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Berlín me sorprendió. Me pareció una de las ciudades más interesantes de cuantas había conocido. Llena de vida, vanguardista, transgresora, bella. Me enamoré de ella a las tres horas de haber aterrizado y haberle pedido a un taxista que me diera una vuelta por la ciudad.

No sé por qué, pero decidí intentar por mis propios medios localizar a algún miembro de la familia Von Schumann, si es que quedaba alguno vivo. Me dije que si fracasaba en el intento, entonces llamaría al profesor Manfred Benz.

El conserje del hotel me facilitó una guía de teléfonos, y para mi sorpresa, encontré los números de varios Von Schumann. Opté por telefonear al primero que aparecía en la guía.

Crucé los dedos para que hablaran inglés. Me respondió una voz que me pareció de adolescente, y pregunté por herr Friedrich von Schumann.

—¡Ah, pregunta por mi abuelo! Se ha confundido, él no vive aquí. ¿Quiere hablar con mi madre?

La cría hablaba un inglés con fuerte acento alemán. Claro que yo hablaba inglés con acento español; nos entendimos perfectamente. Estuve tentado en decirle que sí, que quería hablar con su madre, pero mi instinto me avisó de que era mejor no hacerlo.

—No te preocupes, imagino que me he equivocado al buscar el número en la guía.

—Si lo está buscando en la guía, mire donde pone una «F.» antes del Von Schumann y ése es el teléfono del abuelo.

Busqué el número y telefoneé. Reconozco que se me aceleró el pulso pensando en que efectivamente Friedrich von Schumann estuviera vivo, otra cosa es que quisiera hablar conmigo.

Una voz profunda me llegó a través de la línea del teléfono.

—Buenos días, quisiera hablar con el señor Von Schumann.

—¿De parte de quién? —me preguntó la voz.

—Verá, él no me conoce, pero creo que sí conoció a un familiar mío, a mi bisabuela.

Se hizo un silencio en la línea, como si el hombre de la voz profunda estuviera pensando en lo que le acababa de decir.

—¿Quién es usted? —me preguntó.

—Me llamo Guillermo Albi, y soy el bisnieto de Amelia Garayoa.

—Amelia… —La voz profunda se hizo susurro.

—Sí, Amelia Garayoa, ella… bueno, creo que ella conoció a herr Friedrich von Schumann.

—¿Qué quiere? —Aquella voz impresionaba.

—Si herr Von Schumann me pudiera dedicar unos minutos, se lo explicaría personalmente.

—Yo soy Friedrich von Schumann; si le parece, venga esta tarde a mi casa, a las tres. Le daré la dirección.

Cuando colgué el teléfono no podía creer en mi buena suerte. Lo celebré dándome un paseo por Berlín con el mapa que me había dado el conserje. Hice lo que cualquier turista: hacerme una foto con la Puerta de Brandemburgo al fondo, buscar el famoso Checkpoint Charlie, intentar rastrear los restos del Muro…

La dirección pertenecía al que había sido Berlín Este. La casa estaba situada en un barrio limpio y bien cuidado, con algunas galerías de arte en la misma calle. Parecía un barrio burgués de cualquier ciudad europea.

Cuando pulsé el timbre del segundo piso, volví a notar que se me aceleraba el corazón. Abrió la puerta un hombre, con el cabello totalmente blanco y una mirada azul intensa. Vestía un pantalón negro y un suéter de cuello alto también negro. Calculé que tendría unos setenta años.

El hombre me miró un segundo con curiosidad antes de tenderme la mano.

—Soy Friedrich von Schumann.

—Y yo Guillermo Albi, no sabe cuánto le agradezco que me reciba.

—Me ha podido la curiosidad. Pase.

Me condujo a un despacho con las paredes forradas de libros. Unas puertas correderas abiertas daban a una biblioteca.

—Siéntese —dijo señalando un sillón al otro lado de la mesa—. De manera que es usted bisnieto de Amelia; entonces, su abuelo será Javier, ¿no?

—Sí, efectivamente, mi abuelo materno se llamaba Javier.

—Bien, usted dirá qué desea.

Le expliqué que llevaba inmerso un tiempo rastreando la vida de Amelia, quiénes me habían ayudado, los países que había tenido que visitar, y que la última pista me había conducido a Berlín.

—Porque usted debe de ser el hijo del barón Von Schumann, Max, el amante de mi bisabuela.

—Así es, pero, por favor, no hable de la relación de mi padre y Amelia como la de amantes, fueron mucho más que eso. Además, para mí, Amelia fue mi madre, la única madre que realmente he conocido. Y ahora de repente aparece usted diciendo que sus primas Laura y Melita le han encargado que escriba la historia de Amelia… Ella las quería mucho, sobre todo a Laura. Nunca las conocí, pero Amelia me enseñaba fotos de ellas y de su hermana Antonietta.

Le pedí que me ayudara, porque sin su colaboración difícilmente podría seguir adelante. Antes de responderme, se levantó y me preguntó qué quería beber. Luego salió del despacho y cuando regresó lo hizo seguido de una mujer de su edad.

—Ilse, éste es el bisnieto de Amelia.

La mujer me tendió la mano mientras me sonreía. Tenía el aspecto afable que uno espera que tengan las abuelitas. También era alta, y a pesar de la edad, permanecía erguida. El cabello era igual de blanco que el de Friedrich.

—Mi esposa no ha podido resistir la curiosidad de conocerle. También conoció a Amelia y sentía afecto por ella.

—¡Oh, era una mujer muy valiente! Aprendí mucho de ella.

—Sí, valiente sí debió de ser —respondí yo, ansioso por saber.

Ilse salió del despacho y regresó con una bandeja, una botella de whisky y una cubitera de hielo.

—Llamadme si me necesitáis y… bueno, quizá quiera compartir la cena con nosotros…

—No quiero molestarles…

—Usted es el bisnieto de Amelia, para mí es como si fuera de la familia, además… yo le debo la vida a Amelia —respondió Ilse.

Me sentía eufórico. No sólo había encontrado a Friedrich, sino que además parecía dispuesto a colaborar, e incluso su simpática mujer acababa de decirme que Amelia le había salvado la vida. De manera que me preparé para que ambos me sorprendieran.

Friedrich me escuchó atentamente cuando le conté lo que había averiguado de la peripecia de Egipto.

—Creo que ésa fue la etapa más feliz de mi niñez, y puede que de mi vida. Si por mí hubiera sido, habría continuado viviendo en El Cairo y no habríamos regresado a Alemania —comentó a modo de preámbulo.

—¿Qué edad tenía?

—Cuando regresamos creo que debía de tener unos seis años.

—Así que se acuerda bien de lo sucedido en esa época.

—Más o menos, aunque naturalmente mis recuerdos posteriores son más concretos. Mi esposa, Ilse, también le puede hablar de ella. Ya ve, la quería mucho. En realidad yo conocí a Ilse a través de Amelia, y eso que ambos estudiábamos en la universidad. Yo estaba en medicina, siempre quise ser médico como mi padre, e Ilse estudiaba ciencias físicas. Pero antes de contarle nada, quiero que me dé su palabra de que manejará con cuidado la información. Me ha dicho que es periodista y… bueno, no me gustan demasiado los periodistas, tengo poca fe en los de su oficio.

—No me extraña, a mí me sucede lo mismo.

Friedrich von Schumann me miró con asombro y luego se echó a reír.

