[ U N O ]

Wil empujó con el hombro para abrir las puertas del pabellón de Urgencias. Tras la oscuridad, la luz del sol parecía una explosión. Cogió aire a bocanadas. Llegó hasta la furgoneta de paramédicos y se apoyó contra ella. En una mano llevaba aquella cosa. Pese a lo oscuro que estaba en el interior del edificio, no había tenido problemas en encontrarla. Un trozo de madera, más o menos del tamaño de un libro, con un pedazo de papel amarillento clavado. Había dejado el papel allí. La madera era más pesada de lo que parecía, y gélida al tacto, como si quisiese absorber el calor de su cuerpo. Tenía un símbolo grabado que no se parecía a nada que Wil hubiese visto antes, y cuanto más lo miraba, más sentía que algo se retorcía en sus entrañas, y sus ojos se humedecían hasta que desviaba la mirada. Pero no le transformó. Era cierto. Él era inmune.

Regresó al Valiant, pero se detuvo otra vez, porque recordó que no podía mostrarle el objeto a Eliot. Eliot se lo había dejado muy claro. Miró a su alrededor en busca de algo con lo que envolverlo. Las puertas de la furgoneta estaban abiertas. Se asomó al interior y encontró una pequeña toalla, la sacudió para quitarle la arena.

Cuando llegó al coche, Eliot tenía los ojos cerrados. Wil abrió la puerta y vio cómo el pecho de Eliot subía y sus ojos se abrían con dificultad.

—Lo he hecho —dijo Wil—. Tengo la palabra.

Eliot parpadeó.

—Aquí mismo —siguió, mostrándole la toalla, pero Eliot cerró otra vez los ojos con fuerza—. ¡Está bien! La he tapado. Es una especie de símbolo en un… —Eliot agitó la cabeza a uno y otro lado—. ¡No le estoy dando detalles! ¡Estoy haciendo una descripción general del objeto!

—Chsss —pidió Eliot.

—Sé lo que sucedió aquí. Por qué todo el mundo murió. Había algo pegado a la palabra que…

—¡Chsss!

—¡Vale! Solo estoy diciendo que si mira esta cosa no va a morir. Ya no es letal. —Aquello no pareció suponer ninguna diferencia para Eliot—. Tiene una pinta terrible. ¿Se ha bebido el agua? —Descubrió una botella sin tapón a los pies de Eliot. La alfombrilla del coche estaba mojada—. ¡Joder, no se la ha bebido! —Se inclinó hacia él y buscó alguna de las otras botellas. El olor era asqueroso—. Beba. —Quitó el tapón de una botella y se la puso en los labios. Oyó el sonido de la garganta de Eliot y vio cómo su nuez subía y bajaba. Le retiró la botella cuando el agua empezó a caerle por la barbilla y esperó a que dejase de dar la impresión de que se estaba ahogando. Entonces le dijo—: Más. —Y volvió a ponerle la botella en los labios.

—Gagaga —murmuró Eliot.

—Tengo una idea. Vamos a un hospital. Un hospital donde haya gente viva. Entonces utilizo esta cosa para obligarles a ayudarle. ¿De acuerdo? Solo les muestro la palabra. Les decimos que le ayuden pero que no le digan a nadie que estamos allí. —El agua rebosaba de la boca de Eliot, así que volvió a apartar la botella—. ¿Es un buen plan? —Eliot negó otra vez—. Joder, ¿qué plan tiene usted, entonces? Porque a mí me pareció bastante obvio que se está muriendo. Y los dos sabemos que yo solo no tengo ninguna esperanza contra la gente que nos persigue, ni siquiera aunque tenga una palabra mágica. Así que o bien vamos a un hospital, o bien intento hacerle la cirugía yo mismo con lo que pueda encontrar por ahí tirado. ¿Quiere que haga eso? —Eliot no respondió—. No voy a hacerlo. Voy a llevarle a un hospital. —Cerró la puerta y corrió al otro lado del coche—. Siga bebiendo agua.

Colocó la toalla y lo que había envuelto en ella entre los asientos y giró la llave en el contacto. El motor hizo un ruido, pero no se puso en marcha. Wil parpadeó, se había olvidado de la gasolina. Miró a Eliot y vio que le estaba mirando con un gesto vacío de sorpresa.

—Cállese —dijo Wil. Echó un vistazo a la calle, llena de huesos y metal oxidado—. Puedo encontrar gasolina. Tardaré cinco minutos. ¿Puede no morirse en los próximos cinco minutos?

Eliot bajó la barbilla.

—No me mienta. Si tengo que hacerlo, le abriré en canal.

—Bb… —balbuceó Eliot—. Bien.

Wil examinó su rostro, pero sabía que no vería nada en aquella cara que Eliot no quisiese que viera.

—Claro —dijo—. Está bien. —Y bajó del coche.

