El helicóptero avanzó a través de la oscuridad y Yeats se asomó a través del plexiglás para ver lo que se extendía por debajo de ellos. Broken Hill era una pequeña agrupación de luces sulfurosas, como un barco en un océano de cristal negro. De vez en cuando captaba un diminuto destello, pero esos eran los únicos indicios de que algo estaba ocurriendo.
—No me contesta nadie —dijo una voz en su oído. Llevaba puestos unos auriculares; la voz pertenecía a Plath, que estaba sentada frente a él—. Eliot, el equipo terrestre, nadie. —Intercambió los auriculares y comenzó a gritar en el otro, y Yeats volvió a dirigir su atención al paisaje. Un círculo de luz apareció ante sus ojos, rodeando un agujero negro sin fondo que identificó con la cantera principal. Nunca antes la había visto en persona: era más grande de lo que había esperado. Cuando se había interesado por primera vez, algunas décadas antes, a raíz de los indicios de que algo muy antiguo e importante había sido enterrado allí, aún se distinguían los restos de la colina que le había dado nombre a la ciudad. Ahora eso había desaparecido (no solo la habían borrado, sino que la habían invertido para transformarla en un gran foso). Le pareció algo notable por la demostración de fuerza que representaba. Las civilizaciones nacían y caían; lo que hacía que fuesen recordadas no era su contribución al conocimiento y la cultura, ni siquiera el tamaño de sus imperios, sino más bien cuánta fuerza ejercían sobre el paisaje. Eso era lo que las sobrevivía. Cien billones de vidas habían pasado sin dejar rastro desde que los egipcios habían levantado sus pirámides, cambiando el mundo no ya figurativa sino literalmente. Yeats admiraba eso. Aquel agujero de Broken Hill no era nada, por supuesto, pero duraría más tiempo que los hombres en el planeta.
—Bien —dijo Plath—. Ahora hay edificios ardiendo.
Yeats miró hacia donde le señalaba. Se veía una especie de llama intermitente.
—Tengo que decir que hay un alto grado de probabilidades de que Woolf haya utilizado la palabra. —Plath miró a Yeats como si esperase alguna reacción por su parte: si no ya un «¡Oh, Dios, no!», sí al menos un «¿Estás segura?», algún tipo de respuesta para validar su sensación de que lo que estaban viendo era un acontecimiento espantoso, posiblemente lo peor que ella podía imaginar.
—Horrible —dijo Yeats.
—Me refiero a que estamos viendo cuerpos en las calles. Alrededor del hospital, sobre todo. —Miró hacia el exterior, esperanzada—. Quizá se queme el lugar entero.
Yeats meditó sobre ello. Era muy importante que no perdiesen la palabra desnuda a causa del fuego. Eso sería verdaderamente inconveniente. Pero también estaba interesado en permitir que aquel escenario se desarrollase por completo para obtener la máxima información posible.
—Por favor, no dejéis que el hospital se incendie.
—Me encargaré de ello. ¿Sabe? Podríamos enviar a nuestra gente ahí abajo. Detener esto antes de que vaya a peor.
—No.
—Es solo que… hay tres mil personas ahí.
—Si Eliot no pudo evitarlo, no puede evitarse.
Plath asintió sin convencimiento.
—Es una gran tragedia —dijo Yeats. A veces pasaba por alto ese tipo de cosas: la necesidad de mostrar empatía.
Dieron una vuelta en torno a la ciudad. Yeats observó a varios vehículos que parecían de juguete atropellando a figuras minúsculas y estampándose contra edificios que daban la impresión de ser cajas de cerillas. En ocasiones se producía una tregua y las figuras pequeñas se dirigían hacia el hospital, y todo empezaba otra vez.
—Creo que hemos encontrado a Eliot —dijo Plath. Murmuró un momento en los otros auriculares—. En una carretera a poca distancia de la ciudad. No se mueve. ¿Qué quiere hacer?
—Llévame allí, por favor.
—Puedo enviar a un equipo.
Desde hacía no mucho, Plath había empezado a hacer eso: sugerir que quizá Yeats no supiera lo que quería. A él le preocupaba, porque significaba que ella pensaba que no estaba actuando de forma racional, y necesitaba que lo considerase racional al menos durante un tiempo más.
—Gracias, pero no.
El helicóptero se inclinó hacia un lado. Yeats contempló cómo se desarrollaba una docena de tragedias en miniatura allí abajo antes de que las ocultase el imponente muro de tierra y rocas que marcaba los límites de la cantera. El polvo envolvió el aparato. Plath se quitó el cinturón y abrió la puerta. Yeats titubeó un instante, porque llevaba puestos sus Ferragamo, de charol, que nunca volverían a ser igual después de estar en contacto con aquel terreno. Pero no tenía otros zapatos. Salió del helicóptero.
Plath señaló algo, vocalizando palabras que él no podía escuchar por encima del estruendo de las aspas, y sujetándose el peinado con las manos. Yeats comenzó a caminar, pisando con cuidado el traicionero suelo arenoso. Estuvo tentado de abandonar aquella idea. Se enfureció consigo mismo por no haber pensado en sus zapatos. Pero se había comprometido: no podía cambiar ahora de idea sin arriesgarse a revelar algo sobre sí mismo.
Plath le alcanzó. Ella llevaba un encantador par de Louboutin, pero caminaba de manera torpe, como si fuesen chanclas. Al parecer a Plath no le importaba echar a perder sus zapatos. Yeats no había sabido hasta entonces eso de ella, y algo así cambiaba mucho las cosas.
Llegaron a la carretera. El helicóptero había vuelto a elevarse y su foco giró hacia la derecha, así que Yeats comenzó a avanzar en aquella dirección. Plath jugueteaba con un auricular.
