[ D O S ]

Cogió el tren a Blacktown y deambuló por las calles hasta que encontró la tienda de artículos del ejército sobre la que había leído el día anterior. Era grande, casi un almacén, con los pasillos rebosantes de equipaciones pretendidamente militares y redes de camuflaje colgadas del techo. Se abrió paso entre ciclistas, tipos de espesas barbas y jóvenes con actitudes notoriamente resentidas y hombros amplios y claramente definidos que de vez en cuando cogían alguna botella o cuchillo o paquete que parecía contener algo interesante. En el pasillo tres, un hombre con barba, vaqueros y camiseta se le acercó y le preguntó si necesitaba ayuda.

—Sí —dijo Emily—. Estoy buscando lona de camuflaje que pueda usarse para montar una tienda de campaña.

—¿Desierto o monte?

—Desierto —respondió, satisfecha por haberse saltado la parte en la que el dependiente mostraba su exagerada sorpresa porque una chica como ella quisiese algo así.

—Tenemos lonas y tenemos redes de camuflaje. Puedes colocar una encima de la otra.

—Quiero una sola cosa, si la hay.

—¿Cargarás con ella?

—Sí, exacto.

—Entonces, ¿puedo recomendarte una bolsa espacial?

—¿Qué es eso?

—Un saco de dormir ligero, con interior de papel de aluminio y exterior de tela impermeable. Una pequeña malla en la cara que puedes abrir para ventilación sin que puedan entrar los insectos. Se pliega y queda reducido prácticamente a la nada. Es un producto nuevo. Difícil de adquirir, porque todavía los utilizan en el ejército.

—¿Cómo de difícil?

—Dos mil dólares.

Emily asintió. Eso podía permitírselo.

—¿Es de camuflaje?

—No, pero te diré una cosa, si es lo que quieres puedo coserte una red de camuflaje encima.

—¡Sí! Eso sería genial.

El tipo la llevó al mostrador y formalizó su pedido.

—Te llamaré en un par de días. ¿Puedo ayudarte con alguna otra cosa? —La vio dudar—. Si estás planeando pasar una temporada en el desierto, espero que tengas un sistema para el agua.

—El agua no es problema, pero me preocupan las serpientes.

—Haces bien.

—¿Qué puedo hacer para mantenerlas alejadas de mí?

—La idea es mantenerse alejado de ellas.

—Tengo buenas botas, pero… —Hizo un gesto vago—. ¿Hay algún tipo de aparato electrónico que las asuste? ¿Como esos que repelen a los insectos en las casas? —El tipo había empezado a poner cara de estar divirtiéndose, por lo que Emily supuso que no existía ningún aparato de aquel tipo—. ¿Hay algo que me pueda servir?

El otro se rascó la barba.

—Puedes mirar dónde pones los pies.

—Ya.

—Y llevar un palo.

Así pues, no estaba muy contenta con el tema de las serpientes, pero podía darse por satisfecha en lo demás. La bolsa espacial era la pieza final del puzle. Con ella, podía empezar a experimentar. Resultaba tentador saltarse esa parte, pero había averiguado ciertos datos alarmantes sobre la pérdida de agua en el cuerpo relacionada con el sudor en el desierto, y no era algo que quisiese ver confirmado cuando se hallase a sesenta kilómetros del ser humano más cercano. Del ser humano «benigno» más cercano, puesto que daba por hecho que Broken Hill estaba rodeada por personas subyugadas, hombres y mujeres que trabajaban en panaderías o gasolineras, o que conducían camiones o que simplemente estaban en cruces clave de carreteras y que, nada más verla, realizarían una llamada de teléfono.

De ahí la necesidad de cruzar el desierto. Unos cuantos meses antes, cuando volvía en busca de Harry, lo había hecho en una moto de motocross. Al pensar en ello con la perspectiva del tiempo, se le antojaba algo tremendamente arriesgado. Pero entonces estaba impaciente. Tenía prisa por llegar hasta él. Y todo había acabado muy mal. No quería pensar en ello. Esta vez tomaría precauciones. Atravesaría cincuenta kilómetros de desierto a pie, y nadie la vería porque lo que estaba haciendo era algo inimaginable.

Una vez que tuviese la palabra, daría comienzo a la segunda etapa de su viaje, hacia Washington. Cuando llegase allí, le arrancaría el corazón a Yeats, del mismo modo que él se lo había arrancado a ella. Lo que ocurriese después de eso, ya no importaba.

Pasó mucho tiempo en los trenes, leyendo diccionarios. Se ponía capucha para evitar las cámaras. Podía viajar durante todo el día por solo dos dólares y no estar nunca en el mismo sitio más que unos pocos minutos. El último tren era a las dos de la madrugada, momento en el que tenía que buscar un lugar donde dormir, pero no le resultaba difícil. Ya lo había hecho antes.

A veces dormitaba en el tren. Intentaba no hacerlo, porque temía despertarse y ver el vagón atestado de poetas y sin escapatoria, pero era inevitable. Los diccionarios no eran muy interesantes. Así que cuando notaba que la cabeza se le empezaba a caer de lado hacia el cristal de la ventanilla, hacia las fábricas o campos que se extendían al otro lado, no se esforzaba por evitarlo.

El día después de haber pedido la bolsa espacial, se despertó para descubrir a un tipo sentado enfrente de ella, mirándola. Ya estaba medio incorporada, a punto de formular una retahíla de palabras, cuando se dio cuenta de que no era Eliot. No era nadie, así que volvió a recostarse en su asiento. La había invadido el pánico; siempre lo hacía cuando despertaba de sus sueños.

—Perdona —dijo el hombre—. No pretendía asustarte.

—No importa. —Emily estaba empezando a recordar dónde estaba y a situarse. El tipo tenía unos cuarenta años, iba bien vestido, con una sudadera y un buen reloj. Ella solía hablar con gente así, como fase previa para persuadirles de que le diesen dinero.

—Tienes ahí un montón de libros. ¿Son diccionarios?

Ella asintió.

—¿Estás estudiando?

—La vida —respondió. A la gente le gustaba aquel tipo de salida. Solía provocar que las personas se abrieran—. Solo los leo para entretenerme.

—¿Diccionarios?

—Sí.

—Eso no suena muy divertido. Más bien suena espantoso.

—En algunas lenguas «espantoso» procede de «imponente». Y tenía el mismo significado que «impresionante». Lo aprendí en un diccionario.

El tipo parpadeó.

—¿Lo ve? Es divertido.

—Eso es fascinante, de verdad. ¿Qué más?

Emily ojeó sus notas (tomaba notas de sus lecturas).

—«Causar» ha cambiado. La definición solía ser «hacer que algo ocurra». Ahora le han añadido «especialmente, algo malo».

—¿Han cambiado «causar»?

—Han percibido un cambio. Los diccionarios registran el uso común.

—Creía que eran cosa de un grupo de profesores en una universidad, o algún lugar parecido, decidiendo lo que significan las palabras.

Emily negó con la cabeza.

—Entonces, ¿ahora es malo causar algo?

—Sí. Y probablemente también lo sea unirse a una causa. Por la filtración semántica.

—Bueno —dijo el tipo—. Eres la persona más interesante que he conocido en toda la semana.

—Gracias —contestó ella, pero estaba empezando a tener un mal presentimiento. Se arrepentía de haber comenzado aquella conversación—. Se acerca mi parada. —Empezó a guardar los diccionarios en su mochila.

—¿Tienes dónde dormir esta noche? —Emily no dijo nada—. Lo siento, no ha sonado bien. Quería decir, ¿estás bien? No tienes buen aspecto.

—Estoy bien.

—No pretendo ser grosero, pero estoy lo bastante cerca para olerte. —La expresión de su cara parecía genuina, pero a Emily no le gustaban sus ojos. Había un montón de diminutos músculos en esa zona, y no eran consecuentes con lo que expresaba el resto de su cara—. ¿Puedo ayudarte de algún modo?