Encontró un todoterreno cubierto de polvo que tenía las llaves puestas y gasolina en el depósito. Era una opción mucho mejor que intentar volver a poner en marcha el pedazo de mierda que era el Valiant, así que se montó y giró el vehículo para esquivar los otros que estaban allí abandonados. En el interior se percibía un extraño olor, pero trató de no pensar en ello. Cuando estuvo lo bastante cerca del Valiant, dejó el todoterreno en punto muerto y saltó a la calle. Entre tanto, el estado de Eliot parecía haberse deteriorado: su piel lucía un aspecto apergaminado y su mirada estaba desenfocada.

—¡Eh! —le dijo Wil, mientras abría su puerta—. He encontrado un coche mejor. Agárrese a mí.

—No.

—Sí.

—Tú vete, yo me quedo.

—No, eso no es lo que vamos a hacer. Usted viene conmigo. Ese es el plan. Vamos a llevarle a un hospital.

—Mal plan —dijo Eliot—. Acaba contigo muerto.

—¿Tiene alguna alternativa?

—Al norte. Tres kilómetros. Una carretera de tierra. Después, campo a través, sesenta kilómetros hasta una carretera de asfalto. Lleva a una ciudad, Kikaroo. Después en la dirección que quieras.

—¿Hay hospital en Kikaroo? No. Entonces no haremos eso.

—Debes hacerlo.

—¿Sabe qué? Míreme a los ojos, dígame que cree que puedo conseguirlo sin usted, y entonces lo dejaré aquí.

Eliot lo miró fijamente.

—No resulta convincente —dijo Wil—. Agárrese a mí.

—No.

—¡Salga del puto coche!

—No.

Wil se inclinó para agarrarle, pero Eliot movió su cabeza para golpearle en la nariz: fue un movimiento muy leve, pero lo suficiente para hacerle retroceder medio cegado por el dolor.

—¡Hijo de puta! —Dio un giro sobre sí mismo y continuó insultándole—: ¡Gilipollas! —Se inclinó por encima de Eliot y cogió el objeto envuelto en la toalla—. ¡Joder que si voy a conseguir que me obedezca! —Y empezó a desenvolver el objeto.

—¡No!

La intensidad en el tono de voz de Eliot le hizo detenerse.

—Entonces…

—Nunca. —Por un momento, Wil creyó que Eliot se iba a bajar del coche, pero solo estaba moviéndose en el asiento—. Nunca me hagas eso a mí.

—De acuerdo —admitió Wil, intimidado—. Entendido, bien. —Pero entonces Eliot volvió a recostarse hacia atrás y su aspecto se volvió menos amenazador y más frágil, y Wil cambió de opinión—: ¿Sabe qué? Voy a utilizarla. —Apartó la toalla, pero la tela se enganchó en una protuberancia de la madera y se rasgó. Eliot profirió un sonido extraño, una mezcla de gruñido y quejido, y giró la cabeza hacia un lado. Wil tuvo que obligarle a girarse de nuevo hacia la palabra desnuda, pero se dio cuenta de que tenía los ojos cerrados—. ¡Maldita sea! —Trató de tirarle de los párpados sin soltar la palabra—. ¡Ábralos! —Consiguió abrirle uno. La pupila se dilató y la resistencia se evaporó del cuerpo de Eliot—. Bien, ahora, salga del coche.

La mano de Eliot salió disparada y se agarró al marco de la puerta. Wil dio un paso hacia atrás. La otra mano de Eliot giró como una araña hasta que encontró dónde agarrarse, y entonces su cuerpo empezó a temblar.

—¿Está… eh… bien? —preguntó Wil.

—¡Aaghh! —masculló Eliot. La expresión de su cara era muy intensa. Wil se dio cuenta de que intentaba bajar del coche. Se esforzaba, pero le faltaba la fuerza necesaria para conseguirlo. Wil avanzó para echarle una mano y notó que todo el cuerpo de Eliot estaba vibrando y que sus músculos parecían bultos de alambres—. Deme la mano —le dijo. Eliot se enderezó y movió un pie con torpeza, buscando dónde apoyarlo. Wil lo soltó y el otro se desplomó al suelo—. ¡Oh, mierda! ¡Lo siento! —Eliot arañó con las manos el asfalto—. ¡Joder! ¡Eliot! Deje que le ayude.

Ghee

Wil le rodeó el torso con sus brazos.

—Vamos. Por aquí. —Después de avanzar cuatro pasos, Eliot empezó a vomitar. Tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente. Sus pupilas tenían un aspecto lechoso. Parecía muerto—. Eliot, lo siento, pero todavía falta un poco para llegar. —Eliot levantó el pie y Wil lo guio hasta que lo colocó de nuevo en el suelo—. Eso es. —A continuación, Eliot emitió un ruido que no llegó a ser una tos—. Por favor, Eliot —pero Eliot no iba a conseguirlo. Ya estaba muerto, y Wil le estaba obligando a caminar hacia un todoterreno—. Lo siento mucho, pero no puedo dejarle morir.

