Solo había una cafetería en Broken Hill que no tenía vistas a la cantera. Eliot había establecido ese dato después de tres meses de estudio: la ciudad ofrecía café en cinco locales diferentes y cuatro de ellos daban directamente a la cantera. Él frecuentó el quinto. No porque la cantera fuese un paisaje horrible (que lo era, total y profundamente horrible), sino porque estaba en todas partes. Las calles de la ciudad eran amplias, sus edificios espaciosos, el terreno más llano de lo que jamás había visto, y eso hacía que fuese imposible no fijarse en el montículo de quince metros de altura de escombros y tierra reseca que se alzaba en el corazón de la ciudad como si fuese su caja torácica. No paraba de verlo como una ola, una gran cresta ondulada de tierra vomitada que estaba a punto de engullir la ciudad. Lo cual era verdad, en cierto sentido; el viento y la erosión, y el añadido constante de nuevos escombros la acercaban más y más cada año. Con el tiempo, se lo tragaría todo. Y eso sería una gran mejora. Ese era otro dato que Eliot había establecido, mientras esperaba allí por si aparecía Woolf.
Bebía café y ojeaba el Diario La Verdad de la Barrera, un periódico de dieciocho páginas que se publicaba semanalmente. La edición que ahora tenía delante comenzaba con «Cincuenta años de felicidad», un artículo sobre un matrimonio de ancianos. Eliot lo leyó dos veces, buscando la parte que siempre faltaba en ese tipo de artículos, es decir, cómo diablos era posible. No estaba seguro de si aquellas uniones idílicas existían o si la gente simplemente las fingía porque la alternativa era muy difícil de soportar. Cada vez que creía que se había decidido por la segunda opción, se encontraba con algo como aquello, «Cincuenta años de felicidad», y empezaba a cuestionarlo otra vez.
Por supuesto no eran más que divagaciones.
Su teléfono comenzó a sonar. Dobló el periódico.
—¿Sí?
—Está aquí. Bajando por la Autopista de la Barrera. Un coche blanco. Sola.
—¿Estás seguro?
—Tenemos un montón de tecnología, Eliot.
—Sí. Gracias. ¿Cuánto tardará?
—Treinta minutos.
—Gracias. Yo me encargo a partir de ahora. —Dejó unos cuantos billetes sobre la mesa, salió de la cafetería y se dirigió a su coche. Una vez que lo hubo puesto en marcha y accionado el aire acondicionado, realizó varias llamadas. Solo para confirmar que todo el mundo estaba donde se suponía que debía estar. Habían pasado tres meses desde que Woolf había huido de Washington con una palabra robada. Todo aquello que necesitaba colocarse en posición, ya lo estaba. Pero aun así quería confirmarlo. Cuando terminó con las llamadas, metió la marcha y se dirigió hacia el muro de escombros.
Salió hasta poco más allá de un kilómetro de la ciudad y colocó el coche bloqueando la carretera. Era algo simbólico: Woolf no tendría problemas en esquivarle y seguir adelante. La idea era que el hecho de verlo allí le hiciese comprender la futilidad de continuar.
Salió y se apoyó en el coche para esperar. Era invierno, o eso se suponía. Una bandada de aves pasó por encima de su cabeza, llenando el aire con sus graznidos. Cacatúas. Al amanecer el ruido era increíble. Como si el mundo entero se estuviese cayendo en pedazos. Eliot dormía en un motel, y una noche se había despertado para descubrir un insecto del tamaño de la palma de su mano en la almohada. Ni siquiera sabía qué insecto era. Nunca había visto nada parecido.
Sintió el impulso de llamar a Brontë. Había estado pensando otra vez en ella. La culpa la tenía aquella misión: demasiado tiempo, demasiada espera. Era por Woolf. Al ver cómo tiraba abajo los muros se había dado cuenta de que podía hacerse. «Llama a Brontë —pensó—. De acuerdo. Pregúntale cómo le va. Por ningún motivo en concreto, solo como si fuese una conversación trivial».
Habían sido estudiantes al mismo tiempo, hacía casi veinte años, en la Academia que ahora ella dirigía. Eliot aún recordaba el balanceo de su pelo el día que Charlotte había entrado en clase, con los libros sujetos contra el pecho, y el ángulo de su nariz. Básicamente se había enamorado de ella al instante. Bueno, no, eso no era exacto; eso implicaba un estado binario, un cambio de no enamorado a enamorado, manteniéndose estático a partir de ahí, y lo que a él le había pasado con Brontë era enamorarse y enamorarse, cada vez más rápido cuanto más próximos estaban los dos, como planetas atraídos por la fuerza gravitacional del otro. Condenados del mismo modo, supuso Eliot.