—Gracias, pero no —repuso, al tiempo que se levantaba—. Esta es mi parada.

—También la mía.

Emily se sentó de nuevo.

—Me he equivocado.

El hombre se inclinó hacia delante. Lo hizo lentamente, como si quisiese hacerle bien.

—¿Necesitas dinero?

Emily titubeó, pero sí que lo necesitaba. Pero no lo quería de aquel tipo. Ni siquiera quería subyugarlo. Solo necesitaba largarse. El ojo comenzaba a dolerle.

—Sea cual sea el problema en el que te has metido, puedo ayudarte. Soy abogado. Tengo dinero. Sin condiciones. Veo a una joven inteligente que necesita que le echen una mano. Eso es todo. Di que no y no te molestaré más.

El tren se detuvo. El vagón estaba casi vacío, y el andén desierto. Emily esperó hasta que estuvo segura de que el hombre no se movía, y entonces se levantó y caminó con prisa hacia la puerta. Llegó a tiempo, pulsó el botón, bajó del tren y siguió caminando. La brisa nocturna le removió el pelo. Quería echar un vistazo a su alrededor, pero mantuvo la cabeza gacha, por si acaso había cámaras.

—Quinientos dólares —dijo el tipo, justo detrás de ella—. Míralos.

Emily lo ignoró.

—¿Eres estúpida? Solo tienes que cogerlos. Cógelos. —Le puso una mano en el hombro.

Emily se volvió y le dio un empujón, haciendo que se tambalease hacia atrás. Realmente tenía la mano llena de billetes. A su espalda, el tren se estaba poniendo otra vez en marcha.

—Estoy intentando ayudarte.

—¡Que te jodan! —gritó Emily. Y, por alguna razón, se abalanzó sobre él y volvió a empujarle—. ¡Déjame en paz! —Él trató de sujetarle el brazo, pero ella era demasiado rápida. El tipo no estaba preparado para ser atacado. Emily lo empujó una vez más—. ¡Déjame en paz! —La espalda del hombre golpeó contra el tren en movimiento y rebotó hacia el andén. La mente de Emily estaba llena de violencia y la estrella de su ojo estaba cantando y un empujón más podría hacerle caer entre los vagones. Si lo calculaba bien. Pensó en Yeats, en ahorrar sus fuerzas para emplearlas contra Yeats.

—¡Dios! —exclamó el tipo—. ¡Dios! —La esquivó y huyó a la carrera.

Emily se quedó allí, tratando de controlar su respiración. Tenía que largarse. Tenía que irse antes de que llegase la policía. Se dirigió hacia la salida, con la capucha ocultando su cabeza. No podía esperar a que le entregasen la bolsa espacial. Tendría que llamar a la tienda y que se la enviasen por correo. Tenía que abandonar las ciudades, alejarse de la gente antes de que alguien resultase herido.

Un mes más tarde, avanzaba con dificultad a través del desierto. Llevaba un palo consigo. Era de noche, porque durante el día la visibilidad alcanzaba unos treinta kilómetros en todas direcciones, y daba por hecho que alguien estaría mirando. Y, además, las serpientes dormían por las noches. Se había puesto una parka forrada de piel y pantalones amplios, lo que tal vez constituía una extraña combinación, pero la cuestión era que las noches eran lo suficientemente frías como para congelar el sudor. Cargaba con una mochila de unos trece kilos de peso sujeta a su cintura y sus hombros. Le encantaban sus botas: grandes, marrones y muy cómodas.

Recorrió un buen trecho la primera noche y se detuvo al ver el primer indicio del amanecer. Localizó una pequeña depresión en el suelo, junto a tres árboles achaparrados, un pozo seco hacía mucho tiempo, y extendió su saco de dormir debajo de ellos. Se sentó allí un rato, al fresco, contemplando la retirada de las estrellas ante el aumento de luz en el cielo. Sintió en su cuerpo una sensación de haber sido satisfactoriamente utilizado. No estaba agotada. Se hallaba en buena forma. Se comió una galleta dura y se tumbó dentro de la bolsa espacial, y enseguida se quedó dormida.

Despertó unas cuantas horas más tarde en un horno. Estaba nadando en sudor. Atisbó el exterior, pensando que quizá ya no la resguardaba la sombra. Pero no. Solo hacía calor. Serpenteó para salir del saco, manteniéndose tumbada en el suelo para evitar que su silueta resultase visible, y abrió su mochila. Sacó de ella cuatro estacas de madera y las usó para levantar el saco y que no tocase el suelo. La idea era continuar camuflada desde lo alto y al mismo tiempo permitir que el aire circulase a su alrededor. Se desnudó, se metió de nuevo en la bolsa, bebió agua del depósito que llevaba consigo e intentó dormir.

La segunda noche resultó más complicada. Sentía las piernas sospechosamente hinchadas, algo que no le había pasado cuando entrenaba. Tal vez se había extralimitado al caminar más rápido de lo que era necesario. También estaba consumiendo su suministro de agua. Se obligó a sí misma a avanzar más despacio, a detenerse con mayor frecuencia para descansar, pero entonces le preocupó el hecho de estar recorriendo distancias menores, lo cual provocaría nuevos problemas con el agua. Había muchas posibilidades de que pudiese obtener agua fresca en Broken Hill, y en ese caso no tendría problemas. Pero no quería confiar en ello, puesto que si se equivocaba, moriría. Continuó caminando, con el palo preparado por si se le cruzaba alguna serpiente nocturna.

Avanzó menos de lo que quería y se detuvo temprano, porque se sentía mareada. Bebió un montón, e incluso se echó agua en la cara. Comió más galletas. No había llevado muchas, para evitar la tentación, porque la digestión aumentaba la demanda de agua del cuerpo. Empezaba a parecerle un error. Se arrastró al interior de su bolsa espacial.

De nuevo, le despertó el sol asando la tierra y tuvo que convertir su bolsa en una pequeña tienda de campaña. Esta vez, sin embargo, se dio cuenta de que los árboles bajo los que había acampado apenas tenían hojas, lo cual suponía un serio problema por la ausencia de sombra. No hacía viento y la parte inferior de la bolsa espacial irradiaba calor. Permaneció acostada todo el tiempo que pudo, observando cómo su piel se sonrosaba primero y luego se enrojecía, entonces salió del saco y formó un ovillo contra el tronco de uno de los árboles. Así estaba mejor, pero solo un poco. Comenzó a preguntarse seriamente si moriría allí. Dos semanas atrás había tomado la decisión de no llevarse la amplia túnica beduina que le habría permitido caminar durante el día sin desmayarse, pensando que no merecía la pena a causa del peso. La decisión podría significar su muerte.

Se bebió sus electrólitos. Cada treinta minutos, vertía pequeñas cantidades de agua en sus manos y se mojaba la cara y la nuca. El agua se reducía de manera alarmante, pero se trataba de beber o de fallecer. A última hora de la tarde se levantó una ligera brisa que removió la arena y Emily rompió a llorar pese a que eso suponía una pérdida de líquidos.

Finalmente, el sol descendió hacia la tierra. Algún tiempo después, comenzó a sentirse de nuevo humana. Se puso en pie y empezó a empaquetar su mochila y pensar en qué dirección ir. Lo inteligente sería dar la vuelta. Le llevaría dos noches, pero tenía agua suficiente y podría recuperarse y volver a pensar cómo llegar a Broken Hill. Pero significaría empezar de nuevo. Y la ciudad estaba solo a una noche de distancia. Y probablemente allí habría agua. Incluso aunque los depósitos se hubiesen estropeado, habría botellas. Tiendas y cafeterías con frigoríficos. Decidió hacer caso omiso a la parte de sí misma que ponía objeciones del tipo «pero y si…» y se puso en marcha.

