13

Friedrich parecía contento de dejar Berlín, incluso Max se mostró animado; sólo Amelia parecía indiferente.

Albert viajó con ellos hasta El Cairo y les ayudó a instalarse en un apartamento en la cornisa del Nilo. La vivienda, amplia y soleada, estaba situada en un edificio de tres alturas. Los vecinos habían sido investigados por la OSS, y parecían inofensivos: en el segundo piso vivía un matrimonio entrado en años en compañía de una hija viuda y de tres nietos; el tercer piso lo ocupaba un profesor que tenía esposa y cinco hijos. El primero era el que ocupaban ellos.

—Estaréis bien aquí, descansad un par de días y luego nos pondremos manos a la obra. Nuestra oficina asegura que hay una discreta colonia de alemanes; unos llegaron aquí nada más acabar la guerra, otros han llegado recientemente, muchos ni siquiera entran en contacto con sus compatriotas. Éste es un refugio seguro para muchos exoficiales de las SS que lograron huir, además de ciertos hombres de negocios que en su día colaboraron con entusiasmo con Hitler.

»El plan es sencillo: tendréis que dejaros ver, que sepan que estáis aquí. No será difícil, no desconfiarán de Max y le abrirán las puertas. Es sólo cuestión de esperar; si Winkler está aquí, aparecerá.

—¿Y si no está? —preguntó Amelia.

—Eso ya me lo preguntaste en Berlín. Esperaremos un tiempo; si no aparece o no encontramos una pista que pueda conducirnos hasta él, regresaréis a Alemania. Por cierto, nuestra oficina nos ha recomendado una escuela para Friedrich. Es una escuela particular donde acuden niños alemanes, le gustará.

—Prefiero que Friedrich se quede aquí, es muy pequeño —respondió Amelia.

—Le vendrá bien estar con otros niños.

—No, Friedrich no te servirá de gancho —le aseguró Amelia mirándole fijamente a los ojos.

—No lo he pretendido.

—En cualquier caso seremos nosotros los que decidamos qué es lo que le conviene a Friedrich —le cortó.

De repente oyeron unos golpes secos en la puerta, y Albert, sonriendo, fue a abrir. Regresó a la sala de estar seguido por una joven que llevaba una maleta pequeña en la mano.

—Os presento a Fátima, ella os cuidará. Sabe cocinar, limpiar, planchar, y un poco de alemán, de manera que os ayudará hasta que podáis manejaros con el idioma. No creo que a Friedrich le cueste mucho aprenderlo, y vosotros dos sois políglotas, de manera que tampoco significará un gran esfuerzo.

Fátima debía de tener unos treinta años. Se había quedado viuda, no tenía hijos, y la familia de su marido prefería desprenderse de ella.

Había servido en casa de un matrimonio alemán y allí había aprendido a chapurrear el idioma, pero un buen día la pareja había desaparecido sin siquiera despedirse de ella.

Amelia la acomodó en un cuarto junto a la cocina y Fátima pareció sentirse satisfecha.

Amelia también se dejó contagiar por el buen humor de Max y Friedrich. Por primera vez en mucho tiempo tenían comida. En realidad tenían dinero para comprarla, y eso les producía un gran alivio. Friedrich comía tanto que Amelia se preocupaba por él temiendo que pudiera sentarle mal. Tal era la falta de costumbre.

Durante unos días, Amelia se dejó llevar por Fátima, quien camino del mercado le enseñaba la ciudad.

Disfrutó de las compras en Jan el-Jalili, con sus calles estrechas y misteriosas, donde los comerciantes ofrecían todo tipo de mercancías: lo mismo un cordero que piedras preciosas, un cacharro para cocinar o una pieza robada en una tumba.

Una mañana, acompañada de Fátima, llevaron a Max a pasear por la ciudad.

Los vecinos resultaron ser amables y serviciales, y por muy poco dinero el profesor del tercero se ofreció a enseñarles el árabe. Incluso sugirió la posibilidad de que llevaran a Friedrich a la escuela donde enseñaba.

—Si está con niños egipcios aprenderá antes el idioma. Al principio le costará, pero yo estaré allí para protegerle.

Albert les informó de que había un café, el Saladino, donde solían reunirse algunos alemanes.