Se resistieron durante mucho tiempo. ¿Años? Parecían años, desde luego, pero tal vez no. El caso es que ya estaban en su último curso, y les quedaba poco para graduarse. Lo recordaba porque Brontë le había dado sus palabras. Un sobre amarillento, arrugado por el uso, en cuyo interior había docenas de trozos de papel, cada uno de ellos con una palabra escrita.
—Úsalas —le dijo. Habían apagado las luces para poder detectar a cualquiera que se acercase gracias a la sombra que proyectaría por debajo de la puerta. Pero Eliot podía verle la cara con suficiente claridad—. Quiero que me subyugues.
No podía recordar su propia respuesta. Puede que hubiese intentado hacerla cambiar de opinión. Puede que no. Había pensado muchas cosas y había pasado demasiado tiempo para distinguir la diferencia entre las alternativas reales y las imaginadas. Casi todos sus recuerdos la tenían a ella como protagonista: el modo en que se tumbaba en la cama, con sus hombros desnudos brillando; su rostro cuando él susurró las primeras palabras. Esa primera vez había sido muy torpe. Le había llevado un tiempo encontrar el espacio entre estar consciente y estar subyugado, ese estado por debajo de la lucidez que abría el cuerpo a la sugestión. Cuando la alejaba demasiado de la consciencia, su rostro se aflojaba; cuando estaba demasiado cerca de la superficie, sus ojos se enfocaban y Charlotte le decía que siguiera más allá. Eliot tocó sus pechos y sus pezones estaban duros contra la palma de su mano. Ella alzó la cadera.
—Hazme el amor —dijo—. Quiero que me hagas el amor.
Gimió y gruñó como un animal. A Eliot le preocupaba el ruido, así que le ordenó:
—Silencio. —Y ella comenzó a sisear, un sonido que Eliot no había oído nunca hasta entonces.
Se le había puesto la piel de gallina. Cuando sus dedos la tocaban, producían olas por todo su cuerpo. Sus caderas subían y bajaban, y cuando él la tocaba ahí ella emitía un gemido apenas audible, como una cafetera que soltase vapor. Eliot temió haberla roto y la levantó, y entonces la desesperación se reflejó en la cara de Charlotte y le suplicó que la tumbase otra vez. Cuando lo hizo, ella soltó un suspiro de satisfacción, un ruido de total inconsciencia que indicaba que Eliot estaba muy cerca de su núcleo. Movió su mano entre las piernas de ella y se adentró en la humedad que encontró allí.
—Dentro —dijo Charlotte, y sus palabras se transformaron en un cántico jadeado en su oído una y otra vez mientras le clavaba los dedos en la espalda, y él era incapaz de detenerse.
Se desabrochó los pantalones. La penetró y, al momento, el cuerpo de Charlotte se puso rígido como el hierro, algo hecho de acero candente. Eliot alcanzó el clímax en pocos segundos.
Permanecieron en la cama durante horas. Eliot sabía que debía marcharse antes del amanecer, para que no le viese alguien escabulléndose de la habitación, pero no podía soportar la idea de separarse de ella. La abrazó mientras ella iba recuperando suavemente la consciencia. Se besaron. Cuando la luz comenzó a derramarse por el cielo y ya no pudo retrasarlo por más tiempo, se levantó de la cama. Ella le acompañó hasta la puerta, desnuda bajo la luz de la luna (Eliot nunca podría olvidarlo), y le dijo:
—La próxima vez te lo haré yo a ti.
Una cacatúa chilló desde un árbol cercano. Eliot cogió aire y lo expulsó despacio. No era momento de ponerse a recordar. No llamaría a Brontë. Aquello era historia antigua. Y había terminado mal. O quizá no mal, pero tampoco bien. Después se habían graduado y les habían enviado a diferentes partes de la organización y eso había sido el fin. Eliot no sabía si ella pensaba alguna vez en aquella época, o si acaso lo hacía, si era con vergüenza o con arrepentimiento. Le era imposible saberlo. Y también era imposible preguntarlo sin dejar a la vista sus propios sentimientos.
Un día la besaré de nuevo. Notó que le temblaban las comisuras de los labios. Un beso más. ¡Vaya un pensamiento! Ridículo. Pero no había nada malo en fantasear. No si reconocía que eso era lo que estaba haciendo, fantasear. Decidió que se permitiría a sí mismo guardar aquella fantasía. Era un pensamiento agradable.
Dos horas más tarde, oyó el crujido de unos neumáticos sobre la arena que cubría la carretera. Un vehículo blanco apareció tras una curva. Avanzaba muy despacio y se detuvo en cuanto lo vio. La luz del sol creaba una pantalla sólida en el parabrisas. Dejó de oírse el motor. La puerta se abrió y Woolf salió del coche. Emily. Estaba más delgada.
—Te agradezco que hayas parado —dijo Eliot.