—Todavía no hay señales de Woolf —dijo—. ¿Entiendo que aún sigue vigente la orden de matarla en cuanto la veamos?
—Oh, sí —dijo Yeats—. Y supongo que será mucho más sencillo hacerlo ahora que ya no tiene en su poder la palabra.
—Si acaso ya no la tiene. Por lo que sabemos, podría continuar en el hospital. —Plath hincó una rodilla en el suelo y Yeats siguió andando. Cuando Plath volvió a alcanzarle, llevaba los zapatos colgando de la mano—. No debería haberme puesto estos zapatos.
—No —confirmó él.
—Apuesto a que Woolf está allí dentro —dijo Plath—, subyugando a la gente a medida que van entrando.
—Por favor, no des eso por supuesto —dijo Yeats, porque lo último que quería era que Woolf pudiese escapar mientras todos vigilaban el hospital. Estaba bastante seguro de que Emily no estaba cerca de allí, porque le había dado instrucciones para que no lo estuviese. Había colocado la palabra y se había marchado, de modo que una vez que todo hubiese terminado, él podría recuperarla.
—¿Ese de ahí es…? —murmuró Plath, dejando la interrogante a medias cuando el foco se movió levemente y convirtió la duda en certeza. Había un coche cruzado en mitad de la calle, y delante del vehículo estaba Eliot. Desde donde estaba, Yeats no podía distinguir si estaba vivo o muerto—. ¡Jesús, lo ha matado! ¡Woolf ha matado a Eliot!
Yeats se acercó hasta quedar a pocos metros del cuerpo. La chaqueta de Eliot se agitaba empujada por el viento que causaba el helicóptero. Yeats examinó su rostro. Al poco, Eliot parpadeó.
—No —dijo Yeats—. Está subyugado, creo.
Sintió un ligero estremecimiento. Una reacción emocional. Era extraño, pero le resultaba desconcertante contemplar a Eliot discapacitado. De todos los poetas, si tuviera que escoger al más difícil de subyugar, elegiría a Eliot. De hecho, había elegido a Eliot.
—Necesitamos hombres aquí abajo ahora mismo —ordenó Plath a través de su radio—. Eliot está catatónico.
A lo lejos se oyó el aullido de una sirena. A Yeats se le antojó una especie de canción, como si la palabra lo estuviese llamando. Le estaba esperando. Solo necesitaba recogerla. Se quedó muy quieto, evaluando su propia reacción, porque no había duda de que la quería conseguir.
—¿Yeats? —dijo Plath.
Tenía la boca seca. Un leve hormigueo en las palmas de las manos. Había pensado en diferentes posibles consecuencias de lo que sucediese ese día, pero no en la posibilidad de sentirse conmovido.
—Vamos a tener que ponernos en movimiento. Hay servicios de emergencia viniendo hacia aquí desde dos direcciones diferentes.
—Un momento —dijo Yeats. Cerró los ojos. Ahora podía percibir el peligro, la grieta que se había tragado a aquellos que lo habían intentado antes que él. Y veía lo que era necesario hacer. Abrió los ojos de nuevo y miró a Plath. Para su sorpresa, ella estaba arrancando el tacón de su zapato.
Plath vio algo en su rostro que le hizo extrañarse.
—Se había roto —explicó, y lanzó el tacón hacia la noche. Yeats oyó cómo aterrizaba mientras Plath introducía otra vez los pies dentro de sus destrozados Louboutin—. ¡Par de zapatos ridículos!
Yeats decidió que cuando estuviesen lejos de allí y a salvo de nuevo en el hotel, le haría una visita a Plath. Entraría en su habitación y la despertaría con suavidad, y la obligaría a hacérselo con sus zapatos. Con aquellos Louboutin. Lo haría con un doble propósito, por un lado poner a prueba su capacidad de controlar su excitación sexual y, por otro, enseñarle a Plath el respeto debido a un buen calzado.
—No puedo entender qué le ha llevado a Woolf a hacer todo esto —dijo Plath.
Un grupo de hombres vestidos de negro salieron corriendo de la oscuridad y comenzaron a levantar el cuerpo de Eliot.
—Puede que nunca lo sepamos —respondió Yeats.
Harry corrió por la calle principal, alejándose del hospital y del pabellón de Urgencias, y de muchísima gente que necesitaba atención médica. Había intentado ayudar. Había estado allí dentro el tiempo suficiente para vendarle la yugular a Maude Clovis, quien había tratado de arañarle los ojos mientras él hacía su trabajo. Había visto a Ian Chu, de Cirugía, cortar otras tres yugulares con un bisturí, pasando metódicamente de una persona a la siguiente y juzgando con cuidado cada nuevo ataque. Había visto también a Jim Fowles, un poli con veinte años de experiencia, entrar en el hospital con un niño que sangraba por la cabeza, y luego sacar su arma reglamentaria y ejecutar al crío allí mismo.
Fue en ese momento cuando Harry decidió marcharse. Lo que estaba haciendo, estabilizar a aquella gente, no servía de nada. Solo retrasaba lo inevitable. Se puso en pie y Fowles se volvió hacia él. La única razón por la que no había muerto entonces, bajo la mirada calmada y sin sonrisa de Fowles, era que Chu había elegido ese preciso instante para colocarse detrás del policía y mover delicadamente su bisturí de izquierda a derecha. Fowles emitió un borboteo y Chu le arrebató el revólver con sus largos dedos de cirujano y lo sopesó en su mano.