Le empezaron a doler los pies, luego los sintió humedecidos y, al rato, entumecidos. No quería culpar a las botas, pero tenía la sensación de que le estaban fallando. Eran como esos chicos que al principio parecen majos y agradables y un par de semanas después te das cuenta de que son tontos de remate. A eso de la medianoche comenzó a alucinar un poco y a olvidarse de hacer cosas importantes, como comprobar la brújula. Encontró en su camino una roca y se sentó en ella, y al poco se despertó caída de bruces en el suelo. Sentía los labios como si fueran un bizcocho horneado. Bebió, y bebió, y se acabó sus reservas de agua.

La ciudad se alzó ante ella al amanecer. Avanzó hacia allí. No recordaba cómo, pero había perdido su bastón. Empezó a pasar casas y lugares que reconocía. Vio el primer cuerpo e intentó no mirar, pero sus ojos no obedecían y no permanecían quietos. Era una mujer a la que conocía. Cheryl. Reconoció el vestido. «Estoy aquí para arreglarlo —le dijo a Cheryl—. Para pedir perdón». Pero en realidad no podía creer que a Cheryl le valiese con eso, ni que la fuese a perdonar. Dio un sorbo de su depósito de agua y recordó que estaba vacío, así que se dirigió hacia una verja, porque ya era hora de buscar más agua. Cruzó el sendero de entrada y se detuvo, pues en los escalones de cemento que daban a la puerta principal había una serpiente dándose un baño de sol. Emily la miró fijamente.

—¡Que te jodan! —le gritó, dando sonoras pisadas con sus botas, y la serpiente se alejó deslizándose por el suelo.

Abrió armarios y se desvaneció en un dormitorio y vomitó en un aseo y no sería capaz de decir en qué orden había ocurrido todo ello. Encontró agua y durmió. Cuando despertó, el sol proyectaba sombras en un ángulo de cuarenta y cinco grados y tuvo que mirarlas un buen rato para averiguar si era por la mañana o por la tarde. Había dormido durante un día y medio. Tenía un hambre feroz.

Encontró y devoró una caja de galletas con trozos de fruta. Su cerebro reaccionó y Emily empezó a ser capaz de pensar con lógica. Había botellas de agua vacías por todas partes. Se sentó a la mesa de la cocina y esperó a que el sol se pusiera, y cuando lo hizo, se colocó la mochila a la espalda.

Soplaba un viento fuerte que le arrojaba arena a la cara. Avanzó por la carretera. Se había preparado mentalmente para los cadáveres, y mantenía los ojos alzados y su mente centrada en su objetivo, pero cuanto más se acercaba, más le invadía un terror salvaje que le hacía querer dar media vuelta y salir corriendo de allí. La arena le picaba en los ojos, y por mucho que se los rascase no lograba aliviar la sensación.

Dejó atrás la gasolinera, con sus coches y camiones completamente calcinados. Se transformó a sí misma en una máquina compuesta de pies y piernas y un objetivo. Llegó al hospital. Pasó por encima de un revoltijo de ropas y cuero y huesos y abrió de un empujón una puerta lateral. Actuaba como un autómata. Se internó en el pasillo. No reconocía nada, porque una parte de su cerebro estaba cerrada. Alcanzó la puerta doble que daba a Urgencias, dejó caer su mochila y cerró los ojos. Luego entró.

El olor era horrible. Antiguo pero aún fuerte. Empezó a moquear. Sus botas toparon con algo y lo esquivó rodeándolo. Cuando algo le bloqueaba el paso, pasaba con cuidado por encima. Sus dedos localizaron el mostrador. Lo palparon hasta el punto donde había dejado la palabra desnuda.

No estaba allí. Se quedó un rato quieta, respirando. Recorrió todo el mostrador hasta dar con la pared en el otro extremo, tanteando su superficie. Sus dedos encontraron varios objetos, cosas pequeñas que podía identificar, como una grapadora y una placa, y cosas más grandes que apartó de su camino, segura de que no eran lo que estaba buscando y que no se molestó en pensar qué podían ser. Llegó hasta la pared y empezó a emitir un sonido bajo, mezcla de lamento y murmullo.

Rodeó el mostrador dos veces. Volvió luego al punto donde había dejado la palabra desnuda y se puso a cuatro patas para comprobar que no estuviese en el suelo. Casi de inmediato, tocó ropas y pelo y su murmullo se transformó en un chillido, y ya no pudo seguir. No podía palpar cadáveres. Se incorporó. Una idea se formó en su cerebro: «Estoy perdida». Nunca encontraría la forma de salir de allí. Se pasaría el resto de su vida arrastrándose sobre los cuerpos de la gente a la que había dejado morir, buscando una salida sin atreverse a abrir los ojos. Su respiración se convirtió en una sucesión de hipidos agudos. Tropezó dos veces antes de que sus manos localizaran las puertas y se arrastrase afuera.

Regresó a la casa. Podría haber ido a la de Harry, pero no tenía ánimos para enfrentarse a más recuerdos. Con cuatro paredes rodeándola se sentía más segura. Se restregó las manos en la cisterna del aseo. Se sentó en el retrete y se quedó mirando a la nada. Sentía su cerebro entumecido. La palabra debería haber estado allí.

Puede que Yeats hubiera querido colocarla exactamente en aquella situación. Tal vez había recuperado la palabra meses atrás, en secreto. Le habrían seguido el rastro por el desierto, y en aquel mismo instante estarían avanzando por las calles de la ciudad, acorralándola, comunicándose en susurros guturales.

Pero aquello no parecía tener sentido. No comprendía bien a Yeats, pero según su experiencia, la gente que tenía poder lo utilizaba. Sentía que la palabra estaba allí. Y la sensación era muy fuerte.

Un rato después, se le ocurrió una idea. Se puso en pie.

Volvió de nuevo al hospital y atravesó los pasillos hasta llegar a las puertas de Urgencias. Colocó la mochila contra la pared y sacó de ella una cámara digital que había encontrado en la casa. Ya había comprobado que tuviese batería, pero para asegurarse sacó una foto de un extintor. Luego cerró los ojos y abrió las puertas.

Avanzó unos pasos arrastrando los pies y alzó la cámara. Trabajaba con la idea de que aquella cosa era realmente una palabra. Estaba en un trozo de madera petrificada, pero la madera no era lo importante. Lo trascendente era la marca que había en ella. Pulsó el disparador y percibió el flash a través de sus párpados cerrados. Se movió un poco y volvió a pulsar el botón. Acumularía fotos. La mayoría de ellas contendría cosas que serían insoportables de ver, pero en una aparecería la palabra. La gente seguía entrando en aquella habitación y convirtiéndose en asesinos, así que, por lo tanto, la palabra se hallaba en algún lugar donde podía ser vista. Ajustó el objetivo y pulsó el disparador para sacar otra foto. Continuaría haciendo más y más hasta que la memoria de la cámara se agotase. Entonces descargaría las fotos a un ordenador. Las ampliaría mil veces e inspeccionaría cada una de ellas, centrándose solo en un puñado de píxeles cada vez. Le llevaría una eternidad. Vería cosas terribles. Pero lo haría. Al final, encontraría los bordes de algo que parecería madera. Sabría en qué parte de la imagen se hallaba la palabra desnuda. Podría aumentarlo otras cien veces hasta que fuese demasiado grande para verla entera de una sola vez. Y podría copiarla. La palabra no era una cosa. Era información. Podía ser duplicada. Podía copiarla por piezas y grabarla luego en madera para que tuviese el mismo aspecto. Tal vez haría que alguien la ayudase, para no tener que guardar el objeto entero en su cabeza. Entonces tendría un centenar de pedazos pequeños, numerados por detrás, y podría unirlos. Tendría que hallar un modo de cargar con ellos de forma segura. De mantenerlo siempre cerca de ella. Pulsó otra vez el disparador. Se le ocurrió que quizá sería buena idea poner la palabra en un collar.

