Pero la espera se alargó más de un año. A finales de 1947 Ernst Schneider recibió una carta que le provocó, a partes iguales, un estado de alegría y ansiedad.
Por aquel entonces Max se había convertido en su mano derecha a la hora de invertir en el mercado internacional los bienes que estaban en poder del grupo.
Schneider parecía confiar sin reservas en el barón Von Schumann; sin embargo, no le dio detalles sobre el contenido de esa carta que tanto le había alterado. Tan sólo le confesó que muy pronto recibirían la visita de un héroe de la guerra, y de su padre, un hombre preeminente; ambos habían estado ocultos porque los aliados les buscaban.
Max se lo contó de inmediato a Amelia.
—No sé de quién se trata, pero debemos avisar a Bob Robinson.
—Quizá se trata de Winkler —sugirió ella.
—No lo sé, pero son unas personas muy importantes. Schneider me ha dicho que se alojarán en su casa, y que tenía que hablar con Wulff para garantizar la seguridad de los dos hombres que espera.
—¿De dónde vienen?
—No me lo ha dicho.
La señora Schneider fue más explícita que su marido, y cuando días más tarde se encontró con Amelia en el Café de Saladino, no se resistió a las confidencias.
—El barón le habrá dicho que esperamos invitados. No imagina, querida, quiénes son; los aliados buscan desesperadamente a uno de ellos, es un hombre muy importante. Salieron de Berlín el mismo día que Hitler se suicidó, y han estado casi todo el tiempo en España. Franco mantiene buenas relaciones con los británicos y con los norteamericanos, y aunque protege a los nuestros, estos invitados estarán más seguros aquí. Nuestro grupo les protegerá. El sargento Martin Wulff —y miró de reojo al dueño del Café de Saladino— sirvió a las órdenes de uno de ellos. Aún no puedo decirle de quiénes se trata, pero le aseguro que los conocerán. Se alojarán en casa, y he pedido permiso a mi esposo para organizar una cena en su honor.
Ni Max ni Amelia lograron más información de los Schneider. Sólo cabía esperar, para desesperación de Max, que había planificado el regreso a Berlín en los primeros días de enero de 1948. Ahora no tenían otra opción que esperar a saber quiénes eran los misteriosos desconocidos.
El señor Schneider le dijo a Max que durante unos días no se verían.
—Llegan nuestros invitados y he de concentrarme en que todo salga bien. Ya le avisaré.
En vísperas de fin de año, recibieron una tarjeta de los Schneider invitándoles a despedir 1947 junto a otros compatriotas con una cena en su casa.
Llegó el día, y mientras ayudaba a Max a vestirse para la cena, Amelia notó su inquietud.
—No te preocupes, todo saldrá bien —dijo para animarle.
—Puede que sean Winkler y su padre, puede que sean otros, no lo sé; pero sean quienes sean, deben de ser muy importantes. No puedo dejar de estar preocupado; si es Winkler, nos reconocerá, y entonces, ¿qué diremos?
—Tú eres un oficial, un héroe, estás a salvo de cualquier sospecha.
—¡Por favor, Amelia! Winkler sabe dónde y por qué perdí las piernas. Y sobre todo te conoce a ti. Les contará a los otros quiénes somos realmente.
—Nunca hemos ocultado quiénes somos. Y aunque Winkler siempre haya sospechado de mí nunca ha podido demostrar nada.
—Excepto que tenías en las manos uno de los detonadores de la Resistencia griega con los que destruisteis un convoy del Ejército alemán. He de confesarte que siempre pensé que Winkler no iba a aparecer.
—Puede que no sea él —le animó Amelia.
—Tengo un presentimiento.
—No te preocupes, Bob o sus hombres estarán cerca. El taxista que nos llevará a casa de los Schneider es un hombre de la OSS.
Amelia no se lo dijo, pero guardó en el bolso la pequeña pistola que le había dado Albert James cuando llegaron a El Cairo.
Max sabía de la existencia del arma, pero nunca pensó que ni él ni Amelia la tuvieran que llegar a utilizar.
La señora Schneider se había esmerado en crear un ambiente navideño para la fiesta de fin de año. En el jardín habían colocado un pino decorado con luces y bolas de cristal. Amelia se preguntó dónde lo habría conseguido. El vestíbulo y el salón también aparecían decorados con guirnaldas y velas.
Saludaron a los invitados de los Schneider; los conocían a todos, eran los miembros más relevantes de aquel grupo de nazis exiliados. Pero no vieron a ningún desconocido. Agnete susurró al oído de Amelia que los dos invitados especiales estaban a punto de bajar de sus habitaciones.
De pronto el señor Schneider hizo sonar una campanilla reclamando la atención de sus invitados.
—Señoras y señores, tenemos esta noche entre nosotros a dos grandes patriotas, a dos hombres que se han sacrificado por Alemania, y que pudieron escapar a tiempo para no caer en manos de nuestros enemigos. Han estado ocultos durante mucho tiempo, pero por fin les tenemos entre nosotros. Su viaje hasta aquí no ha sido fácil, y apenas hace un par de horas que han llegado. Como muchos de ustedes, han adquirido una nueva identidad, y será con sus nuevos nombres con los que les trataremos. Señoras y señores, un aplauso para los señores Günter y Horst Fischer.