Entonces Harry había echado a correr, porque en lo único que podía pensar era en Emily. El exterior era un caos, pero lo atravesó sin detenerse. La encontró vomitando junto a la barandilla de un puente de la calle. La cogió de un brazo y tiró de ella para hacerla girar. Tenía la cara pálida y las pupilas dilatadas como un yonqui. Por un momento, le costó reconocerla.
—Lo siento —dijo Emily—. Lo he hecho yo. Lo he hecho yo. —Hundió la cabeza entre los brazos y gimoteó.
—Tenemos que salir de aquí. —Harry intentaba pensar en vehículos. Algo que no necesitase una carretera. Si pudiera regresar a la casa, podrían utilizar sus motos—. La gente se ha vuelto loca.
—¡Es la palabra! —gritó Emily. Se incorporó y dio un par de pasos de vuelta hacia el hospital, pero luego giró sobre sus talones, con las manos en la cabeza—. Lo siento. Lo siento.
—Emi —dijo Harry, pero sabía de qué estaba hablando. Aquel ridículo trozo de madera con el símbolo negro que Emily le había mostrado en casa como si fuese un talismán mágico. Como si pudiera ordenarle que la obedeciese. Lo había visto en Urgencias, con un trozo de papel pegado en el que se leía: MATA A TODO EL MUNDO. Cuando la había visto, no le había parecido lo más raro de entre todo lo que aparecía ante sus ojos—. ¿Tu palabra? ¿Funciona?
—No puedo detenerlo —murmuró Emily—. Él no me lo permitirá.
La dejó allí y corrió de nuevo hacia el hospital. Estaba aún a unos cien metros cuando vio dos coches de policía aparcados frente al edificio. La gente se lanzaba hacia ellos, los arañaba, derramándose sobre los coches y llenando el aire con sus gritos. La intención de Harry había sido entrar y coger aquel trozo de madera, romperlo en un millón de diminutos pedazos, pero saltaba a la vista que aquello iba a resultar muy peligroso. De pie en el cruce, dudó qué hacer. Oyó un coche acercándose por su espalda y su cerebro lo interpretó como una amenaza, haciéndole saltar hacia un lado para apartarse. El coche pasó lo suficientemente cerca para rozar su ropa y llevarse por delante a otra persona, y luego a otra más antes de chocar contra uno de los coches patrulla. Su motor aceleró. Harry vio al conductor tirando de la palanca de cambios, intentando meter la marcha atrás. Un policía salió de Urgencias y corrió hacia el conductor para dispararle a través de la ventanilla.
Se dio cuenta de que una figura se le acercaba desde el hospital, con un cuchillo de carnicero en la mano. Harry lo reconoció: era un celador. Y el cuchillo no era en realidad un cuchillo de carnicero, solo lo parecía. Era una sierra para cortar huesos.
—¿Jack? —dijo Harry, preguntándose cómo se suponía que podía saber la diferencia entre un hombre que llevaba una sierra para huesos como medio de autodefensa y uno que pretendiera abrirle en canal con ella, y entonces el celador echó a correr hacia él, lo cual sirvió como respuesta. Harry consideró la opción de correr también, pero en lugar de eso optó por esperar al celador hasta que se acercase lo bastante como para que pudiese golpearle y desarmarlo. Era una buena alternativa, porque el celador era un adolescente delgado que pasaba el tiempo jugando con videojuegos, mientras que Harry era todo lo contrario. Miró la sierra, pero no logró pensar en ninguna utilidad para ella, y el celador comenzó a levantarse de nuevo, así que Harry le dio un puñetazo en la barbilla con la fuerza suficiente para que se quedase allí tumbado. Entonces sí echó a correr, porque había más gente saliendo de la parte de atrás del hospital, enfermeras con las que Harry había compartido a menudo un café y, en un caso, una cama, y no quería enfrentarse a ellas.
Cuando regresó al puente, Emily había desaparecido. Miró en todas direcciones, maldiciendo. No sabía qué hacer. Delante de él, la calle estaba desierta. A su izquierda, un pequeño grupo de personas (una de las cuales cojeaba) avanzaba en dirección a él. A su derecha, no muy lejos de donde se encontraba, vio a una mujer tirada en el suelo, inmóvil. Bajo la luz de las farolas, su pelo parecía rubio. Ella era lo único en todo aquel paisaje que Harry podía comprender, de modo que fue hacia ella. Se arrodilló a su lado y comprobó sus signos vitales. Era Beth McCartney, la bibliotecaria. Tenía el pelo pegajoso a causa de un líquido oscuro. Los dedos de Harry encontraron una depresión en el cráneo de la mujer, del tamaño de una pelota de tenis. Se echó hacia atrás y resopló.
El grupo se le aproximó y pudo reconocer al profesor de matemáticas, a sus dos hijas y a una mujer que regentaba una pequeña tienda de comestibles. Dos muchachos adolescentes sostenían al cojo, que era un tipo de hombros anchos al que Harry conocía como Derek Knochhouse. En los últimos seis meses, Harry le había hecho dos lavados de estómago a Derek, y en ambas ocasiones su aspecto era mejor del que tenía ahora. Sin necesidad de tocarlo, estaba seguro de que tenía la pelvis rota.
—¡Gracias a Dios! —dijo el profesor—. Harry, tienes que ayudarnos.
—¿Qué está pasando? —preguntó la dueña de la tienda. Aferraba entre sus manos su collar, del que colgaba un crucifijo—. Oh, Dios, ¿esa de ahí es Beth?
—Tenemos que llevar a Derek al hospital.
—Un coche salió de la nada —dijo uno de los adolescentes— y se lo llevó por delante. Y luego echó marcha atrás para atropellarlo otra vez.
—Ehh —balbuceó Derek.
—Tenemos que llevarlo al hospital, Harry.