—Debéis ir allí mañana por la tarde. Los tres sois una familia que ha huido de Berlín, temerosos de las represalias y, sobre todo, porque queréis olvidar el horror de la guerra. Regresaréis, claro, cuando las cosas vayan mejor. Es lo que tenéis que decir.

El Café de Saladino estaba regentado por un alemán que les recibió encantado y les buscó un buen lugar donde colocar la silla de ruedas de Max para que éste se sintiera cómodo; después les sometió a un interrogatorio aparentemente inofensivo.

—Vaya, de manera que vienen a ampliar nuestra pequeña colonia.

Max estuvo en su papel; en realidad fue él mismo, un oficial prusiano, un aristócrata, que se refugiaba en El Cairo tras la guerra. Fue cortés pero manteniendo las distancias con el dueño del café, al fin y al cabo un desconocido.

Saludaron a otros alemanes que se sentaron en mesas cercanas, pero sin entablar conversación con ninguno de ellos.

Convirtieron en costumbre el ir todos los días al Café de Saladino. Max era el que hablaba, mientras que Amelia se mantenía en un discreto segundo plano; tanto, que llamaba la atención frente a las expansivas mujeres alemanas que acudían al lugar.

Una tarde en la que se hallaban en el café, donde su presencia ya era habitual, un hombre entrado en años que fumaba un puro en la mesa de al lado se dirigió al barón.

—Si a la señora le molesta el humo del puro, gustosamente lo fumaré más tarde.

—¿Te molesta, querida? —preguntó Max a Amelia.

—No, en absoluto; por favor, no se preocupe por mí.

—Se lo agradezco, mi esposa no me permite fumar estos puros en casa, de manera que suelo venir aquí.

—Es un lugar agradable —respondió Max.

—¿Llevan mucho tiempo en El Cairo?

—No mucho —volvió a contestar él.

—Mi esposa y yo llegamos poco antes de que acabara la guerra. Yo ya estaba jubilado, de manera que pensé que éste sería un buen lugar para seguir los acontecimientos. ¿Saben que la próxima semana comienza en Nuremberg un proceso contra todos los que colaboraron con el Gobierno de Hitler? Será una tarea difícil, no pueden juzgar a todos los alemanes, porque ¿quién no estaba con el Führer?

—Desde luego será una tarea difícil —dijo Max, mientras Amelia seguía callada a su lado, vigilando a Friedrich, que se había puesto a jugar con otros niños en la puerta del café.

—Perdone mi indiscreción, pero ¿está así por la guerra? —preguntó con curiosidad el hombre.

—Soy el barón Von Schumann, fui oficial de la Wehrmacht —se presentó tendiéndole la mano.

—Es un honor, barón, a su disposición. Soy Ernst Schneider, propietario de una casa de cambio, aquí en El Cairo. Estaré muy honrado si puedo invitarle con su esposa y su hijo a mi casa.

—Bueno… —Max pareció dudar—, quizá más adelante.

—Entiendo, le parece muy precipitado aceptar la invitación de un desconocido. Y tiene razón, pero cuando uno está lejos de la patria, a veces se olvida de las formalidades.

—No he querido ofenderle —se excusó Max.

—¡Y no lo ha hecho! Soy yo el que ha actuado incorrectamente. Le diré a mi esposa que me acompañe una tarde de éstas y así podrá conocer a su encantadora esposa, ¿le parece bien? Hemos perdido a nuestros dos hijos en la guerra, y a nuestros nietos. Estamos solos, por eso venimos aquí, en el Café de Saladino sentimos que aún late el corazón de Alemania.

La tarde siguiente el señor Schneider acudió al café acompañado de su esposa, que resultó ser una agradable matrona que hablaba sin parar. Amelia se dio cuenta de que la señora Schneider podía constituir una inagotable fuente de información. Parecía conocer a todos los alemanes que vivían en El Cairo, y aunque no se tratara con todos ellos, tenía un conocimiento exhaustivo de sus vidas y actividades.

