de que la palabra todavía está en la zona. —Se sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones y la agitó para abanicarse—. Una locura, ¿verdad? Que una palabra pueda persistir. Colgada en el aire, como un eco.
—No puede.
—Y, entonces, ¿qué? Porque allí dentro hay algo malo, y no es un vertido tóxico.
Eliot estuvo a punto de no decirlo:
—Tal vez sea Woolf.
—Hummm —dijo el chico—. Ya, nadie cree realmente que eso sea plausible, Eliot. Todos estamos bastante seguros de que Woolf está muerta. —Dio unos toquecitos con aire distraído en el cristal de la ventanilla—. Tenemos un satélite enfocado hacia esa ciudad. Hemos sacado imágenes desde cien ángulos distintos. Nada se mueve allí.
Eliot condujo un rato en silencio.
—Soy el mejor que hay, defensivamente hablando —siguió el chico—. No me malinterpretes, no es que quiera alardear de ello. Pero esa es la razón por la que estoy aquí. Fui seleccionado porque no puedo ser subyugado. No va a haber ningún problema.
—Supongo que te das cuenta de que estás apostando tu vida.
—Me doy cuenta.
Eliot le dirigió una mirada. «Veintiuno», pensó.
—¿Quién te eligió? ¿Yeats?
—He tenido el honor de hablar con Yeats, sí.
—No tienes que hacer esto.
Ahora fue el chico quien lo miró a él. «Dame una señal —pensó Eliot—, y pasaremos de largo Broken Hill, Campbell, seguiremos hasta llegar a un aeropuerto. Para cuando anochezca ya estaremos en otro país. ¿Alguna vez has pensado en renunciar, Campbell? ¿En largarte, simplemente? Y déjame que te pregunte una cosa más: ¿Te has dado cuenta de que hay algo en Yeats que no está bien? Como ¿algo muerto? ¿Lo has notado?».
El chico apartó la mirada.
—Llevas demasiado tiempo en el desierto, Eliot.
Eliot contempló la carretera infinita.
—En eso tienes razón —dijo.
Condujo hasta la valla de tela metálica y apagó el motor. Permanecieron un momento en silencio, mirando los carteles. CONTAMINACIÓN. TÓXICA. NO TRASPASAR. MUERTE. Calaveras y gruesas líneas rojas. El calor presionaba como una mano.
—Son palabras, ¿no es cierto? —dijo el chico—. Palabras de miedo. —Se soltó el cinturón de seguridad—. Necesito salir de este coche.
En el exterior no hacía más fresco, pero al menos el aire se movía, arrastrando consigo polvo y arena. La carretera estaba bloqueada con una maraña de alambre de espino. A derecha e izquierda, la valla de tela metálica se extendía hacia el horizonte, con carteles colgando de ella a cada pocos metros. Unos cuantos arbustos enanos sobresalían de la tierra rojiza. El paisaje continuaba igual hasta donde alcanzaba la vista.
Eliot tenía cortaalambres en el maletero, por si acaso, pero nada había cambiado desde la última vez que había estado allí: el alambre serpenteaba por la carretera, pero no estaba fijo al suelo. No era necesario que lo estuviera. El chico tenía razón: eran las palabras las que mantenían a la gente fuera de allí. Eliot cogió el alambre y lo arrastró hacia un lado.
El chico estaba tratando de envolver su cabeza con su chaqueta de lino.
—Tengo una gorra ahí detrás —dijo Eliot—. Llévatela.
—No hace falta.
—Llévate la gorra. —Abrió la puerta trasera y sacó la gorra y una botella de agua.
—Vale. Gracias. —El chico se colocó la gorra. En la parte frontal se leía: EL TRUENO DEL CONFÍN DEL MUNDO. Eliot se la había comprado a un vendedor callejero en Adelaida—. ¿Qué tal me queda?
—¿Llevas un teléfono vía satélite?
—Sí.
—Llámame.
—Funciona. Lo comprobé en el aeropuerto. Te llamaré cuando llegue a la ciudad.