Arrrgg.

—¡No se muera! ¡No se le ocurra morirse! —Tenía aún la palabra desnuda, así que trató de hacer que Eliot la mirase, pero ni siquiera sabía si sus ojos todavía eran capaces de ver algo—. ¡No se muera!

Todo el cuerpo de Eliot empezó a convulsionarse y de su boca brotaron varios espumarajos.

—¡Mierda! —exclamó Wil. Estaban avanzando en dirección a la furgoneta paramédica, lo que hizo que se preguntase si habría algún sedante en su interior, algo en una jeringuilla que pudiera utilizar para dormir a Eliot. Así dejaría de comportarse como un cadáver reanimado—. ¡Venga conmigo!

Apoyó a Eliot contra la trasera de la furgoneta y Eliot se desplomó al suelo. Subió al vehículo y comenzó a rebuscar en los diferentes cajones. Volvió a experimentar la sensación de haber estado ya antes allí, con fuerza esta vez. Podía sentir cómo los recuerdos le arañaban las paredes de su mente, aún demasiado lejos para verlos con claridad. Pero no tenía tiempo para eso. Eliot estaba tirado en el suelo y Wil tenía que llevarlo al todoterreno. Debería cargárselo al hombro como un bombero. ¿Por qué había perdido el tiempo dando pequeños pasos y agarrando a Eliot por el brazo? Era una estupidez. Si querías mover a alguien, tenías que cargar con él sobre los hombros. Todo el mundo lo sabía. Cualquiera que trabajase en los servicios de emergencia, había practicado ese método de carga un centenar de veces. Registró la furgoneta. Aquel vehículo no solo le resultaba familiar, sino que era su vehículo.

Dejó atrás el carrito y pasó a la cabina, dejándose caer en el asiento del conductor. Puso las manos sobre el volante. Eliot estaba desangrándose ahí fuera, pero Wil sentía la llamada de uno de sus recuerdos perdidos. Tenía la sensación de que era un paramédico.

Abrió el compartimento que había entre los asientos y rebuscó entre todo lo que había en su interior. Además de varias monedas y envoltorios de plástico, encontró un boletín informativo amarillento. Le echó un vistazo y estuvo a punto de tirarlo a un lado antes de darse cuenta de que la foto que había era suya. Su aspecto en ella era diferente. Estaba con un puñado de gente posando enfrente del pabellón de Urgencias. Todo estaba limpio y reluciente. Tenía el pelo largo y estaba bronceado. Sus hombros eran más anchos. Estaba relajado de un modo que Wil ni siquiera podía recordar haberlo estado nunca. Leyó el pie de foto y contó de izquierda a derecha las personas que aparecían en la imagen, para asegurarse. HARRY WILSON. Ese era él. Su nombre había sido Harry.

Detrás de él, Eliot tosió. Wil pensó que había perdido un montón de sangre. Parpadeó. Por alguna razón, no le había prestado atención a la herida de bala. Al parecer, estaba dejando que se desangrase. Se sintió perplejo. ¿Por qué había dejado a Eliot tanto tiempo sin atención médica?

Volvió a salir por la parte de atrás y subió a Eliot a la camilla. El herido gruñó, lo cual era una señal positiva. Bueno, al menos era una señal. Registró de arriba abajo los estantes en busca de un bisturí, guantes quirúrgicos, vendas y suero salino, y lo localizó todo en su lugar correspondiente. Luego colocó a Eliot de lado, sostuvo el bisturí entre los dientes y levantó la rodilla y el brazo de Eliot. Cortó la camisa y descubrió una herida de salida tan grande como su mano, rosácea y con mal aspecto, rezumando sangre. Se sintió horrorizado por su propia actitud: si hubiera aplicado primeros auxilios a su debido tiempo, le habría salvado la vida a aquel tipo. Ahora lo único que podía hacer era comprimir la herida y cerrar todo lo que diera la impresión de estar perdiendo sangre.

Introdujo un dedo en el intestino de Eliot y levantó con suavidad. Oyó un sonido de absorción, una especie de glunc, y un pequeño mar de Eliot le manchó el dorso de la mano, lo cual era quizá lo peor que podía ocurrir, porque significaba que Eliot tenía agujeros. Para localizar el origen, tuvo que introducir cuatro dedos, y eso provocó que un terrible sonido brotase de la garganta de Eliot. Wil hizo lo que pudo. No era mucho, pero tal vez suficiente. Luego comenzó a vendar la herida.

Mientras lo hacía, los recuerdos estallaron en el interior de su cabeza como palomitas de maíz. Cosas minúsculas e irrelevantes. La expresión en la cara de una chica. El olor de la tierra por la mañana. Pero los recuerdos estaban llegando. Estrujándose a través de las barreras que se habían erguido en el interior de su cabeza. De pronto recordó algo importante, y se quedó quieto.