Salió del hospital. El aire le pareció increíblemente fresco, así que cogió varias bocanadas. Empezó a caminar, pero enseguida echó a correr con la mochila rebotando en su espalda. Aferraba la cámara entre sus manos. Debería parar y envolverla en plástico y guardarla de forma segura. Pero no podía detenerse. Corrió por calles inundadas de muerte, y un cuervo graznó y ella le contestó con un chillido, un canto demencial que se repitió en un eco interminable. Se suponía que debía comportarse de manera cautelosa. Podría haber alguien escuchándola. Corrió, entre hipidos y balbuceos, desesperada por aumentar la distancia que la separaba de aquel lugar, por llegar a algún sitio donde pudiese abrir sus pulmones y gritar con todas sus fuerzas.

Yeats subió la escalinata de la mansión y se vio rodeado de criados. Había creído esquivarlos a los pies de la escalinata, pero allí arriba había más. Uno trató de guiarle a través de la enorme puerta de doble hoja y otro le preguntó con gentileza si necesitaba algún refresco, y un tercero quiso quitarle la chaqueta. Todo ello en un tono de voz característico de los mayordomos que le hizo a Yeats sentirse como si estuviera atravesando un arroyo burbujeante. Permitió que le quitasen la chaqueta. Un cuarto mayordomo aprovechó la oportunidad de plantarse ante él y ajustarle con descaro la pajarita. El que quería suministrarle algo de beber se colocó de manera que Yeats no tenía más que dar un paso hacia delante para que una copa de champán se deslizase sin esfuerzo en su mano izquierda, pero Yeats no le conocía y no existía un solo universo en el que permitiese a un extraño meterle un líquido en el cuerpo.

—Tenemos a la española —dijo Eliot.

Había seguido a Yeats escaleras arriba y estaba mirando hacia el interior de la casa. Los mayordomos lo rodeaban para esquivarlo como si fuese una roca asomando en la superficie de un océano furioso, porque no llevaba puesto un esmoquin. Llevaba un traje marrón y un abrigo beis, que, por lo que parecía, Yeats tendría que arrancarle del cuerpo si quería verlo alguna vez con otro tipo de ropa. Había un código, por supuesto. La organización imponía un techo en la calidad de la ropa que un poeta podía permitirse disfrutar, en proporción al nivel del poeta. La cuestión era mantener bajo control una situación en la que un poeta recién graduado se daba cuenta de que había muy pocas cosas en el mundo que le estuviesen vedadas y empezaba a pasearse por ahí con trajes extravagantes y coches de trescientos mil dólares, llamando la atención. Y, técnicamente, el código también se aplicaba a Yeats. Técnicamente, todo el conjunto de ropa que llevaba puesta debería haber costado más o menos la mitad que sus zapatos. Pero Yeats no respetaba el código, porque no era un veinteañero que requiriese protección contra la tentación. Era lo suficientemente inteligente para respetar el propósito del código sin esclavizarse a él punto por punto. Eliot era otro cantar. Eliot, con su traje del siglo pasado, sus repulsivos zapatos de centro comercial y su chaqueta arrugada. Lo más importante de Eliot era que no sería capaz de romper una norma ni aunque fuese para salvar su vida.

—¿Vas a entrar? —le preguntó Yeats—. Tengo entendido que algunos delegados han venido acompañados de consejeros.

—No. No voy vestido para la ocasión —respondió Eliot, antes de darse cuenta de que no había sido una verdadera invitación.

—Entonces te veré en el despacho.

—El ruso no viene. Eso es lo que venía a decirle.

Yeats dudó un instante. El mayordomo que sostenía la copa de champán aprovechó la oportunidad de deslizarse hacia delante y Yeats le clavó la mirada, haciéndole avergonzarse terriblemente por haber atraído la atención sobre su persona. El tipo se apartó, arrepentido.

—¿Qué quieres decir?

—El ruso participará vía conferencia.

—Debes de estar bromeando.

—Es lo que ha dicho su gente —dijo Eliot, encogiéndose de hombros.

—Bueno —murmuró Yeats. Siempre se preparaba con sumo cuidado para aquellas reuniones. Trataba de tomar en consideración cualquier posible eventualidad. Pero ¿una conferencia telefónica? ¿Hasta tal punto tenía miedo el ruso de ser subyugado? ¿No era acaso consciente de que recurrir a una conferencia hacía público su miedo y su vulnerabilidad ante todos los delegados presentes en la casa? Era ridículo.

Eliot continuaba allí, observando los vestidos y esmóquines que había en el interior de la habitación.

—Gracias —dijo Yeats.

Eliot asintió y comenzó a descender la escalinata. Yeats sintió que su ánimo mejoraba con cada peldaño que Eliot bajaba, con cada nuevo aumento de la distancia entre él y aquellos zapatos. Los mayordomos formaron un enjambre a su alrededor, excitados por su atención. Yeats se deshizo de ellos y entró en la casa.

Al otro lado de la puerta estaba Von Goethe, encabezando un círculo reluciente que incluía, si Yeats no se equivocaba, a un senador y a dos miembros del Congreso. Goethe era alemán, de corta estatura y nariz afilada, con el pelo oscuro y peinado hacia atrás. Llevaba gafas de montura dorada, que Yeats estaba seguro de que no eran más que un adorno decorativo. Sus zapatos eran elegantes y exclusivos, de color marrón. Goethe se disculpó ante el grupo y estrechó las manos de Yeats entre las suyas.

Guten Tag, mein Freund —dijo Yeats, lo que hizo que el rostro de Goethe se contrajera en una expresión de disgusto—. Wie geht es Ihnen?

—Con algo de náuseas, después de eso.

—Mis disculpas —dijo Yeats—. No tengo oportunidad de practicar mi alemán con la frecuencia que me gustaría.

—Estás perdonado. —Aquel intercambio dejó claro que Goethe no quería conversar con Yeats en alemán, lo cual era algo sensato, pues resultaba más sencillo resistirse a la subyugación en un idioma aprendido que en el nativo, pero también era una cobardía, por la misma razón. Yeats, dada la ocasión, se mostró de acuerdo con ello. No estaba allí para subyugar a nadie. Además, sinceramente dudaba de que Goethe fuese capaz de causarle problemas usando el inglés—. Has organizado un encuentro muy agradable. Merece mucho la pena.

—Bueno —dijo Yeats. Por primera vez se fijó en el escenario que tenía ante sí, las mesas cubiertas con manteles blancos, el cartel, de buen gusto, que había junto al podio y en el que se leía: UN MUNDO DE ALFABETIZACIÓN—. Hacemos lo que podemos.

—He estado hablando con uno de vuestros políticos y me ha informado de que vuestro gobierno está invirtiendo cientos de millones de dólares para enseñar a leer a niños de toda Asia.

—Hacemos lo que podemos.

—A leer en inglés —subrayó Goethe.

—Bueno —dijo Yeats—, no esperarías que les enseñásemos a leer en alemán. —Cogió la mano de una mujer alta y bronceada que había atraído su atención hacía veinte segundos y había cruzado el salón como un torpedo—. Rosalía, ¡qué placer!

—William —dijo ella—. Lo juro, parece que cumples años en sentido contrario.

—De Castro —la saludó Goethe, echando un vistazo a su vestido, que era atrevido cuando estaba quieta y prácticamente escandaloso cuando se movía. De Castro le ofreció la mano y Goethe se la besó—. Yeats y yo discutíamos sobre su último plan de sembrar el mundo con misioneros de la lengua inglesa.

—Supongo que comprenderás que una lengua común a nivel mundial le vendría bien a los intereses de la organización.

—Supongo —admitió Goethe—. Pero lloro ante la perspectiva de que esa lengua sea la inglesa.