—Llámame ahora.
El chico sacó el teléfono y tecleó. El de Eliot empezó a sonar.
—¿De acuerdo? —preguntó el chico.
—Llevarás una batería de repuesto.
—Sí.
—¿Y la principal está llena?
—Está bien.
—¿Está llena?
—Mira. —El otro le mostró la pantalla—. ¿Ves la pequeña batería? Sé cómo usar un teléfono.
—Llámame en cuanto dejes de verme con nitidez. A partir de ahí mantén la línea abierta. Si la llamada se corta, sigue intentándolo hasta que consigas conectar.
—Lo haré.
—¿Cuál es tu segmento?
—¡¿Qué?!
—¿Es noventa y tres?
La expresión del chico se volvió vacía. Los entrenaban para hacer eso. El chico estaba pensando en alguna otra cosa: algo feliz, o algo triste, o algo traumático, solo él lo sabía. Se suponía que eso evitaba que pudieran leerle la mente, añadiendo ruido a su expresión facial.
—Eres un noventa y tres.
—Mierda —dijo el chico—. Se supone que no puedes hacer eso. ¿Por qué lo haces?
—Para tu protección.
—No importa. No puedo ser subyugado. ¿Quieres probarme? Adelante.
Eliot pensó en ello un momento. No dudaba de que el chico fuese bueno. Pero lo más probable era que hubiese hecho la mayor parte de su trabajo en un ambiente relativamente controlado. Si Eliot se le abalanzaba encima, le ponía una pistola en la boca y le gritaba palabras… Bueno, no era exactamente lo mismo.
—No te preocupes por mí —dijo el chico—. Estoy listo para entrar ahí.
—No asumas ningún riesgo. Si algo no te da buena espina, no investigues. Aléjate, simplemente. No tenemos por qué hacerlo todo hoy.
El chico se ajustó la gorra. Pensaba que Eliot estaba loco, por supuesto.
—Bueno, pues voy a hacerlo.
—Buena suerte —asintió Eliot.
—Eh —le dijo el otro—. Gracias.
Rodeó la alambrada y empezó a avanzar por la carretera.
Con la distancia, el cuerpo del chico parecía temblar entre el aire caliente que ascendía desde el asfalto. Pronto resultó difícil distinguirlo, su silueta se confundía con las corrientes de aire. Eliot observaba con una mano a modo de visera para protegerse del sol.
Sonó su teléfono móvil
—Gracias por la gorra —dijo el chico—. Ahora me alegro de tenerla.
—De nada.
—En serio, nunca he pasado tanto calor.
—¿Puedes ver los arrabales de la ciudad?
—Todavía no.
—Deberían estar cerca.
—Sí, lo sé. He estudiado a fondo los mapas.
Guardaron silencio. El sol golpeaba la cabeza de Eliot. Debería meterse en el coche. Esperaría unos minutos para hacerlo. Cuando el chico llegase a la ciudad.
—Le diste clase en la Academia. A Virginia Woolf. Eso he oído. ¿Es cierto? —El chico jadeaba un poco—. Tenemos que estar una hora al teléfono, Eliot, así que podemos hablar. ¡Dios! —Sopló—. Este calor es insoportable. —Eliot le oyó dar un trago de agua de la botella.
—Sí, le di clase a Woolf.
—¿Lo viste venir? En algún momento, quiero decir. ¿Alguna vez tuviste la sensación de que ella podría…?
—Podría ¿qué?
—Volverse loca —dijo el chico—. Aniquilar una ciudad entera. No pretendo ofender tu capacidad de observación, que es, claramente, muy buena. Solo me estoy preguntando cómo es posible que algo así se pase por alto. ¿Sabes? No fuiste solo tú. Fue todo el mundo. Se supone que conocemos a la gente.
—Hay un riesgo en entrenar a cualquiera. En el caso de Woolf, su potencial parecía justificarlo. —Se encogió de hombros, aunque no había nadie allí para verle hacerlo—. Nos equivocamos.