—No podéis llevarlo al hospital —contestó—. No es seguro.
—Entonces, ¿adónde? ¿Qué deberíamos hacer? —Una de las hijas del profesor intentó apartarle a Derek el pelo de delante de los ojos. Derek tosió y escupió al suelo.
—Buscad un lugar donde podáis tumbarlo y haced una barricada para protegeros hasta que esto termine.
—¿Hasta que termine qué? —preguntó la chica. Harry comprendió que solo buscaba una razón para ceder a un ataque de histeria—. ¿Hasta qué?
—Juega al fútbol —dijo uno de los amigos de Derek. Harry no vio ningún sentido a aquella frase, pero enseguida entendió que lo que pretendía decir era que se trataba de una tragedia: Derek jugaba al fútbol y probablemente ahora ya no podría volver a hacerlo. Aquello era lo peor que el chico podía imaginar.
—Creo que tiene un derrame interno —dijo el profesor de matemáticas—. ¿Qué te parece a ti, Harry?
—¿Esa es Beth?
—Sí —dijo Harry—. Está muerta, y lo siento, Derek, pero nadie puede acercarse al hospital. Están matando a gente.
El grupo comenzó a discutir con él mientras él trataba de localizar a Emily. Se estaba poniendo cada vez más nervioso al pensar en dónde podría estar.
—¡Policía! —gritó la chica. Se separó del grupo y corrió calle abajo, agitando los brazos de forma que las mangas de su vestido revoloteaban al aire. Un coche patrulla avanzaba hacia ellos con las luces apagadas y cubierto de abolladuras—. ¡Aquí! ¡Socorro!
Harry la llamó, pero enseguida se oyó un sonido seco y la chica se dobló por la mitad y cayó al asfalto. El coche siguió su camino hacia ellos.
—¿Qué diablos? —dijo uno de los chicos.
—¡Vamos! —exclamó Harry—. ¡Moveos, corred!
El padre de la chica, el profesor, la miró fijamente con la boca abierta. A la luz de la farola se distinguían minúsculos pelos de punta por toda su cara. Harry ya había visto aquella reacción en una ocasión anterior, cuando una colega le había ayudado a abrir con una sierra eléctrica un coche accidentado para acabar descubriendo a su marido en el interior del vehículo. Había tenido que envolverla en una manta térmica, porque la chica se había quedado como congelada. Literalmente congelada, como si hubiera caído dentro de un bloque de hielo. Había sido lo más extraño que había visto en su vida.
—¿Jess? —dijo el chico. No estaba llamándola, era una pregunta dirigida al grupo.
El coche patrulla estaba cada vez más cerca.
—¡Corred! —ordenó Harry. Empujó al profesor y tiró de la otra chica, la de pelo oscuro. Se oyó otro sonido seco y sintió la tentación de volverse para ver quién era, el padre o posiblemente Derek Knochhouse, pero lo cierto era que no importaba. La chica gritó e intentó soltarse de una manera que le hizo pensar que podría haber sido cualquiera de los dos, y entonces Harry se volvió a mirar y vio al policía con una mano en el volante y la otra empuñando su arma y apoyando el cañón sobre el brazo para apuntar bien. Sus ojos se movían del trecho de calle que tenía delante a la gente a la que iba disparando.
La mujer de la tienda de comestibles emitió un gorjeo parecido al de un pájaro y se sentó pesadamente. El padre de las chicas ya estaba tirado en el suelo, con los brazos plegados a los lados como si se hubiese tumbado con sumo cuidado. Uno de los chicos había salido huyendo, pero el otro intentaba arrastrar a Derek, el que había dicho que jugaba al fútbol, y Harry le gritó que corriese, pero, por supuesto, el chico no le hizo caso. Harry tropezó con el bordillo de la acera, lo que le sirvió para recordar que debía mirar por dónde coño iba, pero también le hizo soltar a la chica de pelo oscuro. Ella empezó a caminar de vuelta hacia el coche de policía, con los brazos en alto en un gesto que Harry no consiguió entender. Soltó una maldición y volvió hacia ella. Pero entonces vio a Emily.
Estaba caminando por el centro mismo de la calle. No podía ver su cara porque la luz de la farola le daba de espaldas. Su postura denotaba una petición explícita, que al principio Harry pensó que iba dirigida a él, pero luego comprendió que no era así, porque Emily se dirigía hacia el coche de policía.
La chica de pelo oscuro giró sobre sí misma y dio media vuelta. Harry pasó corriendo sin preocuparse por ella, que se desplomaba al suelo, saltó sobre el capó del coche patrulla, se deslizó por él y cayó al asfalto al otro lado. Llegó hasta Emily y cargó con ella sobre su hombro. Oyó el zumbido que producía la ventanilla del policía a su espalda. El refugio más próximo era la panadería, una desvencijada caseta de madera que quedaba demasiado lejos. Corrió en zig zag para ponérselo un poco difícil al poli.
—Bájame —dijo Emily.
Cuando le faltaban unos tres metros para alcanzar la puerta de la panadería, algo pasó silbando junto a su oído. El cristal de la puerta saltó hecho pedazos. Siguió corriendo y se lanzó contra ella, abriéndola de golpe, tropezando y cayendo sobre las baldosas del suelo, sintiendo que había balas por todas partes, y perdiendo a Emily. El interior estaba iluminado por la luz de una máquina expendedora de bebidas.
—Emi. —Se arrastró hacia ella bajo aquella luz mortuoria—. Emily. —Encontró su mano, se incorporó y tiró de ella para levantarla.
—Quiero morir.