Dos hombres entraron en el salón. Uno era un viejo que caminaba con los hombros encorvados y la mirada cansada; se apoyaba en el brazo de otro más joven, de porte erguido y aspecto militar. Al verlos, todos aplaudieron con entusiasmo.
Schneider fue presentando a los dos hombres al resto de sus invitados, y mientras lo hacía, Amelia intentaba mantener el dominio de sí misma mientras apretaba la mano de Max.
Los ojos, aquellos ojos azules, tan fríos como la nieve, los había visto años atrás. Los había visto repletos de ira y de odio hacia ella. No le cabía la menor duda de que aquel Günter Fischer era el coronel Winkler, y Horst Fischer debía de ser su padre.
Aguardaron su turno para la presentación. El señor Schneider señaló orgulloso a Max.
—Quiero presentarles a un hombre excepcional, un héroe, el barón Von Schumann y su encantadora esposa, Amelia.
Un relámpago cruzó por los ojos de Günter Fischer mientras miraba de frente primero a Max y luego a Amelia, pero no hizo ademán de reconocerlos. Estrechó la mano de Max y besó la de Amelia.
—De manera que hasta los héroes han tenido que exiliarse —comentó con sarcasmo ante el asombro del señor Schneider.
La señora Schneider pidió que entraran en el comedor, por lo que no hubo tiempo para más comentarios. La cena transcurrió entre brindis por Alemania, por el Führer y por el III Reich, pero también por el futuro, por ese IV Reich que muy pronto ellos ayudarían para que se alzara victorioso sobre sus enemigos.
El viejo Winkler, camuflado bajo el nombre de Horst Fischer, era el centro de atención de los comensales. Todos le escuchaban con devoción hablar sobre la supremacía técnica de Alemania, asegurando que los científicos alemanes llevaban gran ventaja a los rusos y a los norteamericanos no sólo en materia armamentística, sino también respecto a investigaciones médicas.
—Yo preferiría morir antes que caer en manos de los aliados. Sé que muchos de mis colegas han aceptado el chantaje para no ser juzgados, seguir investigando y contar todos nuestros secretos a los nuevos amos del mundo. Yo no lo haré. Yo juré fidelidad al Führer, y sobre todo juré lealtad a Alemania. Y nunca les traicionaré.
Su hijo le escuchaba en silencio, repartiendo la mirada entre Amelia y Max.
No fue hasta el final de la cena, tras pasar a uno de los salones, cuando Günter Fischer se acercó al señor Schneider y le comentó algo al oído que pareció alarmar a su anfitrión. Inmediatamente Schneider, seguido de los Fischer, y de otros invitados, salieron del salón dirigiendo sus pasos hacia el despacho del dueño de la casa.
Amelia, que había visto lo que sucedía, aprovechó para dejar el salón y llegar al despacho antes de que lo hicieran los hombres para esconderse entre las grandes cortinas. Rezaba para que no la descubrieran; si lo hacían, estaba segura de que la matarían allí mismo.
—¿Sabe a quién tiene en su casa? —dijo Günter Fischer dirigiéndose a Schneider con voz airada.
—Espero que ninguno de mis invitados le haya molestado. Son todos de la máxima confianza.
—¿Confianza? Tiene usted sentada entre nosotros a una espía.
—¡Una espía! ¡Pero qué dice usted! —El tono de Schneider era histérico.
—Amelia Garayoa es una espía —insistió Fischer.
—Hijo, ¿qué estás diciendo? Explícate —le conminó su padre.
—Señor Fischer, le aseguro que…
Pero Fischer no dejó continuar a Schneider.
—Déjese de estupideces, y ahora que estamos solos, llámeme por mi nombre.
—Es mejor que todos nos acostumbremos a los nuevos, de otro modo podríamos no darnos cuenta en público —intervino Wulff.
—Bien, entonces seguiré siendo el señor Fischer. Pero ahora escúchenme todos. Esa mujer es una espía. Asesinó a un oficial de las SS en Roma. Estuvo implicada en la desaparición de uno de los mejores agentes del Reich. No se pudo probar nada hasta que fue detenida en Grecia junto a un grupo de partisanos después de haber volado un convoy en el que murieron decenas de soldados de la Wehrmacht, además de destrozar numeroso material.
—¡Pero es la esposa del barón Von Schumann! Usted debe de estar en un error —se atrevió a protestar Schneider.
—El barón iba en ese convoy, ella le dejó lisiado. Ya le he dicho que es una mujer peligrosa, una asesina. Y no es su esposa. Su esposa murió en Berlín, en un bombardeo de la RAF.
—Lo sé, lo sé, y cuando se quedó viudo se casó con Amelia.
—No, no se ha casado con ella. Esta mujer está casada, tiene marido en España, aunque llevan años separados. Tiene un hijo.
—Pero el barón… —intentó insistir Schneider.
—¡Es un idiota! ¿Es que no lo entiende? ¡Un auténtico idiota! Le dejó lisiado, le arrancó las piernas, y en vez de matarla, la perdonó, incluso la sacó de Ravensbrück. Ese hombre es uno de esos aristócratas decadentes que no tienen lugar en la nueva Alemania. Su código de honor sólo esconde debilidad. Debía haberla matado él mismo; pero ya le ven, agarrado de su mano.