Eliot respiró. Estaba inconsciente. Su rostro era macilento. El problema radicaba en que había demasiado de Eliot esparcido en dos vehículos diferentes. Eliot estaba en su camisa y en su chaqueta y en el suelo de dos coches. Estaba al borde de un choque hipovolémico y no había nada que Wil pudiera hacer al respecto. Miró a través de la puerta abierta de la furgoneta hacia el pabellón de Urgencias. Estaba a unos seis metros de un hospital lleno de sangre, pero todos los paquetes se habrían ennegrecido y estarían duros como piedras.

Se inclinó hacia delante:

—Eliot. —Le retorció la oreja, algo que, si se hacía bien, resultaba extremadamente doloroso—. Eliot, hijo de puta.

Eliot soltó un gruñido.

—Eliot. —Pegó sus labios al oído de Eliot—. Eliot.

—Eh —balbuceó Eliot.

—¿Qué tipo de sangre tiene?

Eliot abrió los ojos. Había un techo sobre él. Alicatado. Un techo falso: del tipo que oculta tubos y cables. No sabía dónde se hallaba, ni cuándo.

Oyó un crac. Se puso en tensión. Le dolía el abdomen. Sentía un montón de dolor por todo el cuerpo. Trató de levantar la cabeza y su visión se desenfocó. Vio paredes de color azul pálido y un techo lleno de grietas. Un teléfono atornillado a una pared. Sillas, y una mesita al lado de la cama. Una cama, de hecho, en la que estaba él tumbado. Olía a polvo.

«Oh, Dios —pensó—, estoy en Broken Hill».

Tanteó lo que le rodeaba con las manos. Algo le tiraba del brazo, y al mirar vio que era un tubo. Estaba unido a algo. Se irguió sobre la almohada, centímetro a centímetro, y vio un perchero del que colgaban varios tubos y tres bolsas. En una había un líquido transparente, en otra uno oscuro, y la tercera parecía haber contenido ese mismo líquido oscuro pero ahora estaba prácticamente vacía. Se sintió desconcertado, porque no recordaba nada de ello.

Un segundo crac. Esta vez lo reconoció como un disparo. Un rifle. Sus pensamientos empezaron a ordenarse. Había ido a Broken Hill con el inmune, Wil. Un granjero le había disparado. Cuando comprendió que la herida era mortal, le dijo a Wil que se fuese sin él. Pero Wil no había querido hacerlo. Había sido una de esas situaciones frustrantes en las que Eliot había necesitado convencer a Wil de algo pero no había podido hacerlo, porque el tipo era inmune. Y también estúpidamente cabezota. Eliot había perdido el conocimiento antes de resolver el asunto. Parecía que, durante el tiempo que había permanecido inconsciente, Wil le había salvado la vida.

Oyó pasos. Se quedó quieto hasta que estuvo seguro de que se aproximaban, y entonces comenzó a buscar algún arma a su alrededor. Tal y como él lo veía, había dos guiones posibles. En uno de ellos, Wil se había marchado con la palabra desnuda, como él le había ordenado, y las pisadas pertenecían a alguien de la organización, que venía para matarle. En el otro, las pisadas pertenecían a Wil, que había sido demasiado cobarde para irse, y en lugar de eso se había quedado allí con la esperanza de que Eliot se despertase y le dijera qué hacer. En cualquiera de esos dos casos, sentía la necesidad de pegarle un tiro a alguien.

El objeto más letal que veía era el perchero, que quizá podría servirle a modo de palo. Tiró de las sábanas para liberar sus piernas. No había avanzado mucho en ello cuando un hombre apareció en el umbral de la estancia. El tipo llevaba un rifle colgado del hombro, y durante un segundo, a Eliot le costó reconocerlo.

—Túmbese —dijo Wil. Cruzó la habitación y se asomó a la ventana.

Eliot se hundió en la almohada, aplatanado por el peso amargo de su propia decepción. No debería haber esperado nada distinto. Wil no había hecho nada que Eliot le hubiera pedido desde que se habían conocido. Había sido una tontería pensar que empezaría a hacerlo ahora solo porque todo dependía de ello. Dio un tirón de la sábana.

—Nos… debemos ir. Ahora.

Wil lo ignoró. Estaba mirando algo que había en el exterior. Eliot no sabía de qué se trataba.

—Escucha, tú… capullo —dijo Eliot—. Woolf… viene hacia aquí. —Trató de decir algo más, pero sus palabras quedaron ahogadas por la tos. Cuando abrió los ojos, Wil le tendía un vaso de agua. Eliot lo cogió. Había algo diferente en la manera de comportarse de Wil. Era la razón por la que Eliot no lo había reconocido antes: porque, de algún modo, Wil había cambiado. Eliot pensó que aquel hombre que tenía delante no era Wil Parke, y esa idea resultó muy desconcertante.