—Bueno, al menos tenemos algo en común, además de Amelia. Verá —se puso serio—, aunque hace más de veinte años que cayó el Muro, en realidad los que crecimos con él lo seguimos sintiendo en nuestra cabeza. Lo que le voy a contar no sólo tiene que ver con Amelia, sino que también afecta a otras personas a las que no les gustaría que se supieran las cosas que hicieron en su día. Y tienen derecho a que se respete su secreto, su intimidad. De manera que no le diré sus nombres auténticos; además, nada de lo que le cuente le autoriza a que se conozca más allá de su ámbito familiar. Nada de caer en la tentación de publicar la vida de su bisabuela. Si no se compromete por escrito, no le diré nada.

Acepté todas sus condiciones y firmé un documento que él mismo redactó.

—Para mí, cuando un hombre da su palabra, debería de ser suficiente garantía, pero desgraciadamente la vida me ha enseñado que el código de conducta que me inculcó mi padre no está en vigor.

Al mirarle me imaginaba a Max von Schumann. Porque Friedrich tenía el porte, los modales y la apostura que uno espera en un aristócrata. Además por partida doble, porque su madre, la condesa Ludovica von Waldheim, también había dejado su huella en él.

—Naturalmente, usted heredó el título de sus padres, es usted barón, ¿verdad? —le pregunté por curiosidad.

—Sí, así es, heredé el título de mi padre y el de mi madre. Creo que soy el único superviviente de las dos familias. Pero para mí los títulos no significan nada, absolutamente nada, recuerde que crecí en un país comunista. Me resultaría extraño que alguien me llamara «barón». No, realmente el título no significa nada para mí, ni tampoco para mis hijos.

Eran casi las cuatro cuando Friedrich comenzó a contarme lo que recordaba.

Aún recuerdo el frío del día en que llegamos a Berlín. Pero sobre todo el impacto que me produjo el control en el aeropuerto. Por aquel entonces ya eran muy tensas las relaciones de los rusos con el resto de los aliados, y aunque todavía no habían levantado el Muro, sí había un muro psicológico. Ya había diferencias entre el Berlín que controlaban los soviéticos y el resto de la ciudad, que estaba en manos de los aliados. Nuestra casa desafortunadamente estaba en el lado soviético, pero cerca de la zona norteamericana; en realidad, existía una frontera invisible. Desde nuestras ventanas veíamos el sector norteamericano, casi podíamos tocarlo con la mano.

No era la mejor casa de la familia, sino un edificio de alquiler que había dado buenas rentas antes de la guerra. Cuando llegamos a nuestra casa e intentamos entrar nos encontramos con que la llave no abría la puerta, alguien había cambiado la cerradura. Amelia buscó a la portera para pedirle una explicación, pero una vecina nos informó de que la mujer ya no vivía allí, se había ido a casa de una hija en Berlín Occidental y que nuestra casa había sido puesta a disposición de otra familia. La mujer nos dijo que los soviéticos estaban haciendo un recuento de los pisos vacíos y de sus propietarios, y que cuando no los encontraban, los confiscaban para ponerlos a disposición del pueblo. Puede imaginar que en Berlín de 1948 había mucha gente que no tenía nada, que lo había perdido todo en los bombardeos. Las autoridades soviéticas realojaban a personas que les eran afines, miembros del que sería el Partido Comunista, en los mejores alojamientos que encontraban. Nuestro piso lo ocupaba un hombre que colaboraba con los soviéticos en la administración de su parte de la ciudad. El hombre vivía con su mujer y dos hijos, que en esos momentos no estaban en la casa. Todos nuestros muebles, nos explicó la vecina no sin cierta sorna, habían sido depositados en el sótano del edificio, un lugar no demasiado grande que servía de trastero a los vecinos. Antes de la guerra, los porteros guardaban allí los cubos de basura y todos sus utensilios, los niños también habían encontrado hueco para sus bicicletas, y algunos vecinos amontonaban muebles viejos de los que no se querían desprender. Al sótano se llegaba a través de unos pequeños escalones situados al lado de un rellano en el que había una única puerta, la de la vivienda del portero, que quedaba fuera de la vista de cualquiera que entrara en el portal. La portería propiamente dicha estaba junto al ascensor y era un pequeño cuartito, en el que apenas cabían una mesa y dos sillas.

Le cuento todo esto porque la vecina que nos informó había oído que si regresábamos, podíamos ocupar la que había sido vivienda de los porteros. Presumió de ser ella a quien habían hecho depositaria de la llave.

Mi padre no dijo nada, jamás se habría rebajado a manifestar una emoción delante de una vecina, y Amelia actuó igualmente con indiferencia, como si lo que nos estaba pasando fuera lo más natural del mundo y mi padre no fuera el propietario de todo el edificio. Cogió la llave que le entregó la vecina y entramos en la vivienda de los porteros sin saber qué nos encontraríamos.

La casa estaba vacía, no había ningún mueble, ninguna huella de sus anteriores ocupantes. El polvo y la suciedad se acumulaban en el suelo y en las ventanas que daban al pequeño jardín que, a su vez, daba paso al edificio.

El rostro de mi padre reflejó la indignación que sentía.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Max.

—Tendremos que hacerlo —replicó Amelia.

—No, no lo haremos. Ahora mismo acudiremos a las autoridades soviéticas para que nos devuelvan lo que es mío. Este edificio me pertenece, es lo único que queda en pie de cuanto tenía mi familia. Tengo el título de propiedad, no pueden echarme de mi casa.

—No sabes cómo son los soviéticos, Max, no nos lo devolverán.

—Iremos ahora mismo —insistió él, a pesar de lo cansados que estábamos del viaje.

—Quizá deberíamos hablar con Albert James, tal vez los norteamericanos puedan presionarles.

—Es mi casa, Amelia, y no me la pueden quitar. Si no me acompañas, lo hará Friedrich, él también es capaz de empujar la silla de ruedas.

Miré a Amelia, desolado. No me gustaba verlos discutir, sufría, y temí que en aquel instante se pelearan, pero no fue así. Amelia se encogió de hombros y aceptó que fuéramos al edificio donde los soviéticos habían instalado su Cuartel General.

Nadie parecía saber nada, solamente que había una orden de que los edificios que aún se mantuvieran intactos y en los que hubiera viviendas vacías fueran puestos a disposición de quienes pudieran acreditar que sus casas habían sido destruidas y, por tanto, carecían de un lugar donde vivir. Si habíamos dejado el piso vacío durante más de dos años era porque no lo necesitábamos, de manera que no teníamos nada que reclamar. Y si además disponíamos de otra vivienda en el mismo edificio, ¿a qué venían las quejas? ¿Es que no nos parecía digno vivir donde había vivido la portera? ¿Acaso nos creíamos mejores que ella?

Mi padre aseguró que presentaría una queja por escrito y que quería hablar con quien tuviera autoridad para resolver el asunto, pero sus protestas fueron inútiles.

Amelia se hizo cargo de la situación con una resignación que me asombró. Cuando llegamos a la casa, me envió a una tienda cercana a comprar algunas cosas de limpieza. Mientras fui a cumplir el recado, ella bajó al sótano para averiguar si realmente allí estaban nuestros muebles.

La casa era pequeña: una sala, una cocina, un baño minúsculo y dos habitaciones; de manera que no tardó en limpiarlo todo. Lo que más le preocupaba era cómo íbamos a subir los muebles del sótano, pero se le ocurrió una idea.

—Acompáñame a la calle, Friedrich, he visto que había unos cuantos crios desocupados cerca de aquí. Les daremos unas monedas si nos ayudan.

No pudimos subir todos los muebles, pues algunos eran muy pesados y otros no habrían cabido, de manera que tuvimos que conformarnos con lo imprescindible. Había caído la noche cuando Amelia dio por terminado el traslado. Mi padre apenas hablaba, tal era su desolación.