—Fíjese, querida, ese hombre que acaba de entrar con esa mujer tan llamativa fue un importante funcionario en Baviera. Huyó antes de que finalizara la guerra. Hombre listo. Y ella, bueno, es evidente que no es su esposa, cantaba en un cabaret de Múnich. Él no tuvo inconveniente en abandonar a su esposa y a sus tres hijos para huir con esta mujer. Como comprenderá, no son bien recibidos en algunas casas; en otras… bueno, ya sabe usted lo que significa estar expatriado, aquí se pierde el sentido de la categoría y lo mismo tratas a un tendero que a un hombre de negocios.

Amelia la escuchaba mientras memorizaba los nombres y oficios de todos los que le señalaba.

Dos semanas después de compartir algunas tardes en el Café de Saladino, Amelia y Max aceptaron la invitación de los Schneider para cenar el sábado siguiente en su casa.

—Será una velada con amigos, les parecerá que están en Berlín, ya verá.

Precisamente ese mismo día, Albert les anunció que no podía alargar más su estancia en El Cairo y que debía regresar a Berlín.

—Volveré más adelante, pero si necesitas ponerte en contacto con nuestra gente, llama a este número y pregunta por Bob Robinson, es un buen hombre y es quien se encarga de este asunto. Por ahora las cosas van sobre ruedas, os estáis dando a conocer, sin llamar demasiado la atención, y eso está bien. En el informe que Bob me ha pasado sobre los Schneider se cuenta que eran unos nazis fanáticos. Él era contable de una empresa que servía de tapadera a los tejemanejes de las SS. Sus dos hijos fueron movilizados y murieron en el frente. Uno de ellos, el mayor, era oficial de las SS. En cuanto al propietario del Café de Saladino, Martin Wulff, debéis estar atentos, llegó aquí hace poco más de un año, compró el café y lo arregló. Tiene buenos contactos entre las autoridades egipcias. Al parecer le hirieron gravemente en la guerra, con eso justifica que le enviaran a casa y que él decidiera venir aquí. Era sargento de las SS. Si le hubieran herido de gravedad, tendría alguna secuela, pero parece sano. Sorprende que un sargento de las SS llegara aquí con dinero suficiente para montar un negocio… Id con cuidado y no os fieis de él. Nuestra oficina de la OSS cree que Wulff pertenece a una organización que ayuda a los miembros de las SS que logran huir de Alemania a que consigan una nueva identidad. Se trata de una organización secreta que algunos miembros de las SS decidieron poner en marcha en vista de la deriva de la guerra. Sabían que si ganaban los aliados, todos ellos serían juzgados por criminales, de manera que decidieron buscar una vía de escape para tener garantizado el futuro. Puede que él nos lleve hasta Winkler.

Las instrucciones de Albert fueron precisas: debían hacer vida social con la colonia alemana, hasta que Winkler se confiara y apareciera para intentar matar a Amelia.

Los Schneider habían invitado a cuatro parejas más; eran diez a la mesa, entre ellos Martin Wulff, el propietario del Café de Saladino, que iba acompañado de una mujer egipcia de mediana edad.

La casa de los Schneider era casi una mansión. Estaba situada en una zona tranquila de la ciudad, Heliopolis, un lugar cercano a El Cairo, donde vivían los principales mandatarios egipcios. Contaban con varias personas de servicio.

A Amelia le sorprendió que, siendo sólo dos personas, vivieran en una casa tan grande.

—¿No se siente muy sola en una casa tan espaciosa? —preguntó Amelia a la señora Schneider.

—Cuando la compramos pensábamos que aquí pasarían temporadas nuestros hijos, pero la guerra ha destrozado todos nuestros sueños.

La señora Schneider insistió a Amelia para que la llamara por su nombre, Agnete, y para distinguirlos de los demás invitados, colocó a Max a su derecha y a Amelia entre el señor Schneider y Martin Wulff.

—De manera que han decidido juntarse con los demás —dijo Wulff.

—¿Cómo dice? —preguntó ella, sorprendida.

—Supongo que el hecho de ser aristócratas les hace vernos como si fuéramos poca cosa, pero la gente como nosotros somos quienes hemos luchado por hacer grande a Alemania. Nuestro Führer ha muerto, pero todos nosotros llevamos su legado, y algún día lo haremos realidad. No, aún no hemos perdido, señora Von Schumann, ¿o debo llamarla baronesa?

—La guerra ha terminado, señor Wulff, y comienza una era distinta, cuanto antes lo aceptemos todos, mejor —respondió secamente Amelia, intentando vencer la repugnancia que le producía aquel sargento de las SS.