El tipo con el aspecto físico de Wil le observó sin ninguna expresión mientras él bebía. Cuando Eliot terminó, le dijo:

—Túmbese.

—Tenemos que…

—Está a punto de desmayarse otra vez —dijo Wil—. Túmbese.

Eliot supo que era cierto, pero se esforzó en resistir.

—Woolf.

—Quiere decir Emily. Emily Ruff.

«Oh, Dios», pensó Eliot.

—No piense que lo ha mencionado usted. Habló un montón sobre Woolf. Pero nunca mencionó que yo la conocía. De hecho, que la conocía muy bien.

—Pue… puedo… explicarlo.

—Sí —dijo Wil—. Me lo explicará. Pero primero tiene que dormir. —Levantó el rifle—. Yo tengo que disparar a alguien.

¿A alguien? ¿A quién?, intentó decir Eliot. Pero la inconsciencia lo atrapó antes.

Se hundió en el sueño, pero no muy lejos. Recordaba el timbre de un teléfono en la oscuridad. Había sonado hacía algún tiempo. Pero él había estado tumbado, como ahora, sintiendo que Broken Hill lo envolvía. Había abierto los ojos y había visto unas cortinas. Un reloj al lado de la cama. Un hotel, había recordado. Estoy en una cama, en un hotel, en Sídney. El teléfono sonaba y sonaba, pero él no se había movido, por si acaso se disolvía en la nada y comprobaba que estaba de vuelta en la carretera, con la cara sobre el polvo, inmóvil.

Cogió el teléfono.

—Solicitó que le despertásemos, señor Eliot. Son las cuatro y media.

—Gracias. —Colgó el auricular en el teléfono, con cautela, y no se disolvió. Se levantó y abrió las cortinas. La ciudad estaba allí delante: la famosa Opera House de Sídney engalanada de luz, y detrás de ella, la mole del puente de acero. En la bahía había unos cuantos barcos con sus luces meciéndose con las olas. Aquellas cosas le resultaron reconfortantes, el agua, el acero, porque demostraban que el tiempo había pasado, que ya no estaba donde había estado hacía tres semanas, cuando Broken Hill había muerto a su alrededor.

Se duchó y se vistió. Frente a la puerta de su habitación había un periódico, pero pasó por encima sin prestarle atención. Abajo le aguardaba una limusina y el botones ya le estaba abriendo la puerta. Las serpenteantes luces de la ciudad pasaron deslizándose a su lado, y se fueron luego tiñendo de negro al acercarse a la bahía, cruzar el puente y rodear el zoo. La carretera era estrecha y las olas oscuras lamían las rocas. Finalmente, la limusina se detuvo junto a una escalinata empinada y el conductor le indicó que las subiese.

En lo alto se erguía una casa colonial. Había una plaza de terracota, iluminada por una docena de luces astutamente disimuladas por el jardín, con una pequeña mesa ricamente decorada y varias sillas, en una de las cuales estaba sentado Yeats.

—Antes de acercarte más —dijo Yeats—, echa un vistazo al agua.

Eliot se volvió para mirar. La bahía era un espejo negro. No estaba seguro de qué era lo que se suponía que tenía que ver, así que volvió a mirar a Yeats.

—Me alegro de verte. —Yeats se había levantado con sigilo mientras Eliot le daba la espalda y ahora avanzaba hacia él con la mano extendida. Eliot se la estrechó. Como siempre, el rostro de Yeats resultaba tan ilegible como una valla de madera. En la organización había quien conjeturaba con la posibilidad de que hubiese recurrido a la cirugía estética para paralizar su cara. Eliot tendía a creer que sí, porque sabía que Yeats tenía un cirujano personal, pero de vez en cuando acertaba a distinguir una contracción en el músculo prócer o en el occipitofrontal y entonces le asaltaban las dudas—. ¿Cómo estás?

—Estuve brevemente paralizado hace tres semanas —dijo—. Desde entonces, bien.

Yeats le señaló con un gesto una silla.

—¿No hay efectos persistentes?

—No desde el amanecer del segundo día.

—Como ella te instruyó. Fascinante. Para ser sincero, me sigue sorprendiendo que un poeta de tu calibre pudiera sucumbir ante eso.

—«Eso» —repuso mientras se sentaba—. Llamémoslo por su nombre. Una palabra desnuda.

—Eso parece.

—Me disculpará —dijo Eliot—, pero me siento en cierto modo explotado.

—¿Por qué?

—Usted me envió a Broken Hill sin decirme a lo que me enfrentaba.

—Creo que te dije que era una prueba compleja.

—Hay pruebas complejas —replicó Eliot—, y luego está esa cosa.

Se produjo un silencio.

—Bueno —dijo Yeats—, es obvio que su eficacia nos cogió por sorpresa.