—Hijo, si es así, tenemos que actuar en consecuencia. ¿Crees que te ha reconocido? —preguntó el falso señor Fischer.
—Creo que sí, padre, creo que sí. El barón no me ha reconocido, pero ella… me he dado cuenta de cómo me ha mirado. Desde luego que hemos de actuar en consecuencia.
—Me encargaré de los dos —dijo Wulff.
Schneider parecía desolado y los otros tres hombres de entre sus invitados que les acompañaban apoyaron a los Fischer.
—Llevamos dos años escondiéndonos, con los espías de los aliados buscándonos por todas partes, hemos logrado salir de España, hemos pasado lo indecible y no será para caer en manos de los británicos o para quienquiera que trabaje esa maldita mujer —aseguró el falso Günter Fischer.
—Desde luego, tienen que desaparecer, corremos un gran peligro. El barón viene colaborando con nuestro amigo Schneider en el manejo de las transacciones comerciales y financieras, si hablara… podría tener consecuencias muy desagradables para todos nosotros —sentenció uno de los hombres del grupo de Schneider.
—No puedo creer lo que se está diciendo aquí, si fuera así, nos habrían denunciado hace tiempo, y no lo han hecho —intentó defenderse Schneider.
—El barón es un títere en manos de esa mujer, puede que ni siquiera esté implicado en sus tejemanejes, pero ella… La conozco bien. Les aseguro que es una espía, una asesina.
Günter Fischer se tocó el rostro, como si de una máscara se tratara.
—Mi padre y yo hemos tenido que someternos a dos operaciones del rostro para poder asumir una nueva identidad. Les aseguro que aún sufrimos los dolores a consecuencia de las intervenciones. No, no estoy dispuesto a permitir que mi padre corra ningún riesgo. No podremos levantar Alemania sin hombres como él. Exijo que acabemos con la vida de esa mujer y del barón, y de manera inmediata. Esta misma noche.
Los hombres le miraron en silencio y uno a uno fueron asintiendo. Estaban de acuerdo en que debían acabar con la vida de Amelia y del barón. Martin Wulff sacó una pistola que llevaba en la sobaquera y se levantó dirigiéndose a la puerta.
—¡Qué va a hacer! —gritó Schneider—. No puede matarles aquí. Se oirían los disparos. ¿Quiere que nos detengan a todos?
—Schneider tiene razón —argumentó uno de los hombres—, habrá que hacerlo cuando salgan de aquí, antes de que lleguen a su casa. Ha de parecer un asesinato vulgar, alguien que les ha querido robar y luego ha tirado sus cuerpos al Nilo.
—Tiene razón, herr Benz —dijo Günter Fischer mirando al hombre que acababa de hablar—, y ahora regresemos al salón o esa bruja se dará cuenta de que nos traemos algo entre manos.
—Pero ¿está seguro de que le ha reconocido? Es imposible, su rostro ha cambiado, no creo que pueda relacionarle con su verdadera identidad, coronel Winkler —insistió el señor Schneider.
—Los quiero muertos, señor Schneider, o le haré responsable de lo que pueda pasar.
Schneider no pudo aguantar la fría mirada del coronel Winkler.
Amelia permaneció sin moverse unos minutos más hasta estar segura de que los hombres habían abandonado el despacho. Tenía que sacar a Max de allí, y se preguntaba si Bob Robinson estaría cerca y alerta, tal y como habían acordado.
Bob le había entregado una pequeña linterna, con el encargo de que si Fischer resultaba ser Winkler, ella debía acercarse a una ventana y hacer una señal. Algo simple, sólo encenderla y apagarla. Era el momento de hacerlo.
Cuando regresó al salón, el señor Schneider estaba hablando con Max, y la señora Schneider se dirigió nerviosa hacia ella.
—Pero ¿dónde se ha metido? La he buscado por todas partes, estaba preocupada.
—He salido un momento al jardín, me sentía mareada, no he querido decir nada para no preocuparla ni tampoco al barón.
—Mi esposo quería saber dónde estaba usted…
—Pues aquí estoy, nadie se pierde en una casa —respondió forzando una sonrisa.
Günter Fischer se acercó a ellas, y Amelia, a pesar de que aquél no era el rostro que ella había conocido del coronel Winkler, estaba segura de que era él.
—De manera que es usted española… vaya… habla usted perfectamente alemán.
—Un idioma que amo como mi propia lengua.
—¿Le gusta vivir en El Cairo?
—Desgraciadamente no estaremos mucho tiempo. Regresamos a Alemania. La nostalgia nos puede, señor Fischer.
—Sí, nuestra querida Amelia y el barón nos dejan dentro de unos días, regresan a Berlín. La echaremos de menos —afirmó la señora Schneider ignorante de la situación.
—De manera que se marchan… ¿y por qué decidieron venir a El Cairo?
—Después de la guerra pensamos que era conveniente salir de Alemania hasta que todo se calmara.
—¿Y cree que ya no corren ningún peligro en Alemania?
—Espero que no, señor… Fischer.