—En algo tiene razón, vivimos tiempos distintos, de lo contrario un aristócrata como su esposo jamás se habría sentado en la misma mesa que nosotros. Pero aquí nos tiene, todos iguales, viviendo como expatriados mientras los aliados destrozan nuestra patria. Se atreven a juzgarnos, ¿y quiénes son ellos para juzgar a nadie? ¿Acaso no han matado lo mismo que nosotros? El proceso de Nuremberg es una nueva humillación al pueblo alemán.

Amelia contuvo su deseo de responderle. Si estaba allí era para hacer salir a Winkler de su escondrijo, y para ello necesitaba que él supiera que estaba allí. Desvió la conversación preguntando a Wulff por sus «hazañas» durante la guerra y después interesándose por la buena marcha del Café de Saladino.

—No creo que haya un solo alemán en El Cairo que no acuda a su café.

No respondió a la afirmación de Amelia, pero sí presumió de codearse con compatriotas que meses antes de la guerra ni le habrían mirado.

—Es una pena que los mejores científicos alemanes vean frustradas sus investigaciones, y que algunos hayan sido obligados a marcharse a Rusia o a Estados Unidos para salvar la vida —dejó caer Amelia para evaluar el efecto que esa afirmación pudiera hacer en Wulff. Y efecto tuvo, porque no respondió, sólo la miró, y a continuación se puso a hablar con la mujer que tenía al otro lado.

Cuando llegaron a casa, Max parecía agotado.

—¡Cuánta vulgaridad! —exclamó.

—Lo siento, es parte del trabajo.

—Lo sé, lo sé, y pienso que el dinero que nos dan nos lo hemos ganado. He tenido que soportar durante toda la noche las previsiones que ha hecho el señor Schneider sobre el futuro. Asegura que el nazismo no ha muerto, que son como esos juncos que crecen en las orillas del Nilo, que se pliegan ante la fuerza del viento y del agua pero permanecen firmes sin romperse jamás.

—No se han disuelto, Max, siguen ahí.

—No te entiendo…

—Han perdido la guerra, pero están dispuestos a seguir luchando por un futuro IV Reich. Ahora esconden la cabeza, pero para volverla a sacar cuando estimen oportuno. Volverán, Max, volverán. Lo que tenemos que averiguar es si están organizados, si son algo más de lo que parecen. Desde luego ése es el caso de Wulff, Albert me lo dijo.

—No soy un espía —respondió Max, incómodo—, y nuestro único compromiso consiste en hacer salir a Winkler de su escondite, si es que está aquí.

—Lo sé, pero no podemos desperdiciar la información que vamos obteniendo, puede ser valiosa. Quiero que me cuentes con detalle todo lo que has escuchado esta noche, luego escribiré un informe para Bob Robinson.

—¿Eso es lo que hacías cuando me espiabas a mí?

Amelia bajó la cabeza, avergonzada. En algunas ocasiones Max la hacía sentirse una malvada. No es que él le hubiera reprochado nunca lo sucedido en Atenas, pero algunos comentarios, como el que acababa de hacer, le recordaban que él jamás olvidaría cuánto le había engañado.

—Me fumaré una pipa mientras te cuento todas las estupideces que he escuchado para tu informe, ¿te parece bien?

Una tarde, su vecino del tercero, el señor Ram, les propuso ir al Valle de los Reyes.

—Voy a llevar a mi familia, quiero que mis hijos conozcan el pasado de nuestro país. Yo hablo y hablo de ese pasado todos los días en la escuela, pero los niños lo comprenderán mejor si lo pueden tocar. He pensado que quizá les gustaría acompañarnos. Nos alojaremos en Luxor, en casa de unos familiares, que les acogerán encantados.

Amelia se entusiasmó con la invitación, pero Max se mostró contrario.

—¿Crees que estoy en condiciones de hacer visitas arqueológicas? ¿Qué he de hacer? ¿Aguardar junto a Fátima a que tú y Friedrich vayáis de un lado a otro? No, no iré, pero me parece bien que tú y el niño acompañéis a la familia del señor Ram. Yo me quedaré aquí, con Fátima. Me cuidará bien.