Emily se puso la mano a modo de visera y giró sobre sus talones para examinar el terreno circundante. Llevaba una camiseta sucia y unos vaqueros. Posiblemente tendría la palabra sujeta en la cinturilla de los pantalones, aunque no daba esa impresión. ¿La habría dejado en el coche? Tal vez ya había comprendido que todo había terminado.
—¿Cómo cruzaste el Pacífico? —le interpeló—. Lo pregunto porque hay una porra para ver quién acierta.
—En un buque mercante.
—Registramos un montón de buques.
—Registrasteis el mío.
Eliot asintió.
—No tiene mucho sentido cuando no se puede confiar en que la gente informe de que te ha localizado. Por eso ahora están apuntándote con rifles.
Emily lo miró. La expresión de su rostro era muy medida, muy controlada. No había indicios de que hubiese descuidado su entrenamiento.
—¿Qué vamos a hacer entonces, Eliot?
—Lo siento.
—Vaya —Emily enarcó las cejas—. ¿Estás aquí para matarme?
Eliot permaneció en silencio.
—Bueno, eso es decepcionante. Realmente decepcionante, viniendo de ti.
—Pensé que podrías apreciarlo, viniendo de mí.
—Sí, bueno, ¿sabes qué? No mucho, la verdad. No mucho —dijo, negando con la cabeza—. ¿Qué te parece esto, Eliot? Haces como si nunca me hubieses visto. Voy a por Harry. Él y yo desaparecemos. Fin de la historia. —Observó su rostro—. ¿No? ¿Ni siquiera eso?
—Tienes que entenderlo: no tengo opción.
—Le amo. ¿Puedes entender eso?
—Sí.
—Si lo hicieras, sabrías que yo tampoco tengo opción.
—Puedo concederte una hora —dijo Eliot—. Puedes estar ese tiempo con él. Luego te despides y regresas aquí. Es lo mejor que puedo ofrecerte.
—Y yo declino tu oferta de mierda. He necesitado tres meses para llegar aquí, Eliot. Tres meses. Y no han sido meses fáciles. No he pasado por todo eso para una hora. —Subrayó sus palabras con gestos de negación—. Creo que deberíamos dejar claro que no puedes evitar que haga lo que quiero hacer.
—¿Dónde está? ¿En el coche?
—Sí —respondió ella—. ¿Sabes lo que es?
—Una palabra desnuda.
Emily inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Es así como se llama? Vaya. Yo solo sé lo que leí en los libros. Antiguamente no tenían un nombre para ello. O, mejor dicho, tenían muchos nombres diferentes. Lo único que todas aquellas historias tenían en común era que siempre que aparecía una palabra como esta, lo siguiente era la esclavitud de las masas. Y la muerte. Y también torres, por alguna razón.
—Estás describiendo un acontecimiento como el de Babel.
—Esta palabra subyuga a todo el mundo —dijo Emily—. A todos.
—Sí.
—Entonces, deja que te pregunte una cosa, Eliot. ¿De verdad crees que Yeats confía en que se la lleves? Porque yo solo hablé con él aquella única vez, pero no me parece su estilo. En serio que no. Si me preguntas a mí, lo que va a pasar es que te permitirán llegar a medio camino de Adelaida y entonces alguien te sacará de la carretera. Alguien con un traje negro y casco.
—Se la llevaré a Yeats —dijo Eliot—. Y Yeats lo sabe.
Emily entrecerró los ojos.
—Eres débil, Eliot. Acabo de darme cuenta. Te haces el bravucón, pero eres débil como una meada. Es una expresión local, por si te interesa saberlo. ¡Santo cielo! De verdad le llevarías esa cosa a Yeats y se la entregarías. Me resulta increíble.
Eliot no dijo nada.
—Que le jodan a Yeats. Que le jodan. Él no está aquí. Haz algo inesperado por una vez en tu vida. Tú y yo, aquí y ahora, tenemos poder. Tenemos todo el poder que necesitamos.
—No me interesa el poder.
Emily suspiró.
—Esta conversación ha sido muy decepcionante, Eliot. No voy a mentirte. Me parece que te he superado. —Empezó a volver hacia el coche.
—Detente.
—¿O qué?
Eliot fue tras ella y puso una mano en la puerta del coche antes de que Emily pudiera abrirla. Era más de lo que se había propuesto, pero era su última oportunidad, y quería concedérsela.
—Hay francotiradores. A una señal mía, te tumbarán. Si intentas sacar cualquier objeto de tus ropas, o meterte en el coche, o golpearme, te dispararán. Te dispararán si tratas de salir de Broken Hill, haga lo que haga yo. Se ha dispuesto así. Esta es la realidad que tú misma has creado. Lo mejor que puedo hacer por ti en esta realidad es concederte una hora antes de que mueras. Por favor, acéptala.
Los ojos de Emily buscaron los suyos.