—No —dijo Harry. La arrastró hasta la trastienda. Su cadera chocó contra una mesa y varias bandejas de horno cayeron con estrépito al suelo. Localizó la puerta trasera y descubrió que estaba cerrada con varios seguros, algunos de los cuales necesitaban una llave para poder abrirse. Soltó a Emily y sacudió la puerta—. ¡Joder! —Dejó la puerta y probó otra más pequeña, metálica, con un asa horizontal como la de los refrigeradores. Un aire frío se derramó en torno a sus tobillos. Metió a Emily dentro y cerró la puerta. Luego tanteó la oscuridad para buscar un cerrojo. Pero no había ninguno, claro. Nadie colocaba un cerrojo en el interior de una habitación refrigeradora. Ni siquiera la puerta se abría del modo que habría querido, es decir, de un modo que él pudiera bloquear. Agarró el pomo, plantó el pie detrás de la puerta y maldijo su suerte. Tal vez el poli no pretendiese darles caza. Había muchos otros objetivos entre los que elegir. Escuchó, aguzando el oído. La puerta era tan gruesa que el poli podría muy bien estar ya al otro lado de ella. Harry relajó sus músculos para estar preparado cuando fuese a necesitarlos. Oyó que alguien se sorbía la nariz. Emily estaba llorando—. Emi —le dijo—. Guarda silencio.
—Lo siento.
—Silencio.
Pero ella continuó llorando.
—He hecho algo muy malo.
—Lo sé. Cállate. —Le había parecido oír algo fuera. Pero podría ser cualquier cosa. Hacía muchísimo frío allí dentro. Demasiado para quedarse escondidos mucho tiempo.
—Debería haber sido capaz de detenerlo.
El pomo giró bajo su mano y Harry lo sostuvo con fuerza. Un momento después, la fuerza contraria se disipó y él esperó en la oscuridad. Algo duro y afilado golpeó contra la puerta. Una bala. Después otras dos. Harry sostuvo el pomo con una mano y la otra la sacudió a ciegas en la oscuridad, tratando de obligar a Emily a mantenerse agachada. Percibió un ligero olor a algo quemado. La luz se coló por tres agujeros recién hechos en la puerta. No había esperado que la puerta de un refrigerador fuese a prueba de balas, pero no pudo evitar decepcionarse al ver sus sospechas confirmadas. Encontró la melena de Emily y le dio un tirón. Ella soltó un chillido, pero enseguida la rodeó con su brazo mientras seguía aguantando la puerta, con la esperanza de que el poli no le volase la mano. Durante un instante, solo escucharon su propia respiración. Luego Harry oyó cómo el policía se movía al otro lado de la puerta, pero no pudo distinguir qué era lo que estaba haciendo.
—¿Se borra? —preguntó—. ¿La palabra?
—No.
—Me cago en la puta.
—¿Por qué estás intentando salvarme? —Harry la ignoró, porque la pregunta era estúpida. Fuera, oyó una especie de deslizamiento—. Pensaba que no me querías.
—Calla.
Harry vio un destello. Solo un resplandor a través de los agujeros de la puerta, pero fue suficiente para reconocerlo: el policía estaba prendiendo fuego a la panadería.
—Lo entendí todo mal —murmuró Emily, llorando desconsoladamente en la oscuridad.
Harry tuvo una clara visión de lo que iba a ocurrir: el poli retrocedería y se apoyaría en el marco de la puerta con la pistola apuntando hacia la habitación donde ellos estaban. En cuanto Harry abriese su puerta, el tipo le dispararía. Quizás el fuego no prendiese. Quizás el poli se daría por vencido y se largaría. O quizá no. Porque la orden no era MATA A UN MONTÓN DE GENTE, ni tampoco MATA A TANTOS COMO CONSIDERES OPORTUNO.
—Tengo algo en el ojo —dijo Emily.
Harry oyó un chisporroteo. La habitación estaba cada vez más iluminada por el fuego que había fuera.
—Emi, tengo que abrir la puerta. —Ella tenía la cabeza entre sus brazos—. Emily. Escúchame. Espera aquí hasta que te llame. ¿Entendido? No te muevas hasta que te llame por tu nombre. —¿Había algo allí que pudiese utilizar como escudo? ¿Algo que pudiese lanzar? Sí. Sí, le arrojaría al poli una bandeja de horno, y la bandeja desviaría las balas y lo cegaría al reflejar las llamas, que, por supuesto, Harry tendría que atravesar corriendo, y entonces desarmaría al poli con su entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo—. ¿Me estás escuchando? —Resistió la tentación de cogerla por los hombros y sacudirla de un lado a otro.
—Por favor, déjame, Harry.
Podía sentir el calor a través de las paredes. El poli ya debía de haberse movido. Tenía que haberse retirado a la parte delantera de la tienda, como mínimo, o tal vez hasta la calle. Ahora el mayor peligro era esperar demasiado, hasta que no hubiese ningún lugar al que ir que no fuese un infierno. Soltó el pomo y apartó las manos de Emily de su cara. Por un instante creyó realmente ver algo en su ojo, pero no era más que el reflejo de las llamas.
—Emi. Me estás cabreando. Pero no pienso dejarte. Nunca. Así que cállate. Vamos a salir de aquí. —Entrelazó sus dedos con los de ella—. ¿Preparada? —Emily lo miró fijamente—. Seguro que lo estás —dijo Harry, y la levantó en vilo. Los brazos de Emily rodeándole el cuello estaban rígidos como postes. Harry cogió aire mientras contemplaba la puerta y el resplandor de las llamas al otro lado. Besó a Emily, porque, joder, probablemente estaba a punto de morir. Luego abrió de una patada y el fuego rugió como un ser vivo, y echó a correr hacia él.