Friedrich insistió que no iría a ningún sitio sin su padre. El niño no había superado el horror que había vivido cuando quedó solo con su madre muerta bajo los escombros. Cuando le rescataron, lo llevaron a una institución con otros huérfanos, hasta que dieron con su padre. Sus tías también habían muerto. No tenía a nadie excepto a su padre, y por nada del mundo consentiría que le separaran de él.

Finalmente Max cedió por Friedrich.

Por entonces parecía no tener demasiados problemas con el árabe, y comenzaba a entenderse con los otros niños y acudía contento a la escuela del señor Ram.

Max, por su parte, no hacía demasiados esfuerzos por aprender, a pesar de la paciencia del señor Ram, que todas las tardes acudía puntual a darles clases a Max y a Amelia. Pero mientras ella se aplicaba con interés en la tarea de aprender el idioma, Max parecía distraído e indiferente.

La excursión a Luxor les resultó emocionante a Amelia y a Friedrich, y Ram y su familia hicieron todo lo posible por agradar a Max.

La casa del hermano del señor Ram estaba situada a una distancia prudencial del Nilo, era una precaución ante las crecidas anuales del río. La familia del señor Ram vivía de la agricultura, y también de ayudar a las expediciones arqueológicas que hasta antes de la guerra eran habituales en aquella parte de Egipto. Franceses, alemanes e ingleses competían por revolver la arena del desierto para arrancarle sus secretos y sus tesoros escondidos.

El hermano del señor Ram acomodó a los visitantes en un cuarto fresco desde cuya ventana se veía el Nilo. A Fátima le asignaron un recodo del pasillo.

Era imposible que la silla de ruedas de Max no se quedara atascada en la arena, pero el señor Ram no estaba dispuesto a rendirse e improvisó unas parihuelas encima de un burro. El barón al principio se negaba, temía hacer el ridículo, pero fue tal la insistencia de Friedrich que decidió probar. Y así pudo adentrarse en el camino que conducía a las tumbas de los Reyes. Los sobrinos del señor Ram le ayudaban a bajar a algunas de las tumbas llevándole ellos mismos en las parihuelas.

Regresaron al cabo de cuatro días satisfechos de la excursión.

—Friedrich es feliz aquí —admitió Max.

—Come, juega, estudia, está con otros niños y te tiene a ti. Además, este sol le anima; ahora mismo debe de estar nevando en Berlín.

Amelia se impacientaba por la ausencia de noticias sobre Winkler. Por más que seguían asistiendo a veladas en las casas de los alemanes expatriados que habían ido conociendo, en ningún momento les habían hablado de ningún científico que se refugiara en El Cairo. Y, o bien Winkler no estaba allí, o bien simplemente apreciaba demasiado su vida y la de su padre como para exponerse intentando matar a Amelia.

—Tengo la sensación de estar malgastando vuestro dinero —confesó Amelia a Bob Robinson.

—No se crea, Amelia, sus informes nos están ayudando mucho.

—¡Pero si no hay nada relevante en ellos! —protestó Amelia.

Un mes después Albert regresó durante unos días a El Cairo. Comentaba las noticias de Europa con Max, y éste le escuchaba atento.

—Tito ha creado una Federación de Repúblicas en Yugoslavia con Serbia, Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia. Y la monarquía italiana puede tener los días contados, hay una corriente imparable a favor de la República.

No fue hasta mediados de abril cuando la señora Schneider le confesó a Amelia un secreto.

—Yo confío en usted, querida, y desde luego en el barón, que tanto ha sufrido por la guerra. Pero mi marido me tiene prohibido que les cuente algunas cosas.

—Yo también confío en usted, Agnete. A mí también me pide Max que sea prudente, dice que las mujeres hablamos demasiado. Pero realmente nosotras sabemos bien en quién podemos confiar y en quién no. Yo supe que usted sería mi amiga en cuanto la conocí. En realidad es mi mejor amiga aquí.

—¡No sabe cómo me satisface escucharla! Es usted una gran señora. A mi Ernst le costó mucho terminar sus estudios, trabajaba para poder pagar la universidad. Ya éramos novios entonces, y le confieso que sentía envidia de aquellos jóvenes despreocupados que iban a clase con Ernst.