—Realmente no lo entiendes. El concepto básico del amor. De darle valor a algo que sientes. No comprendes eso en absoluto. —Negó firmemente con la cabeza—. Déjame ir, Eliot.
Así pues, era el final. Eliot retrocedió, primero un paso y luego otro, dejándola a la vista de los francotiradores.
—Ah —murmuró ella—. Vamos, adelante.
Dio un tirón de su camiseta. Eliot cerró los ojos y realizó la señal, extendiendo los brazos hacia ambos lados.
No sucedió nada. No hubo disparos. Ni ruidos. Abrió los ojos y Emily seguía allí, con los brazos a los lados, las manos vacías, simplemente observándole.
—Me he pasado ocho días registrando la ciudad —explicó Emily—. Tú y tu gente destacáis como si brillaseis.
—Vart… —dijo Eliot, iniciando la secuencia que la subyugaría, y entonces las manos de Emily se movieron de un modo extraño. Eliot no tuvo claro qué era lo que estaba haciendo, pero ella lanzó una mano hacia el parabrisas y él se dio cuenta de que era un truco de magia, un movimiento para atraer la atención, pero su mirada ya se había desviado y ahora el parabrisas ya no estaba oscurecido por el reflejo del sol. En el salpicadero había un objeto con algo negro retorciéndose y arrastrándose por su superficie, y la negrura lo impactó en algún lugar de su cerebro y todo se quedó inmóvil. Algo en su interior se rebeló, en lo más profundo de su ser.
—Túmbate —dijo Emily.
Eliot se acostó en el suelo. Ante sus ojos, una hormiga avanzaba entre la arena.
—Podrías haberme ayudado, Eliot. Te di esa oportunidad. —Sus botas aparecieron en su campo de visión—. Pero elegiste a Yeats.
Las palabras pasaban sin tocarle. No evocaban ninguna reacción. Fue paciente y esperó a oír las palabras que le dirían qué hacer.
—Permanece quieto y no hables ni te muevas hasta que salga el sol pasado mañana. Después de eso, no me importa lo que hagas. —Sus botas crujieron de vuelta al coche—. Tú y yo hemos terminado, Eliot. La próxima vez, no te dejaré con vida.
La puerta del coche se cerró con estruendo. El motor se puso en marcha. El vehículo se alejó.
La hormiga alcanzó su nariz y comenzó a ascender por ella con cautela. Eliot permaneció quieto. Respiró. No habló. No se movió.
Emily llegó hasta la casa y apagó el motor. El metal repiqueteó al enfriarse. Veía la furgoneta, y el jardín, que se había echado a perder desde que ella no estaba. A través de la ventana del salón se podía ver el respaldo del sofá, la lámpara con forma de perro y una esquina de una mesa: pequeñas pruebas de su vida anterior. Las miró durante un rato, porque a lo largo de los tres últimos meses había habido ocasiones en las que había dudado que existieran.
Recogió su mochila y salió al sol abrasador. Curiosamente, se sentía frágil. Transparente. Subió los escalones y llamó a la puerta con los nudillos. La cuestión era que si Harry no se alegraba de verla, estaría en una situación complicada. Estaría completamente jodida. Pero él se alegraría de verla. Lo sabía, aunque resultaba difícil dejar de pensar lo contrario, pues las consecuencias eran horrorosas. Pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro y repitió la llamada. Harry estaba allí, se había asegurado de ello. Esperó.
Se apartó de la puerta principal y rodeó la casa. El terreno era amplio y no había señales de que hubiera salido con alguna de las motos. Se asomó a la ventana de la cocina, pero lo único que pudo ver eran platos y vasos. Probó la puerta y el pomo giró bajo su mano. Eso no significaba nada, nunca estaba cerrada. Entró.
—¿Harry? —Palpó su mochila para reconfortarse. Sintió la tentación de sacar la palabra, por si acaso había poetas agazapados en los rincones o detrás de los sofás. Era una locura. No había más gente de la organización en Broken Hill. Había estado vigilando la ciudad durante una semana. Pero, aun así, no estaba tranquila—. ¿Harry?
La sala de estar le hizo pensar que había sido solo el día anterior cuando se había marchado de allí. Los cojines del sofá estaban ahuecados: Harry había dejado su marca en uno, y Emily creyó distinguir su propia huella en el otro, la huella característica de un habitante que había estado poco tiempo allí. Ella había estado allí. Su presencia había tenido un efecto sobre las cosas. Se llevó la mano a la frente, porque le estaba costando pensar con claridad. A pesar de toda su planificación, él no estaba en casa. Debería haber pensado qué hacer ante esa posibilidad. Pero él debería haber estado allí. Tuvo un terrible presentimiento: que él sabía que ella estaba allí, y por eso no podía encontrarlo. Porque él no quería verla.
—Harry —dijo.