No dijo más, y haciendo una inclinación de cabeza, se alejó de las dos mujeres.
—Pobrecillo, ha debido de sufrir mucho. Antes era un hombre bien parecido, pero esas operaciones en el rostro…
—¿A causa de heridas de guerra? —preguntó Amelia.
—¡Oh, no!, para que nadie les reconozca, ni a él ni a su padre. Ya se habrá dado cuenta, querida, de que el viejo señor Fischer es un científico, uno de los más valiosos que tenía Alemania. Los aliados habrían dado cualquier cosa por detenerle y obligarle a trabajar para ellos. Pero Fritz Winkler antes se habría suicidado que trabajar para los soviéticos o los norteamericanos. —La señora Schneider había mencionado el verdadero nombre de los Winkler sin darse cuenta de ello.
—Sin duda, merecen nuestra admiración —respondió Amelia.
—Desde luego, querida, y también nuestro agradecimiento. No ha debido de ser fácil para ellos vivir todo este tiempo en España, y llegar hasta aquí ha sido muy complicado. Debían de haber venido hace más de dos años, pero el viejo señor Winkler estuvo a punto de morir cuando le operaron el rostro por primera vez, no quedó bien, tuvo una infección… Afortunadamente lo superó, pero ha estado muy enfermo, y su hijo, el coronel Winkler no quiso correr riesgos. A usted le sorprendió que viviéramos en una casa tan grande, ¿verdad, querida? Pero estaba destinada a ellos; el señor Winkler necesita espacio para montar su laboratorio, su despacho. Yo les cuidaré, y procuraré que nada les falte.
Se acercaron hasta donde estaba Max, que hablaba con el señor Schneider.
—Querido, creo que es hora de retirarnos —le dijo Amelia.
—Le diré a Wulff que los acompañe —sugirió Schneider.
—¡Oh, no hace falta! Acordé con el taxista que nos trajo que viniera a esta hora para llevarnos a casa, seguro que ya está esperando.
—Pero a Wulff no le importa, y yo me quedaré más tranquilo sabiendo que no van solos por ahí a estas horas.
—No se preocupe, señor Schneider, conocemos al taxista, es como nuestro chófer en El Cairo.
Wulff se acercó a ellos. A Amelia el dueño del Café de Saladino le resultó más siniestro que nunca.
—Les llevaré a su casa —dijo con tal rotundidad que parecía imposible negarse.
—Gracias, señor Wulff, pero ya se lo he dicho a nuestros anfitriones, un taxi nos está esperando. Pero le agradecemos el gesto, ¿verdad, Max?
Amelia comenzó a empujar la silla de Max hacia la salida. Cuando la señora Schneider abrió la puerta, allí estaba el taxi del que Amelia hablaba. El conductor se bajó de él, mostrándose solícito con ella y el barón.
—Yo ayudaré al señor mientras usted dobla la silla y la coloca en el asiento de delante.
Ni Wulff ni los Schneider pudieron evitar que Amelia y Max se marcharan en aquel taxi.
Dos calles más adelante, doblaron por una esquina, y el taxi se paró. De un coche que estaba aparcado a pocos metros se bajó Bob Robinson.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin preámbulos.
—Es Winkler y su padre, y ha dado orden de matarnos.
—Mandaré a por Friedrich a su casa y les llevaré a un lugar seguro.
—Si lo hace, sabrán que los hemos descubierto y desaparecerán. Tenemos que correr el riesgo de que intenten asesinarnos.
—Dejaré un par de hombres vigilando su casa —aceptó Bob Robinson.
—De acuerdo. ¿Podrá coger a Winkler?
—El objetivo es hacernos con Fritz Winkler, y espero conseguirlo.
—¿Esta misma noche?
—No, no lo creo, estarán alerta. No podemos irrumpir en la casa de los Schneider, debemos esperar a que salgan de ella.
Aquella noche, ni Max ni Amelia durmieron tranquilos, aun sabiendo que los hombres de Bob Robinson vigilaban la casa.
—Tenemos que irnos cuanto antes, no esperaremos dos semanas para marcharnos —le anunció Max.
Al día siguiente no pasó nada. Bob fue a verlos para tranquilizarlos y escuchar todos los pormenores sobre la cena y lo que había averiguado Amelia.
—Tenemos la casa de los Schneider vigilada, y creo que con la descripción que nos ha hecho de los Winkler, no se nos escaparán. También he aumentado la vigilancia de esta casa, nadie podrá entrar ni salir sin que le veamos, y si viéramos algo sospechoso actuaríamos de inmediato.
—Actuarán rápido, no pueden permitir que sigamos vivos sabiendo lo que sabemos —aseguró Max.
—Lo extraño es que no lo hayan intentado ya —añadió Amelia.
—Anoche perdieron su mejor oportunidad. Wulff sólo tenía que llevarles a algún lugar apartado y asesinarles, luego quitarles todo lo que llevaban encima para que pareciera un robo y tirarles al río tal y como le oyó decir a uno de aquellos hombres. Pero ahora tienen que pensar una nueva forma de hacerlo. Y deben tener cuidado, los egipcios saben quiénes son y les dejan estar aquí; algunos funcionarios reciben gustosos sus sobornos, pero la condición es que sean discretos. No pueden ir matando a la gente a la luz del día —insistió Bob Robinson.