Se les acercó una mujer y comenzó a servir té y café. Eliot esperó a que se fuese, y entonces dijo:

—¿Podemos hablar con franqueza? —Yeats extendió sus brazos con las palmas de las manos hacia arriba para indicarle que sí—. Usted apareció en Broken Hill en cuestión de horas. Está claro que no estaba lejos. Por lo tanto, resulta evidente que se me ocultó información. Quiero saber por qué. Porque me cuesta comprender qué hice para merecer menos confianza que Plath.

—¿Cómo fue?

—¿Cómo fue qué? —preguntó, aunque sabía la respuesta.

—Rápido, imagino. Pero debiste de percibir algo. Una fracción de segundo en la que tu consciencia se desvanecía. Como intentar aferrarse a una luz que se hace cada vez más pequeña.

—Fue como si me jodieran el cerebro.

—Me pregunto si podrías ser más específico.

—Usted tenía esa cosa en Washington. Estoy seguro de que tiene montones de datos gracias a esos pobres especímenes a los que metió en el laboratorio.

—Algunos. Pero desearía oírtelo a ti.

Eliot miró hacia el agua negra.

—La subyugación habitual es como compartir la cabina del piloto. Notas que hay alguien más ahí contigo, pulsando interruptores por detrás de ti. Esto no me dio la menor sensación de que fuese posible recuperar el control. Ninguna en absoluto. Fue como ser utilizado. Por algo ancestral.

Transcurrieron unos minutos sin que ninguno dijese nada.

—Bueno —empezó Yeats—, en ese sentido te pido disculpas. No era mi intención sacrificarte. De hecho, te seleccioné a ti precisamente porque te considero mi colega más capaz, y con mayores posibilidades de detenerla. Y en cuanto a por qué te oculté mi posición, confieso que fue un seguro ante la posibilidad de que Woolf te pusiese en mi contra. Una decisión egoísta. Pero no tengo intención de enfrentarme a ti, Eliot. La sola idea me aterroriza.

Eliot decidió cambiar de tema. A lo lejos, un animal imposible de identificar emitió un sonido que se le antojó muy australiano.

—Así que tenemos una palabra desnuda.

—La primera en ochocientos años —dijo Yeats—. Resulta excitante.

—¿Dónde está ahora?

Yeats se encogió ligeramente de hombros.

—Donde ella la dejó.

—¿Perdón?

—No la hemos recuperado —afirmó Yeats—. Sigue estando en el interior del hospital, por lo que parece.

—¿Por lo que parece?

—Las autoridades locales han enviado a varios equipos y ninguno de ellos ha vuelto a salir. Entiendo que la palabra los está matando.

Eliot se tomó un momento para serenarse.

—Me sorprende que no haya tomado todas las medidas necesarias para recuperarla. No puedo expresar lo sorprendente que eso me resulta.

—Hummm —dijo Yeats, fijando su mirada durante un rato en la oscuridad—. Déjame hacerte una pregunta. Si la palabra es tan poderosa, ¿por qué todos los que la poseyeron cayeron? Porque cayeron, todas las historias coinciden en ese punto. En todos los casos, a la aparición de una palabra desnuda le sigue un acontecimiento como el de Babel, en el cual los gobernantes son derrocados y una lengua común es abandonada. En términos modernos, sería como perder la lengua inglesa. Imagina la suma total del trabajo de nuestra organización, perdida. Todo nuestro léxico eliminado. Y, sin embargo, al parecer eso ya ha ocurrido. Parece que sucede después de cada descubrimiento de una palabra desnuda, sin excepciones. ¿No resulta curioso?

—Todos los imperios acaban por caer, tarde o temprano.

—Pero ¿por qué? No es por falta de poder. De hecho, parece ser lo contrario. Su poder los sosiega hasta que se acomodan y se vuelven indisciplinados. Aquellos que tenían que conseguir poder son reemplazados por aquellos que no han conocido nada distinto, que no comprenden la necesidad de elevarse más allá de los deseos básicos. El poder corrompe, como suele decirse, y la palabra desnuda, Eliot, no es solo el poder absoluto, sino algo peor: es un poder que no se ha ganado con esfuerzo. No necesito hacer nada para poseerlo aparte de cogerlo. Eso me preocupa. Me hace preguntarme: si me apodero de la palabra desnuda, ¿permanezco tal y como estoy? ¿O me corrompe?

—No tengo ni idea —respondió Eliot—. Pero tengo muy claro que no podemos dejarla en el puto desierto.

Yeats guardó silencio.

Eliot se inclinó hacia delante.

—Tráigala. Séllela. ¡Joder, métala en un bloque de cemento! Entiérrela durante otros ochocientos años.

Yeats apartó la mirada.

—No la necesitamos —continuó Eliot—. A no ser que usted sienta el impulso de construir una torre.

—Hay otro tema del que debemos ocuparnos. Woolf escapó.

Eliot cerró los ojos. Fue un gesto poco profesional, pero necesitaba hacerlo.

—¿Cómo es eso posible?

