[ U N O ]

Intentó pillar a Harry en momentos inconvenientes. Cuando iba a meterse en la ducha, o justo cuando había cerrado los ojos por la noche, o cuando llegaba a la puerta del coche y se le había hecho tarde para ir al trabajo.

—¿Me quieres? —le preguntaba. Sonreía, para que él supiese que estaba tomándole el pelo.

—Tal vez —respondía él. O no decía nada. A veces la mirada que le dirigía parecía significar: «Claro, ¿por qué lo preguntas?», y otras veces era más como: «Para con eso, se me hace tarde».

Sí la amaba. Ella estaba segura de ello. Todas las evidencias apuntaban a que así era. Entonces, ¿por qué no lo decía? Esa era la parte que le fastidiaba. Sí, de acuerdo, en el mundo de Harry, no era necesario decir algo para que fuese real. Pero ¡vamos!

Ella lo había dicho. Lo había dicho muchas veces, desde tres semanas atrás y con una frecuencia creciente desde entonces, con la excepción de una sequía de cuatro días durante la semana anterior que había tenido la esperanza de que tuviese algún tipo de consecuencia, pero no la había tenido. Y la situación la estaba volviendo loca, porque ella podía obligarle a decirlo. No poseía un gran número de palabras, pero conocía algunos trucos, y había averiguado su segmento, y no había duda alguna en su mente de que sería capaz de obligar a Harry Wilson a decir lo que ella quisiera. Pero si hacía eso, no sería real. No sería él. Sería ella, hablándose a sí misma, a través de él. Resultaba muy frustrante.

—Ese coche ha dado vueltas por toda la ciudad —dijo la mujer que le estaba preparando un sándwich a Emily. Ella se volvió. Al otro lado de la calle había un vehículo oscuro con los cristales tintados y el motor encendido. La capa de polvo que lo cubría indicaba el largo trayecto que había recorrido—. ¿Lo ves?

—Sí —dijo Emily.

—No es de por aquí.

—No. —Miró el sándwich que la mujer, Cheryl, estaba haciendo. Había ido a aquel local prácticamente todos los días laborables de los últimos cuatro años. Podría decirse que se había casado con los sándwiches de Cheryl.

—Ha ido a las minas —dijo Cheryl, haciendo un gesto con el cuchillo—. Mira las ruedas.

Emily miró y vio las ruedas cubiertas de tierra rojiza.

—Alguien de la ciudad, supongo. Del gobierno —siguió Cheryl, dándole la vuelta a la rebanada de pan—. ¿Sal y pimienta, cariño?

—No, gracias.

—No dejo de pensar que podrías cambiar de idea —dijo Cheryl, cortando más pan—. No puedo entender que te lo comas así.

—Me gusta así —contestó.

Sacó el sándwich al exterior, aunque se le habían quitado las ganas de comérselo. El coche permanecía agazapado en un extremo de su campo de visión, pero no lo miró. Cuando el vehículo se puso en marcha, ella se adentró por una calle peatonal, donde no podía seguirla, y dio un rodeo para llegar a Hilos Enredados. Cerró la puerta con llave y se sentó detrás del mostrador. No sabía cómo sentirse. Hacía dos años, quizá solo uno, habría echado a correr hacia el coche. Se habría destrozado las manos contra él pidiéndole que se detuviese. Pero ahora las cosas eran diferentes.

Un joven vestido con un traje gris se presentó en la puerta. Tiró del pomo, lo empujó, y luego puso la mano en el cristal y atisbó el interior. Cuando la vio, señaló el pomo y vocalizó: «¿Está abierto?».

Emily le abrió. Era joven, apenas un muchacho, en realidad. Por su tono de piel saltaba a la vista que venía de muy lejos.

—Gracias —dijo el chico, y entró. Se peinaba hacia un lado y el flequillo le caía delante de los ojos, con un estilo que ella no conocía—. ¡Uauhh, qué calor!

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Emily.

El chico sonrió, como si le gustase aquella ficción.

—Se trata de buenas noticias. Puedes volver.

Emily no dijo nada.

El otro miró hacia el exterior.

—Ha sido un viaje realmente largo. Me avisaron de que lo era, pero… es más largo de lo que esperaba. —Miró a Emily—. Nada, nada y nada, durante todo el trayecto. ¿Te has acostumbrado? —Ella no contestó—. A mí me parece que tiene que ser muy difícil acostumbrarse.

—Puedes acostumbrarte a cualquier cosa.

—Por supuesto. Podemos irnos de inmediato.

—¿Hoy?

—¿Supone eso un problema? —Sus ojos eran grises, igual que su traje.

Ella negó con la cabeza. No quería problemas.

—Dame tu número de teléfono. Te llamaré en un par de horas.

—Yo no me molestaría por hacer las maletas. Aquí no hay nada que vayas a volver a necesitar.

—Si no le digo a la gente que me voy, me buscarán. Me declararán desaparecida. Sería un jaleo.

El chico se quedó en silencio. Iba a decirle que la organización podía encargarse de una denuncia de personas desaparecidas. Pero cambió de opinión y se encogió de hombros:

—Como quieras. —Buscó algo en sus bolsillos. Emily se preguntó si habría ido a la Academia. Podría haber sido uno de los más pequeños, un chico delgaducho e inapreciable, demasiado pequeño para fijarse en él. Pero no estaba segura. Todo se le antojaba demasiado lejano—. Has acabado por convertirte en parte de este lugar, ¿eh?