Aquella tarde Amelia hizo alarde de sus mejores dotes como agente logrando que la señora Schneider se «confesara» con ella.

Primero le dijo que tanto a ella como a Max les gustaría poder seguir contribuyendo a la grandeza de Alemania.

—Max ha pagado un alto precio por defender a la patria, y ahora añora poder hacerlo. Pero aquí poco podemos hacer, claro que es mejor estar aquí que en Berlín, expuestos a la persecución a la que están siendo sometidos los buenos alemanes. No imagina las veces que han interrogado a Max por haber sido un oficial de la Wehrmacht. Ni siquiera respetan su estado físico… —se quejó Amelia.

La señora Schneider la escuchaba interesada, y Amelia podía leer en sus ojos la lucha que mantenía consigo misma hasta decidirse a contarle su secreto.

—¡Oh, cuánto lo siento! Le aseguro que haré todo lo posible para… para que… para que nuestro pequeño grupo cuente con el barón.

—¿De verdad? ¿Y qué podría hacer Max o yo misma?

—Bueno, primero déjeme que convenza a Ernst y que él se encargue de lo demás.

Amelia no insistió. Había conseguido que la señora Schneider hablara de su pequeño «grupo». Por aquella tarde era suficiente.

—Agnete, quizá les gustaría venir a cenar a usted y a Ernst. Me encantaría que los cuatro pudiéramos hablar tranquilos, en confianza. ¿Qué le parece?

—¿En su casa? —La señora Schneider parecía entusiasmada.

—Quizá el próximo viernes, si no tienen otro compromiso.

—De etiqueta, claro está, tratándose de una cena con el barón… —afirmó más que preguntó la señora Schneider.

Amelia a duras penas contuvo la risa, y asintió.

Max se enfadó cuando Amelia le anunció que había invitado a cenar al matrimonio Schneider.

—¿Aquí, en nuestra casa? No me parece una buena idea. Y no comprendo por qué ha de ser de etiqueta. Me parece ridículo vestirnos de etiqueta para cenar con esa gente.

Amelia se sentó a su lado y le cogió la mano, luego le miró a los ojos y pudo ver toda la rabia contenida.

—En Berlín no teníamos nada que comer. Friedrich lloraba por las noches porque le dolía la tripa a causa del hambre. Ya no nos quedaban objetos por vender. Ahora no nos falta de nada; tenemos una buena casa, comida abundante, incluso una criada. Friedrich es feliz, ¿no has visto su sonrisa cuando ha llegado de bañarse en el Nilo con los hijos del señor Ram? Pero todo esto lo tenemos que pagar, y el precio es tratar con gente a la que tú nunca habrías mirado, además de hacernos notar para que Winkler sepa que estoy aquí. Creo que la señora Schneider está a punto de revelarnos que hay una organización secreta de nazis que viven en Egipto. No sé si sólo son unos nostálgicos que se reúnen para charlar de tiempos pasados y soñar con el futuro, o si realmente hacen algo más. La única manera de averiguarlo es formar parte de ello, y para eso te necesito. Es a ti a quien quieren, quien les interesa. Les deslumbra que el barón Von Schumann esté con ellos.

—Esto no fue lo que acordé con Albert James.

—Sí, Max, esto también entraba en el trato. En el espionaje no hay barreras infranqueables, hay que traspasarlas todas; no puedes esperar a que la información llegue a ti, debes ir tú a buscarla. Puede que a través de ese grupo encontremos a los Winkler.

—O puede que no, y entonces nos habremos implicado en un grupo de fanáticos.

—Ya estuviste implicado en un grupo de fanáticos que dirigían el país y te enviaron a la guerra —respondió Amelia fríamente.

—De manera que yo también he de pagar mi parte porque nos dan de comer, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—Sí —respondió ella, sosteniéndole la mirada.

Amelia organizó una cena como si fueran a recibir a la reina de Inglaterra. Pidió a Bob Robinson que le proporcionara una vajilla de porcelana y copas de cristal veneciano o de Bohemia, además de cubiertos de plata y un mantel de hilo fino.

A Fátima le hizo ponerse una cofia, compró un esmoquin para Max, y entre ella y Fátima confeccionaron otro para Friedrich. Ella también se compró un traje de noche de seda negro, y le pidió a Bob Robinson que también se hiciera con alguna joya con la que deslumbrar a los Schneider.