—Tiene muchos recursos —se explicó Yeats—. Como creo que ya sabes.

—Según los periódicos no sobrevivió nadie.

—Supongo que no creerás lo que dicen los periódicos.

—¿Dónde está?

—No tengo la menor idea.

—¿No tiene ni idea?

—Como ya he dicho —dijo Yeats—, tiene recursos. También se las ingenió para sacar a otra persona.

—¿A quién?

—Presumiblemente al hombre por el que regresó allí.

—¿Harry?

—Sí, ese nombre me resulta familiar.

—Un momento, déjeme ver si lo entiendo bien —dijo Eliot—. Hay una palabra desnuda en Broken Hill. Ignoramos el paradero de la poetisa que la utilizó para matar a tres mil personas. ¿Me estoy dejando algo?

—No —respondió Yeats—. Creo que eso es todo.

—Tengo la impresión de que debo de estar dejándome algo —insistió Eliot—, puesto que esta situación es algo demencial.

Yeats se mantuvo en silencio.

—La palabra desnuda debe ser recuperada. Woolf ha de ser neutralizada. Sin duda usted sabe que eso no admite discusión.

Yeats meditó sobre aquel último comentario.

—Sí. Tienes razón, por supuesto. Habrá de hacerse así.

Por alguna razón, Eliot no le creyó.

—Yo localizaré a Woolf.

—En realidad, tú regresarás a Washington. Ya se te ha reservado un vuelo. Sales esta misma tarde.

Eliot negó con la cabeza.

—Quiero quedarme.

—¿Cómo estás, Eliot?

—Ya me lo ha preguntado antes.

—Lo pregunto de nuevo porque esta es la segunda vez en la conversación en la que has utilizado la palabra «querer». Si fueras un estudiante de tercer curso, me sentiría horrorizado.

—Lo diré de otra forma: es importante que se neutralice a Woolf y yo soy el mejor que hay en la organización para hacerlo.

—Pero ¿cómo estás? —Los ojos de Yeats sostuvieron su mirada—. Ella te ha conmocionado. Lo veo claramente. ¿Fue la palabra desnuda? No. Fue algo más. Siempre estuviste muy próximo a ella. Desarrollaste afecto hacia ella. ¿Por qué? No tengo ni idea. Pero eso nubló tu juicio en ese entonces y continúa haciéndolo ahora. Te sientes traicionado. Estás infectado con el deseo de expiar tu fracaso de detenerla en Broken Hill.

—¿Es así como interpreta lo que ocurrió? ¿Como un fracaso mío?

—Por supuesto que no, estoy hablando de cómo lo ves tú. —Yeats recorrió la bahía con la mirada hasta donde unas suaves pinceladas de luz diurna se recortaban sobre los árboles que coronaban las colinas—. En una tragedia como esta, todos nos culpamos a nosotros mismos.

«¿Ah, sí?», pensó Eliot.

—Creo firmemente que debería quedarme aquí.

—Por eso mismo no puedes hacerlo. —El sol floreció por encima de los árboles de la colina más alejada, arrojando lanzas de luz a la bahía—. Ah, ya viene. Observa.

Una algarabía de voces animales se alzó para dar la bienvenida a la luz, ululando y graznando. Allí donde la luz la tocaba, el agua resplandecía con un azul brillante. Eliot necesitó un momento para darse cuenta de que el resplandor no era un efecto visual: las aguas se estaban moviendo.

—Martines pescadores —dijo Yeats—. La luz atrae al plancton, el plancton atrae a peces pequeños. Los pececillos atraen a los martines pescadores. En realidad, los martines pescadores ya están ahí, esperando, porque son lo suficientemente inteligentes para percibir un patrón y extraer deducciones.

Eliot no contestó, y Yeats suspiró.

—Quédate. Registra este país en busca de Woolf, si eso es lo que necesitas hacer para recuperar el control de tu conciencia.

Eliot analizó aquellas palabras. No estaba seguro de si eran una muestra de amabilidad o una amenaza. Pero no había forma de negar cómo se sentía:

—Gracias —dijo.

Sintió una luz. Al principio pensó que era la luz del sol sobre la bahía. Luego abrió los ojos. La luz entraba a través de las ventanas, y entre ellas estaba Wil. Con un rifle. Las paredes eran del azul pálido de un hospital. Estaba en Broken Hill.

—Buenos días —dijo Wil.

—¿Qué… hora es? —preguntó Eliot, y empezó a quitarse las sábanas de encima.

—Va a querer quedarse en la cama.

—No. Definitivamente no. —Sacó las piernas por un lado de la camilla, y el movimiento provocó que su visión perdiese nitidez y su cabeza le diese vueltas, así que se tomó un momento para permanecer sentado, inmóvil, con los ojos cerrados. Cuando volvió a abrirlos, Wil estaba apuntando con el rifle hacia algo que había en el exterior. Eliot recordó el ruido que había oído antes: crac—. ¿Qué estás haciendo?