—Menos mal que ahora disponemos de dinero para vivir una buena temporada —dijo Amelia.

—No nos quedaremos aquí —afirmó mi padre sin convicción.

—Nos quedaremos mientras se arreglan las cosas, y no estaremos tan mal. Mira, la casa limpia y con nuestros muebles parece otra cosa. Creo que deberíamos pintarla. Yo misma lo haré con la ayuda de Friedrich.

—¿Vamos a pintar nosotros la casa? —pregunté, incrédulo.

—¿Por qué no? Será divertido.

Mi padre protestó. Decía que tendríamos que tener las ventanas abiertas y hacía demasiado frío. Pero ella se mostró firme. Nos sentiríamos mejor con las paredes limpias, pintadas de colores claros.

La acompañé a un almacén donde al final optó por comprar material para empapelar las paredes. El hombre que nos vendió los rollos aseguró que nosotros no podríamos hacerlo y que por una módica cantidad él podría ayudarnos. Amelia aceptó pero regateó el precio hasta que el hombre se dio por vencido.

Tres días después la casa parecía distinta, hasta mi padre tuvo que reconocerlo.

—¿Ves?, ha sido una buena idea empapelarla en vez de pintarla, así no huele a pintura —le dijo Amelia.

Y aquella casa se convirtió en nuestro hogar, en el lugar donde viví hasta que me casé con Ilse. Creo que aquella casa de alguna manera marcó nuestro destino, porque muchas de las cosas que sucedieron habrían sido imposibles si no hubiéramos vivido allí.

Los soviéticos administraban Berlín como el resto de la Alemania que ya les pertenecía, y la brecha con las otras zonas de la ciudad en manos de norteamericanos, británicos y franceses aumentaba día a día. No hace falta que le recuerde la crisis del 48. Norteamericanos y británicos habían creado una bizona en Alemania Occidental, a la que se uniría Francia, creando lo que se conocía como la trizona en la que se situaría una Asamblea constituyente y el Gobierno Federal. Pero no fue eso lo que provocó la crisis, sino la reforma monetaria que para los soviéticos supuso un gran problema y les llevó a responder con su propia reforma monetaria y con el bloqueo de Berlín de junio de 1948 a mayo de 1949. Los norteamericanos salvaron el bloqueo soviético poniendo en marcha un puente aéreo. En realidad, la partición de Alemania había comenzado mucho antes, en la Conferencia de Yalta, y quizá incluso antes, en la de Teherán, cuando norteamericanos, británicos y soviéticos decidieron dividir Alemania en zonas de ocupación. Habían rediseñado el mapa, cambiando el curso de la frontera polaca, y todo lo que había sido Alemania central pasó a formar parte del imperio soviético, y Berlín quedaba como una isla con cuatro administradores, pero enclavada en el corazón de la Alemania en poder de los soviéticos.

De la misma manera que la política de apaciguamiento con Hitler había sido un desastre, las potencias occidentales comenzaron a hacer lo mismo con Stalin, permitiéndole que incumpliera todos los compromisos de Yalta: por ejemplo, el de que los pueblos liberados decidirían cómo querían gobernarse. Stalin no les dio opción. Fue un compromiso que nunca pensó cumplir.

Algunos periódicos defendían que había que comprender que Stalin quisiera unas fronteras «seguras», y que esa obsesión por la seguridad es lo que le llevaba a hacer determinadas políticas.

Pero no quiero distraerle con disquisiciones políticas. En aquella casa tan pequeña era difícil no escuchar largas conversaciones y algunas discusiones entre Amelia y mi padre.

Antes de que se cortaran las comunicaciones entre nuestro Berlín y el de los aliados, solía visitarnos con frecuencia Albert James.

Para mí, Albert James era como un tío que aparecía con bolsas de golosinas y juguetes ingleses y norteamericanos que eran la envidia de mis amigos.

Solía jugar al ajedrez con mi padre, hablaban de política y disertaban sobre el futuro.

En una de sus visitas, Albert les dijo que quería hacerles una propuesta. En realidad la propuesta era para Amelia.

—Necesitamos ojos en esta parte de Berlín.

—¿Ojos? ¿Y para qué? —preguntó Amelia.

—Sin los soviéticos no se habría ganado la guerra, pero no se nos escapa que tenemos intereses diferentes. Churchill ha dicho que los soviéticos están extendiendo un «Telón de Acero» tras sus zonas de influencia, y tiene razón. Necesitamos saber qué sucede.

—De manera que ahora los rusos pasan a ser vuestros enemigos. —El tono de voz de mi padre estaba cargado de ironía.

—Tenemos intereses contrapuestos. Pueden ser un peligro para todos nosotros… ya lo hemos hablado otras veces.

—¿Qué es lo que quieres, Albert? —preguntó Max, directamente.

—Quiero que trabajéis para la OSS, que os unáis a nosotros, al grupo que tenemos aquí.

—No, eso se acabó —respondió de manera tajante.

—Al menos me gustaría que lo pensarais.

—No hay nada que pensar —insistió Max.

—¿Qué tendríamos que hacer? —preguntó Amelia sin mirar a Max.

—Eso os lo diría si aceptarais mi propuesta, y a nuestros amigos británicos no les importaría que tú, Amelia, trabajases para nosotros.

—Yo no pertenezco a los británicos —respondió airada.

—Lo sé, pero para ellos eres su agente, aunque hayas trabajado para nosotros en El Cairo. En cualquier caso, mantenemos relaciones excelentes, vamos en el mismo barco.

Cuando Albert se marchó, Amelia y mi padre discutieron.

—Te gusta el peligro, ¿verdad? No eres capaz de vivir como una persona normal, sólo te estimula caminar por el borde del abismo. En El Cairo me dijiste que habías terminado con este tipo de trabajo.

—Debemos ser realistas, Max. ¿De qué vamos a vivir cuando se acabe el dinero de El Cairo?

Max estuvo varios días sin apenas hablar a Amelia. Sólo se dirigían la palabra en mi presencia, y yo sufría viéndoles sufrir.

Creo que fue en mayo, antes de que los soviéticos cortaran las comunicaciones con Alemania Federal, cuando Albert James volvió a visitarnos.

Max se mostró frío con él y alegó dolor de cabeza para rechazar la partida de ajedrez, pero Amelia había tomado una decisión.

—Trabajaré para vosotros, pero con condiciones. No seré una agente de la OSS ni de nadie. Colaboraré en aquello que pueda, pero sin sentirme en la obligación de hacerlo si lo que me pedís estuviera fuera de mi alcance o pusiera en peligro a Max y a Friedrich. Además, parte de lo que me paguéis quiero que lo reciba mi familia en Madrid. No han de saber dónde estoy, ni lo que hago, sólo que cada cierto tiempo alguien acuda a casa de mis tíos y entregue un sobre con dinero.

—¿Por qué no quieres que sepan dónde estás? —Quiso saber Albert James.

—Porque sólo les causaría más dolor y preocupación. No, prefiero ayudarles sin causarles más sufrimiento. Hay una tercera condición: si por la causa que sea, decido dejarlo, me tienes que garantizar que podré hacerlo sin reproches ni problemas.

Albert aceptó todas las condiciones de Amelia. Max no dijo nada; una vez más, se sentía derrotado.

Pocos días después, Amelia comenzó a trabajar como ayudante de un funcionario local. Garin hablaba ruso y podía demostrar que había sido opositor a Hitler, ya que había formado parte del Partido Socialista antes de la guerra, además de haber estado prisionero en un campo. Eso le hacía aceptable para los soviéticos, quienes, no sin razón, desconfiaban de todos los alemanes. El hecho de que Amelia se manejara en ruso facilitó que Garin pudiera convencer a sus superiores de que necesitaba alguien que lo ayudara. Amelia también nos presentó a una nueva amiga, se llamaba Iris y trabajaba como taquígrafa en la oficina municipal.