—Nunca llegué a conocerla. Ya se había ido cuando yo empecé. —Tosió—. Había sido expulsada, quiero decir. Desterrada. Lo que fuera. Hay muchísimo polvo. El viento… Creo que veo la refinería.
—Mantén los ojos abiertos.
El chico soltó una carcajada que se convirtió en una nueva tos.
—En serio, me estás poniendo nervioso sin ningún motivo. Aquí no hay nadie.
Eliot no dijo nada.
—¿Sabes lo que hago? ¿En la organización? Estoy en el Departamento Digital. Servicios web. ¿Sabes a lo que me refiero?
—La verdad es que no.
—Deberías. Ahí es donde radica todo ahora mismo. Deja que te lo cuente. Que te ponga al corriente.
—Bien —aceptó Eliot.
—Bueno, no tienes por qué seguirme la corriente. No me importa. Solo te estoy ofreciendo una visión de lo que el propio Yeats ha llamado, y cito, el mayor vector de ataque desde la imprenta, fin de la cita.
—Bien.
—La organización está cambiando, Eliot. Ya no se trata de los periódicos y la televisión. Eso pertenece a la vieja escuela. Ha quedado obsoleto. Y vosotros, los más viejos, si no tenéis cuidado, os quedaréis también obsoletos. No querrás ser obsoleto, ¿verdad?
—No.
—No. Entonces, deja que te eche una mano. —El chico empezó a jadear durante un rato—. La clave de la Web es que es interactiva. Esa es la diferencia. En la red, si alguien visita tu página ya puedes realizar un pequeño sondeo. Dice: «Eh, ¿qué piensas sobre los recortes de impuestos?». Y la gente responde y nos muestra su segmento. La primera ventaja la tenemos ahí mismo. No estás solo haciendo proselitismo, o hablando en el vacío. Estás recibiendo datos. Pero aquí viene la parte verdaderamente inteligente. Tu página no es estática. Se regenera dinámicamente. ¿Sabes lo que eso significa?
—No.
—Significa que la página tiene un aspecto diferente para cada persona. Digamos que eliges la opción de la encuesta que dice que estás a favor de los recortes en impuestos. Pues bien, ahora en tu ordenador hay una cookie y cuando vuelvas a entrar en la página, los artículos que verás en ella tratarán sobre cómo está gastando el gobierno tu dinero. La página está seleccionando contenido basándose en lo que tú quieres. Quiero decir, no en lo que tú quieres. En lo que te hará enfadarte. Lo que captará tu atención y reforzará tus creencias, y te hará confiar en la página. Y si dijiste que estabas en contra de los recortes en impuestos, te mostraremos historias de Republicanos bloqueando los programas sociales o lo que sea. Funciona en todas direcciones. Tu página está hecha de espejos que reflejan los pensamientos de todo el mundo. Es genial, ¿a que sí?
—Sí, genial.
—Y ni siquiera hemos empezado a hablar de palabras clave. Esto es solo el principio. La tercera ventaja principal: la gente que utiliza una página como esta tiende a incrementar su dependencia de ella. De repente todas esas fuentes de información, las que no están enmarcando cada historia en términos de las más profundas creencias del usuario, empiezan a parecer confusas y extrañas. Empiezan a parecer parciales, en realidad, lo cual es hasta gracioso. Así que ahora tienes a un usuario que no solo confía en ti, sino del que eres su mayor fuente de información sobre lo que está ocurriendo en el mundo. ¡Bum! Ese tío es tuyo. Puedes decirle lo que quieras y nadie te contradice. Es… —El chico tragó aire—. ¡Oh, mierda!
—¿Qué pasa?
—Me parece que estoy viendo un cuerpo.
—¿No sabías que habría cuerpos?
—Lo sabía. Claro que lo sabía. Pero saberlo y verlo son dos… ¡Oh, qué asco! Es desagradable.
—Llevan cuatro meses al sol.
—Sí. Se nota.