—Es un lugar pequeño. No había más remedio.

El chico sonrió como si no le creyese y le tendió una tarjeta:

—Estaré en el coche.

Emily telefoneó a la propietaria de Hilos Enredados, Mary, y le dijo que necesitaba marcharse enseguida, que su madre se estaba muriendo. La voz de Mary se inundó de amabilidad y le dijo que estaba bien, que se tomase todo el tiempo que considerase necesario.

—No sabía que seguías en contacto con tu familia.

—No lo hacía. Me han llamado para decírmelo.

Después condujo al hospital y esperó. Nunca sabía dónde podía estar Harry, pero el mejor lugar para esperarle era Urgencias. A veces Emily se sentaba y leía revistas al lado de granjeros con las manos envueltas en toallas ennegrecidas y madres con niños enfermos. El pabellón de Urgencias tenía una puerta doble de cristal, y cuando veía llegar la furgoneta de paramédicos, con el sol haciendo brillar su capó blanco, siempre se sentía emocionada, como si hubiera ganado un premio.

Pero en esta ocasión cuando lo vio rompió a llorar. Fue algo inesperado y chocante, y si el muchacho de la organización hubiera estado allí para verlo, quién sabe qué habría podido ocurrir. Harry se acercó a ella, alarmado, y Emily oyó que de sus labios brotaba la mentira sobre su madre. Cáncer. Le abrazó y respiró su aroma mientras pudo.

—¿Quieres que te acompañe?

—No —dijo, agradecida por el ofrecimiento—. No puedes hacerlo.

—¿Cuánto tardarás en volver? —Antes de que pudiera responderle, el propio Harry hizo un gesto de negación—. No lo sabes. No pasa nada. Tómate tu tiempo. —Le dio un beso en la cabeza—. Pero vuelve.

—Lo haré —dijo Emily, y le sorprendió lo verdaderas que parecían las palabras al salir de su boca—. Lo haré, lo prometo.

Finalmente, se apartó de él. Había gente mirando, y cuanto más se alargase el abrazo, más difícil resultaría, así que cuando Harry se ofreció a llevarla a casa, ella se negó. Tenía que alejarse mientras aún pudiera hacerlo.

—Te quiero —dijo, y él sonrió con tristeza, y al verlo en retrospectiva, ¿acaso no resultaba obvio? Debería haberlo visto venir. Pero el amor volvía estúpida a la gente, y ella estaba muy enamorada. La doble hoja de la puerta de Urgencias se abrió y Emily salió al exterior, y lo único que le permitía soportar aquello era la convicción de que regresaría.

Una hora más tarde, estaba en el coche negro, contemplando en el espejo retrovisor cómo el polvo se tragaba Broken Hill. El chico puso el vehículo a ciento treinta kilómetros por hora y manipuló su teléfono con una mano.

—Duérmete, si quieres —le dijo—. No hay nada que ver durante las próximas ocho horas.

Era cierto. Pero no podía dormirse. El chico no paraba de mirarla, así que se encogió en su asiento y le dio la espalda. Un rato más tarde otro coche se cruzó con ellos en dirección opuesta, brillante por la parte superior y cubierto de tierra y polvo por la inferior. Emily observó en el espejo cómo iba empequeñeciéndose. Un minuto después se cruzaron con otro coche idéntico, y luego con otro.

—¿Cuántos sois?

—¿Eh? —dijo el chico.

—Esos coches —explicó Emily.

El muchacho se encogió de hombros.

—Será gente de la zona.

Emily se recostó en el asiento. Delante de ellos apareció un camión enorme, de dieciocho ruedas, que seguía a los coches con los que acababan de cruzarse. No tenía ningún logo, y arrastraba un contenedor de acero que no se parecía a ningún otro que ella hubiese visto, pero esta vez no dijo nada.

El trayecto duró treinta y cuatro horas, lo suficiente para desarrollar un odio acérrimo hacia el chico de la organización y hacia todo lo que él representaba. Se alegró de que los asientos de primera clase fuesen como cápsulas, de modo que disponía de espacio para esconder su tristeza. No sabía qué había motivado la llegada del chico, si era porque la organización había considerado que ya había pasado el tiempo necesario para que ella hubiese escarmentado, o si la habían estado observando, o si había sucedido algo, o qué. Pero fuera por la razón que fuese, esperarían de ella que fuese capaz de controlar sus emociones.

Desembarcó, desorientada y magullada en alguna parte del interior de su cuerpo, y salió al sol invernal de Washington. Una limusina la llevó a un hotel de lujo, donde el chico se despidió de ella, y Emily durmió durante catorce horas. Despertó y vio una luz roja parpadeando en el teléfono de la mesita de noche. Pulsó el botón del buzón de voz, creyendo que podría ser Eliot, lo que resultaría aterrador, o Yeats, lo cual lo sería aún más, pero no era ninguno de ellos. Una chica a la que no conocía le dijo que la esperaban en una tienda de moda treinta minutos después. La chica terminó el mensaje sin despedirse, como si la hubieran cortado, aunque Emily sabía que no había sido así.

Cogió un taxi para ir al centro y se probó alguna falda y camisas elegantes. En el espejo parecía extravagantemente morena.

—Hará falta más que una chaqueta —le dijo el hombre, que se había presentado como consejero estilista personal—. Eres una mujer de las cavernas con traje, querida.