Garin había estudiado literatura rusa antes de la guerra; era moreno, alto, con los ojos negros y un gran bigote, y sobre todo era muy afable, le gustaba reír, comer y beber. Iris era rubia, de ojos azules, estatura media y muy delgada.

Al contrario que Garin, siempre estaba seria, preocupada. Había mantenido una relación con un joven ruso exiliado que al comienzo de la guerra desapareció sin despedirse. Ella ironizaba diciendo que al menos la relación le había servido para aprender un idioma.

En ese momento ninguno de los dos estaba situado en puesto clave alguno, pero formaban parte del ejército de «ojos» que Albert mantenía en Berlín Oriental.

Amelia estaba contenta con su nuevo trabajo, o eso creía yo. Al parecer, Garin se ocupaba de un departamento encargado de las actividades culturales de Berlín. En realidad no había dinero ni tiempo para esas actividades culturales, pero el departamento existía; además, el hecho de que Garin tuviera un pasado antifascista hacía que se fiaran de él.

A Max le costó aceptar la nueva realidad, pero terminó por rendirse a la evidencia, aunque recuerdo lo mucho que me impresionó una conversación que les oí una noche en la que creían que estaba dormido.

—Mi vida ya está destrozada, pero no te permitiré que pongas en peligro a mi hijo. Si a Friedrich le llegara a suceder algo por tu culpa… te juro que yo mismo te mataré.

Me puse a llorar en silencio. Adoraba a mi padre, pero también a Amelia.

Albert continuaba visitándonos, aunque no con tanta frecuencia. Oficialmente, era un periodista que trabajaba para una agencia de noticias norteamericana, de esta manera justificaba sus idas y venidas a Berlín.

En octubre de 1949 se constituyó la República Democrática Alemana. Oficialmente teníamos nuestro Gobierno, pero seguíamos perteneciendo a los soviéticos. Pocos días después de que se pusiera en marcha el nuevo Gobierno, Amelia regresó a casa eufórica. Trasladaban a Garin al Ministerio de Cultura. Iris pasaba a trabajar en el Ministerio de Exteriores a las órdenes de un funcionario que trabajaba para un departamento de enlace con el Ministerio de Exteriores soviético.

En realidad, la República Democrática era gobernada desde la embajada rusa en Berlín.

Al principio, mi padre se negaba a que Garin e Iris vinieran a casa, no quería conocerles, pero Amelia insistió tanto que al final aceptó.

Un día Garin se presentó con flores para Amelia y un libro para mi padre, e Iris con un bizcocho que ella misma había hecho.

Mi padre simpatizó con Garin; era imposible no hacerlo, porque desbordaba vitalidad y era muy positivo, como dicen los jóvenes de hoy en día. Iris era más discreta, menos parlanchina, pero parecía congeniar con Amelia.

—¿Merece la pena que os juguéis la vida? —les preguntó mi padre.

—¡Ya lo creo que sí! No podemos permanecer de brazos cruzados viendo lo que le están haciendo a nuestro país. Los rusos nos tratan como si fuéramos de su propiedad.

—Los responsables de lo que sucede son los aliados, primero nos entregan a los rusos y ahora… ahora quieren que defendamos sus intereses contra los rusos —se lamentó Max.

—Sí, tienes razón, los políticos son capaces de estas cosas, pero nosotros no podemos consentir que los soviéticos conviertan nuestro país en su patio trasero, Max. ¿Es que no te das cuenta de que somos sus criados? No tenemos ninguna autonomía, aquí no se hace nada sin que antes no lo ordene Moscú. No, no era para esto para lo que queríamos acabar con el III Reich —replicó Garin.

—Y tú, Iris, ¿por qué lo haces? ¿Por qué trabajas para los norteamericanos?

Garin le hizo un gesto a mi padre para evitar que terminara de hacer la pregunta, pero era demasiado tarde. Iris se puso tensa. Primero palideció, luego su rostro adquirió un tono rojizo, de rabia contenida.

—Mi padre era conservador, nunca le gustó Hitler, aunque no se opuso a él. Pero ¿quién lo hizo? Vivíamos bien hasta que comenzó la guerra. Mis padres murieron durante un bombardeo, y a mi hermano lo mataron en Stalingrado. Él no quería ir a la guerra, no quería luchar por el Reich, pero se lo llevaron. Sólo sobrevivimos mi hermana pequeña y yo. Recuerdo que mi padre decía que si alguna vez nos desembarazábamos de Hitler, luego tendríamos que hacerlo de los rusos, y lamentaba que los británicos no se dieran cuenta de que sus verdaderos enemigos eran los soviéticos. Pero en realidad no es por esto por lo que trabajo para los norteamericanos.

»Tuve un novio, era ruso, sus padres se exiliaron en Alemania cuando la Revolución de Octubre. En realidad él se crio en Berlín. A pesar de las ideas de sus padres, se acercó a los comunistas durante sus años en la universidad; simpatizaba con ellos y me decía que algún día iríamos a la Madre Rusia. Poco antes de la guerra desapareció. Me volví loca buscándolo, nadie sabía dónde estaba, ni sus padres, ni sus amigos… nadie. Sospecho que decidió regresar a Rusia, y para que sus padres no se lo impidieran, prefirió no decírselo ni a ellos ni a mí.

»Cuando murieron mis padres me hice cargo de mi hermana, sólo nos teníamos la una a la otra. La pobrecilla sufría convulsiones cada vez que escuchábamos el ruido de los aviones sobrevolando Berlín.

»Cuando los rusos entraron en la ciudad… algunos los recibían como libertadores, pero para nosotras fueron nuestros verdugos.

»Aquel día en que llegaron había mucha confusión, nadie sabía qué hacer, si debían esconderse o no. Nosotras estábamos en la calle buscando comida cuando vimos aparecer los primeros tanques y grupos de soldados rusos. Corrimos para refugiarnos entre los escombros de una casa derruida. Unos soldados nos vieron correr y vinieron tras nosotras, riendo. Uno de ellos agarró a mi hermana y la tiró contra el suelo. Allí mismo la violó, y luego le siguió otro, y otro. Yo… bueno, a mí me sucedió lo mismo, no sé si me violaron dos o tres soldados, porque cerré los ojos, no quería ver lo que me sucedía, no quería ver a mi hermana retorcerse pidiendo piedad. Ellos se reían. De pronto llegó un oficial. Les ordenó que nos dejaran y los llamó bestias inmundas. Intentó ayudar a mi hermana a incorporarse, pero ella estaba tan asustada que empezó a gritar, entonces se acercó a mí y en sus ojos pude leer la vergüenza por lo que habían hecho sus hombres, pero no pidió perdón, se dio media vuelta y se marchó. Los soldados decían que nos habían hecho lo mismo que los soldados alemanes les habían hecho a sus madres y a sus hermanas, y que teníamos suerte porque nos habían perdonado la vida.