—¿Es solo huesos o…?
—Principalmente huesos —dijo el chico—. Esa es la parte desagradable. —Durante un rato, Eliot no escuchó nada más que su respiración—. ¡Puaj! Están por todas partes.
—Me estabas hablando del Departamento Digital.
—¿Cómo crees que murieron? —Su voz sonaba ahogada, como si estuviera cubriéndose la boca con la manga de su camisa—. ¿La palabra desnuda les reventó el jodido cerebro? ¿Como un aneurisma? Porque no da la impresión de que muriesen por un aneurisma.
—¿Por qué no?
—Están en grupos. Como si se arrastrasen para juntarse y luego muriesen.
Eliot permaneció en silencio.
—Bueno… sí, lo del Departamento Digital. —La voz del chico flaqueó—. Cuarta ventaja. Podemos susurrar. Un problema con los viejos medios de comunicación siempre ha sido que no podemos controlar quién está mirando. Hay una autoselección: la gente no ve programas que van en contra de sus creencias, pero aun así sigues teniendo personas del segmento equivocado que sí los miran. Y esas personas piensan que estás vendiéndoles basura, por supuesto, porque lo estás haciendo, y a veces montan un enorme jaleo sobre ello, y eso le llega al segmento que sí es tu objetivo. Entonces tienes una herida en tu mensaje. En el Departamento Digital, ese problema desaparece. Puedes decirle cosas a un usuario y nadie más puede oírlas, porque el mensaje está generado dinámicamente para ese usuario en concreto. Para el siguiente usuario la página tiene un aspecto diferente. Resultado final: tienes a personas de distintos segmentos y todas ellas están de acuerdo en nada, literalmente nada, excepto en que la página es una fuente genial de información imparcial. —Tomó aire—. Estoy pasando al lado de unas casas. Casas feas y horribles.
—¿Estás bien?
—Sí. Bien. Solo tengo calor.
—Descansa un poco si lo necesitas.
—¿Por qué crees que están en grupos?
—No lo sé.
—¿Crees que podrían ser familias? Como si… ¿hubieran tenido tiempo para localizar a la gente a la que amaban?
—Tal vez.
—No creo que sea eso. Algo en la forma… No sé. Pero no lo sé. —Sonó una especie de arañazo en el teléfono—. Necesito beber algo.
—Descansa.
El chico tragó agua.
—No. Quiero acabar con esto. —Hizo un silencio—. Bueno… eso es el Departamento Digital. Muy guay, ¿verdad que sí?
—Me hace preguntarme por qué nos preocupamos de todo lo demás.
—Eh. Sí. Bueno, tenemos un problema con los usuarios no identificados. Alguien visita nuestra página por primera vez, y no tenemos ni idea de quién es. No sabemos qué mostrarle. Podemos hacer suposiciones basadas en dónde están geográficamente y en el software que están utilizando. Pero eso está lejos de ser óptimo. Estamos mejorando. ¿Sabes algo acerca de las redes sociales?
—No.
—Estás… Necesitas estar al día, Eliot. Es el futuro. Todo el mundo está creando páginas para sí mismos. Imagínate a cien millones de personas rellenando encuestas y tecleando sus programas favoritos de televisión y sus inclinaciones políticas, día tras día. Es el mayor perfil de datos de la historia. Y es algo voluntario. Esa es la parte graciosa. La gente se opone a realizar un censo, pero dale una página web donde rellenar su perfil y se pasarán el día entero diciéndote quiénes son. Lo cual es… bueno… para nosotros… obviamente…
—¿Qué ocurre?
—Hay un… Ah, no pasa nada.
—¿Qué es?
—Una gasolinera. El lugar está quemado. Hay coches por todas partes. Y uno está… sí, uno está volcado. No está… uf… no está mal, ¿eh, Eliot? ¿Una palabra que puede volcar coches? —Se rio con estruendo—. Eso es neurolingüística jodidamente impresionante, ¿no te parece?
—¿Hay cuerpos?