Bob apareció a primera hora de la tarde con el pedido de Amelia.

—El mantel es de la embajada, y las joyas, de la esposa de un diplomático amigo mío; en cuanto a la vajilla, también me la han prestado. ¡Que no se rompa ni una sola copa o me quedaré sin empleo! Espero que esta gente les cuente algo sustancioso.

—Confío en que así será —asintió Amelia.

—Mañana vendré a por todo. ¡Ah! Gracias, barón, por haberse implicado; Amelia tiene razón, es usted quien les interesa.

El día de la cena, la señora Schneider llevaba un vestido color malva y una estola de piel. Amelia se compadeció de ella al verla envuelta en pieles con una temperatura de veinticinco grados como tenían en El Cairo por aquellos días. El señor Schneider se estiraba de la chaqueta del esmoquin, que parecía estarle pequeño o acaso era prestado.

El comedor estaba iluminado con velas y hasta allí llegaba el sonido de un disco con música de Wagner.

Agnete parecía feliz por haber sido recibida en casa del barón, una casa más modesta que en la que ella vivía, pero donde todo respondía a un gusto que la hacía sentirse inferior.

No fue hasta los postres cuando el señor Schneider se animó a proponerle a Max entrar en su grupo.

—Muchos de los expatriados creemos que aún podemos ser útiles a Alemania, que nuestro compromiso con el Führer no se ha acabado, y debemos luchar por hacer realidad el IV Reich. Necesitamos un nuevo Führer, un hombre excepcional como lo fue Adolf Hitler, y lo encontraremos, elegiremos al mejor de nosotros. Si pudiéramos contar con usted… sería un honor, barón.

—Ernst me honra con su invitación, pero ¿qué es exactamente lo que hace su grupo? ¿En qué podría ser útil un hombre como yo?

—Como usted sabe, soy propietario de una casa de cambio, y el que lo sea no es fruto de la casualidad ni de la improvisación. Las SS se anticiparon al futuro en previsión de que los aliados pudieran ganar la guerra y fuéramos derrotados. Un grupo de oficiales ideó una ruta de escape por si eso llegaba a suceder. Usted sabe que en los depósitos de las SS había obras de arte confiscadas a los judíos y a los enemigos del Reich, además de oro y piedras preciosas, y otros objetos de valor. Cada grupo de oficiales optó por una ruta: unos han huido a Sudamérica, otros a Siria, a Irak, a España, a Portugal, incluso a Suiza. El tesoro se dividió en varias partes y se sacó de Alemania con toda discreción; cada grupo se hizo cargo de una de esas partes. Mi grupo decidió venir a El Cairo, por eso yo me instalé aquí meses antes de que terminara la guerra, para organizarlo todo.

—¡Impresionante! —aseguró Max con sinceridad.

—Muchos de los hombres que han ido conociendo en el Café de Saladino son antiguos oficiales o personas cuyo trabajo, como es mi caso, dependía de las SS. Todos son patriotas sin tacha, hombres y mujeres dispuestos a morir por la patria. Cuidaremos de nuestro tesoro y lo utilizaremos para el mejor fin: recuperar Alemania.

—¿Y cómo lo harán? —preguntó Max.

—Ahora poco podemos hacer, habrá que esperar a que los aliados se cansen de juzgar alemanes, que aflojen su interés por nosotros. Luego ayudaremos a los camaradas que están agazapados esperando el gran momento. Mientras, ayudamos a todos los nuestros que han tenido que huir. Les damos una nueva identidad, y algunas personas que son muy valiosas las protegemos, cuidamos de borrar sus huellas para que nadie sepa dónde están.

—¡Impresionante! —repitió Max—. ¿Y en qué puedo ayudar?

—Por ahora será suficiente con su consejo. Usted es un hombre de mundo, bien relacionado, y en Alemania no hay ninguna causa abierta contra usted, eso nos puede ayudar.

—¿Son muchos los patriotas que lograron escapar? —se interesó Max.

—Son muchos los que salieron de Alemania días antes del desastre. Cada uno tomó su ruta, tal y como estaba previsto.

—¿Y cómo se comunican entre ustedes?