»Mi hermana estaba tendida sobre un charco de sangre, su propia sangre. Sólo tenía doce años. La abracé para tranquilizarla, pero ella no parecía escucharme, lloraba y tenía la mirada perdida. Cuando intenté que se incorporara apenas podía moverse. Estuvimos un largo rato sentadas en el suelo hasta que logré levantarla y obligarla a caminar. Intentamos regresar a casa, pero había tanques y soldados por todas partes y mi hermana temblaba de miedo. De repente unos soldados nos vieron y se dirigieron hacia nosotras. Mi hermana gritó aterrorizada. No sé de dónde sacó fuerzas, pero corrió sin mirar lo que tenía delante. Tropezó y… cayó delante de un tanque que pasó por encima de ella. Grité, grité como un animal salvaje. Los soldados corrieron hacia ella, pero fue inútil, el tanque la había destrozado, sólo era un trozo de carne sanguinolenta. Los soldados también parecían impresionados, pero era mi hermana la que estaba muerta. ¿Alguien sabe cuántas mujeres alemanas han sido violadas? Yo tuve suerte porque sobreviví. Ahora tengo un hijito. Su padre es uno de los soldados que me violaron. Cuando miro a mi hijo y veo en él rasgos que no son míos, sé que son los de su padre. El cabello oscuro, los ojos grises, la frente amplia, la boca carnosa… Cuando descubrí que estaba embarazada quise morirme. No quería tener a ese hijo, lo odiaba. Pero nació, y ahora… ahora lo quiero con toda mi alma, es lo único que tengo. Tiene dos años y se llama Walter.

Todos nos quedamos en silencio. Yo era muy pequeño, pero comprendía el dramatismo del momento. Amelia no había podido contener las lágrimas, Garin miraba al suelo y mi padre se sentía culpable por haber desencadenado la confesión de Iris.

—No sabía que habías sufrido tanto —murmuró Amelia, cogiendo la mano de Iris.

—Bueno, no suelo contárselo a nadie. No quiero que Walter crezca con el estigma de no saber quién es su padre.

—¿Y qué le dirás cuando crezca? —Quiso saber Amelia.

—Que su padre era un buen hombre que murió en la guerra.

—¿Le dirás…? ¿Le dirás que era ruso…?

—No, ¿para qué? Ruso o alemán, no tiene padre, de manera que es mejor que crezca sin hacerse preguntas para las que no tendría respuesta.

Desde aquella noche Iris y Garin fueron bienvenidos a nuestra casa. Amelia siempre insistía en que Iris trajera a Walter con ella, y aunque era más pequeño que yo, solíamos jugar en mi cuarto mientras los mayores hablaban.

Albert pidió a Garin que se inscribiera en el Partido Comunista, al fin y al cabo el Partido Socialista se había unificado con el Partido Comunista. Como Garin conservaba algunos amigos comunistas de su paso por la universidad, encontró, sin despertar sospechas, los avales para su nueva militancia. Era un militante de base, sin importancia, pero Albert sabía que Garin sería capaz de ir ganándose la confianza de los jefes del partido.

En una ocasión escuché a Albert hablar con Amelia sobre Garin.

—¿Qué te parece? —le preguntó.

—Es muy valiente e ingenioso, tiene autoridad sobre el grupo, todos le escuchamos y seguimos sus indicaciones de manera natural.

—¿Sabes?, a veces me pregunto por qué está con nosotros.

—No le gusta que los soviéticos estén aquí.

—Ya, pero ¿eso es suficiente? Era socialista, tenía amigos comunistas, estuvo prisionero en un campo y de repente se ha vuelto anticomunista, ¿por qué?

—Fuiste tú quien le captó para la red, ¿por qué lo hiciste si no confiabas en él?

—Hay algo… algo que no sé qué es, pero que a veces me hace sospechar de Garin.

—¿Crees que trabaja para los soviéticos?

—Quizá para el Komintern… ya sabes, les preparan para estas actividades.

—Pero te está entregando toda la información que pasa por sus manos.

—Hasta ahora nada de importancia, vuestro grupo no es el más importante de los que tenemos aquí.

—¿Y por qué me haces trabajar con ellos?

—Porque quiero que vigiles a Garin.

—Pero expones a Max y a Friedrich a un gran peligro en caso de que él trabaje para los soviéticos… —se lamentó Amelia.

—Si en algún momento crees que mis sospechas son ciertas, os sacaré de aquí, vendréis conmigo al otro lado.

—Si estuvieras en lo cierto, no nos permitirían irnos.

—No tenemos por qué pedir permiso a los soviéticos, sabes que continuamente se pasa gente a nuestro lado y ellos no lo pueden evitar.

—Y qué hay de Otto y de Konrad —preguntó Amelia.

—De ellos me fío absolutamente. No te diré por qué, sólo que sé que son leales a nosotros.

Otto servía como traductor para la administración militar soviética, y Konrad era un prestigioso profesor de física. Ambos habían luchado en la guerra de España. Cuando terminó, Otto se fue a París, donde vivió el comienzo de la otra guerra. No quiso regresar a Alemania, y combatió con los aliados en una brigada de alemanes contrarios a Hitler. Por su parte, Konrad había destacado en la universidad por sus enfrentamientos con otros profesores nazis. Si no lo detuvieron fue porque sus experimentos interesaban sobremanera a Hitler, quien ordenó que lo obligaran a trabajar en un laboratorio junto a otros científicos, aunque desde el primer momento su actitud pasiva había desesperado a sus superiores, que no lograron más que una magra colaboración a lo largo de la guerra. Pero ni para Otto ni para Konrad el hecho de ser antifascistas significaba que les satisficiera ver a su país en manos de los soviéticos, y con la misma convicción que habían combatido a los nazis, lo hacían ahora contra los invasores.

También a Otto, al igual que a Garin, Albert le pidió que se afiliara al Partido Comunista. Nadie sospechó de él y le dieron la bienvenida.

Los miembros del grupo microfilmaban cuanto pasaba por sus manos fuera o no importante. Luego le entregaban los microfilms a Amelia y ésta a su vez se los entregaba a Albert.

Yo seguía añorando los días de El Cairo aunque no se lo decía a mi padre para no irritarlo. Él quería que fuera un buen alemán, aunque me estuvieran educando los comunistas.

—Son comunistas, sí, pero primero son alemanes —me decía— y saben lo que te tienen que enseñar.

Mi padre no tenía razón. La gente del partido era primero comunista y después todo lo demás, incluido el ser alemán, pero él no lo veía así. Tenía sublimada la idea de Alemania, y creía que era importante que me educaran como un buen alemán.

La vida transcurría con cierta monotonía para mi padre y para mí, pero no para Amelia.

Por la noche, después de mandarme a la cama, solía sentarse junto a mi padre para comentarle las novedades del día. Yo les escuchaba hablar, no porque les espiara, sino porque nunca he conseguido dormirme antes de las doce, de manera que leía hasta que Amelia entraba a apagar la luz, y después permanecía despierto pensando en historias fantásticas.

Creo que fue a principios de 1950. Una tarde Amelia llegó de trabajar, parecía muy agitada, y me envió a la cama antes de lo previsto. En cuanto se quedó sola con mi padre le contó lo que la preocupaba.

—Iris vendrá esta noche, ha llamado diciéndome que debíamos vernos. No sé qué sucede.

—Espero que no la hayan descubierto —respondió Max, preocupado.

—Si lo sospechara no vendría aquí. No, no es eso, no te preocupes.

Iris llegó pasadas las ocho. Llevaba a Walter en brazos. El niño estaba medio dormido.

—No he podido venir antes —se excusó.

—No te preocupes, ¿habéis cenado? —preguntó Amelia.

—Le he dado de cenar a Walter, yo no tengo hambre.

—Deja a Walter en nuestro cuarto —le indicó Amelia, acompañándola para que el niño pudiera dormir mientras hablaban.

—Creo que los soviéticos van a firmar un acuerdo con los chinos —contó Iris.

—¿Estás segura? —Amelia parecía preocupada.