La guio a una peluquería en la que un hombre calvo le pasó un cepillo por el pelo dejando escapar ocasionales exclamaciones de consternación. Ahora que Emily estaba al lado de otras mujeres, empezaba a ver el problema. Su pelo era de un rubio equivocado: el rubio que provocaba el sol. En el bronceado de su piel había una cierta cualidad granulada. Había absorbido Broken Hill. Se había empapado de aquel lugar y se había vuelto salvaje.

—No te preocupes —le dijo el peluquero—. Hemos arreglado cosas peores que esta.

Algo después, con el suelo alfombrado de pelo, se encontró a sí misma con una melena corta y un flequillo espeso. Daba la impresión de que habían intentado esconder su rostro. A ella misma le parecía una extraña.

—¿Usas gafas? —le preguntó el peluquero—. Deberías pensarlo.

Fue llevada de vuelta a la primera tienda, la de ropa, donde recibió elogios efusivos por su nuevo aspecto. Lo cierto es que comenzaba a sentirse bien, y entonces el consejero estilista personal dijo:

—Bueno, al menos es una mejoría.

Había olvidado la forma indirecta con que la gente hablaba allí. Se había acostumbrado a interpretar literalmente lo que alguien decía.

Horas más tarde, cargada con bolsas de compras, la llevaron a un bloque de oficinas de cristal que no tenía ningún logo por el que se le pudiese identificar. Penetró en un vestíbulo sencillo, sintiéndose recién manufacturada en su vestido de lana gris y sus zapatos negros, y con el corazón latiéndole con fuerza ante la posibilidad de que estuviese a punto de encontrarse con alguien a quien conociese. Pero allí no había nadie. Un sofá de color rojo y unos cuantos cuadros; podría haber sido cualquier vestíbulo en cualquier lugar. Esperó en el mostrador de recepción hasta que un joven de cejas invisibles emergió del despacho que había detrás.

—Soy Emily Ruff —dijo ella.

—Un momento. —Desapareció y, cuando regresó, tenía una tarjeta de plástico que dejó sobre el mostrador. Lo único que había escrito en ella era NL-L5D4. Emily lo miró—. Significa quinta planta, mesa cuatro.

—Ah, gracias.

Cogió sus bolsas y se dirigió al ascensor. Necesitó un momento para entender su funcionamiento: hacía falta insertar la tarjeta en una rendija para que los botones respondiesen. Entonces las puertas se cerraron y ascendió hacia lo que fuese que la esperaba allí arriba.

Resultó que la quinta planta no era nada más que un espacio anónimo con una docena aproximada de amplios cubículos. Casi todos ellos estaban vacíos. Había un gran silencio, y cuando sus bolsas empezaron a crujir y chocar entre sí deseó haberlas dejado abajo con el recepcionista. Pasó junto a una joven que hablaba por teléfono y un chico de pelo largo y gafas que alzó la vista de la pantalla de su ordenador, pero su expresión no cambió y Emily no se detuvo.

Distinguió placas identificativas en las esquinas de las mesas y empezó a buscar la D4. Estaba en un rincón y tenía una vista increíble sobre la parte sur de Washington. Había una silla, un teléfono, un ordenador y nada más. Dejó las bolsas debajo de la mesa y probó la silla. Esperó. Supuso que el teléfono terminaría por sonar. En algún momento.

Un minuto más tarde apareció el chico de las gafas, acompañado por una chica cuyo pelo era del correcto tono de rubio. Le resultaba familiar, aunque Emily no logró saber por qué. Y parecía muy joven.

—Vaya. Bienvenida.

—Hola —respondió ella—. Gracias.

—Isaac Rosenberg —dijo el chico—. Encantado de conocerte.

—Yo soy Raine —añadió la chica—. Kathleen Raine.

—Hola —repitió Emily. Hubo un silencio incómodo—. Lo siento, no sé por qué estoy aquí.

—Típico —dijo el chico, Rosenberg—. Solo supimos que venías hace dos días. Estás en NL.

—¿Neurolingüística?

El chico asintió.

—Pruebas y Mediciones. ¿Has trabajado antes en algo relacionado con NL?

Emily negó con la cabeza.

—Se supone que es positivo para tener conocimientos teóricos básicos. De todas maneras, te echaremos una mano. Te enseñaremos el sistema. Si te parece bien.

—Claro —dijo ella. La chica, Raine, continuaba mirándola como si se hubiese perdido algo, así que le preguntó—: Perdona, ¿nos conocemos de antes?

Varias expresiones cruzaron en rápida sucesión la cara de la chica, una de las cuales decía que sí y otra que se suponía que no podía hacer esa pregunta.

—No.

Pero Emily acababa de recordarlo: habían coincidido en la Academia. Lo había olvidado porque había sido durante la primera semana, y la chica había suspendido las pruebas y no la habían admitido. Entonces era muy joven. Emily había intentado que se sintiese mejor diciéndole que podría probar al año siguiente. Se llamaba Gertie.

—Eh, te pido disculpas si esto es inapropiado —dijo Rosenberg—, pero en realidad no nos han dicho mucho y no queremos molestar a nadie, así que me estoy preguntando si… ya sabes, si de verdad quieres hacer NL o si deberíamos simplemente dejarte a solas.

—Creo que realmente estoy aquí para encargarme de NL. Ahora soy otra graduada más, supongo.

