Debajo de su mesa había una bolsa de lona. La ropa que ocupaba la parte superior era la que Emily utilizaba en el trabajo, y debajo había otras prendas que había guardado allí para la ocasión. Cerró el sistema y se colocó la bolsa al hombro. De camino hacia la salida pasó al lado de Sashona, que estaba hablando por teléfono; Emily vocalizó «gimnasio» y la otra asintió. Notó una pequeña punzada, porque aunque nunca habían sido amigas de verdad, estaban bastante unidas para los estándares de la organización, y Emily no iba a volver a verla.
Caminó dos manzanas hasta una pequeña cafetería, un local al que iba de vez en cuando a almorzar. En el servicio, se cambió de ropa, se puso una camiseta, un par de vaqueros desgastados y una chaqueta vieja. Se quitó el maquillaje de la cara, recogió una buena capa de mugre de las baldosas del suelo y se la puso bajo los ojos y en la línea donde le nacía el pelo. Metió la ropa de trabajo y la bolsa detrás de uno de los retretes. Tampoco esperaba volver a ver ninguna de ambas cosas.
Dio una vuelta a la manzana y se acercó desde la otra calle. Allí había una puerta normal y corriente con un cartel en el que se leía INSTITUTO ROBERT LOWELL DE INVESTIGACIÓN PSICOLÓGICA. No parecía más que otro local de alquiler condenado al fracaso en el lado equivocado del edificio. Pero no lo era. Era la fachada pública de los Laboratorios. Pulsó el intercomunicador y esperó.
—¿Hola?
—Eh —dijo ella—. Me llamo Jessica Hendry. Hice uno de sus… experimentos hace un par de semanas, y me dijeron que podía volver si quería.
La puerta emitió un zumbido y Emily la empujó para abrirla. Subió un estrecho tramo de escaleras. Arriba había una pequeña sala de espera, con sillas vacías y una televisión. Detrás de unas puertas correderas de cristal había una mujer con el pelo ahuecado.
—Siéntate —le dijo.
Emily lo hizo y hojeó un ejemplar de la revista People. Ya había estado allí antes. La primera vez, el día después de haberse decidido a empezar a hacer un plan, había descubierto la entrada pero no había entrado. Miró el «Instituto Robert Lowell» en la guía telefónica y había llamado desde una cabina para averiguar que sí, que estaban interesados en recibir voluntarios para realizar experimentos, y aceptaban a gente de la calle entre las once y la una de la tarde. Le dijeron que querían verla al día siguiente, pero ella había puesto reparos, puesto que todavía no había conseguido una identidad falsa. Le llevó una semana encontrar a Jessica Hendry, una chica de su misma edad que no tenía dirección fija ni demasiado interés por lo que le deparase el mundo más allá de su próxima dosis. Jessica se encariñó con Emily de inmediato, tal vez porque intuía en ella una historia similar y también por la posibilidad de sacarle algo de dinero, y vertió en ella un torrente de información superior a lo que Emily necesitaba. A cambio, le puso un billete de cien dólares en la mano y se la apretó, diciéndole que lo guardase bien. Después lo recuperó cuando Jessica no estaba mirando, porque, honestamente, ese dinero no iba a ayudarle.
El instituto le había pedido que rellenase un cuestionario. Lo hizo con cuidado, respondiendo con sinceridad a las preguntas psicográficas, lo cual, por supuesto, la dejaba al descubierto ante cualquiera que creyese de verdad que ella era Jessica Hendry. La colocaron dentro del segmento 220, como ya había previsto. Eso debería ser bueno, porque en Laboratorios siempre faltaban sujetos del segmento 220.
Después del cuestionario, la llevaron a una habitación pequeña y brillante llena de cámaras de vídeo. Le colocaron electrodos en la cabeza y le mostraron varios anuncios de televisión, que eran en cierto modo graciosos, porque no eran anuncios de verdad, o, al menos, no para productos de verdad. Eran excusas para emitir palabras. Después de unos cuarenta o cincuenta, perdió el conocimiento, y cuando despertó, todos fingían que solo se había quedado dormida. No supo qué le habían hecho hasta que el informe apareció en el sistema. Cuando vio SEGMENTO DEL SUJETO: 220, lo leyó con ansia, pero no aparecía ninguna mención sobre ningún daño permanente. Había estado bastante segura de que en Laboratorios no realizarían experimentos dañinos a alguien que acabase de entrar voluntariamente desde la calle, pero en caso de estar equivocada la alternativa era muy mala.