Quería explicárselo. Le habían pasado muchas cosas. Llevaba tres meses sin hablar con él porque esa era la única forma de mantenerlo a salvo.
Fuera, tres canguros pasaron saltando frente a la casa, uno detrás de otro. El mundo parecía irreal. Emily sintió miedo. Todo iba mal, realmente mal. Estaba empezando a pensar que, pese a todos sus esfuerzos, el suelo se calentaba más y más bajo sus pies, y podría no conseguir reunirse con Harry después de todo.
Oyó el ruido de un motor. Corrió a la cocina y lo vio dando botes montado en una moto. Harry cruzó por la ventana sin mirar hacia la casa, y Emily no se movió, porque su cuerpo se había quedado pegado al suelo. Las ruedas de la moto se clavaron a tierra. Harry bajó el pie y subió las escaleras. Sus ojos se encontraron con los de ella.
Emily abrió la boca para decir hola y él desapareció. Ella parpadeó. La puerta de atrás se abrió de golpe y Harry se abalanzó al interior como un tren. Ella levantó las manos y él se lanzó sobre ella. Emily se vio envuelta en el aroma a tierra y aceite de motor.
—¡Por Dios! —exclamó Harry—. ¿Cómo es que estás aquí?
—Simplemente lo estoy.
—¡Emi! —La apretó hasta que Emily creyó que iba a perder el conocimiento—. ¡Jesús, Emi!
—Suéltame.
—No.
Emily se enroscó alrededor de su cuerpo.
—¿Dónde estabas?
—¿Yo? ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde coño estabas tú?
Su camiseta se movió y se dio cuenta de que la estaba desnudando.
—Espera. Espera.
—He esperado —dijo él. Y ella se derrumbó, porque era cierto que había esperado mucho tiempo, igual que ella. Harry le sacó la camiseta por encima de la cabeza y la tiró sobre la encimera. La atrajo hacia sí por la cinturilla de los vaqueros. Su boca se estampó contra la de ella. Su mano se sumergió en sus pantalones. Emily sabía que debería hacerle parar, porque no estarían a salvo hasta que no estuviesen a mil kilómetros de allí, pero los dedos de Harry hallaron lo que buscaban y ella se olvidó de todo lo demás.
—Te he echado mucho de menos —dijo.
Se recostó sobre el brazo de Harry, saciada, y jugueteó con su pelo. Después de un rato así, le dio con el codo.
—Harry. —Le acarició el pecho, deseando poder hacerlo eternamente. Pero no podía—. Harry.
Él abrió los ojos y sus labios se estiraron en una sonrisa.
—Pensé que eras un sueño.
—Tengo que contarte algo que te va a sonar a locura. Y después tenemos que irnos.
Harry se sentó.
—¿Qué?
—Es difícil de explicar. —Sintió la necesidad de ponerse algo de ropa. Su mochila estaba en el suelo, en alguna parte. Tenía un vago recuerdo de haberla dejado junto a sus pantalones. El arma más poderosa de la historia y no sabía exactamente dónde la había puesto—. Hay personas que me están buscando. Les he robado algo.
—¿Qué has robado?
—Es… —titubeó—. Es una palabra.
—¿Una palabra?
—Sí. Pero no una palabra ordinaria. —Dudó otra vez—. Hay palabras que pueden persuadir a la gente. Esta es muy persuasiva. La gente que me está buscando la quiere recuperar. Me matarán para conseguirla. Nos matarán a los dos. —La expresión del rostro de Harry no había cambiado—. Se suponía que no podía volver a venir aquí. Se suponía que no podía verte nunca más. Pero tenía que hacerlo. Por eso robé la palabra. Y me ha llevado mucho tiempo llegar hasta aquí, pero lo he conseguido. Sé cómo suena todo esto, pero tienes que confiar en mí. Tenemos que irnos.
—¿Estás colocada?
—No. No.
—¿Has robado una palabra mágica?
—No… no de magia verdadera —dijo ella—. O sea, sí, es magia, en el sentido clásico, pero no en el sentido que tú entiendes.
—No sé de qué estás hablando.
—Solo confía en mí. ¿Lo harás, confiarás en mí?
—¿Y marcharnos?
—Sí.
—¿Adónde?
—No importa.
—Tengo que trabajar esta tarde.
—Eso no importa.
—Bueno, sí que importa —repuso Harry—. Soy paramédico.
—Harry. Esa cosa que he robado puede que sea la más valiosa del mundo. ¿Entiendes eso?
—Estás alucinando, Emi.
—Puedo probarlo. Solo tienes que venir conmigo. Cuando estemos a salvo, te mostraré cómo funciona.
—Mira, nadie va a ir a ninguna parte, ¿de acuerdo? Me alegro de que estés en casa. Pero necesitas calmarte.
Emily se echó hacia atrás.
—Harry…
—No te veo desde hace casi un año. Y no he sabido nada de ti durante tres meses.