Rosenberg y Raine se rieron, pero pararon enseguida.

—Perdona —dijo Rosenberg—, creía que estabas bromeando.

—¿Por qué iba a ser una broma?

—Lo siento mucho. No pretendía insinuar nada.

—No lo has hecho. Pero, por favor, contadme qué sabéis sobre mí.

—Bueno, nada, solo tu nombre. —Rosenberg señaló hacia el borde de la mesa. Allí había un rectángulo gris de plástico. Una placa en la que Emily no había reparado antes. Su primer pensamiento fue que se había sentado a la mesa equivocada. Luego se dio cuenta de que no lo había hecho. Por Yeats. Porque cuatro años antes él le había dicho: «Tengo un nombre para ti, cuando llegue el momento». El nombre grabado en la placa era: Virginia Woolf.

La mujer que hablaba por teléfono cuando Emily había entrado resultó ser Sashona. La última vez que la había visto había sido en el campo de deportes de la escuela.

—¡Que me la metan doblada! —dijo Sashona—. ¿Tú eres Woolf? —Miraba a Emily con las manos en las caderas. Había crecido y se había convertido en una mujer—. Creímos que habías muerto.

—Pues no.

—¡Diablos! ¿Dónde has estado? —Negó con la cabeza antes de que Emily pudiera contestarle—. No me lo digas. Es una pregunta estúpida. ¡Uauh! Mírate. Estás muy cambiada. —Emily sonrió con torpeza. No tenía claro si era un cumplido—. ¿Qué demonios has hecho para ganarte ese nombre?

—No lo sé.

Sashona la miró y Emily comprendió que no la creía en absoluto.

—Tienes buen aspecto.

—Tú también.

—Patty Smith —dijo Sashona—. Ese es mi nombre ahora. Smith.

—Oh, Smith mola —dijo Emily.

—Ah, que te jodan —repuso Sashona, con una sonrisa. Por un instante fue como si estuvieran de vuelta en la Academia.

Se acordó de lo mucho que detestaba la neurolingüística. Desde que había sido expulsada lo había olvidado. Al principio resultaba fascinante, trataba de tribus amazónicas que usaban palabras reconociblemente latinas y de cómo decir «guh» podía abrirte el apetito. Luego vino la sintaxis y las infracciones semánticas y la integración sináptica. Se requería una enorme cantidad de memorización (y toda esa parte la había perdido durante los últimos cuatro años) y la capacidad de hacer juegos malabares en su cabeza con símbolos. En la escuela, los estudiantes no solían hablar de lo que pensaban sobre asignaturas específicas, pero cuando le había mencionado a Jeremy Lattern que estaba estudiando neurolingüística, él la había mirado con compasión. Aquello era como volver a aquellas clases, solo que ahora se esperaba de ella que lo supiera todo.

Rosenberg y Raine le enseñaron a usar el ordenador. Había un sistema de etiquetas: cuando alguien quería que ella hiciese algo, ese alguien creaba una etiqueta. Y cuando había terminado, introducía su trabajo en la etiqueta y la cerraba. Mayoritariamente, la gente que quería que Emily hiciese algo era de los Laboratorios, que ella imaginaba que se encontraban en algún otro punto del edificio, aunque estaba claro que otras personas también leían las etiquetas, porque a veces solicitaban aclaraciones. Esa gente estaba en escalafones superiores, suponía Emily. Personas de la organización como Eliot. Pero en el sistema no había nombres, solo números. En ocasiones ella leía una etiqueta una y otra vez, preguntándose si había algo en ella que indicase que tenía que ver con Eliot, pero nunca estaba del todo segura. Después de un tiempo, dejó de esperar ver a Eliot. Al parecer la iban a dejar sola. Para hacer exactamente qué, no lo sabía. Quizá querían que volviese a aprender NL. Tal vez la estuvieran observando en secreto. Pero si era así, lo que estaban observando no era nada interesante.

Le dieron un apartamento, una cuenta bancaria y un teléfono móvil. Todo había sido organizado de antemano. El balcón de su apartamento daba al Meatpacking District y a veces se quedaba allí con una botella de vino, contemplando cómo respiraba la ciudad, envuelta en una chaqueta que en realidad nunca la resguardaba del frío.

Cada pocos días hacía algo estúpido. Se quedaba despierta hasta tarde, o ponía el despertador demasiado temprano, y salía del apartamento para internarse en la gélida oscuridad. Caminaba en cualquier dirección durante un rato hasta que encontraba una cabina de teléfono y metía unas cuantas monedas. Cuando sonaba, se recordaba a sí misma que debía modular su voz, evitar frases que la identificasen y terminar la llamada lo antes posible. Se decía que aquella era la última vez que lo hacía en al menos una semana. Porque si la cogían, no tenía ninguna duda de que las consecuencias serían terribles. Pero entonces Harry contestaba al otro lado y su voz la inundaba, y se olvidaba de todo lo que había pensado.