—Quiero que proteja a mi hijo —exigió Max.
—Lo haremos. Dos de mis hombres le seguirán cada vez que salga de su casa, irán con él a todas partes, le esperarán en la puerta de la escuela, pero él no se dará cuenta, no se preocupe.
—Sí, sí me preocupo. Nunca debimos haber aceptado hacer esto… —se quejó Max.
—Pero lo aceptaron y han cobrado por ello, de manera que no se queje. —Bob Robinson no se andaba con sutilezas y no estaba dispuesto a permitir que en el último momento el barón lo echara todo a perder.
—Tienen que matar al coronel Winkler o él me matará a mí. No le interesa ni Max ni Friedrich, es a mí a quien Winkler quiere ver muerta. Y esta vez procurará no fallar —intervino Amelia.
—Mis órdenes son llevarme a Fritz Winkler, a ser posible sin hacer mucho ruido. Tampoco queremos problemas con los egipcios. Pero no dude de que si Winkler viene a por usted, la protegeremos, ya se lo he dicho —insistió Bob Robinson.
El 2 de enero de 1948, Amelia recibió una nota de la señora Schneider pidiéndole que la acompañara a hacer unas compras en Jan el-Jalili. El señor Schneider, por su parte, telefoneó a Max para pedirle que se reuniera con él y otros amigos en el Café de Saladino.
—No irás —le prohibió Max.
—Tengo que ir, y tú lo sabes.
—¿Quieres que te maten? ¿Qué crees que pasará si vas a Jan el-Jalili? Desaparecerás y luego aparecerás muerta en alguna de sus callejuelas.
—Iré, Max. Si no lo hago, sospecharán y esconderán a los Winkler. Quieren saber si sospechamos algo, si hemos reconocido a sus invitados. Nos comprometimos a hacer un trabajo, y nos han pagado por hacerlo, tenemos que cumplir nuestra parte, y luego regresaremos a Berlín. Te lo prometo, Max.
Mandaron aviso a Bob Robinson y éste les ordenó que acudieran a las citas.
—Si no van, sospecharán, y adiós operación. Siento el riesgo que van a correr. Lo más que estoy dispuesto a ceder es que usted, Max, se excuse diciendo que no se encuentra bien, pero Amelia no puede dar ninguna excusa, ha de ir. Ellos creen conocerle, por tanto piensan que si usted sospechara algo no permitiría a Amelia acudir a esa cita con la señora Schneider.
—Al parecer no saben que cuando un hombre se vende deja de ser él mismo —respondió Max, conteniendo la ira que sentía en ese momento.
—Llámelo como quiera, pero yo que usted no me atormentaría. Este trabajo es así, y la paga es buena. No hay nada más que hablar. Pero los que lo hacemos también creemos en algo —respondió Bob Robinson.
Max decidió ir a la cita del Café de Saladino, pero no antes de hacer jurar a Bob Robinson que en caso de que algo les sucediera a Amelia o a él, la OSS se encargaría de proteger a Friedrich garantizando su educación en Alemania.
—Nadie le va a matar esta tarde, Max, sólo quieren averiguar lo que ustedes saben. Si no se sale del guión que hemos preparado, no sospecharán, pero todo depende de usted.
La señora Schneider acudió a buscar a Amelia. Se la notaba nerviosa, y ella, siempre tan parlanchina, apenas hablaba. En cuanto a Max, el taxista que trabajaba para Bob le llevó hasta el Café de Saladino con el encargo de esperarle hasta que terminara la reunión con Schneider y sus amigos.
—¿Se encuentra usted mejor? —preguntó la señora Schneider a Amelia.
—Desde luego, ¿por qué me lo pregunta?
—La otra noche me dijo que se había sentido indispuesta…
—Hacía calor y… bueno, ya sabe, las cosas que nos pasan a las mujeres…
Caminaron en dirección a la ciudad vieja y a Amelia le sorprendió el paso rápido de la señora Schneider, como si estuviera deseosa de llegar a algún lugar.
—¿Qué va a comprar? —preguntó.
—¡Oh!, nada de importancia, pero no me gusta ir sola a Jan el-Jalili, a veces creo que una se puede perder por esas callejuelas. Quiero hacer un regalo a mi esposo y me han hablado de un joyero que tiene piedras preciosas a buen precio, me gustaría engarzar unos gemelos, no sé… quizá rubíes o aguamarinas. ¿A usted qué le parece?
Entraron en la ciudad vieja y la señora Schneider aflojó el paso, miraba a derecha e izquierda como esperando que alguien le dijera por dónde debía ir. Amelia no tardó en descubrir que seguían a un hombre no demasiado alto, vestido a la manera tradicional, que siempre iba varios pasos por delante de ellas. Cada vez las introducía por callejuelas más intrincadas.
—¿Está segura de que sabe adónde vamos? —preguntó a la señora Schneider, que cada vez parecía más nerviosa.
—No se preocupe, querida, me estoy orientando bien, creo que no nos hemos perdido.