—Estaba viniendo hacia aquí.
—¡Yo no lo sabía!
—Si me quieres, confía en mí.
Harry apartó las sábanas.
—Me voy a trabajar.
Emily no quería subyugarlo. Nunca había querido hacerlo: tocar la esencia de su ser y cambiarla. Pero siempre había sabido que podría ser necesario, y había hecho planes por si acaso.
—Ventrice hasfal collimsin manning. Vístete y empieza a recoger tus cosas.
Harry frunció el ceño y dijo:
—¿Qué?
Emily parpadeó. ¿Se había equivocado con su segmento? Seguro que no. Lo conocía muy bien.
—Ventrice hasfal collimsin manning. Vístete.
—Suenas como una jodida loca.
Emily se levantó de la cama, nerviosa. La personalidad de Harry era inusual. Estaba próximo al límite de su segmento, pero no era posible que lo hubiese juzgado tan mal. No era algo nuevo para ella. Harry no era un extraño para ella. Corrió al vestíbulo y encontró su mochila. Sacó la palabra desnuda y la sostuvo a la altura de su cintura. Se giró y los ojos de Harry se posaron en la palabra. Hizo una mueca. Emily se sintió más inquieta aún, porque no había visto a nadie que reaccionase así.
—Haz todo lo que yo diga. —No dijo «siempre», porque lo amaba.
Harry la miró. La expresión de su cara no era la esperada. No estaba subyugado. La miró como si nunca antes la hubiese visto.
—Emi —dijo—. Tengo un turno. ¿Qué tal si te relajas hasta que vuelva?
Emily temió no tener la palabra desnuda en la posición correcta y tuvo que resistir la tentación tremenda de mirar para comprobarlo. ¿Se habría roto? ¿O estaría cubierta de algún modo? Recorrió las estrías con los dedos y sintió que la náusea se instalaba en su cerebro. La posición era la correcta.
—Harry —dijo—. Harry.
Harry se subió los pantalones.
—Emi, tienes que quitarte de delante.
—Mira esto. Haz lo que te digo.
Él la apartó a un lado.
—¡Harry!
Pero Harry cogió su bolsa de trabajo en la sala de estar y se dirigió a la puerta principal mientras se iba abotonando la camisa. Ella corrió para cortarle el paso y le puso la palabra ante los ojos. Los ojos de Harry la miraron y luego se desviaron.
—Emi, por favor. Quítate de delante.
Emily bajó la palabra. No podía dar crédito a lo que estaba pasando. Había creído que lo tenía todo bien planeado. ¿Inmune? Había una cierta parte de ella que no se sorprendía. Sabías que sería resistente a la persuasión. Por eso te gustaba.
—Emi, lo digo en serio.
—¿No me quieres?
—Emi.
—¿Harry? ¿No me quieres? Si me quieres, ven conmigo. Confía en mí y ven conmigo.
Desvió la mirada. En su mente surgió poco a poco la idea y se transformó en certeza: Harry no la amaba. No como ella le amaba a él.
—Me voy a trabajar —dijo Harry.
Emily alzó la palabra.
—¡Ámame! —Sabía que era inútil, pero lo hizo de todos modos—. ¡Ámame!
Harry la empujó para que se apartase. Su espalda dio contra la pared y el aire de sus pulmones salió de golpe. Él bajó las escaleras y, para cuando ella fue tras él, ya estaba subiéndose a la furgoneta. Ella corrió y siguió corriendo mientras él metía la marcha atrás, pensando… pensando ¿qué? ¿Tirarse debajo del vehículo? Algo. Pero él cambió de marcha y las ruedas giraron sobre la tierra y el vehículo se alejó, dejándola allí desnuda, cubierta de polvo y sosteniendo su estúpida e inútil palabra.
Emily recogió sus ropas. Encontró su camisa hecha una bola debajo de la cama, y sus bragas entre las sábanas. Fue al aseo y se sentó en el retrete para empezar a vestirse. No sabía qué hacer. Pero no podía quedarse allí.
Salió de la casa y se subió al coche. Puso la mochila con la palabra en el asiento del pasajero. Colocó las manos sobre el volante. Sentía que una parte importante de su cerebro estaba entumecida, entumecida como en el francés «étonné», la raíz que también significaba «asombrado», una palabra usada en relación con la hechicería. Como si estuviera actuando fuera de sí misma.
Giró la llave y puso el coche en marcha. No miró por el espejo retrovisor para no tener que ver cómo desaparecía la casa. Cuando alcanzó el punto donde la carretera se bifurcaba, la ciudad en una dirección, todo lo demás en la otra, giró en dirección contraria a Broken Hill y se alejó de allí. Pasó una señal de color verde que indicaba que Adelaida estaba a ochocientos kilómetros de distancia y todavía no podía dejar de temblar. Redujo la velocidad para asegurarse de no salirse de la carretera. Notaba el sabor de la pérdida en la garganta con tanta intensidad que podría vomitar. No podía creer que estuviese marchándose sola.