Fue a visitar los Laboratorios. Estaban en las entrañas del edificio, bajo el nivel del suelo. Estaban perfectamente iluminados y llenos de técnicos con batas blancas, con dos puertas protegidas por un código entre Emily y cualquiera que tuviese un puesto superior al de recepcionista. Sabía que allí abajo realizaban entrevistas a personas: les ponían sondas y las sometían a IRMf para registrar lo que ocurría cuando escuchaban palabras. Después enviaban los datos a NL para que los analizasen. Lo que no sabía era de dónde procedían los sujetos a los que sometían a las pruebas. Aunque en cierta ocasión, mientras buscaba una cabina de teléfonos cerca de la Universidad George Washington, había visto una hoja de papel pegada a una farola en la que se ofrecían cincuenta dólares a los voluntarios que se presentasen a un experimento de psicología, así que tal vez fuese así como los obtenían. Cuando los datos entraban en el sistema, a veces bajo el epígrafe EFECTOS VISIBLES ponía «brote psicótico», o «pérdida de función» o «coma». Emily intentaba no pensar demasiado en ello, pero resultaba obvio que había gente que sufría en los Laboratorios.

Sashona (Smith, aunque Emily no soportaba llamarla así) había cambiado mucho. Se reía, algo que nunca había hecho en la escuela, y todo le parecía extraordinario. Aquello a Emily le parecía un comportamiento insólito, puesto que Sashona debería ocultar su personalidad para evitar que averiguasen su segmento. Decidió que era fingido: una cortina de humo para esconder su verdadero comportamiento. Los altos cargos no hacían eso; Emily había hablado muchas veces con Eliot y no tenía la menor idea de cuál era su segmento, simplemente porque Eliot no mostraba nada. Pero tenía sentido que lo hiciera un poeta nuevo. Se preguntó si debería ella hacer lo mismo, y si Sashona creería que estaba intentando averiguar su segmento, y si Sashona estaría tratando de adivinar el suyo.

Un día, mientras un camarero alto y atractivo les servía café en su mesa, Sashona abrió la boca y una maraña de palabras ininteligibles brotó de ella:

—Ámame —dijo, y el camarero derramó el café, se fue y volvió para pedirle a Sashona el número de teléfono. Así fue como Emily descubrió que durante los cuatro años que ella se había pasado vendiendo blusas en el desierto, Sashona había estado aprendiendo palabras. Lo dijo en un murmullo, pero lo cierto era que se había quedado estupefacta. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo retrasada que se había quedado en ese aspecto. ¿Cómo se suponía que iba a ponerse al día? No tenía a nadie a quien preguntarle aparte de Sashona, y aunque se llevaban bien, tenía miedo de expresar su ignorancia.

Se decidió a esperar que algún día alguien se presentase para educarla. Mientras tanto, leía datos e intentaba extraer de ellos conclusiones inteligentes. La organización estaba interesada en perfeccionar su modelo psicográfico, en encontrar mejores maneras de clasificar a la gente de modo más específico y en un número más reducido de segmentos. Buscaba las respuestas en símbolos que no deberían estar allí, minúsculas protuberancias en líneas azules, y escribía informes sobre posibles solapamientos psicográficos, límites confusos entre segmentos y posibles nuevas vías para la segmentación. Tenía acceso a una vasta base de datos sobre hábitos de compra, patrones de utilización de internet, flujos de tráfico y más cosas; si quería, podía buscar a un individuo en concreto y mirar adónde había ido el martes pasado y qué había comprado o qué había hecho. Pero aquello no era demasiado útil. Nadie estaba interesado en individuos. Se suponía que tenía que buscar conexiones entre esos individuos: rasgos neurológicos comunes que permitieran agruparlos juntos y aplicarles una misma palabra. Pero no tenía ni idea de si alguien leía su trabajo, o si lo usaban de algún modo.

Se volvió complicado encontrar una cabina de teléfonos que no hubiera utilizado ya para llamar a Harry. Todas las noches, mientras recorría las calles, casi esperaba que Eliot o Yeats, o tal vez el chico que había ido a buscarla a Australia saliera de la oscuridad. Y entonces todo habría terminado. Pero nunca ocurrió, así que siguió haciéndolo.

Un día descubrió un grupo de datos corruptos en una etiqueta. Cogió el teléfono y marcó el número de los Laboratorios. Se suponía que no debía hacerlo, o al menos, se suponía que debía hacerlo las menos veces posibles. Los técnicos estaban aislados de los analistas por razones de seguridad, puesto que los técnicos no eran poetas y, por lo tanto, eran vulnerables a ser subyugados. Aunque, ¿por qué querría un analista subyugar a un técnico? A Emily no se le ocurría ningún motivo. Le parecía bastante absurdo. Pero era la norma. Tampoco parecía muy efectiva, dado que aunque se suponía que los técnicos debían permanecer en el anonimato, solían revelar su identidad en su estilo de escritura: uno abusaba de la expresión «evidentemente», otro nunca había oído hablar de los apóstrofes, y ese tipo de cosas. Así pues, Emily no sentía un gran respeto por la norma.

—Hola —dijo cuando le contestaron desde Laboratorios—. Soy la analista tres-uno-nueve. Necesito una comprobación de validación sobre unos datos, por favor.

—Abre una etiqueta —repuso una voz masculina. Emily no tenía pruebas de que hubiese alguna mujer trabajando en los Laboratorios.

—Lo he hecho, pero la respuesta fue exactamente igual. Quiero que lo hagan otra vez.

—¿Qué número tiene la etiqueta? —Emily se lo dijo y se produjo una pausa—. Esos datos han sido recopilados de nuevo.

—Ya sé que han vuelto a ser recopilados. Pero quiero que se haga otra vez, porque siguen estando mal.

—Los datos son correctos.