—No lo será —dijo De Castro—. Será el español. El inglés se estancó hace algún tiempo. Hará falta algo más que los misioneros de Yeats para darle la vuelta a la situación. —Miró con cierto desprecio a Goethe, que era unos treinta centímetros más bajo que ella—. Entiendo que ese tipo de cosas resultan más alarmantes para delegados cuyas lenguas están en declive.

—Ah, ya empieza —dijo Goethe—. El tradicional ataque al alemán.

—Sinceramente, admiro tu espíritu. No puede ser fácil ver cómo tu lengua se desliza hacia las notas a pie de página de la historia.

—No está ocurriendo tal cosa.

—Aunque supongo que debes de estar acostumbrado a esa humillación —siguió De Castro—. Siendo como es el alemán la segunda lengua germánica más popular.

—Niños, por favor —terció Yeats.

De Castro se volvió hacia él.

—¿Es cierto lo que he oído? ¿Pushkin se unirá a nosotros vía conferencia?

—Eso parece.

—Espero de verdad que no necesitemos otro delegado ruso. Han estado cayendo como moscas. Alexander lo estaba haciendo muy bien.

—Es la lengua —dijo Goethe—. Demasiados morfemas. Es inherentemente vulnerable.

—No puede pretender ponerse a salvo con una conferencia telefónica. La sola idea es ridícula. —De Castro utilizó la palabra alemana para «ridícula», lächerlich, escurriendo levemente la primera sílaba y observando a Goethe mientras lo hacía. Yeats imaginó que De Castro había soltado una pequeña carga de profundidad lingüística. Toda la reunión sería así: los delegados sondeándose unos a otros sin parar, rastreando indicios de flaqueza. Era una consecuencia inevitable derivada del hecho de que la organización era una coalición poco rígida de entidades independientes: ningún delegado estaba por encima de los demás. Técnicamente, Yeats no era más importante que el árabe al-Zahawi o el hindi-urdu Bharatendu Harishchandra. Eso era algo que planeaba cambiar.

—Asumamos la posibilidad de que Pushkin tiene otros motivos —dijo Yeats—, y no perdamos el tiempo que vamos a estar juntos con especulaciones.

—Estoy conforme —aceptó De Castro—. Y hablando de ello, William, tenía la esperanza de que pudieras poner fin a otro tipo de especulaciones. ¿Has recuperado tu palabra desnuda?

Su teléfono móvil comenzó a vibrar contra su muslo, lo que resultaba sorprendente, puesto que todos los que conocían ese número deberían haber sabido que no era el momento adecuado de llamarle.

—Tristemente, no.

—Qué decepcionante —dijo De Castro—, y, al mismo tiempo, qué sandez. William, ninguno de nosotros cree que puedas dejar una palabra desnuda en Broken Hill durante casi un año entero.

—El concepto es extraordinario —apostilló Goethe.

—En la reunión podemos discutir lo que estéis dispuestos a creer —dijo Yeats—. Pero la reunión aún no ha comenzado.

De Castro recorrió la estancia con la mirada.

—Hay una razón por la que el resto de los delegados no se te ha acercado todavía. Imagino que es por la misma razón por la que Pushkin ni siquiera ha venido. —Sus ojos se posaron sobre él—. ¿Tienes planeado subyugarnos?

—Eso es absurdo —dijo Yeats.

De Castro mantuvo su mirada sobre él, y Goethe dijo:

—No negamos que has realizado esfuerzos para recuperarla. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa, más se pregunta uno si lo que está viendo son esfuerzos o farsas.

—No tengo la palabra desnuda —replicó Yeats—. Como prueba de ello, por favor, admitid la obviedad de que si la tuviera la usaría para evitarme esta conversación. —Su teléfono volvió a vibrar—. Disculpadme.

Se apartó de ellos, sacó el teléfono de su bolsillo, miró la pantalla y se lo guardó de nuevo. Clavó su mirada en la lejanía, asimilando las palabras: OBSERVACIÓN 3+1@95.65 IN 24 PDI 665006.

El mensaje era automatizado, enviado por un ordenador siempre que alguno de los innumerables sistemas de vigilancia a los que Yeats tenía acceso detectaba a una persona de interés (un PDI). Como esos sistemas no eran del todo fiables, las posibles observaciones del sujeto en cuestión solo se convertían en mensajes cuando el ordenador había acumulado una cantidad suficiente de observaciones de bastante calidad para superar un nivel particular. En este caso, el mensaje le informaba de tres observaciones durante las últimas veinticuatro horas, más otra anterior, que tenían un noventa y cinco por ciento de probabilidades de ser la Persona de Interés número 665006, que, como él sabía de memoria, era Virginia Woolf.

Regresó junto a Goethe y De Castro.

—Francamente —dijo De Castro, como si no hubiera transcurrido la mínima porción de tiempo—, no le veo mucho sentido a sentarnos a discutir sobre la interconectividad digital y los medios de información cuando un asunto de tal relevancia sigue sin resolverse.

—Está solucionado —repuso Yeats—. Honestamente, no sé de qué otra forma decíroslo. —Le resultaba muy sospechoso que hubiese un avistamiento de Woolf en aquel preciso momento, durante aquella reunión. Se preguntó cuál de los delegados sería el responsable.

—Puedes decirme la localización actual de Virginia Woolf —dijo De Castro—. Ese punto también me preocupa.

—La buscamos. No la encontramos. Parece probable que haya muerto.

Goethe miró a De Castro.

—Dice no saberla.

—William, oigo cosas —señaló De Castro— de personas de tu organización, como tú, sin duda, las oyes de gente de la mía. Y me ha llegado un relato realmente inquietante. Según él, Virginia Woolf roba la palabra desnuda y la lleva a Broken Hill no por un arranque adolescente causado por el resentimiento, como tú lo describiste, sino por orden tuya, como parte de un experimento sobre la efectividad de la palabra. Está claro que, dado que la población actual de Broken Hill es cero, ese experimento resultó un sonoro éxito. Lo cual es ya alarmante en sí mismo, William, pues por mucho que te tengamos en la máxima consideración, todos estamos en una situación complicada ante el hecho de que tú posees un método de persuasión contra el que no hay defensa. Pero la parte de ese relato que más me inquieta es la idea de que Virginia Woolf, como agente tuyo, está en alguna parte, concentrada en alguna actividad que sirve a tus propósitos. No puedo imaginar qué actividad podría ser esa. Y eso me hace sentir muy incómoda.

Durante ese discurso, el teléfono de Yeats había seguido vibrando y él tenía la molesta sospecha de que la coincidencia del avistamiento de Woolf durante la reunión podría no ser cosa de uno de los delegados. Podría ser cosa de la propia Woolf.

—Confía en nosotros —dijo Goethe—. Somos tus aliados, William.

—No tengo la palabra —contestó él—. Y Virginia Woolf está muerta. Ahora, lo lamento profundamente, pero no voy a poder asistir a nuestra reunión, después de todo. Ha surgido algo que no puede esperar.

Subió a un helicóptero para cruzar la ciudad y aterrizó en el helipuerto de las oficinas de Washington. Eso le llevó trece minutos. Mientras tanto, trató de coordinar a su gente a través del teléfono. Resultó difícil, porque a cada pocos segundos el aparato le avisaba de un nuevo mensaje entrante, lo cual requería que pulsase para rechazarlo, y para cuando el edificio apareció a la vista Yeats ocupaba la mayor parte de su tiempo en rechazar nuevos mensajes una y otra vez para intentar utilizar el teléfono. El proceso por el que un servidor se saturaba de trabajo recibiendo peticiones a las que no tenía tiempo de responder se denominaba ataque de negación de servicio, un NdS. Eso era lo que le estaba ocurriendo a Yeats. Se rindió y dejó a un lado su teléfono.

Liberado del helicóptero, pensó en usar el ascensor pero optó por la flexibilidad de las escaleras. Bajó una planta y emergió a una iluminación suave y de buen gusto. Su secretaria se levantó de su mesa, abriendo la boca con un montón de mensajes.