Unos cuantos días después, sonó el teléfono móvil de prepago que había adquirido para contestar como Jessica Hendry, y un hombre conversó con ella para averiguar si estaba interesada en asistir a un nuevo experimento. Dijo que sí si había una recompensa económica, y el tipo le preguntó por qué no había dejado anotada su dirección, a lo que ella respondió diciendo que estaba inmersa en una época difícil y solo necesitaba un golpe de suerte y que si le iban a pagar o no, que qué importaba dónde vivía. Una vez que dejó establecido que nadie notaría qué sucediese con Jessica Hendry, el hombre la invitó a ir en cualquier momento, pues estarían encantados de verla. Y allí estaba ahora.
—Jessica —dijo la recepcionista. Emily levantó los ojos de la revista—. Tu turno.
La puerta emitió un zumbido.
Siguió a un hombre vestido con una bata blanca y carente de barbilla a través de varios pasillos iluminados mediante lámparas enclaustradas en cajetines de metal.
—Entonces me van a dar cien dólares por esto, ¿verdad? —preguntó.
—Así es —contestó el hombre.
—La otra vez me quedé dormida. —Estaba tratando de hacerle hablar para averiguar si era alguien a quien conociese a través del sistema—. Espero que los anuncios esta vez sean más interesantes.
Llegaron a un par de ascensores.
—Hoy no vamos a ponerte anuncios.
—¿No? Entonces, ¿qué?
Llegó uno de los ascensores y el hombre le hizo un gesto para que entrase.
—Es un producto.
Las puertas se cerraron y, contra su voluntad, Emily sintió que se ponía tensa. Era un ascensor pequeño. Parecía muy pequeño.
—¿Qué clase de producto?
El tipo echó un rápido vistazo a su carpeta.
—Me temo que no puedo decírtelo sin correr el riesgo de contaminar tu reacción.
—«Contaminar tu reacción». Anda que no sois raros aquí. —Los números de los pisos iban en descenso—. ¿Es un… una botella de champú, o un coche, o qué?
—Es extremadamente importante para nuestros experimentos que no tengas ninguna clase de expectativa previa.
—Ya, vale. No hay problema. —«Extremadamente importante». Era una expresión extraña. La había visto en el sistema.
Las puertas se abrieron y vio que el color de las paredes del pasillo era ahora azul claro. Un color calmante. El técnico empezó a caminar y ella lo siguió hasta una nueva puerta, en la que el hombre tuvo que insertar su tarjeta y teclear un código. Cincuenta metros más adelante, se repitió el proceso. Mientras avanzaba, se fijó en que había cámaras instaladas en el techo. Cogieron un segundo ascensor, y cuando este se detuvo las paredes pasaron a ser de cemento desnudo, ya no estaban pintadas de azul psicológico. Eso no le gustó. El pasillo terminaba ante una puerta de acero perfectamente redonda que tenía dos veces la altura de Emily. Estaba abierta, de forma que pudo ver que el interior era una pequeña estancia de cemento con una única silla de plástico naranja. Junto a la puerta de la cámara había otro hombre con bata blanca y otro tipo uniformado de gris que daba la impresión de ser de seguridad.
—Verificando —dijo el técnico sin barbilla que la había acompañado hasta allí—: Tengo un prototipo nueve, doble cero, doble uno, ocho, seis.
El otro hombre contestó:
—Confirmando prototipo nueve, cero, cero, uno, uno, ocho, seis.
—Verificando sujeto, Hendry, Jessica, número de identificación tres, uno, uno, siete, cero.
—Confirmando sujeto, la hora es ocho cincuenta y ocho, el sistema de cierre por tiempo ha abierto la cámara.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Emily, intentando esbozar una amplia sonrisa.
—Seguridad —dijo el primer técnico, sin mirarla—. El producto es muy valioso. —Entró en la habitación de cemento, para lo que hacía falta pasar por encima de un grueso borde metálico—. Sígueme, por favor.
Emily obedeció. El aire era gélido. Las paredes eran de cemento liso, excepto allí donde habían colocado seis lámparas amarillas dentro de una especie de jaulas de alambre. Había cuatro cámaras de vídeo montadas sobre trípodes y dirigidas a la silla. En el centro de la habitación había una caja. Una caja enorme de acero, con forma de ataúd.