—Tío —dijo Emily—, los estoy mirando ahora mismo. El gráfico «p» está vacío. No sé si tienes un error de formato, si te faltan datos o qué, pero el gráfico no puede estar vacío.

—No está vacío.

Emily abrió la boca, porque aquello era ridículo. Había visto miles de gráficos «p» y sabía cuál se suponía que era su aspecto: como cordilleras de montañas. A veces tenían muchos picos, otras veces solo uno, pero la clave estaba en que eran dentadas. Las líneas subían y bajaban. Pero cuando volvió a mirar su pantalla, se dio cuenta de que el tipo de Laboratorios tenía razón. Había una línea. No se había fijado en ella porque estaba en la parte superior de la cuadrícula y era completamente recta.

—¿Todo claro? —preguntó el de Laboratorios.

—Sí —respondió—. Gracias. —Colgó el teléfono y se quedó mirando el gráfico un buen rato.

Se acercó a la mesa de Sashona.

—Eh, ¿qué es la sinapsis?

—¿Cuál es el contexto?

—Está en una etiqueta nueva. Después de «respuesta del sujeto», en lugar de un índice, pone «sinapsis».

—Bueno, sinapsis es lo mismo que subyugación —dijo Sashona—. Pero no deberían utilizar ese término. Es un descuido.

—¿Por qué?

—Es el ideal. El estado teórico de subyugación perfecta. No existe en la vida real.

—Ah, ya veo.

—Diles que te digan qué quieren decir con eso —sugirió Sashona, y volvió a concentrarse en su trabajo—. Puede que lo haya hecho algún novato.

—Bien.

Se esforzó en escribir un informe coherente sobre aquel extraño gráfico plano y lo introdujo obedientemente en el sistema. Ya tenía otra etiqueta esperando, pero estaba distraída y en lugar de ponerse con ella, se quedó mirando las nubes. Tenía el presentimiento de que iba a ocurrir algo.

Seis minutos más tarde, se produjo un apagón. Echó la silla hacia atrás para apartarse de su pantalla. Varias cabezas se asomaban desde sus cubículos.

—Creía que teníamos un generador de emergencia —dijo Sashona, en voz alta. Emily no había notado el zumbido del aire acondicionado hasta que había dejado de oírlo.

Comenzó a sonar una alarma y se oyeron varias voces. Rosenberg especuló con un posible incendio en los Laboratorios, lo cual sería un problema, porque muchas de las puertas tenían un sistema de cierre por tiempo. Todos se dirigieron hacia las escaleras, excepto Emily. Sashona se volvió hacia ella desde la puerta.

—¿Woolf?

Emily negó con la cabeza. Se sentía estúpida. Había esperado demasiado tiempo. Debería haber salido del edificio hacía seis minutos. Debería haberlo hecho en cuanto había visto aquel gráfico.

—¡Woolf! No es algo opcional, es hora de irse.

Emily revisó en su cabeza los planos de la planta. No había una salida para casos de incendio. Antes no se había dado cuenta de ello. No había cajas de cristal con la leyenda EN CASO DE EMERGENCIA. Nadie los había reunido nunca en una sala de conferencias para explicarles adónde debían ir de manera ordenada si se hacía necesario evacuar el edificio.

Sashona se hartó de esperarla y desapareció. Emily podía subir o bajar. Esas eran sus únicas opciones. Llegó a las escaleras y comenzó a subir. Oyó voces a su alrededor, como si perteneciesen a espíritus. Le llegó el estruendo de un portazo y luego se hizo el silencio, solo interrumpido por su propia respiración. Se dio cuenta de que no se oía a nadie más bajando las escaleras: nadie de ninguno de los otros pisos. Se detuvo para quitarse los zapatos. Subió y subió y finalmente vio la luz del sol. Subió los últimos escalones a la carrera, pero se encontró ante una puerta de acero que estaba asegurada con una cadena y un cerrojo. De todos modos probó a abrirla. Se sentó en el suelo e intentó decidir qué hacer a continuación.

En algún punto por debajo de ella, lejos, se abrió una puerta y luego se cerró de un portazo. Eso se repitió ocho o nueve veces. Emily aguzó el oído pero no pudo oír nada más.

—Mierda —dijo. Estaba enfadada consigo misma. Había pasado demasiado tiempo en Broken Hill, sin necesidad de una ruta de escape. Cerró los puños. Piensa. Había una claraboya. Estaba cerrada, pero ¿hasta qué punto? Volvió a la puerta y puso un pie en un lazo de la cadena y estiró su cuerpo, buscando algo a lo que agarrarse. Manteniéndose en equilibrio, trató de alcanzar la claraboya, pero estaba demasiado lejos. Oyó un chirrido. No sabía qué diablos era, pero procedía de más abajo y estaba aproximándose. Logró subirse a la barra de la puerta. La cadena chocó y resonó como una campana. Casi parecía que Emily se hubiese propuesto llamar la atención sobre su posición. Tocó la claraboya con la yema de los dedos, pero eso era lo máximo que conseguía hacer. Si se soltaba de la puerta, posiblemente podría coger aquella cosa y sacarla de su sitio al caer. Existía una muy pequeña posibilidad de que ocurriese así. Oyó pasos. Pisadas de botas. El chirrido agujereaba el silencio a intervalos regulares, como si fuese una respiración, aunque no del todo. Debería haber aprendido palabras. No debería haber esperado a que alguien se las enseñase. Debería haber buscado la forma de aprenderlas por sí misma. Saltó hacia la claraboya, pero sus dedos resbalaron en vano sobre el plástico y cayó al suelo, golpeándose la rodilla.