—Ahora no, gracias, Frances —dijo, y cerró las puertas a su espalda. Las luces aumentaron de intensidad en respuesta a su presencia. Ese mes, su despacho era un homenaje al Japón feudal del siglo XVIII: biombos de papel y muebles bajos y sencillos. De la pared detrás de su mesa colgaba una espada samurái bajo las luces. Yeats no había elegido nada de todo aquello; la estancia era decorada periódicamente en un estilo aleatorio, para evitar delatar la estética personal. Se plantó detrás de su mesa y pulsó el teclado para que las pantallas cobrasen vida.

Su predecesor no había utilizado ordenador. Entonces los ordenadores se consideraban herramientas de una secretaria. Ahora resultaba difícil imaginarlo. Sus monitores se llenaron de cajas rojas. Ahora que las puertas del ordenador se habían activado, vomitaban avistamientos de hacía varios días, incluso semanas, que cobraban mayor validez a raíz de los datos más recientes. Una impresión vocal de un hotel en Estambul. Una mujer cuyas características coincidían en Vancouver. Yeats inspeccionó la imagen: gafas de sol, sombrero, nada sobre lo que él apostaría, pero al ordenador parecían gustarle los pómulos. Una foto de seguridad de un taxi, granulada y borrosa, de una ruta que se correspondía con lo que el ordenador sugería que podrían ser los movimientos de Woolf. Eso había sido en Seattle, el día anterior. Las cajas de notificación se movían en un torrente continuo, pero Yeats logró distinguir uno de una hora reciente. Pertenecía al sistema de seguridad del edificio. Su nivel de confianza era del noventa y nueve por ciento. Woolf estaba en el exterior del edificio, en aquel preciso instante.

Su despacho tenía un balcón. Se sintió ligeramente tentado de salir y asomarse por encima de la barandilla para ver si podía distinguirla. Pero sería arriesgado. Eso, posiblemente, era lo que Woolf quería que hiciese. Podría producirse un ataque. Lo cierto era que, pese a lo mucho que creía que entendía a Woolf, ella llevaba un año en paradero desconocido y él no tenía ni idea de si había cambiado ni, en ese caso, hasta qué punto.

Su teléfono empezó a sonar. Percibió que su estado de agitación aumentaba y esperó hasta recuperar la calma.

—¿Sí?

—Lo lamento terriblemente. Pero hay muchísima gente que desea hablar con usted, y están diciendo cosas muy alarmantes.

—¿Alguna de esas personas es Frost? —Frost era el poeta responsable de la seguridad del edificio. Yeats había hablado con él desde el helicóptero, entre notificaciones de nuevos mensajes, y le había pedido que llevase a cabo ciertas órdenes importantes planificadas desde hacía tiempo. Específicamente, Frost tenía que llenar el vestíbulo con Personal Aislado al Entorno, hombres y mujeres con uniformes negros y armas que veían el mundo a través de una pantalla filtrada por ordenador y no oían nada aparte de palabras de una lista. Ese tipo de personal había demostrado ser insuficiente para recuperar la palabra de Broken Hill (los equipos enviados a la ciudad se habían matado de manera espectacular unos a otros), pero eso no significaba nada, porque Yeats lo había organizado así de forma deliberada. Confiaba en que podrían parar a Woolf.

—No, no he recibido nada de Frost.

—Hablaré con Frost —dijo Yeats—. Con nadie más. —Cerró el comunicador. En sus pantallas continuaban sucediéndose las cajas rojas. Distinguió la palabra VESTÍBULO. Se echó hacia atrás en su silla.

Así pues, Woolf había entrado en el edificio. Si todo ocurría tal y como él había ordenado, estaría actualmente en el suelo, con las manos esposadas y con una cinta tapándole la boca. La alzarían en vilo y cargarían con ella hasta una celda desprovista de ventanas. Una vez hecho eso, Frost le llamaría.

Plegó sus manos y esperó. Una nueva caja roja brotó en su pantalla. POSIBLE AVISTAMIENTO PDI: WOOLF, VIRGINIA. SEGUNDA PLANTA. Contempló aquel mensaje durante un rato, intentando imaginar circunstancias en las que los agentes de seguridad podrían haber decidido llevar a Woolf hacia arriba en lugar de hacia abajo. Estiró el brazo hacia el comunicador. Para cuando se llevó el auricular al oído ya había aparecido una nueva notificación. TERCERA PLANTA. ¿Había un retraso en las notificaciones? ¿Unos cuantos segundos? Nunca le había importado hasta entonces.

—Frances, ¿te importaría cerrar la planta entera?

—Sí, señor.

—Y, por favor, trata de localizar a Frost.

—Ahora mismo.

Su pantalla se quedó vacía. Las luces se apagaron. Formaba parte del cierre de la planta. Nada por lo que preocuparse. Esperó. Su respiración era regular. No sintió ninguna emoción. Pasaron los minutos. Las luces volvieron a encenderse.

Pulsó el comunicador:

—Frances, ¿por qué se ha levantado la orden de cierre?

—No lo sé. Estoy intentando averiguarlo.

Oyó ruido de fondo. Un ruido bastante alto, casi podía sentir cómo retumbaba a través de la puerta.

—¿Quién más hay ahí?

—Es… ¿En qué puedo ayudarle?

Una voz de mujer habló. Una voz poco definida que Yeats no pudo identificar. La comunicación se cortó, y Yeats colgó el auricular con parsimonia.

Había reconocido muy pronto la aptitud natural para el ataque de Woolf. Hubiera sido decepcionante que ella hubiera caído ante Frost y los soldados. En ese caso Yeats habría perdido la oportunidad de ponerse a sí mismo a prueba. Por supuesto, existía la posibilidad real de que ella entrase en el despacho y le destruyera. Eso era algo de lo que preocuparse.

Todo eso eran sentimientos. No los necesitaba. Se impondría sobre ellos o sería derrotado.

Calmó su respiración y comenzó a rezar. «Oh, Dios, quédate a mi lado y guía mi mano. Déjame trascender este cuerpo insignificante y transformarme en tu fuerza sagrada». Una sensación de calidez se extendió por su cuerpo. Su relación con Dios era su recurso más poderoso. Esa relación le había permitido convertirse en la persona que era. Muchos colegas prometedores habían caído en la tentación. Habían manejado sus necesidades fisiológicas, comiendo y respirando y jodiendo de forma deliberada y según un horario programado, cuidándose de mantener el control en todo momento, pero sus necesidades sociales (su deseo básicamente humano de amar, de pertenecer a alguien y ser amado por alguien) resultaban simple y llanamente suprimidas, porque no había manera segura de satisfacerlas. Y sin embargo se les llamaba «necesidades» por una razón. El animal humano imploraba el contacto íntimo a un nivel biológico, sin descanso, insistentemente. Yeats había visto cómo muchas carreras prometedoras descarrilaban por claudicaciones a la intimidad: hombres que susurraban confesiones a prostitutas, mujeres cuyos ojos no podían apartarse de los niños. En revelaciones tan pequeñas como esas quedaba al descubierto el alma humana. Él mismo había dejado varias al descubierto.

En los primeros años le había supuesto un esfuerzo. Ahora le parecía vagamente divertido. Infantil. Pero recordaba la soledad. El modo en que su cuerpo reaccionaba cuando una mujer le sonreía, la oleada de deseo que esa sonrisa evocaba para unirse a ella, no solo en un sentido físico sino más allá de eso, confiar y ser entendido. Había sido casi abrumador. Después descubrió a Dios.