El hombre que parecía servir de guía a la señora Schneider se paró ante un portal oscuro, luego continuó andando. La señora Schneider también se paró en el portal y le indicó a Amelia que la siguiera.
—Es aquí, sí, ésta es la dirección.
Subieron por unas escaleras angostas que finalizaban ante una puerta que la señora Schneider empujó y luego se apartó para que entrara primero Amelia.
Durante unos segundos no vio nada, luego sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y de pronto escuchó que la puerta se cerraba. Se dio la vuelta buscando a la señora Schneider, pero había desaparecido.
—Pase, Amelia —dijo una voz que ella reconoció al instante. Era el coronel Winkler.
—¡Ah, señor Fischer! No sabía que íbamos a encontrarnos con usted —respondió Amelia con voz inocente, mientras que con una rápida mirada comprobaba que estaban solos y no había nadie más en aquella estancia.
—¿No lo sabía?
—No, desde luego que no. ¿Dónde está el joyero? Este lugar es un tanto extraño, ¿no le parece? —Amelia pudo ver que Fischer estaba sentado en una silla, la única que había en la estancia y parecía esconder algo en el regazo.
—¡Basta! Usted sabe quién soy, ¿no es verdad?
—Claro, señor Fischer, ¿cómo no habría de saberlo?
El coronel Winkler se levantó y apenas pudo dar un paso. No le dio tiempo a saber cómo, pero sintió un impacto en el rostro. La penumbra le había impedido ver que Amelia sacaba la mano del bolsillo de la chaqueta, empuñando una pistola. Murió dándose cuenta de que Amelia le estaba disparando.
Ella no paró de disparar hasta vaciar el cargador. Le disparó al rostro, al vientre y al corazón. No podía dejar de dispararle temiendo que siguiera vivo. A continuación, cuando le vio en el suelo, inmóvil, en medio de un charco de sangre, se tranquilizó. No escuchó ningún ruido, como si nadie se hubiese alertado por los disparos. Dio media vuelta y corrió escaleras abajo hasta llegar al portal, y después frenó el paso para no llamar la atención. Llevaba un pañuelo cubriéndole el cabello, pero aun así no era difícil que alguien pudiera reconocerla cuando encontraran el cadáver del coronel Winkler.
De pronto un hombre se acercó a ella, y le reconoció, trabajaba para Bob Robinson.
—¿Qué ha pasado? He visto a la señora Schneider salir asustada de esa casa de donde usted acaba de salir ¿Quién les esperaba?
—Era una trampa. El coronel Winkler quería matarme, pero le he matado yo.
—¡Que ha… qué…! Usted no debía matarle, nadie le ha ordenado que lo hiciera. A Bob no le gustará y a Albert James aún menos —le reprochó el hombre mientras la sujetaba fuertemente del brazo.
—¡Suélteme! El coronel deseaba matarme personalmente y no iba a esperar a averiguar si le había reconocido a no. Él sabía que sí, de manera que necesitaba matarme cuanto antes. Si yo no le llego a matar, usted me habría encontrado muerta. Ahora el muerto es él. ¿Qué sabe de Max?
El hombre no respondió. Hizo una seña a otros dos agentes a los que Amelia no había visto.
—El coronel Winkler está muerto —les anunció.
Volvió a agarrar a Amelia del brazo y, tirando de ella, la sacó de Jan el-Jalili.
—He de ir a buscar a Max.
—No, usted no irá a ningún lado. No ha cumplido con su parte del plan. La llevaré a su casa y allí esperará a Bob y a Albert James, y le juro que no permitiré que se mueva ni un metro de donde yo estoy.
—¿Albert está en El Cairo?
—Ha llegado esta mañana.
Max regresó al cabo de dos horas. La tensión se reflejaba en su rostro.
—¿Qué ha pasado? —Amelia le abrazó nada más verle entrar en la casa ayudado por aquel taxista que trabajaba para Bob.
—No lo sé, Schneider me ha hecho todo tipo de preguntas: sobre ti, sobre lo que pensábamos hacer en Berlín, sobre Friedrich… Pero no estaba ninguno de los Fischer, ni el padre ni el hijo. El señor Schneider parecía querer entretenerme, no sé, ha sido todo muy extraño. Wulff estaba nervioso y sólo hacía que mirar el reloj. Le dijo al encargado que se iba y salió del café sin saludarnos. Y tú, ¿cómo ha ido con la señora Schneider?
—Todo ha ido bien, no te preocupes.
Bob Robinson se presentó una hora más tarde acompañado de Albert James, en ellos parecía haber una mezcla de enfado y euforia.
—¡Albert, no sabía que estabas aquí! —exclamó Amelia, contenta de verle.
—Bob me avisó y he podido llegar a tiempo para ayudarles en la operación. Pero tú…
—Nos ha metido en un lío. No ha debido matar al coronel Winkler —intervino Bob, cortando a Albert James.
—¡Cómo! —exclamó Max, asustado.
—No tuve opción, si no lo hubiese hecho me habría matado él.
—Eso no lo sabe —protestó Bob.
—Llevaba una pistola. ¿Cree que hizo que me llevaran a una casa abandonada de Jan el-Jalili para tomar el té? Era o él o yo.
—Y usted le disparó, pero yo le ordené que no lo hiciera. Mis hombres la seguían de cerca.