»Joder —masculló.

Un hombre estaba subiendo las escaleras. Algo parecido a un hombre. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y tenía los ojos ocultos tras unas gruesas gafas negras, como si fuera un equipo de visión nocturna de esos que llevan los pilotos en su casco, con dos protuberancias semiesféricas sobre las orejas. Daba la impresión de que sería capaz de atravesar una cortina de fuego. El chirrido lo producía su regulador de aire.

—¡Shakaf veeha mannigh danoe! —dijo Emily. Era una mezcla de palabras de atención para varios segmentos. Las posibilidades de que surtieran algún efecto eran de una contra mil—. ¡Tírate al suelo!

El hombre extendió su mano enguantada hacia ella.

—Ven conmigo. —Sus palabras sonaron planas, como moduladas por un ordenador.

Emily no se movió. Si el hombre se acercaba más, podría saltar sobre él. No veía ningún arma. Le atacaría a las gafas. Si consiguiera quitárselas, al tipo le resultaría difícil perseguirla.

—Rápido —dijo el hombre, gesticulando hacia las escaleras—. Hay un incendio.

—No lo hay —dijo ella—. ¿Lo hay? —El hombre no contestó. Emily ya había comprendido que no podía oírle. Empezó a bajar las escaleras.

El vestíbulo se había convertido en un hospital improvisado, lleno de cubículos hechos con sábanas blancas. Las ventanas estaban cubiertas con plásticos. Varios hombres uniformados de negro se movían entre ellos, como astronautas, con sus respiradores emitiendo siseos. Emily no vio a nadie que no conociera de la quinta planta. Localizó a Sashona en una camilla, pero enseguida quedó oculta tras una de las cortinas. Le dijeron que permaneciese donde estaba. Nadie habló con ella. Ni entre sí, al menos que ella pudiera oírlo. Una hora más tarde, uno de aquellos hombres del espacio apartó la cortina de su cubículo. No llevaba puesto el casco, y a Emily le sorprendió lo joven que era. Tenía un bigote fino y mullido. Emily se preguntó si sería el mismo que había ido a buscarla en lo alto de las escaleras. Si lo era, debería haberle atacado con «narratak».

—Puedes irte —le dijo, y empezó a desmontar las cortinas.

—¿De qué iba todo eso? —preguntó, aunque en realidad no esperaba una respuesta.

En el exterior, encontró a los demás agrupados en la calle. Atardecía, la hora punta estaba llegando a su fin.

—Un simulacro —dijo Sashona—. Pero ¿para qué?

—No tiene sentido preguntárselo —repuso Raine—. Nunca lo sabremos.

—Eso es verdad —admitió Sashona. Se estaba preguntando por qué Emily no había ido escaleras abajo con ellos. Y, por extensión, qué era lo que Emily sabía y ella no.

Emily no aguantó allí más tiempo. Empezó a caminar y, para cuando llegó a la estación del metro, estaba temblando. No haría nada precipitado. Iría a trabajar por la mañana, se sentaría a su mesa y haría su trabajo, como siempre. Pero aquello había sido una lección. Un recordatorio. La próxima vez que ocurriese algo así, se dijo, tendría una vía de escape.

Cogió una libreta y apuntó las sílabas que notaba que un psicográfico utilizaba con mayor frecuencia que otros. En el tren, escuchaba con atención las desviaciones no la norma. Seleccionaba las palabras que conocía y buscaba patrones. Le sorprendió lo obvios que eran. Los liberales abusaban del uso de los sonidos vocales frontales. Los autoritarios lo hacían con los sonidos fricativos. Desarrolló corazonadas a partir de periódicos, programas de televisión y páginas de internet, rastreó a algún representante adecuado en algún bar, o en una reunión en la iglesia o en la panadería, y trató de ponerlas a prueba. Como un ladrón de cajas fuertes prestando atención al ruido de los bombines. Sut. Stut. Stuh. Deslizaba cosas así en mitad de una frase y, por lo general, la gente ni siquiera parecía percibirlas. No pasaban el filtro de percepción, eran ignoradas como simple ruido verbal. En el peor de los casos, creían que estaba tartamudeando. Sus corazonadas solían estar equivocadas. Pero, de vez en cuando, percibía un estremecimiento. Una leve contracción de los músculos faciales. Y eso era un bombín.

Era un modo difícil de aprender palabras. Podría hacer eso durante un año y aun así sabría menos que Sashona. Pero era un método muy minucioso. La obligaba a comprender los principios subyacentes. Deducía la preferencia de un segmento por la aliteración gracias a lo que sabía de los segmentos próximos a él, pasando de ahí a lallito, una palabra de orden, y eso la emocionaba más que cualquier cosa que le hubiese enseñado. Porque lo había descubierto por sí sola.

Una vez, mientras tomaban algo en el bar de la esquina, Sashona le reveló que tenía problemas con el segmento 191.

—Consigo kavakifa —dijo, inclinándose hacia delante y sosteniendo su vaso de vino en un ángulo que Emily se sintió tentada de corregir—. Puedo conseguir fedoriant. ¡Pero entonces me pierdo! —Hizo un gesto de desesperación—. Nunca puedo recordarlo.