—Por favor, siéntate.
—Ehh… —dijo ella—. Ehh…
—No pasa nada, Jessica. Será como la otra vez. Solo que ahora vamos a mostrarte un producto en lugar de unos anuncios. Voy a colocarte el casco para que podamos medir tu actividad cerebral, ¿de acuerdo?
—Sí —dijo, aunque lo que estaba pensando era: «No, no, no».
Se sentó. Hasta el plástico estaba helado. La caja de acero no tenía tapa. No que ella pudiese verla, al menos. En los lados había varias varas verticales y gruesas. ¿Émbolos? Emily miró la caja fijamente porque no podía imaginarse qué utilidad podía tener.
El técnico le tocó el pelo y ella se estremeció.
—Solo relájate. —Y comenzó a colocarle el casco.
—Eh, ¿qué me ha dicho que era esto? ¿Qué tipo de…?
—Solo un producto.
—Sí, pero, ya sabe, parece algo muy raro para un producto. ¿Qué clase de producto es? —El hombre no contestó. «Domínalo», pensó. «Extremadamente importante»: había leído un centenar de etiquetas creadas por ese tipo y sabía que era del segmento cincuenta y cinco, no había duda, y había averiguado palabras para ese segmento. Podía subyugarlo en dos segundos y obligarle a sacarla de allí. Pero no sabía qué hacer después de eso. En su plan no existía un «después». Al menos no un «después» que ella quisiera. Pero ¿por qué había una caja? ¿Por qué coño había una caja?
—Ya casi está, Jessica.
No había previsto que hubiese una caja. Había pensado que quizás hubiese un sobre. Un hombre sentado frente a ella, preparado para leer una palabra. Y antes de que pudiera hacerlo, ella se la arrebataría, porque él no estaría preparado para hacer frente a una poetisa. Estaba convencida de que aquellos tipos, aquellos técnicos aislados en sus Laboratorios, ni siquiera sabían lo que eran los poetas. Solo hacían lo que se les decía. Pero ese plan estaba claramente arruinado, porque hubiera lo que hubiese en la caja, esa cosa que convertía el gráfico «p» de una persona en una línea recta y causaba sinapsis era demasiado importante para estar en un sobre. Había sido una tontería pensar así.
—Hay una pequeña aguja en este.
Sintió una punzada de frío penetrando en su cráneo.
—Hecho. —El técnico fue hacia las cámaras de vídeo y comenzó a encenderlas. Unas luces rojas iluminaron a Emily—. Solo pon la mente en blanco y mira el producto.
—¿Qué producto?
—El producto que saldrá de la caja cuando yo haya salido.
—¿Qué quiere decir con que saldrá de la caja?
—No puedo decírtelo sin…
—Sin contaminar mi reacción, lo sé, pero ¿por qué hay una caja? ¿Qué hay dentro?
—No te preocupes por la caja.
—Solo dígame por qué tiene que haber…
—Yo no sé lo que hay en la caja —dijo el técnico—, ¿de acuerdo?
Emily vio que aquello era cierto. Y ahora que se fijaba, ¿acaso las cámaras no la enfocaban únicamente a ella? No enfocaban la caja. Era así para que más tarde, cuando el experimento hubiera concluido y la caja estuviera de nuevo cerrada, los técnicos pudieran estudiar las cintas grabadas sin resultar expuestos. También había notado que el técnico había estado evitando mantener contacto visual con ella. Sabía lo que eso significaba. El hombre colocó un aparato negro en el suelo.
—Esto es un altavoz. Yo no podré oírte, pero te estaré hablando durante el proceso.
—He cambiado de idea —dijo ella—. No quiero hacerlo.
El técnico miró hacia atrás por encima de su hombro. El tipo del uniforme gris rondaba por la puerta. «Volteen —pensó Emily—. Carlott sissiden nox, sálvame del guardia». Podría funcionar. Los dos no estaban muy separados, de modo que el técnico podría alcanzar al guardia antes de que este sacase su arma.
—¿Tenemos un problema? —dijo el guardia.
—No —respondió Emily—. No, estoy bien.
—Tiempo —dijo el guardia—. Treinta segundos.
—Relájate —le dijo el técnico a Emily, y salió.