—Pero no hubieran podido evitar que me matara, ¿cómo podrían haberlo hecho? Él me habría disparado y habría salido tranquilamente de aquella casa, como lo hice yo. Sus hombres me habrían encontrado muerta.
—¿Era necesario vaciar todo el cargador? Le ha destrozado… —Bob parecía impresionado por el informe de sus hombres.
—Empecé a disparar y… quería asegurarme de que estaba muerto.
—Lo está, puede estar segura de que lo está, y ahora tengo un cadáver del que deshacerme.
—¡Basta, Bob! Ya no hay vuelta atrás, lo arreglaremos —intervino Albert James.
—¿Y el padre de Winkler?
—Está bien, muy bien. Hicimos una visita inesperada a casa de Schneider. Había varios hombres armados protegiéndole, pero pudimos sacarle sin disparar un tiro —respondió Albert.
—¿Cómo lo hicieron? —Quiso saber Amelia.
—No desconfiaron de un egipcio bien vestido que dijo ser el secretario de un importante político al que el grupo del señor Schneider soborna desde hace tiempo. Acudía a presentar sus respetos al señor Fischer y a decirle que estaba a su disposición para proveerle de cuanto necesitara. Fueron al despacho de Schneider para hablar más tranquilos. Un hombre que trabaja para nosotros lleva años formando parte del servicio de la casa de los Schneider, trabajando como jardinero, así que los guardaespaldas del falso señor Fischer no desconfiaron de él. Entró en el despacho, encañonó al señor Fischer, y con la ayuda del supuesto secretario, le durmieron con cloroformo y le sacamos por la puerta del sótano en un cubo de basura grande, de los que se utilizan para el jardín. El falso secretario del político salió de la casa tranquilamente. Todo ha ido sobre ruedas, salvo por el pequeño detalle de que has matado al coronel Winkler. Pero eso ya no podemos cambiarlo —concluyó Albert.
—Era su vida o la mía —insistió Amelia.
—¿Sabe? —añadió Bob—, me ha metido en un buen lío. Ahora, si me lo permiten, preparemos su coartada. Si no le importa le golpearé la cabeza, tendrá que acudir a un dispensario, dirá que fue con la señora Schneider de compras a Jan el-Jalili, a casa de un joyero, no recuerda bien dónde, poco antes de llegar alguien la golpeó y la dejó tirada en el suelo después de robarle. Está usted muy preocupada por la señora Schneider, no sabe qué ha sido de ella. Es la versión que mantendrá delante de todo el mundo, incluida la propia señora Schneider. Luego continuarán con los preparativos de su viaje y se irán en la fecha prevista. —Bob expuso el plan con un tono que no dejaba lugar a réplica.
—¿Y hasta entonces? —preguntó Amelia.
—Tendrán que seguir interpretando el papel de inocentes alemanes expatriados. Ellos no les dirán nada de la desaparición de los Winkler, y ustedes se interesarán por los Fischer, pero sin demostrar demasiada curiosidad —insistió Bob.
Cuando Albert y Bob se marcharon, Amelia tuvo que enfrentarse a la mirada de espanto de Max.
—¿Cómo has podido matar a Winkler?
—Ya lo he explicado, era él o yo —respondió Amelia, molesta.
—Saliste de casa con una pistola, algo que yo ignoraba, de manera que tu intención era matarle si le encontrabas.
—Sí, ésa es la verdad, no voy a engañarte. Quería matarle.
—A veces… a veces… no te reconozco.
—Lo siento, Max, siento que esto te perturbe. Pero créeme que si no hubiera matado a Winkler, ahora estaría muerta. Tuve suerte y pude disparar primero, por eso estoy aquí.
La señora Schneider no pudo despedirse de Amelia alegando haberse puesto enferma. El señor Schneider sí lo hizo de Max, lo mismo que algunos miembros de su grupo. Wulff parecía enfurecido, pero tampoco le dijo nada.
Schneider mantuvo la farsa de que sus invitados habían emprendido un improvisado viaje, pero que regresarían en breve.
Le desearon suerte en su regreso a Alemania, y Max notó a Schneider desconcertado, como si no pudiera creer que Fritz Winkler hubiera desaparecido y el cadáver de su hijo, el coronel, hubiera aparecido flotando en el Nilo, y mucho menos que Amelia y Max pudieran tener nada que ver con aquellos sucesos.
Miraba a Max y sólo veía a un inválido, a un héroe de guerra. Winkler tenía que estar equivocado, no era posible que el barón estuviera inválido a causa de Amelia. Ningún hombre perdonaría a nadie que le hubiera dejado tuerto y sin piernas. No, no podía ser, pero aun así ya no podía confiar en ellos.
Amelia suspiró aliviada cuando, desde la ventanilla del avión, vio a lo lejos la figura de la Esfinge.
—No quiero ir a Berlín —le dijo al oído Friedrich—, quiero quedarme aquí.
Ella le apretó la mano y miró a Max. Podía leer su inquietud a pesar de la alegría que sentía al regresar a casa. Dos asientos más adelante estaba Albert James, sin dar muestras de conocerlos, tal y como habían acordado.