Aquello formaba parte de un relato sobre una carrera a toda velocidad por la autopista I-48, un agente de policía en moto y una multa de la que Sashona no había conseguido librarse, lo cual tenía su gracia. Pero Emily se quedó pasmada. Al parecer, Sashona no comprendía que las palabras del segmento 191 iban unidas. Podía entender que Sashona se hubiera olvidado de todo el conjunto, pero si sabías una parte, tenías la mitad del resto. Sashona no parecía entenderlo. Las había memorizado una a una, como si no estuviesen conectadas entre sí. Como una bandeja de objetos aleatorios en un puzle infantil.

Una sensación que nunca lograba quitarse de encima era la de estar siendo observada. No estaba segura de cómo, pero sabía que estaba sucediendo. Probó a variar su ruta para ir al trabajo, a mirar los reflejos en los escaparates, a darse la vuelta de forma inesperada, pero nunca veía a nadie. En casa cerraba la puerta con una doble vuelta de la llave, pero ni aun así se sentía a salvo. Tenía la sensación de que Yeats estaba dentro del apartamento. Lo presentía. Una noche soñó que él entraba en su dormitorio convertido en un viento negro y se inclinaba sobre ella, observándola sin mostrar emoción alguna, como si fuese un objeto bajo el microscopio.

El primer martes de su sexto mes en Washington, salió de su apartamento y se dirigió a la estación de tren. Bajó por las escaleras mecánicas hasta el andén y esperó cerca de la línea roja. Hacía calor. Estaba pensando en llegar a su mesa y quitarse los zapatos. Al fondo del andén había un tipo con una guitarra cantando una canción que ella detestaba por razones personales, Lucy in the Sky with Diamonds. El tren estaba llegando y, a través de las ventanillas que pasaban ante ella, vio a Eliot.

Durante un instante no estuvo segura de si lo había visto dentro del tren o reflejado en el cristal. El tren se detuvo por completo y las puertas se abrieron, y entonces Eliot le dijo, a su espalda:

—Deja que se vaya.

Emily vio cómo el tren se alejaba. Volvía a tener dieciséis años. De golpe. Pero se dio la vuelta y Eliot no resultaba tan aterrador. En torno a sus ojos se notaba que había envejecido. Solo era un hombre, después de todo.

—¿Estás enamorada? —dijo Eliot.

Emily no respondió.

—No me mientas.

—Sí.

Eliot desvió la mirada.

—Lo siento —dijo Emily—. Lo pararé.

—Tu próximo error será tu final. Hasta aquí es hasta donde puedo llegar para protegerte. Es necesario que lo entiendas.

—Lo entiendo. Se lo prometo.

Sus ojos la examinaron.

—No más llamadas. Ni una.

—He terminado con eso. He terminado, Eliot. —En ese momento lo decía en serio.

Eliot se marchó y ella se quedó en el andén vacío.

Esa noche no llamó a Harry. Al día siguiente tampoco. Había estado más tiempo que eso sin oír su voz, pero ahora era diferente, porque era el fin. Se sentía enferma. No percibía los sabores. Era una locura, pero ya no sentía el sabor de la comida. En el trabajo, revisaba etiquetas y escribía informes, pero era incapaz de decir si tenían algún sentido. Cuando no podía soportarlo más, se metía en el aseo y ponía la cabeza entre las rodillas. Se obligaba a repetir: «No lo llames». Se sentía poseída por una Emily cruel y sin corazón que no era capaz de amar.

Se rindió al tercer día. Se daba cuenta de que era una enorme traición a Eliot. Él se había puesto de su parte de maneras que Emily no alcanzaba a comprender del todo y ella le había prometido que pararía con las llamadas. Pero lo cierto era que no podía hacerlo. Lo había intentado, pero no podía. Habían pasado seis meses y todavía seguía sintiendo que su hogar estaba en el otro extremo del mundo.

No podía volver a llamar a Harry. Eliot se enteraría, o, peor aún, serían otros los que lo harían. No existía la opción de llamar y continuar en la organización. Lo único que podía hacer era salir de ella.

Años antes, en San Francisco, Emily y una amiga suya habían cruzado un aparcamiento del McDonald’s y de pronto se habían visto rodeadas por un grupo de chicos que apenas habían superado la pubertad, con los pantalones por debajo de la cintura y sonrisas nerviosas. Uno de ellos llevaba una pistola que no paraba de sacar y guardar de nuevo, pasándosela de una mano a la otra, y los demás empezaron a preguntarles a Emily y a su amiga si sabían lo buenas que estaban y lo mucho que querían hacérselo con ellas. La situación ya era mala de por sí aunque no hubiesen tenido la pistola, pero Emily era entonces joven y estúpida, así que se le había acercado al chico que tenía el arma y se la había arrancado de las manos. Gracias a los trucos de cartas sus dedos eran muy fuertes. No tenía ni idea de cómo utilizarla, aparte de por dónde cogerla, pero eso era suficiente, porque los chicos se le quedaron mirando con cara de asustados mientras ella y su amiga les lanzaban un montón de amenazas absurdas al tiempo que retrocedían.

La lección que podía extraer de eso era probablemente que no debería cruzar un aparcamiento situado en un barrio peligroso. Pero también que, cuando no contabas con buenos músculos, podías hacerte con el control de una situación si eras tú quien tenía la pistola.

Emily no contaba con buenos músculos. No tenía un arma. Pero sospechaba que había alguna en el sótano.