Al momento, la puerta de la cámara empezó a moverse. Supuso que haría ruido al cerrarse, pero lo hizo con la suavidad de una sombra. Entonces se corrieron varios cerrojos que sonaron como disparos, y Emily se sobresaltó. El eco se eternizó, pero al cabo de un rato lo único que podía oír era su propia respiración. «Harry —pensó—, Harry, puede que lo haya echado todo a perder».
El altavoz negro que el técnico había dejado en el suelo emitió un zumbido. Emily necesitó un momento para darse cuenta de que le estaban hablando:
—Jesssica. —Sonaba como si la voz procediese de la luna—. Vamos a darte unos minutos para que te relajes. —Con el rumor que acompañaba la voz, la última palabra sonó como «relajessssss»—. Por favor, respira con normalidad y mantén la calma, tienes que estar en tu estado natural.
Emily empezó a quitarse el casco de la cabeza, pero parte del objeto se resistía. Cuando finalmente se lo quitó, vio que era por la aguja, que tenía diez centímetros de largo y estaba impregnada de un líquido de color claro. Lo puso en el suelo e intentó no pensar en ello. Había varios cables que salían del casco. Los siguió hasta un minúsculo contenedor gris sujeto a la parte de debajo de su silla. En su interior no había nada aparte de un chip y una pila. Se dio cuenta de que todo lo que había en aquella estancia se autoabastecía de energía. Las luces, las cámaras de vídeo, el altavoz. Se habían cuidado de no dejar nada que entrase o saliese de la habitación. Ni siquiera había cables. Si aquella puerta no se abría en unas pocas horas, se asfixiaría.
—Tengo buenas noticias, Jessica. En realidad podemos pagarte un poco más. Mil dólares por tu tiempo. ¿Qué te parece eso?
La caja debía de tener un temporizador. Y los técnicos probablemente no tendrían ningún control sobre ella; tal vez solo supieran cuándo estaba previsto que se abriese. Lo cual significaba que habría unos márgenes de seguridad. Un poco de tiempo para que todo el mundo se preparase, un poco de tiempo que ella podría utilizar.
—Piensa en lo que podrías hacer con esos mil dólares, Jessica. Apuesto a que les sacarías provecho.
Emily se acercó a las cámaras de vídeo, pero no encontró nada inusual en ellas. Las llevó a un rincón una por una y las amontonó con la luz roja apuntando hacia el suelo. Ocurriera lo que ocurriese allí, no iba a protagonizar un espectáculo. No iba a dejarse observar y analizar, ni que la utilizasen para mejorar los procedimientos. Volvió a la silla y la rodeó. Pero no era más que una silla.
—Solo un minuto más, Jessica. Ya casi estamos.
Se arrodilló delante de la caja y la tocó. No sucedió nada terrible, así que la palpó con sus manos. Estaba más caliente de lo que había esperado. Encontró una diminuta juntura en el acero, pero no podía meter en ella más que una uña, y no estaba segura de querer hacerlo. No sabía qué estaba buscando. Opciones. Pero no había ninguna.
Se puso en pie y paseó de un lado a otro. La única otra cosa que había allí era el altavoz, así que se acercó hacia él. Para su sorpresa, tenía un pequeño compartimento en cuyo interior había unas píldoras de color rojo. Las contempló durante un rato. No creía que fuesen a resultarle útiles.
—Muy bien, Jessica. Es hora de abrir la caja.
—Gahh —exclamó. Empezó a caminar hacia la caja, pero su corazón le falló y retrocedió hacia la silla—. Joder. Mierda. —Algo mecánico emitió un ronroneo. La juntura que había descubierto se abrió y la parte superior de la caja empezó a elevarse. Emily cerró los ojos con fuerza y se retiró a tientas hacia un rincón, encogiéndose contra el cemento y tapándose los oídos con los dedos. Aquella canción que tocaba el músico callejero en el andén cuando había visto a Eliot, Lucy in the Sky with Diamonds, ella solía cantarla. En San Francisco, antes de aprender trucos de cartas. Así había conocido a Benny: él tocaba la guitarra. Lucy era la que más dinero les hacía ganar, decía Benny, de manera que era la que ella casi siempre cantaba. Debía cantarla cinco veces en cada hora, día tras día. Al principio le gustaba, pero luego le pareció que era como una infección, y no había nada que pudiera hacer ni ningún lugar al que pudiera ir sin canturrearla o repasarla mentalmente, y Dios sabía que lo había intentado; se estaba destrozando a sí misma con sexo y drogas, pero la canción encontraba la forma de salir a la superficie incluso entonces. Un día, Benny tocó el acorde inicial y ella no pudo cantarla. Ya no podía cantar aquella jodida canción. Otra vez no. Se vino abajo, porque solo tenía quince años, y Benny la arrastró a la parte de atrás del centro comercial y le dijo que no iba a pasar nada. Pero que tenía que cantar. Esa canción significaba dinero. Ella perdió el control y Benny también lo perdió, y esa fue la primera vez que le pegó. Ella huyó durante una temporada. Pero después volvió junto a él, porque no tenía ningún otro lugar al que ir, y todo pareció ir bien. Como si tuviesen una tregua: ella no se quejaría por su rostro magullado y él no le pediría que cantase Lucy. Ella había estado conforme. Había pensado que era un buen trato.