—¡Claro que hay cuerpos! ¡Estoy hundido hasta las rodillas en cadáveres! ¡Da por hecho que hay cuerpos a no ser que te diga lo contrario!
—Entendido.
Campbell jadeó:
—No estoy hasta las rodillas. Lo… siento, estoy exagerando. Pero hay un montón. Muchísimos. —Tragó saliva varias veces—. ¿Cómo puede haber tantos? Quiero decir, ¿qué hizo? ¿Cómo pudo matar a todo el mundo?
—Descansa.
—¡Joder!
—Campbell. Necesitas calmarte.
—Veo el hospital. Está calle arriba. La calle que está jodidamente llena de cadáveres.
—Puedes dar la vuelta. No es necesario que lo hagas hoy.
El chico cogió aire y su voz sonó trémula:
—Sí, tengo que hacerlo, Eliot.
—No es tan importante. Olvídate de Yeats.
Se oyó un sonido extraño, como si se sorbiera la nariz. Luego Eliot lo identificó con una risa.
—Definitivamente llevas demasiado tiempo fuera, Eliot. Sin duda. «Olvídate de Yeats». ¡Joder, tío! —Cogió aire—. Hay montones de daños por aquí. Los coches están subidos a la acera. Lo vi en las imágenes por satélite, pero de cerca es… más real, supongo. En la pantalla del ordenador solo parecían estar mal aparcados. Como si todo el mundo hubiera tenido mucha prisa. Pero… chocaron contra cosas. Todos están… todos están en un sitio concreto por una razón. —Tragó saliva—. Estoy casi en el hospital. Parece… más pequeño… de lo que esperaba, en realidad. Como una biblioteca. Veo la entrada de Urgencias. Hay una ambulancia delante. Me refiero a una furgoneta. Una furgoneta paramédica, encima de la acera. La entrada de Urgencias es toda de cristal, pero no puedo ver el interior. —Eliot oyó que el chico se detenía—. Está muy oscuro ahí dentro. O sucio, o algo. —Titubeó—. Voy a rodear el edificio para ir a la entrada principal, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Es solo que no creo que sea necesario pasar por esa habitación negra si hay otra forma de entrar.
—Estoy de acuerdo.
—Vale. Estoy subiendo hacia la puerta principal. Mierda. Ni siquiera sé si esto es mejor.
—Dime qué ves.
—Cuerpos. Cuerpos disecados, amontonados contra el cristal. Pero, al menos, puedo ver el interior. Estoy delante de la puerta. Hay…
—¿Qué? —Esperó—. ¿Campbell?
—Se oye un sonido.
—¿Qué clase de sonido?
—No lo sé. Cállate un segundo, déjame escuchar. —Pasó un minuto—. Es como un zumbido.
—¿Una persona?
—No. Como una máquina. Algo eléctrico. Pero eso no puede ser. Aquí no hay electricidad. No es demasiado alto. Voy a abrir la puerta. —Se oyó una especie de raspadura. Eliot oyó que el chico tenía una arcada—. ¡Me cago en la puta!
—¿Qué pasa?
—El olor.
—Párate. No te muevas de donde estás.
—De acuerdo. De acuerdo. Me he detenido.
—Mira a tu alrededor. Cuéntamelo todo.
—Sillas. Mostrador de recepción. Mierda en las paredes.
—¿Mierda?
—Me refiero a cosas. Anuncios. Vacúnate. Ocho de cada diez madres sufren de depresión posparto. ¿Cuándo te hiciste un análisis de próstata?
—¿Qué pasa con el sonido?
—Oh. Sí, son moscas. Diez billones de moscas.
—Quédate ahí un momento.
Pasó el tiempo.
—Ella no está aquí, Eliot. Te lo dije. Si hubiera algo más grande que una ardilla moviéndose por aquí, lo sabríamos.
—Un conejo. En Australia no hay ardillas.
—¿No…? —El chico estalló en una carcajada—. ¿No hay ardillas? ¿Me tomas el pelo?
