[ C I N C O ]

Se levantó a las cuatro y se puso los pantalones, las botas y la chaqueta. La casa estaba fría como el hielo, así que trató de reavivar los restos del fuego de la chimenea, pero ya no había nada que reavivar. Se metió las manos bajo las axilas y salió afuera. El aire era gélido, el cielo, una caja abierta sin el menor indicio aún de luz solar. Atravesó penosamente el patio en dirección al granero. La vaca, Hong, le oyó acercarse y mugió esperanzada. La guio al interior, colocó el cubo y tomó asiento en el taburete. La ordeñó mientras apoyaba la frente contra ella en busca de un poco de calor. A veces se quedaba dormido así, deslizándose a un sueño de muerte y palabras. Entonces Hong se apartaba un par de pasos y lo despertaba de una sacudida.

Llenar el cubo le llevó ocho minutos. Al principio había parecido un proceso ridículamente lento. Había anhelado una mayor eficiencia. Pero era una buena lección para reconectar. Ahora lo disfrutaba como una oportunidad para existir en el momento. No había pasado ni futuro cuando estabas ordeñando una vaca. Solo existía el proceso de ordeñarla.

Cargó con el cubo de vuelta a la casa y transfirió su contenido a seis botellas. La gata se enroscó entre sus botas, ronroneando como un tractor, así que le dio también a ella un poco. Construyó un pequeño tipi con palillos y papel de periódico y encendió el fuego. Para entonces los primeros rayos de sol avanzaban con parsimonia sobre las copas de los árboles, y se detuvo a contemplar el espectáculo. Lo mejor de aquella casa eran las vistas. Podía caminar por los alrededores y ver hasta sesenta kilómetros en todas direcciones. Si un coche se acercaba, lo sabría treinta minutos antes de que llegase. El cielo era amplio y estaba vacío. Era una buena casa.

Oyó pies desnudos sobre los tablones de madera y apareció Emily, con ojos soñolientos y su camisón de algodón colgando de sus hombros.

—Deberías estar durmiendo —le dijo.

—No puedes decir qué tengo que hacer.

—No —repuso él—. Lo has entendido al revés.

Emily avanzó hasta él. Se besaron. El fuego crepitó. Ella se pegó contra él.

—¿Quieres ver cómo sale el sol?

—Claro —asintió ella.

Harry cogió dos mantas de una pila y cubrió con una de ellas el banco que había construido en la terraza. La rodeó con un brazo y se cubrió con la otra manta. Ella apoyó la cabeza en su hombro. El sol ascendió más allá de la línea de árboles y Harry sintió su calor en la cara.

—Te quiero —dijo Emily. Se recostó aún más contra él, mientras le acariciaba la nuca. El viento aumentó de intensidad.

—No me mates —pidió él.

—No voy a hacerlo.