Había sido terriblemente alarmante. ¡La simple idea de un poeta sucumbiendo a la religión! Se sorprendió a sí mismo. Pero la sensación era innegable y crecía semana tras semana. Ya no podía seguir creyendo que estaba solo. Empezó a ver indicios de lo divino en todo, desde la caída en espiral de una hoja hasta la llegada fortuita de un ascensor. De vez en cuando, aquellos momentos en que la esterilidad de su trabajo le resultaba muy agobiante, sentía la presencia de Dios como una figura presente en la habitación. Dios estaba con él. Dios le amaba. Era ridículo, pero era así.

Se trataba de un tumor, por supuesto. Oligodendroglioma, un tumor cancerígeno en un área asociada con los sentimientos de progreso. Las sensaciones que provocaba podían ser reproducidas mediante estimulación eléctrica. No era letal, pero debía extirparse porque iba a seguir creciendo, según le había dicho su cirujano mientras Yeats examinaba las imágenes en blanco y negro del escáner. Con el paso del tiempo, habría cada vez menos y menos de él y más del tumor. Su cerebro estaba siendo devorado por Dios.

Salió de la clínica con buen estado de ánimo. No tenía intención de quitarse el tumor. Era la solución perfecta a su dilema: cómo alimentar el deseo de su cuerpo de intimidad. Estaba engañándose a sí mismo, por supuesto. No había una presencia divina llenándole de amor, poniéndole en contacto con todas las cosas. Solo era una sensación. Pero así estaba bien. Era ideal. No habría confiado en un Dios que no estuviese dentro de su cabeza.

La puerta se abrió y una mujer entró en el despacho. Llevaba puesto un abrigo largo que llegaba hasta el suelo. El dobladillo estaba manchado de un líquido negro que podría ser barro o suciedad, o podría también ser Frost. Llevaba unos guantes blancos. Y un collar, con algo en él que giraba y dolía al mirarlo. Yeats cerró los ojos. Buscó en su diafragma su voz más potente:

—¡Vartix velkor mannik wissik! ¡No te muevas!

Hubo un silencio.

—¡Uauh! —dijo Woolf—. Eso casi me ha dolido.

Yeats buscó a tientas el cajón de su mesa.

—Para decir algo a tu favor, Yeats, la verdad es que he dedicado mucho tiempo a prepararme por si pronunciabas esas palabras. Y aún las siento.

Yeats abrió el cajón. Sus dedos se cerraron en torno a una pistola. La levantó y apretó el gatillo. Continuó disparando hasta que el cargador estuvo vacío. Entonces la dejó caer a la alfombra y escuchó con atención.

—Sigo aquí.

Había una espada en la pared, a su espalda. Tenía trescientos años de antigüedad, pero aún cortaba. No sabía cómo utilizarla, pero eso podría no tener importancia si ella se acercaba lo bastante. Woolf podría pensar que era una espada decorativa hasta que fuese ya demasiado tarde.

—He venido a matarte —dijo Woolf—. Lo digo por si tenías alguna duda.

Yeats inhaló. Necesitó un momento para tranquilizarse.

—Emily.

—Woolf —repuso ella—. Woolf, ahora.

Interesante. ¿Había cambiado de segmento? Era posible. Podría no solo haber mejorado sus defensas, sino también haber logrado alterar su personalidad básica en ciertos aspectos importantes. Podía hacerse, con práctica. Si ese era el caso, sería vulnerable a una selección diferente de palabras. Sí. Habría rechazado su personalidad anterior para distanciarse de lo que había hecho en Broken Hill. Así pues, él necesitaba averiguar en qué se había convertido.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Caminando, principalmente.

—Se suponía que en el vestíbulo había un número considerable de personal de seguridad.

—¿Los tipos con las gafas? Ya. Están protegidos de alguna manera, ¿verdad? Tienen un filtro anti-subyugación.

—Se supone que lo están.

—Lo están. Pero Frost no.

—Ah —dijo Yeats—. Es decir, que no había tipos con gafas.

—No.

Era difícil leer a una persona a la que no podías ver. Las pistas visuales eran muy importantes. Pero podía hacerse. Él podía hacerlo. Lo importante era que ella continuara hablando.

—¿Entiendo que te sientes engañada por mí?

—Podrías decirlo así.

—Bien —siguió Yeats—. No nos degradaré a ambos fingiendo disculparme. Pero ¿puedo señalar el hecho de que matarme no será positivo para tus intereses?

—En realidad, no estoy de acuerdo contigo en ese punto. Quiero decir, he pensado sobre ello. Venir aquí con la palabra y hacer que dirigieses la organización para mí, eso sería interesante. Y no puedo negar que me atrae la idea de convertirte en mi esclavo de por vida. Pero eso no es una opción. Tengo un pequeño problema, ¿sabes? La cogí en Broken Hill, cuando me enviaste para poner en marcha tu orden de matar. En cierto modo, la miré. Vi su reflejo. No fue suficiente como para que me subyugase. Al menos no completamente. La vi al revés, ¿sabes? Y no pude verla con nitidez. Pero creo que un trozo de ella se me metió en el ojo. Lo llamo mi estrella. Ese es el aspecto que tiene. Una estrella en mi ojo. No es muy agradable, Yeats. La estrella quiere que yo haga cosas malas. Pero he averiguado una manera de controlarla. Solo necesito concentrarme en matarte. Cuando lo hago, la estrella no me molesta tanto. No siento que necesite hacerle daño a nadie más. Así que, ya ves, el hecho de que mueras no es algo negociable llegados a este punto.

Yeats estaba fascinado. No había reparado en esa posibilidad.

—Y después ¿qué?

—¿Disculpa?

—Después de que me asesines. ¿Qué pasará entonces?

—Eso realmente no es asunto tuyo.

—Supongo que no —dijo Yeats—. Muy bien. Dejaremos eso para más tarde.

—Pero no va a haber un «más tarde», Yeats. No para ti.

—Hummm —dijo él. La había reducido a una docena de posibles segmentos. Estaba tentado de pronunciar las palabras para todos ellos, lo que podría hacer en unos quince segundos. No obstante, era una especie de jugada a la desesperada. Provocaría una respuesta inmediata por parte de ella, del tipo que fuera. Lo mantendría como alternativa final mientras trataba de averiguar más—. Antes de proceder, me parece que debo confesar algo.

—¿Ah, sí? —Yeats oyó cómo el abrigo de Woolf rozaba el suelo.

—Estás aquí porque yo lo he querido. No hay ni una sola parte de estos acontecimientos que no haya ideado yo. Lo más difícil de este ejercicio, de hecho, era encontrar excusas de por qué dejé la palabra desnuda en Broken Hill durante tanto tiempo. Para ser sincero, esperaba que te movieses con mayor rapidez. Se estaba volviendo insostenible. Pero aquí estás. Trayéndome de vuelta la palabra, ardiendo en deseos de venganza, conforme a lo planeado.

—¿En serio? —dijo ella—. Pues tengo que decirte que, desde mi punto de vista, parece una mierda de plan.

—Cuando fui a Broken Hill en mitad de su inmolación, descubrí que estaba conmovido. Sentí deseo. Me di cuenta entonces del peligro de la palabra desnuda. Me habría corrompido. Habría sido mi perdición, como siempre lo es el poder no ganado con esfuerzo, tarde o temprano. Y no tengo intención de malgastar esta vida por una grandeza temporal. Lo que haré con la palabra una vez que te la haya arrebatado es dejar una marca en este mundo que nunca será borrada.

—No tiene sentido lo que dices, Yeats.

Él se encogió ligeramente de hombros.

—Quizá mis móviles estén más allá de tu capacidad de comprensión. Pero deseo que sepas que no necesito palabras para hacer que actúes según mi voluntad. Eres mi marioneta, pase lo que pase. Estás aquí no porque tú lo quisieras, sino porque yo lo quise. Porque derrotar a la palabra desnuda que tienes en tus manos es el desafío que me planteé a mí mismo para demostrar que estoy preparado para ejercer su poder.