Cuando aterrizaron en Berlín, nevaba copiosamente. Friedrich se quejó del frío que sentía, y volvió a decir que quería regresar a El Cairo. Amelia lo mandó callar.
—Bien, esto es todo —afirmaron casi a la vez el mayor Hurley y lady Victoria.
—¿Cómo que es todo? ¿Qué sucedió cuando regresaron a Berlín? —pregunté a mis interlocutores.
—Por mi parte no puedo decirle nada más. Es lo máximo que me han permitido mis superiores. La operación de Egipto no fue nuestra, aunque estábamos al tanto de todo lo sucedido. De manera que no consta en nuestros archivos quiénes intervinieron. Como ha podido ver, sin los cuadernos de Albert James, que obran en poder de lady Victoria, habría sido imposible saber que su bisabuela estuvo relacionada con aquella operación.
—Desde luego, pero ¿qué hicieron a continuación? ¿Siguió trabajando para la OSS, o para la Inteligencia británica? Algo haría, digo yo, ¿no?
—Lo siento, Guillermo, ya le he dicho que no puedo ayudarle. Todo lo que se refiere a operaciones posteriores a la guerra es material clasificado.
—Pero ¿por qué? —insistí, intentando vencer la resistencia del mayor William Hurley.
—Debe usted comprenderlo —intervino lady Victoria—. El mayor no puede decirle si su bisabuela continuó trabajando como agente. Si fue así, es un secreto, y si no lo fue, simplemente no lo sabe.
—Pero estamos hablando de lo sucedido después de la guerra —protesté de nuevo.
—Exactamente, de lo sucedido en la Guerra Fría.
—Ya no hay Guerra Fría.
—¿Ah, no? —El tono de lady Victoria estaba cargado de ironía—. No pretenderá que nuestros queridos amigos rusos se enteren de quiénes participaron en operaciones secretas detrás del Telón de Acero. Imagine que alguno de esos agentes aún viviera. No, Guillermo, hay información que nunca conoceremos, ni se pondrá a disposición de los historiadores, por lo menos hasta dentro de un siglo, o tal vez más. Y para entonces ya no estaremos aquí.
—¿Qué fue de Albert James? —insistí.
—Oh, tampoco puedo decirle mucho más, continuó viviendo en Europa… un poco en todas partes.
—¿Se casó?
—Sí, se casó.
—¿Puedo saber con quién?
—Con lady Mery Brian. Ésa es la razón por la que se quedó en Europa, aunque desgraciadamente lady Mery murió en un accidente de coche.
—¿Tuvieron hijos?
—No.
—De manera que ya no pueden darme más respuestas.
—Tendrá que indagar por su cuenta —afirmó el mayor Hurley.
—Si me diera usted alguna pista…
—Quizá encuentre alguna pista en Alemania, ¿no cree? —intervino lady Victoria—. Al fin y al cabo allí es donde se dirigió su bisabuela.
—¿Alguna sugerencia? —respondí con fastidio.
—Si yo fuera usted, intentaría saber qué fue de Friedrich. A lo mejor aún vive.
Esta vez la respuesta de lady Victoria estaba exenta de ironía.
—Eso ya lo he pensado —mentí, puesto que no me había dado tiempo a decidir qué pasos tendría que dar.
—Bueno, pues entonces ya tiene por dónde continuar. —Lady Victoria sonrió de manera abierta y encantadora.
Regresé andando al hotel porque necesitaba pensar. Era evidente que si el mayor Hurley no me quería dar más información era porque Amelia debió de continuar en alguna actividad relacionada con el espionaje. En cuanto a los cuadernos de Albert James, seguramente el mayor Hurley le habría sugerido a lady Victoria que no difundiera lo que podía ser información secreta. Y si algo son los británicos, no importa su ideología, es que son extremadamente patriotas.
Era buena idea ir a Berlín. Quizá tuviera suerte y encontrara a Friedrich von Schumann, o acaso a alguien que hubiera conocido en el pasado a su aristocrática familia.
Telefoneé a doña Laura para informarle de que me iba a Berlín, y volví a optar por enviar flores a mi madre con una tarjeta en la que le decía lo mucho que la quería, de manera que no me echara una bronca cuando la llamara desde Berlín.
También telefoneé al profesor Soler para saber si tenía algún conocido en la capital alemana. Al fin y al cabo parecía conocer a gente en todas partes.
—Así que se va usted a Berlín, vaya, vaya… está usted dando la vuelta al mundo, querido Guillermo —me dijo el profesor Soler con cierta ironía.
—Sí, eso parece, pero es que no tengo otra opción.
—Quizá pueda ayudarle. En un congreso entablé amistad con un profesor de la Universidad de Berlín, pero debe de ser muy mayor, porque cuando yo le conocí estaba a punto de jubilarse, y de eso hace ya unos seis o siete años. Buscaré su tarjeta y si la encuentro le llamo, ¿le parece bien?
El profesor Soler me telefoneó una hora más tarde. Había encontrado la tarjeta e incluso había hablado con su amigo.
—Se llama Manfred Benz y vive cerca de Potsdam. Me ha dicho que le recibirá encantado. Espero que tenga suerte.
—Yo también, y muchas gracias, profesor.