Ahora había algo saliendo de la caja, y ella reaccionó buscando el meme más virulento que conocía:
—Lucy in the sky! —cantó—. With diamonds!
Pasó el tiempo y Emily no murió. No perdió la consciencia. En los espacios entre los versos de su canción, oía cosas. Por esa razón no paraba de cantar. Chillaba la canción. Entonces oyó un estallido de ruido y comprendió que era la voz del técnico, hablándole a través del altavoz. Pensó que no tenía que temer nada del técnico. Solo de la caja. Así que bajó la voz y dejó libre uno de sus oídos.
—Ponte a la pata coja —se oyó por el altavoz.
Se quitó el dedo del otro oído. Durante un rato no se movió, por si acaso la caja hablaba y necesitaba volver a taparse los oídos. Pero le habían dicho que querían que mirase algo, ¿verdad? No que lo escuchase, que lo mirase.
—Toca tu codo izquierdo.
Empezó a avanzar. Cuando llegó a la caja, palpó el lateral hacia la parte de arriba. Por encima de la juntura no había más acero. Deslizó sus manos y notó algo frío y rígido. Plástico, quizá. Lo apretó y aquello, fuera lo que fuese, cedió un poco, lo justo para detectarlo. Emily se puso de cuclillas y meditó.
—Ahora tu codo derecho, por favor, Jessica.
Se arrastró por el suelo hasta que llegó a la pared, y avanzó a tientas hasta el montón de cámaras de vídeo. Cargó con una de ellas hasta la caja. Probablemente la cámara estuviera captando algunas tomas de ella. Confirmó los contornos de la caja, la burbuja de plástico que parecía revestir lo que fuera que hubiera dentro, se puso en pie y alzó la cámara, sosteniéndola por el trípode.
—Quítate los zapatos.
Emily levantó la cámara. «Como en el golf», pensó. Dibujó un arco con sus brazos y se produjo una explosión de cristal que le indicó que no había acertado en el plástico. Ajustó sus manos en el trípode y lo intentó de nuevo. Esta vez el sonido fue más satisfactorio. Dejó el trípode en el suelo y palpó el plástico en busca de los daños.
—Siéntate.
Un arañazo. Una pequeña deformación. No del tamaño suficiente para hacer nada con ello. Pero era algo. Era una prueba de concepto. Volvió a ponerse en pie y levantó otra vez el trípode.
—Métete el pie en la boca todo lo que puedas.
Golpeó y golpeó hasta que le dolieron los brazos y el sudor le empapó la cara. Dejó caer la cámara, segura de que había destrozado el plástico, pero al tocarlo descubrió que los daños no eran tantos como había esperado. Sus manos tantearon trozos de plástico afilados como cuchillos. Empezó a apartarlos e introdujo la mano entre ellos.
—¿Quieres repasar los protocolos otra vez? —murmuró el altavoz—. Entonces: De acuerdo, acabo.
Su dedo corazón tocó algo frío, pero no logró aferrarlo. Lo apretó y aquello le mordió.
—Ay —masculló Emily—. Ay, ay.
Era afilado. Más grueso de lo que había esperado. Su forma era irregular. Había pensado que tal vez sería papel, o quizá cartulina, algún material en el que podrían inscribirse palabras, pero no se trataba de nada de eso. Comenzó a tirar para sacarlo entre las cuchillas de plástico.
—Jessica, acércate al walkie-talkie. Al punto del que sale mi voz.