—Colega, voy a matarte —dijo Woolf—. He superado todas las defensas que tienes. No hay ninguna duda de ello.

Yeats se levantó de su asiento y extendió los brazos. Comenzó a incrementar el ritmo de su respiración, aunque ella no debería notarlo. Segmento 77. Estaba seguro. Era como el 220 pero con más miedo y más dudas en uno mismo. Con frecuencia, y de manera interesante, ambos segmentos aparecían en la misma familia: un hijo mayor del 220 con un hermano del 77. Resultaba verosímil que Woolf pudiera deslizarse de uno a otro.

—Aquí me tienes —dijo—. Mátame.

La oyó acercándose. Había dos amplios sillones frente a su mesa, lo que reducía el espacio que ella podía ocupar. Un espacio que podía atravesar con una espada, si lo hacía rápido.

—No tienes ni idea de lo mucho que deseo hacer esto, Yeats. Sé que está mal visto decirlo. Que «quiero». Pero es así. Lo quiero hacer.

Yeats podía oír su respiración. Ahora estaba muy cerca. Probablemente podría extender los brazos por encima de su mesa y tocarla. Absorbió aire para meterlo en sus pulmones, preparándose para pronunciar las palabras que la harían suya.

—Eh —dijo ella—. ¿Cómo es esa palabra? ¿Cuando los japoneses hacían algo malo y expiaban su culpa destripándose a sí mismos? Ya sabes, sacándose las tripas. ¿Cómo se llama eso?

Yeats no respondió.

Seppuku —siguió ella—. Creo que es eso.

En la mente de Yeats surgió una duda. Woolf era un 77, ¿o no?

—He estado planeando esto un tiempo, Yeats. Piensa en ello.

Él meditó sobre ello.

—¡Kinnal forset hallassin aidel! —Se volvió y sus manos se cerraron sobre un objeto de madera. Sacó la espada de su vaina—. ¡Grita! —Así podría localizarla. Podría obtener la confirmación de que la había analizado correctamente. Se abalanzó sobre la mesa y dibujó un arco horizontal con el filo de la espada, pero no cortó nada más que aire, y eso le hizo perder el equilibrio.

—Ni siquiera te has acercado —dijo ella, desde algún punto próximo a la puerta.

Yeats recuperó el equilibrio y alzó la espada. Qué estúpido. Estaba decepcionado consigo mismo. Era esa bobada de su nombre: Woolf. Una auténtica tontería, y él se lo había tragado. Era Emily, por supuesto. Siempre lo sería.

Rodeó la mesa en dirección al sonido de su voz, sosteniendo la espada preparada para golpear. Le pareció oír algo y golpeó con rapidez, por si acaso. Giró lentamente en un movimiento semicircular.

—Por aquí —dijo Emily desde el pasillo.

Yeats atravesó el umbral. En el pasillo detectó extraños susurros. ¿Las rejillas de ventilación? Se sintió rodeado. Al parecer, Emily tenía planes para él.

—Hay gente aquí. —Su voz flotó delante de él—. Solo para que lo sepas.

Yeats avanzó dos pasos y tropezó con una silla. Notó que la punta de su zapato derecho se doblaba de un modo que sugería la formación de una arruga permanente y sintió una punzada de tristeza.

—Tengo una proposición que hacerte, Yeats. Puedes abrir los ojos, mirar esta cosa que tengo alrededor de mi cuello y seguir mis instrucciones para destriparte a ti mismo. De ese modo, nadie muere aparte de ti. O puedes quedarte ahí moviendo tu enorme cuchillo sin filo mientras te lanzo encima a tu propia gente. ¿Qué me dices?

Yeats echó a correr hacia ella. Alguien le cogió de los brazos. Le lanzó un tajo a su agresor y oyó un jadeo al tiempo que las manos lo soltaban. Movió de nuevo la espada y notó que pinchaba algo. Percibió un aumento del peso en el filo y retrocedió antes de perder su arma. Algo cayó sobre la moqueta produciendo un ruido sordo.

—Felicidades —dijo Woolf—. Has matado a tu secretaria.

Yeats se volvió hacia su voz, jadeando. El pasillo estaba lleno de gente. Podía sentir su presencia. Estaban en silencio, esperando a que él se aproximase. Para alcanzarla a ella, tendría que matarlos a todos.

—Así pues, no hay sorpresas —dijo ella—. No sé qué estaba esperando.

Continuaba siendo un 220. Había practicado sus defensas. Pero él podía encontrar un modo de superarlas. Siempre había algo. Un deseo escondido o un secreto del que uno se avergonzaba. Con ello, podría desentrañar su verdadera personalidad.

Tanteó el aire con la punta de la espada.

—Nunca ibas a ser una de nosotros. Eliot creyó que podías aprender a disciplinarte. Pero la idea era ridícula. Nunca podrías aprender a disciplinar tus excesos.

—No sé, Yeats. Puede que no me estés teniendo en mucha consideración que digamos.

Se volvió de nuevo hacia su voz.

—¿De verdad crees que puedes ocultarme a mí tu mente? —Movió la espada. La punta topó con algo y Yeats avanzó, resbalando y deslizándose, clavó el filo en algo y empujó.

—¡Vaya! —dijo Emily—. Ese era Frost.

Tal vez la violencia la perturbaba.

—¡Vartix velkor mannik wissik! ¡Grita!

Se produjo una pausa. Nadie gritó.

—Así que has averiguado que en realidad no he cambiado. Felicidades. Pero eso no va a ayudarte.

—Prácticamente puedo sentir tus emociones —dijo Yeats—. Las irradias. Dime una cosa, Emily. ¿Por qué me quieres muerto?

—¿No es obvio?

—Creo que es porque necesitas culparme. Necesitas creer que lo que hiciste en Broken Hill fue por mi culpa.

—Lo fue.

—Pero una parte de ti sabe la verdad. Que si te hubieses esforzado más, podrías haberlo evitado.

—Diablos, Yeats. Eres persistente. Lo admito. Pero no he venido aquí para escucharte hablar. Iba a hacer que te disculpases por tu propia voluntad, pero ¿sabes qué?, ya no importa. Abre tus malditos ojos.

—Te dices a ti misma que no tuviste opción pero no lo crees. Por eso deseas verme muerto. Esperas matar así una parte de ti misma.

—Cogedlo —dijo Emily, y Yeats no supo a quién se lo decía—. Sujetadle. Obligadle a abrir los ojos.

Yeats levantó la espada.

—¿Quién mató a aquel chico en la Academia? ¿Acaso fui yo? Él fue el primero en pagar con su propia vida por el error de amarte. Pero no el último. —Varias manos tiraron de él. Golpeó con la espada a uno y otro lado—. ¿Te hice yo una asesina, o lo eras ya?

—¡Cállate!

—¡Vartix velkor mannik wissick! ¡Mataste a tu amante! ¡Grita! —Las manos le agarraron—. ¡Vartix velkor mannik wissik! ¡Mereces ser castigada, mereces morir por lo que hiciste! ¡Vartix velkor mannik wissik! ¡Grita, zorra del demonio!

Varios cuerpos se abalanzaron sobre él y lo tiraron al suelo. Un montón de dedos palparon su rostro. Y por encima de ello, oyó un sonido: un aullido entusiasta, como el vapor escapándose.

—¡Vartix velkor mannik wissik! —insistió—. Emily, ¡túmbate y duerme!

Le tiraron de los párpados. Vio caras que reconocía, cuyas expresiones eran de concentración. Sabía sus segmentos, pero nada que él pudiera decir los disuadiría de mantenerle sujeto. Podría solucionarlo. Podría convencerlos de que le soltasen una vez que hubiese derrotado a Emily. Porque por entre la maraña de cuerpos distinguió una figura postrada, tirada en la moqueta, con su abrigo blanco alzándose y cayendo. Su corazón dio un vuelco de emoción, porque todo había terminado y él había ganado.