—No.
—¡Joder, entonces a lo mejor me mudo a vivir aquí! ¡Esto empieza a parecer el puto paraíso!
—Que no se te vaya la cabeza.
La respiración del chico se volvió áspera e irregular.
—Tienes razón. Tienes razón. —Se tranquilizó—. Voy a entrar. —Se oyó un chirrido. El sonido ambiente cambió, se volvió más espeso—. Estoy dentro.
—Cuéntamelo todo.
—Hay líneas en el suelo. Líneas de colores. Tío… Bueno, supongo que seguiré la roja. De Urgencias. Hay montones de cadáveres… Es difícil esquivarlos. ¡Jesucristo! Nunca voy a poder quitarme este olor de encima. —Ruido de pies arrastrándose—. Los cuerpos mantienen las puertas abiertas. Estoy en un pasillo. Cada vez está más oscuro. Las… oh… sí, las luces no funcionan. Solo lo estoy confirmando. Hay…
—¿Qué?
—Hay un cráneo con un hacha clavada.
—¿Un hacha?
—Sí. Un hacha roja. Del sistema antiincendios. Observo la caja de la pared de donde la sacaron. Alguien rompió el cristal y sacó el hacha y la hundió en la cabeza de este tipo. ¿Eh? ¿Eliot?
—¿Sí?
—Voy a coger el hacha. ¿De acuerdo? Solo… Me sentiría mejor si la llevase encima. Así que voy a dejar el teléfono un momento para coger el hacha.
—De acuerdo.
El teléfono produjo un sonido seco. Eliot oyó al chico gruñendo, y luego un breve chillido.
—¿Estás ahí?
—Estoy aquí.
—La tengo —dijo el chico, riéndose—. Acabo de sacar una jodida hacha de una cabeza. —Resopló—. Me siento mejor. Me siento eufórico. Eh. Se me ha ocurrido una idea. Voy a hacer una foto y te la envío.
—¿Con tu teléfono?
—Sí.
—¿Puedes hacerla sin colgar la llamada?
—No estoy… uh… seguro.
—Entonces no la hagas.
—Te la envío y te llamo de inmediato.
—No cuelgues.
—De acuerdo. Joder. De acuerdo, vale. Solo era una idea. Veo las puertas que dan a Urgencias ahí delante. Es una puerta de doble hoja. Hay montones de… oh. Acabo de descubrir que es esa cosa negra que hay en las paredes.
—Sangre.
—Sí. Montones y montones de sangre. —Una pausa—. ¿Eso de ahí…? Sí. Son ellos.
—¿Quién?
—Un equipo de extracción. Conozco a estos tipos. Quiero decir… Vi su vídeo. ¿Sabes esos tíos con trajes negros que a veces utiliza Yeats? ¿Los soldados con gafas protectoras? Se supone que les sirven de pantalla para que no puedan ser subyugados.
—Sí.
—Son ellos. Algunos de ellos, vamos. No llevan puestas las gafas. Están… están bastante destrozados.
—¿Cómo?
—Están entrelazados. Los unos con los otros. Tienen la cara negra. Sangre seca. No tienen ojos. No sé si… No sé si eso es cosa de la descomposición o si… o es… yo qué sé. —Su voz tembló—. Da la impresión de que los han metido en una jodida trituradora, Eliot.
Eliot se dio cuenta de que el chico estaba llorando.
—Campbell…
—Pero ellos no eran poetas. Esa es la diferencia. Yo soy el rey de las defensas.
—Vuelve. Puedes informar de lo que has visto. Mañana vuelves a intentarlo.
—No. No.
—Yeats puede esperar otro…
El chico alzó la voz:
—Eliot, tú no tienes ni puta idea de lo que se ha de hacer, ¿de acuerdo? Has estado en el maldito desierto y no lo sabes. No voy a decirle a Yeats que llegué hasta aquí y que me fui. Eso no va a pasar, y si tuvieras una mínima idea de lo que pasa ni siquiera lo sugerirías.