Miró por el espejo retrovisor y vio a Yeats. Soltó un chillido y frenó. El coche giró y se salió del carril, envolviéndose en una nube de polvo. No había nadie. Solo había imaginado durante un segundo que Yeats estaba allí. Volvió a la carretera y siguió adelante, estremecida, pero no dejaba de mirar cada dos por tres por el espejo, con la creciente sensación de que se le olvidaba algo. O de que recordaba algo, más bien. Pensó que estaba dejando Broken Hill en peligro, y también a Harry, por culpa de Yeats. Porque Yeats había planeado algo.
Dio la vuelta. Las ruedas patinaron sobre la gravilla, pero en cuanto tuvo el morro del coche apuntando de nuevo hacia la ciudad se sintió más firme. Cuanto más se acercaba, más seguridad tenía de estar haciendo lo correcto. Podía sentir la presencia de Yeats, cobrando forma. Casi podía olerle dentro del coche. A su alrededor se movían las piezas de una maquinaria terrible que se proponía arrasar Broken Hill. Apretó a fondo el pedal y el coche voló sobre la carretera.
No era demasiado tarde. Podía encontrar a Harry y advertirle. Persuadirle. No sabía cómo pero sabía que podía hacerse. Los primeros edificios aparecieron en torno al montículo de escombros y distinguió un martillo sobre ellos, una fuerza enorme e indescriptible que caía y caía. Yeats bebiendo té. La imagen brotó en su mente de repente. Yeats con una taza de té, mirándola. El miedo le agujereó el corazón. No sabía de dónde había salido aquella imagen.
Cruzó la ciudad a toda velocidad y dejó el coche medio subido a la acera para salir corriendo hacia el pabellón de Urgencias. La furgoneta paramédica de Harry no estaba allí, pero entró de todos modos. La estancia le era familiar y se sintió más segura allí dentro. Tocó su mochila para aumentar esa sensación. Fue al mostrador de recepción, tras el que se hallaba un hombre mayor con gafas y poco pelo. Llevaba trabajando allí desde siempre, aunque Emily no podía entender por qué, pues estaba permanentemente irritado. Siempre le hacía sentir como si le estuviese molestando.
—Necesito localizar a Harry —le dijo.
El tipo la miró con cierto desprecio. Emily estaba un poco fuera de sí. Parecía una mujer que se había pasado varios meses en un buque mercante y había dormido en el desierto, y había dejado a un hombre catatónico al lado de la carretera y había tenido sexo y luego había sido abandonada, y tenía miedo de martillos invisibles.
—Está en el campo.
—¿Dónde?
El hombre continuó escrutándola.
—El campo. —Y realizó un gesto vago para acompañar sus palabras.
—Miles —dijo una enfermera que acababa de aparecer por un pasillo—, todavía estamos esperando la segunda unidad desfibriladora.
El recepcionista se volvió hacia ella, y entonces Emily se inclinó por encima del mostrador y le agarró de la camisa.
—Disculpe —dijo—. Es extremadamente importante que localice a Harry ahora mismo.
El tipo la miró y Emily comprendió que aquella situación era habitual para él: chicas que se presentaban en el mostrador y le preguntaban dónde estaba Harry porque necesitaban verlo. Ella no era más que la última de esas chicas.
—Por favor, suéltame, Emily.
—No —dijo ella. Podía sentir a Yeats aproximándose por su espalda—. Dime dónde está.
—¡Seguridad! —exclamó la enfermera.
Emily metió las manos en su mochila, y justo cuando sus dedos tocaban la fría madera, recordó bruscamente dónde había visto a Yeats tomando té. Había sido en su apartamento de Washington. Ella llevaba allí un tiempo, al menos unos cuantos meses, y él había ido a verla. Por eso nunca se había sentido sola. Porque él había estado allí. Se había sentado frente a ella y había bebido té, y le había dicho cosas. Al final, antes de irse, había dicho: «No recuerdes nada de esto hasta que vuelvas a salir de Broken Hill».
Un chico alto se colocó detrás de ella. Era el vigilante de seguridad. No la sujetó porque ambos se conocían. Emily solía conversar con él mientras esperaba a Harry. El chico jugaba al fútbol. Pero ahora no podía concentrarse en él porque en su mente no paraban de surgir recuerdos horribles que invadían su conciencia como cadáveres hinchados. «Deseo establecer con exactitud qué es lo que hemos encontrado —le había dicho Yeats—. Hay ciertas formas de experimentar que uno solo puede llevar a cabo, digámoslo así, en directo».
El recepcionista deslizó un bolígrafo y un pedazo de papel sobre el mostrador.