El objeto quedó atrapado en la apertura del plástico y Emily lo sacudió para intentar hacerlo pasar por el hueco. No conseguía hacerse una idea de lo que podía ser. Y, sin embargo, le resultaba familiar. Tiró con todas sus fuerzas y oyó que algo se rasgaba, algo que deseó que fuese el plástico y no alguna parte vital de lo que tenía sujeto con sus manos. Entonces consiguió sacarlo y lo agarró con fuerza, jadeando.
—En el altavoz hay un compartimento, en la parte inferior. Ábrelo. Hay cuatro pastillas rojas en su interior. Son pastillas de cianuro. Si las tomas, morirás. Es importante que lo sepas. Si entiendes que tomar las pastillas te matará, asiente.
Se quitó la chaqueta y envolvió con ella el objeto. Pensó que habría sido buena idea fijarse hacia qué lado estaba el objeto, por si acaso tenía un lado bueno y otro malo (de nuevo estaba pensando en palabras escritas), pero ahora era demasiado tarde para eso. Cuando estuvo segura de que todo el objeto estaba tapado, abrió los ojos. Le sorprendió el tamaño de la estancia. Su imaginación la había hecho gigantesca.
—Trágate las pastillas.
La caja estaba detrás de ella. Vacía, esperaba, de lo que fuese que iba a apoderarse de su mente y hacerla sumisa a las terribles instrucciones del altavoz. Pero no iba a comprobarlo. Miró la bola que había formado con su chaqueta. Esa mirada requirió un gran esfuerzo por su parte. El objeto parecía tener una forma similar a la de un libro, pero era irregular y muy pesado. Metió una mano en la chaqueta y probó a tocar la superficie del objeto. Estaba helado, como si fuese de metal. Encontró una pequeña protuberancia de bordes afilados, y comprendió que aquello era lo que debía de haberle cortado, así que al menos sabía en qué posición lo sostenía.
Oyó los cierres de la puerta. Se le acababa el tiempo. Sus dedos palparon estrías y hendiduras rugosas en una superficie suave, y mientras su mente trataba de unir aquellos datos, notó que algo se espesaba y retiró la mano con un grito ahogado. Le invadió una sensación de náusea. Sintió que empezaba a desvanecerse y luchó contra ello, porque eso supondría el final. «Aquí —se dijo a sí misma—, estoy aquí mismo».
La cámara se llenó de luz y apareció una sombra que partió en dos el resplandor.
—¡Oh, Dios! —dijo alguien. El técnico.
Emily oyó pasos y empezó a desenvolver el objeto. Años atrás, en una librería secreta de la Academia, había leído historias sobre encantamientos en masa. Sobre torres y sobre la división de las lenguas. Había pensado que eran mitos. Todo lo que le habían enseñado decía que no había forma de subyugar a todo el mundo a la vez. Las palabras de la organización estaban dirigidas a segmentos psicográficos particulares, así era como funcionaban. Y esas palabras no hacían que un gráfico «p» fuese plano. No provocaban una sinapsis. Algo que pudiese hacer eso no era una palabra normal. Era la típica palabra que salía en los cuentos. Si algo hacía que mereciese la pena llenar un edificio de tipos con trajes espaciales que no podían ver ni oír nada más que a través de sus cascos, y enterrarlo en una tumba de cemento con una puerta de acero con un sistema de apertura por tiempo y más gruesa que la propia Emily, probablemente fuese lo que tenía en sus manos.
El tipo del uniforme gris entró corriendo con su pistola en la mano. El técnico seguía allí, conmocionado. La chaqueta de Emily cayó al suelo. Madera. Ahora reconoció su tacto. El objeto era de madera petrificada. Apretó la parte trasera del objeto contra su pecho, manteniendo la mirada hacia arriba. Si estaba equivocada, iba a descubrirlo ahora mismo. Resultaría bastante ridículo. En aquel momento, a no ser que el objeto fuese exactamente lo que ella pensaba, estaba completamente jodida.
—No os mováis —dijo.
El vigilante se detuvo. Se hizo el silencio. Y en ese silencio, Emily empezó a creer.
—Tocaos la nariz —dijo—. Los dos.
Sus manos se alzaron. Emily sintió un hormigueo en la columna vertebral. Una cosa era entender el concepto, y otra verlo. Tomó aire. Esa era la primera parte. Ahora venía la segunda:
—Decidme cómo salgo de aquí —dijo.