Wil no contestó. Eliot se dio cuenta de que sostenía el rifle con mucha naturalidad. El cañón seguía el objetivo que Wil estaba rastreando en una línea perfecta, como una extensión de su cuerpo. Entonces dio una sacudida. Wil retrocedió contra la pared, abrió el cierre del rifle y lo recargó con un cartucho que sacó de sus vaqueros.

—Son casi las seis de la mañana.

Eliot no quiso creerle. Si eso fuese cierto, Woolf ya estaría allí. La ciudad estaría inundada de gente subyugada, o de PAEs, o de poetas, o de todos ellos. No podía ser por la mañana porque todavía estaban vivos.

—Tenemos que irnos.

—No vamos a ninguna parte, Eliot.

—Tenemos… —empezó, pero Wil levantó el rifle con mucha rapidez y Eliot guardó silencio. El cuerpo de Wil se quedó completamente quieto. El rifle dio una sacudida y Eliot dijo—: Por favor, dime qué es lo que crees que estás haciendo.

—Disparando a unos tíos.

—¿Qué tíos?

—Subyugados, supongo.

—Estás disparando a personas subyugadas —dijo Eliot—. Ya veo. Cuando se trata de un tipo en un helicóptero y te pido que le dispares, no lo haces. Pero ahora les disparas a personas subyugadas.

Wil se pasó de una ventana a otra.

—No hay un límite de suministro de tipos subyugados —dijo Eliot—. Por si todavía no lo has adivinado. Enviará a tantos como sea necesario.

—¿Quién? ¿Emily?

«Oh, sí», pensó Eliot. Wil había recuperado la memoria. Por eso estaba sosteniendo un rifle como si lo hubiera utilizado toda su vida, porque en realidad lo había hecho.

—¿Qué crees que estás haciendo, Wil?

—Harry.

—¿Qué?

—Mi nombre es Harry Wilson.

—De acuerdo. Por supuesto, error mío… ¿Qué coño estás haciendo, Harry?

—Esperando.

—¿Esperando a…? —Su mente empezó a darle vueltas—. ¿Esperándola a ella? —Wil, o Harry, o quienquiera que fuese, no respondió. Pero la respuesta era claramente sí. Claramente tenía una noción mal informada de la situación, lo cual iba a provocar que ambos terminasen muertos. Era culpa de Eliot, por supuesto. Como todo lo demás—. Ella no es quien tú crees.

—¿Es Emily Ruff?

—Sí. Woolf es Emily Ruff. Pero…

—Entenderá por qué eso supone un problema para mí. Todo ese asunto de que usted quiera matarla.

—¿Eres consciente de que te estás comportando como una persona diferente? ¿Una persona completamente diferente?

—He recordado.

—Vale —dijo Eliot—, pero lamento tener que informarte de que lo que estás recordando ya no es válido, porque cuando tú cambiaste, ella también lo hizo. Ya no es la chica con la que solías salir en Broken Hill y compartir batidos o montar en canguro o lo que coño hicieseis. Ahora asesina a gente. Viene a matarnos.

—No le creo.

—¿Por qué iba a mentir sobre esto?

—Charlotte.

Eliot buscó las palabras adecuadas:

—¿Crees que por eso odio a Woolf? ¿Por lo que sucedió en Montana?

Harry se encogió de hombros.

—¡Bien, joder! —exclamó Eliot—. ¡Me has pillado! ¡Desde que me obligó a disparar a la mujer a la que amaba, le guardo rencor! ¡Por todos los diablos! —Se pasó una mano por la frente. Harry lo miró sin mostrar ninguna expresión, y aquel absurdo, la quietud del hombre al que conocía como Wil Parke mientras él se enfurecía, no se le escapaba. Él había sido un poeta—. No podemos olvidar el pequeño dato de que Woolf era una zorra asesina que nos estaba dando caza a los dos incluso ya antes de eso.

—Usted me mintió.

—¿Qué se suponía que debía hacer? ¡Tú eres el único inmune! No tenía la opción de encontrar a alguien que no se hubiese acostado con ella. Wil, entiendo que estés enfadado. Lo entiendo. Pero mírate. En cuanto descubriste que ella era Emily, te rendiste. Siento haberte mentido. Pero eso no cambia el hecho de que tenemos que detener a Woolf. Tenemos que hacerlo. ¿Qué puedo decir para convencerte?

—No quiero que diga nada. Quiero que se siente ahí y espere hasta que ella llegue aquí.

Eliot se hundió en la cama. No tenía sentido. Todas las técnicas que conocía eran inútiles, porque a Harry no se le podía persuadir.

—¿Qué le ocurrió a ella?

—¿Cuándo?

—Después de Broken Hill.

Eliot miró al techo.

—Desapareció. La busqué durante meses.

—¿Y entonces?

—Y entonces —dijo Eliot— regresó.