—No todos nosotros estamos de acuerdo con Yeats.
Campbell inhaló aire durante un rato.
—Podría acabar contigo, Eliot. Podría tener tu cabeza en un plato por lo que acabas de decirme.
—Lo sé.
—Sí. Sí. —Transcurrieron unos segundos—. Hay una puerta delante de mí. Una puerta de doble hoja cerrada. El cartel dice URGENCIAS.
—Campbell, por favor.
—Quiero sujetar el hacha con las dos manos. Voy a sujetar el teléfono con el hombro. —Se oyó un nuevo chirrido. Su respiración se escuchaba entrecortada, a bocanadas—. Eh, ¿Eliot?
—¿Sí?
—Te lo agradezco. Eso que has dicho sobre Yeats. Ha estado bien.
—Campbell, por favor, para. —En su mente surgieron palabras de orden. Pero a través del teléfono sonarían débiles. Probablemente no tendría sentido.
—Si algo sale mal, quiero que le digas a Yeats que soporté bien la presión —dijo el chico—. Estoy abriendo la… —Se oyó un chirrido de bisagras.
—¿Qué ves?
La respiración del chico.
—¿Campbell? ¿Qué ves? Háblame.
El teléfono retumbó en su oído. Lo apartó lo más lejos que pudo de su oreja, y cuando volvió a escuchar, no había nada al otro lado aparte de aire muerto. Se había caído al suelo, pensó, eso era el ruido. El chico lo había dejado caer.
Le pareció oír un leve crujido: ¿los zapatos del chico?
—¿Campbell? —Repitió el nombre una y otra vez, y otra y otra, y no obtuvo respuesta.
Eliot esperó apoyado en el coche mientras el sol se ponía a su espalda y el calor sangraba del aire. No esperaba que el chico fuese a volver. Pero le estaba dando la oportunidad de hacerlo.
¿Por qué estás aquí, Eliot? Ya ves hacia dónde está yendo la organización. Sabes lo que va a pasar. Y, aun así, sigues aquí.
En una hora todo estaría oscuro. Entonces se subiría al coche, conduciría durante cuatro horas hasta llegar a su hotel y telefonearía a Yeats. Le diría que Campbell no había regresado, manteniendo su voz vacía, y Yeats expresaría su pesar con el mismo tono de voz.
«Emily, Emily —pensó—. ¿A dónde fuiste?».
Algo brilló en la carretera. Entrecerró los ojos. La calina se había levantado, pero el viento le lanzaba polvo a los ojos. Al rato estuvo seguro: alguien se acercaba. Eliot se puso rígido. Alzó una mano. La figura no respondió. Había algo extraño en el modo en que se movía. Su caminar era desequilibrado, como si cojease. ¿Y si no era Campbell? Pero tenía que serlo. No había nadie más allí.
Pasó un minuto. La bruma se condensó para formar la figura de Campbell. La razón de su cojera era que iba cargando con un hacha.
Eliot volvió al coche, abrió la guantera y sacó su pistola. Cuando regresó frente a la valla, Campbell estaba a unos doscientos metros. Eliot podía ver la expresión de su cara, aquella especie de concentración vacía.
Se puso el arma en la cinturilla del pantalón y colocó las manos a modo de bocina en su boca:
—¡Campbell! ¡Quieto ahí!
El chico continuó avanzando. Tenía la camisa empapada de sudor. La pelambrera húmeda y enmarañada sobresalía por debajo de la gorra. Había perdido un zapato.
—¡Campbell, suelta el hacha!
Por un momento pensó que el chico obedecía. Pero no, lo que estaba haciendo era levantar el hacha por encima de su hombro. Cincuenta metros. Lo suficientemente cerca para percibir el olor.
—¡Vestid foresash raintrae valo! ¡Alto!
El chico atravesó la barrera de palabras como si fuesen de agua. Eliot sacó la pistola.
—¡Quieto! ¡Campbell, para! ¡Valo! ¡Alto! ¡Valo!