—Sí, creo que sí. Hace unos días se puso enferma una de las secretarias del ministro y me enviaron a mí para que echara una mano. Esta mañana escuché al ministro decirle a una de las chicas de la secretaría que telefoneara a nuestra embajada en Moscú; quería información, habló «sobre la visita de los chinos», y después añadió que los soviéticos estaban comportándose de manera muy misteriosa sobre el acuerdo que iban a firmar con Mao Tse-tung.

»A mí no me conoce porque era mi primer día allí, pero ni me miró cuando salió del despacho para dar esa orden. Yo continué escribiendo a máquina lo que me había ordenado sin levantar la cabeza, como si no hubiera oído nada.

—Me pondré en contacto con Albert. Mañana intentaré pasar a la zona de los norteamericanos.

—Tienes el pase, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, tampoco me parece extraordinario que los soviéticos se entiendan con los chinos, todos son comunistas —comentó Max.

—Sí, pero ¿a quién esperan en Moscú? Y si firman un tratado, ¿cuál puede ser su contenido? A mí me parece importante, en todo caso hay que decírselo a Albert —afirmó Iris mirando a Amelia.

El 14 de febrero Stalin y Mao firmaron un Tratado de Amistad y Asistencia mutua en caso de agresión por otra potencia.

El carácter de Iris fue determinante para que los burócratas del ministerio se fijaran en ella. Trabajaba sin descanso, era eficaz, discreta y silenciosa; la clase de secretaria que todo el mundo quiere tener. Esas cualidades le sirvieron para un ascenso y pasó al departamento encargado de los asuntos con la «otra» Alemania.

Mientras tanto, Otto había pasado a trabajar como asistente de un miembro del Politburó. El hecho de que hablara ruso, además de francés y algo de español, le había ayudado a situarse.

Periódicamente escribía un informe sobre los asuntos que preocupaban al Politburó, las relaciones de fuerza entre sus miembros o las discusiones en el Comité Central.

En cuanto a Konrad, era el líder indiscutible de los descontentos en la universidad.

Garin también había prosperado y con él, Amelia. Ahora trabajaban en el Departamento de Propaganda del Ministerio de Cultura, donde parecía estar como pez en el agua.

Amelia le vigilaba de cerca y solía comentarle a Albert que no encontraba nada sospechoso en el comportamiento de Garin. Si algún reproche se le podía hacer era que arriesgaba demasiado, y en ocasiones se quedaba trabajando después de que la mayoría de los funcionarios se hubieran ido, momento que él aprovechaba para introducirse en otros despachos y microfilmar cuanto encontrara a mano.

—Disfruta con el riesgo. A veces me enfado con él temiendo que nos descubran. La otra tarde estuvo a punto de ocurrir. Nos quedamos trabajando en el departamento, y cuando creyó que no había nadie, intentó forzar la puerta del director. Hizo tanto ruido que vinieron los guardias de seguridad. Les explicó que se nos había caído una máquina de escribir que estaba intentando reparar. Le creyeron, o al menos eso espero —relató Amelia.

Aunque a mi padre no le gustaba que se reunieran en casa, a veces lo consentía. Para mí, que aparecieran los «amigos» de Amelia, como mi padre decía, suponía romper la monotonía.

Garin seguía siendo mi favorito, ya que tanto Otto como Konrad apenas me prestaban atención. Yo era sólo un mocoso al que preferían no tener a la vista.

—Planificar la cultura. ¡Están locos! Como si fuera posible planificar el talento, la inspiración, la imaginación —se quejó Konrad.

—Nuestro departamento tiene el encargo de contribuir a que toda la sociedad se vaya empapando de la «verdad», para lograr un nuevo hombre socialista. Y esa verdad se encuentra en Marx, en Engels, en Lenin y en Stalin —explicó Garin con ironía.

—Lo único que pretenden es el control de todos nosotros, incluido el control de nuestros pensamientos —continuó diciendo Konrad.

—El papel de la prensa es infame —añadió Otto—. ¿Es que no hay un solo periodista capaz de criticar lo que está pasando?

—Quienes lo podían hacer se han ido, y si queda alguno, ya se encarga la KVP de hacerle entrar en razón. Quienes critican al partido o a sus dirigentes son delincuentes que tratan de boicotear el triunfo del socialismo —explicó Amelia, indignada.

Pero lo que más les asustaba era ver cómo los socialdemócratas eran tratados como enemigos del pueblo. Poco a poco les habían ido apartando de cualquier actividad pública; muchos optaron por el exilio, y otros, los que no querían rendirse, terminaron en la cárcel o en campos de trabajo.

—Quieren imponer el pensamiento único, una sola ideología, de manera que los socialdemócratas son los más peligrosos para ellos porque les disputan la hegemonía —se quejó Konrad.

—Tienes que tener cuidado —le aconsejó Amelia— o terminarán deteniéndote.

—Lo que no sé es cómo has logrado ganarte su confianza —preguntó Otto a Garin—, al fin y al cabo estuviste en un campo por socialdemócrata.

—Pero he renunciado a mi pasado. Me han aceptado en el SED, ahora soy miembro del partido, incluso voy a participar en el III Congreso que se va a celebrar en julio —respondió Garin.

—No sé cómo no se te revuelven las tripas —insistió Konrad.

—Tenemos un trabajo que hacer. Precisamente porque no reniego de mi ideología, hago lo que hago. En realidad estoy copiando sus métodos de infiltración, es más fácil combatirlos desde dentro que desde fuera —insistió Garin.

—Yo creo que nuestro presidente, Wilhelm Pieck, no es como Walter Ulbricht ni como Otto Grotewohl —comentó Iris.

—¿De verdad crees que es diferente? No, no te engañes, es igual de comunista, sólo que más amable —aseguró Amelia.

En 1951 se puso en marcha el servicio secreto más eficiente de cuantos actuaron en la Guerra Fría, el de la República Democrática. Si hasta aquel momento los controles sobre la población habían sido extenuantes, a partir de entonces todos los alemanes tenían la sensación de sentirse espiados por la Kasernierte Volkspolizei, conocida por las siglas KVP. Nadie se fiaba de nadie. A partir de ese momento, con la puesta en marcha de la Stasi, a todos nos dominó el miedo. La Stasi tenía informantes en todos los sitios, incluidas las propias familias. Instauraron un régimen de terror que llevaba a la gente a delatar a sus familiares y vecinos con tal de no estar ellos mismos bajo sospecha. Otros, claro, colaboraban por convicción.

Albert James quería que alguno de sus hombres se infiltrara en la Stasi, conocida antes como Directorio Principal de Inteligencia; pero fue una tarea inútil: el proceso de selección era extremadamente riguroso.

En 1953 estallaron las protestas contra el nuevo régimen. La «socialización» obligatoria chocaba contra los deseos mayoritarios de los alemanes.

Una noche Iris se presentó en casa. Ya era tarde y se notaba que había venido corriendo porque tenía el rostro enrojecido y la respiración agitada.

—Han detenido a Konrad. Su esposa ha enviado a mi casa a uno de sus hijos para decírmelo. Tenemos que hacer algo.

Amelia intentó calmarla. Luego le dijo a Max que iba a salir con Iris para buscar a Garin. Tenían que hacer algo para ayudar a Konrad.

—Lo único que vais a conseguir es que os detengan a todos. ¿Qué vais a hacer? ¿Presentaros en la comisaría pidiendo su libertad? —dijo Max preocupado.

—Lo único que no podemos hacer es sentarnos a esperar —le respondió Amelia.