—Déjale una nota. —No parecía del todo antipático—. Me aseguraré de que la reciba.
—Tenéis que marcharos —dijo Emily—. Tenéis que marcharos todos. —Podía utilizar la palabra; de otra manera no la creerían. Pero podía hacerlo: podía hacer que toda la ciudad se marchase al desierto. La única duda era si podría salvarlos antes de que el martillo de Yeats cayese sobre ellos.
Cogió el bolígrafo, lo cual le sorprendió, porque no había planeado hacerlo. No tenía ningún sentido dejar ahora una nota. Pero, de todos modos, empezó a escribir. «Tú vas a llevar a cabo este experimento para mí, querida», había dicho Yeats, y la primera letra era «M» y de repente comprendió qué era lo que estaba escribiendo. Intentó apartar su mano, pero decidió no hacerlo, estaba bien así, simplemente escribiría primero la orden. Yeats no estaba acercándose. Ya estaba allí, dentro de ella. Comenzó a revolver y arañar la parte de su cerebro que no era ella, pero su mano terminó de escribir: «MATA A TODO EL MUNDO». Sacó la palabra desnuda de su mochila. Logró cerrar los ojos, eso sí podía hacerlo. Su mano izquierda encontró la protuberancia afilada que le había cortado en Washington, y la derecha colocó el pedazo de papel sobre ella.
Se oyeron varios gruñidos. Una bofetada.
—Quítenmelo de… —dijo una mujer, y su voz quedó ahogada.
Pisadas. Emily colocó la palabra desnuda sobre el mostrador, con la hoja de papel colgando de ella. Quiso arrancarla, darle la vuelta al papel o taparlo de algún modo, pero su mente le dijo que era una mala idea y ella no pudo convencerla de lo contrario.
Alguien la golpeó y cayó al suelo. Abrió los ojos y vio una gota brillante de su propia sangre. Sentía la boca entumecida. Delante de ella, un hombre mayor con un bastón se levantó de la fila de asientos en la sala de espera, con una mirada cargada de preocupación, pero entonces sus ojos se fijaron en el objeto que había por encima de Emily y toda la expresión de su cara cambió. Dio media vuelta arrastrando los pies para colocarse frente a la mujer que había estado sentada a su lado, una mujer que Emily sabía que se llamaba Maureen, porque a veces iba a Hilos Enredados a comprar ropa para su sobrina. El hombre levantó su bastón y golpeó a la mujer con tanta fuerza que perdió el equilibrio.
Emily se puso en pie. El recepcionista estaba agarrando a la enfermera por el cuello. Emily dio un paso hacia ellos, pero el vigilante disparó al recepcionista y luego a la enfermera, un tiro a cada uno. Emily resbaló y volvió a caer al suelo. Se dirigió a rastras hacia los asientos, intentando salvar la vida. Alguien gritó:
—¡Ayuda en Urgencias, código negro, código negro!
Emily supo que en dos minutos la sala estaría llena de gente, así era como funcionaban las cosas allí. Quiso gritarle a todo el mundo que saliera del edificio, que no se quedase nadie, pero no tenía palabras.
Finalmente escapó. Se arrastró por debajo de los asientos, y esa sola acción se le antojó un asesinato. Cuando llegó a la puerta, la sala se había llenado de alaridos. Como lobos.
Después la cosa. Lo cual al principio le pareció insignificante comparado con lo que estaba ocurriendo, pero más tarde comprendió que no lo era. Cuando huía del pabellón de Urgencias, la furgoneta blanca de Harry se subía de un salto a la acera. Harry la miró a través del parabrisas, y a continuación su mirada se dirigió hacia la sala que quedaba detrás de ella. La expresión de su cara se tensó mientras decidía su objetivo, y enseguida abrió la puerta del vehículo. Emily se incorporó y retrocedió con las manos levantadas, pensando que Harry iba a matarla, que de algún modo, pese a lo que había pasado antes, había sucumbido a la palabra. Pero él pasó corriendo a su lado, y ella se dio cuenta de que el objetivo que había visto en sus ojos era decisión propia: iba a ayudar.
Emily se alejó. Corrió dos manzanas antes de que su estómago se contrajese con tal intensidad que tuvo que doblarse por la mitad. Intentó vomitar pero no pudo. Un coche de policía pasó a toda velocidad con los faros y la sirena, dirigiéndose a Urgencias. Todo el mundo iría allí: los polis, cualquiera que intentase ayudar, los heridos. Aquello no tendría fin. Emily echó a correr arrastrando los pies.
El ojo le ardía. Sentía un aguijonazo de luz. La cuestión era que, cuando la puerta de la furgoneta se había abierto, el cristal de la ventanilla había reflejado por un instante la sala de Urgencias. Había sido solo un fogonazo. Pero Emily tenía la terrible sensación de que algo se le había metido en el ojo.