Los labios del chico se retrajeron. Los tendones de sus antebrazos se tensaron. Levantó más el hacha. Eliot apretó el gatillo. El chico emitió un gruñido, pero su expresión no cambió. Eliot disparó dos veces más. El hacha cayó con estruendo sobre el asfalto. El chico se desplomó y quedó de rodillas. Intentó levantarse, gruñó de nuevo y cayó de bruces en la carretera.
Eliot se puso en cuclillas. El sol ya casi se había puesto. El mundo entero estaba inundado de color naranja. Eliot se incorporó y comenzó a cargar el cuerpo en el coche.
Lo enterró en el desierto y condujo hacia la noche. Cuando distinguió las luces de la ciudad ya no pudo soportarlo por más tiempo y se detuvo en el arcén. Bajó, se apoyó en el coche y marcó un número en su teléfono, inhalando aire nocturno. Varios coches silbaron al pasarle.
—¿Sí?
—Soy Eliot.
—Ah. —Oyó un tintineo: cubitos de hielo en un vaso—. ¿Cómo se está desarrollando todo?
—Campbell está muerto.
Oyó cómo Yeats daba un trago de su bebida.
—¿Quieres decir que no consiguió volver?
—Quiero decir que le he disparado en el pecho. —Cerró los ojos, pero la sensación no mejoró, así que los abrió de nuevo—. Quiero decir que salió de allí con un hacha y le disparé.
—Suenas intranquilo.
Eliot bajó el brazo para apartar el teléfono de su oído. Cuando pudo, volvió a levantarlo.
—Estoy bien.
—Estás diciendo que Campbell se volvió loco. ¿Es eso correcto?
—Sí. Loco. Subyugado. Algo.
—¿Sabes cómo sucedió?
—Llegó a la unidad de Urgencias. Estábamos hablando. Luego él simplemente dejó de hacerlo.
—¿Cómo sonaba hasta ese momento?
—Sonaba bien bajo presión.
Se produjo un silencio.
—Resulta muy intrigante —dijo Yeats—. Lo que daría por saber lo que Woolf hizo allí.
Eliot esperó.
—Vuelve a casa, Eliot. Ya ha pasado el tiempo suficiente.
—No he encontrado a Woolf.
—Woolf está muerta.
—No lo creo.
—Deja de creer lo que quieres creer. Es impropio de ti. No has encontrado ningún rastro. Tu misión ha concluido. Vuelve a casa.
Eliot apoyó la cabeza contra el metal frío del coche y cerró los ojos.
—Sí, señor.
Apareció un punto en el paisaje nevado. ¿Un coche? Sí. Eliot comprobó el estado de su chaqueta y se aseguró de que la pistola no estuviese a la vista.
Detrás de él, las pisadas de Wil resonaron en las escaleras del avión. «Ha sido rápido —pensó Eliot—. Debe de haber pensado en algo».
—¿Qué ha pasado con lo de «merecer la pena»? —gritó Wil—. ¿No es eso lo que me dijo? Esa gente que murió, ¿yo tenía que hacer que hubiera merecido la pena salvarme?
Eliot no contestó.
—¿Eso es un coche?
La nieve crujió bajo los zapatos de Wil. Se detuvo junto a Eliot, envolviéndose con sus brazos. Eliot le miró.
—No me deje, hijo de puta —dijo Wil.
—Bien.
—¿Qué? Entonces… ¿todo bien? ¿Seguimos juntos?
—Sí.
—Y, entonces, ¿qué diablos era eso de antes? ¿Una broma?
El coche redujo la velocidad. Eliot distinguió unas caras a través del parabrisas mirando boquiabiertas el avión.
—Esto será más fácil si mantienes la calma.
—¿Ahora me está tomando el pelo? ¿Estoy intentando hacer frente a… unos poetas asesinos y mágicos y usted me toma el pelo?
—He cambiado de opinión —dijo Eliot—. Tenías razón —añadió, y avanzó hacia el coche.