Al nuevo régimen se le iba de las manos el dominio de la situación. No podía frenar los descontentos ni las manifestaciones y las huelgas. Incluso algunos edificios del partido, así como algunos coches de los jefazos, sufrieron desperfectos por parte de los manifestantes. Los soviéticos tuvieron que intervenir porque el Gobierno alemán no era capaz de controlar la explosión de ira de los ciudadanos, y decretaron el estado de emergencia en Berlín.

Seguramente los jerarcas del partido se asustaron, o puede que los soviéticos los animaran a ello, pero lo cierto es que el 21 de junio el Comité Central decidió aprobar un programa de mejoras; sin embargo, no lograron impedir que una nueva oleada de alemanes eligiera marcharse para siempre a la República Federal.

Amelia se lo planteó a mi padre.

—Creo que deberíamos irnos, cada día que pasa esto se parece más a la Unión Soviética.

—¿Y dónde iríamos? ¿A la zona norteamericana? No, Amelia, aquí al menos tenemos una casa.

—No tenemos nada, Max. Este edificio ya no te pertenece.

—¡Claro que sí! La Constitución reconoce la propiedad privada.

—Pero el partido actúa en nombre del pueblo, y por tanto decide lo que necesita el pueblo, es decir, lo que nos corresponde a cada uno. Vivimos en la portería, Max, y no me importa, hemos hecho de estas paredes un hogar, pero no te debes engañar.

—Siempre tendremos tiempo de cambiar de opinión, al fin y al cabo Berlín no es una ciudad cerrada, podemos irnos a otra zona cuando lo deseemos.

—No siempre será así, no pueden permitir que la gente continúe marchándose. Un día harán lo que sus jefes, los soviéticos, y no nos dejarán salir.

—¡Qué tontería!

—Max, puedo hablar con Albert, él nos ayudará, quizá pueda serles útil en otra parte.

—Este edificio es la única herencia que puedo dejar a mi hijo. Mientras esté aquí no me lo quitarán.

—Ya te han quitado las tierras, las han «socializado» como dicen ellos… Max, ¿es que no te das cuenta de que esto tampoco es tuyo?

Pero no pudo convencer a mi padre. Yo escuchaba en silencio y estaba secretamente de acuerdo con Amelia. El adoctrinamiento al que nos sometían en la escuela se me antojaba insoportable. Creo que no era muy diferente al que recibían los escolares en tiempos de Hitler, sólo que habían cambiado los uniformes, los himnos y las consignas.

Konrad estuvo en la cárcel seis meses. Era tal su prestigio en la universidad, que hasta algunos profesores del partido intercedieron por él, y no por ayudarlo, sino porque veían que era mayor el perjuicio de tenerle encerrado. Los alumnos de Konrad y otros muchos estudiantes no dejaban de reclamar su libertad y la de otros profesores detenidos. Aún recuerdo la emoción de Amelia el día que Konrad salió de la prisión. Garin les había pedido que no fueran a esperarlo, porque todos los que lo hicieran serían identificados por la KVP. Amelia no pensaba hacerle caso y fue mi padre quien la conminó a no ponerse en peligro.

—Es un gesto inútil, Amelia. Un segundo y ya estarás fichada para siempre, entonces, ¿cómo podrás seguir trabajando para Albert? Garin tiene razón. Debéis ser discretos. Konrad no espera que os pongáis en evidencia, sabe lo que está en juego.

A regañadientes, obedeció. Sabía que mi padre y Garin tenían razón. Dejamos de ver a Konrad. Estaba señalado y cualquier casa que él visitara sería vigilada por la KVP, de manera que el grupo se reunía clandestinamente.

Un día Amelia regresó llorando a casa y le tendió a mi padre el recorte de un periódico. Él lo leyó y se encogió de hombros.

—¿Te das cuenta de lo que significa? —dijo Amelia.

—La vida sigue, eso es lo que significa.

Amelia se puso en contacto con Albert y le pidió que viniera a verla con urgencia. Albert nos visitó al día siguiente, y nada más entrar, Amelia me envió a mi cuarto. Protesté. Estaba harto de que me enviaran a mi cuarto cada vez que venía alguien interesante. Además, tenía ganas de decirles que era inútil que me mandaran allí puesto que podía escuchar todo lo que decían. Pero preferí no hacerlo, no fuera a ser que se les ocurriera algo que me impidiera seguir escuchando.

—Se acabó, Albert, me retiro.

Él se sorprendió. Veía la furia en los ojos de Amelia y no entendía por qué.

—¿Qué sucede? Explícate.

—No, no soy yo quien tiene que explicarse. Eres tú quien tiene que explicarme cómo es posible que estéis permitiendo que en la República Federal los nazis ocupen cargos relevantes.

—¡Pero qué estás diciendo! ¡Vamos, Amelia, espero que no te creas la propaganda soviética!

—No, no me creo la propaganda soviética. Me creo lo que dice el Daily Express. —Le tendió el recorte de un periódico, que Albert leyó por encima.

—Es un caso aislado —dijo él, incómodo.

—¿De verdad? ¿Piensas que voy a creerte? El general Reinhard Gehlen, jefe de la inteligencia alemana. El muy distinguido general que durante el III Reich se había encargado del espionaje al Ejército Rojo, ahora trabaja para el Gobierno Adenauer.

—¿Crees que a mí me gusta? Pero seríamos unos locos si rechazáramos a quienes tienen información, información muy valiosa que necesitamos. Tú conociste a Canaris, no era un fanático, muchos de sus agentes tampoco lo eran. Recuerda al coronel Oster. Los ejecutaron.

—¡Por favor, Albert! ¿Me vas a decir que porque Canaris y Oster conspiraron en contra de Hitler, ninguno de sus agentes era nazi? Por lo que se ve, todo vale; a cambio de información borráis el pasado de la gente. Entonces, ¿para qué ha servido el juicio de Nuremberg? ¿Sólo para decirle al mundo que habéis castigado a los malos mientras por otro lado pactabais con ellos? ¿Para eso me he jugado la vida en Varsovia, en Atenas, en El Cairo, aquí en Berlín…? ¿Para que ahora me digas que hay nazis con los que debéis entenderos?

—¡Basta, Amelia, no seas niña! El juicio de Nuremberg ha servido para mostrar al mundo el horror del nazismo, para decirnos que nunca más puede suceder algo así, para demostrar la malignidad del nacionalsocialismo.

—Y una vez hecha esa catarsis, borrón y cuenta nueva. ¿Me estás diciendo eso?

—Estás en este negocio antes que yo, y no hay nada inocente en él. Lo sabes bien. El Servicio de Información alemán era muy eficiente.

—¿Y eso qué significa?

—Que ahora se va a librar otra guerra, una guerra sin tanques, sin aviones, sin bombas, pero una guerra. Las relaciones con los soviéticos son cada día más difíciles. Están construyendo un imperio. ¿No sabes lo que sucede? Han ido imponiendo gobiernos comunistas en todos los países que han quedado bajo su influencia. En todos. Y han colocado al frente a dirigentes comunistas, títeres que sirven a Stalin sin rechistar. Churchill ha denunciado la creación de un «Telón de Acero». Ahora los soviéticos son nuestros adversarios, debemos tener cuidado con ellos, saber qué hacen, qué pretenden, qué pasos van a dar.

—Y para eso utilizáis a antiguos espías nazis. El fin justifica los medios. ¿Es lo que me estás diciendo?

—Dímelo tú, Amelia. Dime tú si el fin justifica los medios. Eres una agente de campo, has tenido que tomar decisiones sobre la marcha.

—Nunca a favor de los nazis, eran nuestros enemigos, hemos luchado para derrotarles. Hay que extirpar a todos los nazis estén donde estén, se escondan donde se escondan.