Emily despertó en una cama. No. Error. En una camilla. Algo portátil. Estaba en una habitación llena de camillas que olía fatal. A quemado. Espera. Era ella. Estaba cubierta de quemaduras. Se llevó una mano al pelo y el tacto fue horrible.
La habitación estaba llena de luz. Más allá de las amplias ventanas, el sol se reflejaba en la superficie cromada de media docena de vehículos enormes. Humvees, camionetas y jeeps. Detrás de ellos, el terreno se extendía sin fin. Emily estaba rodeada por una cinta de papel adornada con letras y números, muñecos, dinosaurios y elefantes. Las paredes estaban llenas de pósteres de Brasil y del calentamiento global. Por debajo de las ventanas había mesas unidas unas con otras. Era una clase. Emily estaba quemada, en una camilla, en una clase.
—¡Eh! —dijo una mujer—, estás despierta.
Emily no la conocía, lo cual era extraño, porque Emily conocía a todo el mundo en Broken Hill. Además, la mujer llevaba puesto un mono militar, como un soldado. Se le acercó y comprobó los tubos de Emily. Emily tenía tubos conectados a su cuerpo. Iban desde la cara interior de sus codos hasta unas bolsas de plástico enganchadas a un carrito que había junto a la cama.
—¿Cómo te sientes? —Antes de que pudiese detenerla, la mujer tiró de uno de sus párpados hacia arriba con el pulgar—. Estás en Menindee. Es una pequeña población en las afueras de Broken Hill. —La mujer tenía una chapa en su ropa que ponía: NEILAND, J.—. Estamos utilizando la escuela como hospital. ¿Tienes dolores?
Emily tenía las manos envueltas en vendas. Como si fuesen manoplas enormes. Había otras tres camillas en la habitación, pero ninguna estaba ocupada. Trató de sentarse. Recordaba el fuego, y el humo. A Harry cargando con ella a través de la cortina de fuego. Había perdido el conocimiento. Luego había tenido la sensación de volar y deslizarse por el suelo, y dar botes, y había sentido que Harry la sujetaba y la llevaba en moto. Había visto canguros huyendo de las llamas.
—¿Dónde está Harry?
—¿El hombre que te trajo aquí?
—Sí —dijo Emily—. Sí. Sí.
—Está en el vestíbulo. Están trabajando en él.
—¿Está bien?
—Relájate —dijo Neiland.
Emily estuvo a punto de preguntarle: ¿Te gustan más los perros o los gatos? Porque necesitaba saber si Neiland estaba diciéndole la verdad.
—¿Quién más?
—¿Quién más qué?
—Lo consiguió —dijo Emily—. ¿Quién más consiguió salir? —Le preocupaban las camillas vacías.
Neiland no contestó y Emily sintió hielo en el corazón, una tajada fina, como un estilete. Se llevó las manos vendadas a la cara. Le dolía el ojo.
—Les diré que estás consciente —dijo Neiland—. Procura descansar.
En cuanto Neiland salió, Emily bajó de la camilla. Se soltó los tubos con los dientes, porque sus manos resultaban inútiles. Le habían puesto una bata verde que le llegaba a los tobillos y permitía la entrada de una brisa de aire por su espalda. Debajo de la bata, sospechó que llevaba las bragas y más vendas. Tenía la sensación de estar acolchada. Echó un vistazo a través de un panel de cristal que había en la puerta y no vio a nadie, así que la abrió. Un soldado que pasaba por el pasillo la apuntó con el dedo y, sin detenerse, le dijo:
—Vuelve adentro.
—De acuerdo. —Y cerró la puerta.
Esperó hasta que el soldado se hubo marchado y volvió a abrirla. El suelo del pasillo estaba caliente. Las aulas adyacentes estaban vacías. Más adelante, detrás de una ventana tapada casi por completo con pósteres, vio soldados con máscaras en torno a una camilla en la que había alguien tumbado y envuelto en vendas y esparadrapos grises. El rostro no resultaba visible, pero Emily distinguió un antebrazo, ennegrecido y cubierto de ampollas, y supo que era el antebrazo de Harry. Se cubrió la boca para no gritar.
Uno de los soldados con máscara la vio e hizo un gesto, y Neiland se volvió y frunció el ceño. Emily trató de abrir la puerta con los codos, pero Neiland la abrió desde dentro.
—Vuelve a la cama —dijo, en un tono bajo y sensato, casi como los poetas, lo que hizo que Emily se estremeciese—. ¡Diablos, te has quitado el gotero!
—Déjeme verlo —dijo Emily, pero lo hizo sin el barítono ni la persuasión, así que Neiland la cogió del brazo y tiró de ella por el pasillo—. Por favor —pidió Emily. Pero Neiland la ignoró y la llevó de vuelta al aula para ponerla otra vez en la camilla—. Quiero sentarme a su lado.
—Él estará bien —dijo Neiland—. Deja de preocuparte.
Por alguna razón aquello cogió a Emily por sorpresa y empezó a temblar. Ni siquiera podía darle las gracias.
—¿Le quieres?
—Sí —dijo—. Sí. Sí.
—Estaba medio muerto cuando llegó al perímetro. Resultaba difícil creer que siguiese moviéndose. Tenía muchas ganas de salvarte. —Con suavidad, Neiland la obligó a recostarse—. Descansa. Si hay cambios, te lo haré saber.
Emily accedió a tumbarse.
—Vale.
—Todo irá bien —dijo Neiland en el momento en que la luz del sol rebotó sobre un coche al otro lado de las ventanas. Era un vehículo de color negro con los cristales tintados, muy diferente a los otros. Se detuvo junto a una camioneta.
Emily se incorporó.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Unas cuatro horas.
—Necesito ver a Harry. —La puerta del coche se abrió y una mujer vestida con traje se bajó de él, echándose el pelo hacia atrás. Emily la había visto en una ocasión, años atrás. Se llamaba Plath—. ¿Te gustan más los perros o los gatos?
—¿Perdón?
—¿Perros o gatos? ¿Cuáles te gustan más?
—Perros. —Neiland se irguió—. Ahora duerme.
—¿Cuál es tu color favorito?
—El malva —dijo Neiland, con una mano en la puerta, y ya no había tiempo para más preguntas. Emily había malgastado un total de cinco minutos con Neiland, y había más de veinte segmentos en los que podría encajar, pero Emily había dedicado bastante tiempo a unir grupos psicográficos a partir de unos principios comunes y tenía la sensación de que Neiland era un cincuenta y nueve—. Vecto brillia masog vat —dijo—. Vuelve aquí.
Neiland giró sobre sus talones.
—Gracias —dijo Emily—. Gracias, gracias. Llévame hasta Harry.
Siguió a Neiland de vuelta a la otra aula y se acercó a la camilla mientras la mujer inventaba excusas para conseguir que los médicos o quiénesquiera que fuesen aquellos hombres con máscaras saliesen de la habitación. Neiland había dicho que Harry se pondría bien, pero estaba envuelto en capas y capas de vendas, y lo único que Emily podía ver estaba hinchado y enrojecido. Tenía los ojos cubiertos por círculos blancos de algo blando, y Emily quería quitárselos.
—Despiértale —le dijo a Neiland—. Pero, por favor, con cuidado.
Le tocó los dedos, que sobresalían de las gasas, pero las manos estaban cubiertas también de vendas.
—Harry, ¿puedes oírme? Vamos a irnos de aquí. —Neiland terminó de bombear líquido en el gotero de Harry y Emily empezó a desenvolver sus manos. Tenían peor aspecto del que había esperado: tenía los dedos agrietados y ennegrecidos, y las grietas rezumaban un fluido rosáceo. Le cogió la mano a Harry y le dolió, pero al mismo tiempo se sintió mejor—. Cuando esté despierto, ayúdame a llevarlo a un coche. No queremos que nadie nos vea. Tienes que sacarnos de aquí y no permitir que nadie nos detenga, ¿entendido?
—Sí —dijo Neiland.
Harry hizo un ruido. Emily le quitó una de las gasas que le cubrían los ojos y luego la otra. Sus ojos se movieron bajo los párpados.
—Harry, despierta.
La puerta se abrió y Emily se dio la vuelta. En el umbral había un soldado al que no había visto antes, un tipo joven con un corte de pelo al estilo militar. Tenía una mirada fija y resuelta.
—¡Oh, mierda! —dijo Emily—. Vecto brillia masog vat, no dejes que ese tío se nos acerque.
El soldado corrió hacia ellos y Neiland se movió para interceptarlo. Intercambiaron golpes secos y silenciosos, y cayeron al suelo. Neiland sujetó a su oponente con una llave y empezó a darle vueltas a un tubo quirúrgico alrededor de su cuello. A Emily le sorprendió e impresionó la fuerza de Neiland. Volvió a centrar su atención en Harry, que estaba flotando en un nivel inferior a la consciencia, como bajo una superficie de cristal.
—Harry, por favor, despierta. Tienes que despertarte. No puedo sacarte de aquí yo sola.
Neiland y el soldado chocaron contra un carrito y tiraron al suelo el equipo quirúrgico. El soldado logró soltarse y sus ojos se posaron en Emily, que, de repente, comprendió que su plan de huida no iba a funcionar; aquel tipo iba a acabar con Neiland y luego la estrangularía a ella y a Harry, o tal vez ni siquiera eso, porque el ruido provocaría que apareciese más gente de la que ella era capaz de controlar, gente y soldados y Plath. Sintió pánico.
—¡Mátalo! —ordenó, porque tal vez Neiland no estaba poniendo todo de su parte. La orden pareció surtir efecto, porque la mujer se incorporó y golpeó al soldado en el cuello de un modo que lo tumbó de inmediato al suelo—. Mata a todo el que intente detenernos —dijo Emily, y algo se retorció en su mente al comprender lo que había dicho.
Se sintió destrozada. Notó cómo la certeza cobraba forma en su cabeza: finalmente lo había hecho, había encontrado la manera de joderlo todo de tal forma que ya no había vuelta atrás. Tenía una estrella en su ojo. Había un número incierto de personas muertas en Broken Hill, y Yeats había insertado instrucciones en su cabeza y ella las había llevado a cabo. No podía creer, en lo más hondo de su ser, que no fuese ella la responsable de todo. Había matado a gente y ahora había una estrella en su ojo que quería que siguiese matando.
—Lo siento —le dijo a Harry. Empezó a llorar, en parte por ella misma y en parte por Harry, que lo había intentado con todas sus fuerzas. Neiland y el soldado gruñían y jadeaban. Emily se inclinó y besó a Harry una vez en cada ojo—. Te quiero.
Sus ojos se movieron con rapidez, como si estuviese en la fase REM del sueño. Emily titubeó.
—Harry —dijo. Percibió una respuesta, una minúscula chispa neuroeléctrica. Le recordó la época en la que, en Washington, había buscado ejemplos de segmentos psicográficos y había puesto a prueba fragmentos de palabras en ellos. En aquel entonces había aplicado un proceso de ingeniería inversa para crear palabras enteras.
Harry era inmune. Pero tal vez solo lo fuera a las palabras que ella conocía. Quizá solo fuese un tipo de máquina ligeramente distinta, un segmento psicográfico de un solo miembro al que la organización no había puesto como objetivo simplemente porque no sabían de su existencia.