—¿De verdad crees que podemos hacerlo? ¿Hacemos un proceso a todos los alemanes y liquidamos a quien no pueda demostrar fehacientemente que estuvo luchando contra Hitler? Sería una locura que no llevaría a ninguna parte.

»¿Crees que los soviéticos no tratan con algunos exmiembros del Servicio de Inteligencia alemán? ¿Crees que desprecian lo que les puedan contar sólo porque no lucharon contra Hitler? No te importó que nos lleváramos a Fritz Winkler, y no temblaste cuando mataste a su hijo. ¿Es distinto un científico nazi a un agente secreto? Dime, ¿dónde está la diferencia? Dímelo y entonces comprenderé tus escrúpulos.

—Albert tiene razón. —Max les había estado escuchando en silencio, desde su silla de ruedas.

No solía intervenir cuando Amelia se reunía con Albert o sus amigos, le daba su opinión más tarde, cuando se quedaban solos, pero en aquella ocasión lo hizo.

—¡Cómo puedes decir eso después de lo que hemos sufrido! —le reprochó ella.

—Si llevamos tu razonamiento hasta el final, entonces, ¿qué tendrían que hacer conmigo? Fui oficial de la Wehrmacht, juré lealtad al Führer aunque lo odiaba con toda mi alma. Luché, estuve en el frente, e hice cuanto pude para que ganáramos la guerra. Yo quería ver derrotado a Hitler, pero sin que eso implicara la derrota de Alemania; quería derrotarlo políticamente, o incluso haber acabado con su vida, pero jamás traicionando a mi país. No sé cuántos alemanes pensaban como yo, pero sí sé que quienes nos quedamos, quienes no nos fuimos, no tenemos coartada por haberlo hecho. Todos nosotros podemos ser acusados de ser partícipes del horror del nazismo. Yo también, Amelia, yo también.

Al escuchar la voz de mi padre, abrí la puerta de mi cuarto y por una rendija observé lo que sucedía en la sala. Amelia miraba a Max sin encontrar palabras con las que rebatir sus argumentos. Y Albert los observaba a ambos dominando su deseo de intervenir.

Transcurrió un rato antes de que Albert se decidiera a hablar.

—Habrá más, Amelia, habrá más nombres odiosos que te revolverán el estómago cuando leas en los periódicos que ocupan tal o cual cargo.

—Por eso apoyasteis a los democristianos. Los socialdemócratas jamás hubiesen consentido lo que está pasando.

—¿Estás segura? Yo no lo sé, pero sí, tienes razón, ahora mismo supone una tranquilidad saber que Alemania está en manos de los democristianos. Adenauer es un gran hombre.

—Si tú lo crees…

—Sí, lo creo.

—Aquí, a los socialdemócratas los meten en la cárcel.

—Ya lo sé.

—Entonces tienes que saber que no continuaré trabajando para vosotros, que no me jugaré la vida para que la información que obtengo termine encima de la mesa de algún nazi.

—Tú trabajas para nosotros, no para el Gobierno alemán.

—Que son vuestros aliados, a los que ayudáis y sostenéis, como no puede ser de otra manera, y yo misma comprendía que debía ser así. Por tanto puede que la información que recogemos la compartáis con ellos, al fin y al cabo mucha de esa información se refiere a planes que tienen que ver con la República Federal. Y… ¿sabes, Albert?, tienes razón. Sí, he matado a hombres, he hecho cosas terribles en mi vida, pero ésta no la haré, Albert, no la haré en nombre de nada ni de nadie.

—Respetaré tu voluntad.

Cuando Albert se marchó, Max le preguntó a Amelia si realmente iba a dejar de trabajar para los norteamericanos. Ella no respondió, comenzó a llorar.

No sería la primera decepción que sufriría Amelia. El secretario de Estado en la oficina del canciller, Hans Globke, había sido un funcionario del Ministerio del Interior durante el III Reich, del que se sabía que había apoyado con entusiasmo la Solución Final, el plan de exterminio de todos los judíos de Alemania y de los países ocupados por los nazis.

Si a Amelia le quedaba algún resto de inocencia, lo perdió para siempre. También se mantuvo inflexible respecto a dejar de trabajar para los norteamericanos. Volvió a reunirse con Albert para reiterarle que ya no podían contar con ella. Él intentó convencerla, pero fue inútil; Amelia podía tener muchos defectos, pero nunca fue una cínica.

Dispuesta a llevar hasta el final su decisión, le dijo a Garin que la sustituyera. Era preciso que su puesto fuera cubierto por alguien del grupo de oposición dispuesto a trabajar para los norteamericanos. Pero Garin le pidió que se lo pensara un poco más y que mientras tanto se tomara unos días de descanso. Diría en el trabajo que estaba enferma.

Pero Amelia no volvió, pese a que tanto Garin, como Iris, Otto y Konrad intentaron convencerla para que no abandonara.

Era difícil comprender que a una mujer capaz de matar la hubiera afectado tanto que en la Alemania Occidental algunos exmiembros del Partido Nazi estuvieran colaborando con el Gobierno de Adenauer.

Garin se presentó un día en casa. Estaba preocupado.

—Te van a investigar —anunció.

—¿Por qué? —preguntó Amelia con indiferencia.

—Has abandonado el trabajo y no pareces dispuesta a aceptar ningún otro… hay quien dice que no estás bien de la cabeza. Tienes que hacer algo o te mandarán a un hospital hasta que te restablezcas.

—¿Un hospital? No estoy enferma. —En el tono de voz de Amelia había notas de miedo.

—Si no tienes ninguna enfermedad y rechazas trabajar es porque estás enferma de la cabeza. Déjame ayudarte, Amelia. Vuelve al departamento, te lo ruego.

—Les diré que Max está enfermo y que no podía dejarlo solo. No tenemos quien lo cuide, de manera que por eso he tenido que dejar de trabajar.

—Pueden decidir que si Max es un estorbo, mejor estará en un hospital. No hay excusas, Amelia, no te engañes.

—No quiero volver a trabajar para Albert.

—No te estoy diciendo que trabajes para él, sólo que trabajes. Puedo ayudarte. Tu puesto aún no está cubierto, pero me han dicho que mañana me enviarán a una persona. Preséntate, Amelia, o desencadenarás la desgracia en esta familia. Si te llevan a ti o se llevan a Max…

—No quiero trabajar para los norteamericanos, ni para los británicos, nunca más.

—No lo hagas, no es eso lo que te estoy pidiendo. Ahora me marcho, voy a casa de Iris, pero te espero mañana.

Mi padre y Amelia estuvieron hablando hasta la madrugada. Yo me dormí, pero me desperté sobresaltado, mientras ellos continuaban en la sala. No podía escuchar lo que decían, hablaban muy bajito, como si temieran que sus palabras pudieran traspasar el silencio de la noche.

Amelia me acompañó a la escuela como todos los días. Permanecimos callados y cuando estábamos llegando me atreví a hablarle.

—Irás a trabajar, ¿verdad? No dejarás que te lleven o que se lleven a mi padre.

Me abrazó e intentó evitar las lágrimas que pugnaban por resbalar desde sus ojos.

—¡Dios mío, tienes miedo! No te preocupes, Friedrich, no pasará nada. ¡Claro que no permitiré que me lleven, ni mucho menos que le hagan nada a tu padre! ¡Cómo iba a permitirlo!

—Entonces prométeme que irás a trabajar —le supliqué.

Dudó unos segundos, después me besó y en susurros me dijo: «Te lo prometo».

Entré en la escuela más tranquilo. Confiaba en ella.