—Ko —dijo, contemplando sus párpados—. Ka. Toh. —Lo conocía muy bien, hasta el punto de saber qué movimientos eran naturales y cuáles no—. Kik. —Por encima del labio, un músculo comenzó a temblar y a Emily le faltó poco para soltar un grito. Su mente revisó varias posibilidades, tamizando conjugaciones—. Kik —repitió, para asegurarse.
El soldado emitió un sonido similar a las gárgaras. Emily lo miró y vio que su rostro se había vuelto púrpura. Neiland lo estaba ahogando. Devolvió su atención a Harry, ignorando todo excepto los cuarenta y ocho músculos que había alrededor de sus ojos. Le alimentó de sonidos. Fue construyendo paso a paso una palabra de atención, y eso era un buen comienzo, pero no lo suficiente. No sabía cuánto tiempo había pasado. Se concentró en las palabras.
Nada de aquello iba a salvarla. Lo sabía. Ya era demasiado tarde para ella, y lo había sido desde el momento en que la puerta de la furgoneta paramédica se había abierto y el cristal de la ventanilla había reflejado la palabra desnuda. Pero no era demasiado tarde para Harry.
Cuando terminó, le tocó la cara.
—Harry —susurró—. Kikkhf fkattkx hfkixu zttkcu.
Harry cambió. Emily había visto un centenar de veces a personas siendo subyugadas, pero nunca a Harry, y una parte de ella se moría de ganas de verlo, las facciones de su rostro aflojadas, su mente abierta y esperando instrucciones, su alma reducida a simple maquinaria. Podía decirle que huyese con ella, que hiciese todo lo que ella le dijese y que la amase eternamente, y él lo haría. Sería amada por el objeto en el que lo había convertido.
—Olvida todo esto —le dijo—. Márchate de aquí, olvídame, olvida que una vez viviste en Broken Hill. Conviértete en otra persona. Kikkhf fkattkx hfkixu zttkcu, olvídate de mí.
Se apartó, tambaleándose, de la camilla. No podía soportar mirar a Harry. Neiland estaba allí, como una estatua, lo que la cogió por sorpresa. El soldado yacía en el suelo, inmóvil.
—Neiland —dijo Emily—. Gracias.
Neiland esperó.
—Llévatelo lejos —siguió Emily—. Mantenlo a salvo.
Una vez que Neiland había metido a Harry en un jeep y Emily había visto cómo el vehículo se alejaba entre una nube de polvo, ella regresó a la clase en la que se había despertado y buscó un rotulador. En las clases de una escuela siempre había rotuladores. Encontró un cajón lleno de ellos y cogió un puñado, luego fue en busca de un aseo. Había un montón de gente gritando y corriendo de un lado a otro, pero la mayoría estaba en el exterior del edificio, atraída por la marcha de Neiland. Emily no vio a Plath, y eso la preocupó, porque lo peor que podía suceder ahora era que Plath la encontrase a ella.
Encontró un aseo de chicas con una barra alargada y varios lavabos situados a poca altura, para niños. Aferró con fuerza un rotulador de color azul, como lo haría un niño de corta edad, y empezó a escribir en el espejo. La primera palabra era vartix, que ya una vez le había dejado la mandíbula insensible, en su habitación de la Academia, pero había sido buena estudiante y había hecho sus deberes, y ya no tenía diecisiete años, así que logró escribirla haciendo pausas entre una letra y otra para parpadear y mirar al techo con la mente en blanco. Completó vartix y mantuvo la mirada apartada del texto mientras escribía la segunda palabra, y luego la tercera, y la cuarta, y después tuvo que inclinarse sobre un lavabo porque le invadieron ganas de vomitar. Pero lo había conseguido. Levantó otra vez el rotulador, y, manteniendo la cabeza agachada, añadió: MUERE.
Cerró los ojos. Retrocedió un par de pasos. Tomó aire. Solo funcionaría si bajaba sus defensas. «Alguien me quiere», se dijo a sí misma. Estoy a salvo. Notó que sus músculos se relajaban. Tragó saliva. Abre los ojos. Abre los ojos. Empezó a hacerlo, pero enseguida volvió a cerrarlos con fuerza. «Hazlo —dijo—. Hazlo, zorra. Sabes que si te encuentran te obligarán a hablarles de Harry. ¡Hazlo! ¡Te lo mereces!». Entonces comenzó a llorar.
Avanzó a tientas y encontró el rotulador. Mantuvo los ojos apartados de las palabras de orden y localizó la última que había escrito, MUERE, y la cambió por MUERTO. Delante de esa palabra, escribió HARRY. Antes de que pudiera cambiar de idea, se alejó unos pasos y después miró.
Estaba sentada en las baldosas del suelo. Baldosas de un aseo. Sentía la mente magullada. Tenía la sensación de que alguien acababa de subyugarla.
Menindee. Por supuesto. Harry la había llevado hasta allí. La había sacado de Broken Hill y le había salvado la vida. Pero después…
—¡Oh, no! —dijo. Harry había muerto. No habían podido salvarlo. Le había visto morir en una camilla. Un aullido brotó de sus entrañas, pero lo ahogó, porque Plath estaba allí fuera. Probablemente toda la organización la estaba buscando. Cerró el puño en torno a su pena y la transformó en rabia. Ya habría tiempo más tarde para la pena. La cuestión era que Harry había querido que ella viviese. Tenía que sobrevivir. Huiría y se escondería, y viviría, porque eso se le daba bien. Luego encontraría el modo de localizar a Yeats y su venganza sería terrible.
Pero, primero, se puso en pie y trató de pensar en cómo diablos iba a salir de allí.