—¿Sabe?, los banqueros no miran el color del dinero. Antes no les importaba tener en sus arcas el dinero de los judíos, y ahora no nos preguntan de dónde proviene el nuestro. En Suiza están algunos miembros de la organización que sirven de enlace entre los distintos grupos. Y así continuará hasta que podamos regresar.

—¿Cuándo cree que sucederá eso? Ansío regresar a la patria —aseguró Max, y lo hizo con tal convicción que Amelia pensó que estaba siendo sincero.

—No debemos precipitarnos, pero ¿quién sabe?, quizá dentro de dos o tres años. Somos muchos los que hemos tenido que dejar Alemania, pero son muchos más los que resisten allí. ¿Podemos contar con usted, barón?

—Desde luego, ya le he dicho que para mí es un honor. Y ahora les propongo un brindis por el futuro de Alemania.

—Y por el Führer —apostilló la señora Schneider.

Cuando Bob Robinson acudió a casa de Max y Amelia a recoger la vajilla, no imaginaba lo provechosa que había resultado la cena.

—¡Es lo que sospechábamos, pero ahora tenemos la prueba! Deben seguir tirando del sedal hasta que podamos pescar un salmón bien gordo.

—¿El salmón no era el profesor Fritz Winkler? —preguntó Max.

—Desde luego, pero acaso podamos pescar más. Voy a mandar un mensaje a Albert James, creo que este asunto merece que haga una visita a El Cairo. Ustedes deben colaborar en todo lo que les pidan, tienen que seguir ganándose su confianza, y obtener los nombres auténticos de quienes forman parte del grupo, los bancos con los que operan, los contactos en las altas esferas egipcias… en fin, necesitamos saberlo todo.

—Pero usted no debe venir por aquí —apuntó Max—. Nos han dado la bienvenida al grupo, pero supongo que nos vigilarán hasta estar convencidos de nuestra lealtad. De manera que sería difícil justificar las visitas de un norteamericano.

—Tiene razón, pero a veces hacer las cosas de la manera más sencilla es mejor que complicarlas. Mi tapadera en Egipto es la de representante de una empresa que vende productos norteamericanos manufacturados. Eso me permite tener contacto en las altas esferas y haber conocido a un buen número de hombres de negocios. Podrían decir que me conocieron durante una cena.

—¿Y que nos hicimos amigos repentinamente? —respondió Max.

—No, no es buena idea Bob. Quizá… no sé… podría funcionar —dijo Amelia.

—¿El qué? —preguntaron al unísono los dos hombres.

—Puede justificar su presencia en este edificio porque asiste a las clases del señor Ram. Es profesor, y hace horas extras enseñando el idioma a extranjeros como nosotros. Podría acordar con él visitarle un par de días a la semana.

—Hablo el idioma con cierta fluidez —aseguró Bob.

—Pero lo quiere perfeccionar, dirá que no lo escribe bien, y necesita saber hacerlo para sus negocios. Quizá con un día a la semana sea suficiente.

A lo largo de 1946 Amelia y Max se fueron introduciendo en el grupo de Ernst Schneider. Al principio no compartían con ellos mucha información, aunque les invitaban a actos patrióticos que tenían lugar en el sótano de la enorme casa de los Schneider. Agnete comprometió a Amelia para que le ayudara a bordar una bandera con la cruz gamada.

Albert James los visitó en tres ocasiones y les aseguró que la información que estaban consiguiendo era de gran utilidad para la OSS.

—Ahora conocemos el modus operandi de los grupos que han huido de Alemania. En Suiza es difícil obtener información bancaria, pero hemos sido capaces de seguir algunas operaciones hechas desde aquí. Su organización es más compleja de lo que os cuentan.

En una de aquellas visitas, Max le preguntó a Albert hasta cuándo debían permanecer en El Cairo.

—Fritz Winkler aún no se ha dejado ver, pero si está aquí, lo hará. Es cuestión de tiempo. En todo caso, la información que nos estáis proporcionando desde que os habéis infiltrado en la organización es muy valiosa.

—Me gustaría regresar a Alemania. Friedrich ya se siente más a gusto hablando árabe que alemán. Está creciendo con las pautas de los chiquillos de aquí, sin ninguna referencia a nuestros valores, a nuestra cultura, salvo lo que Amelia y yo le podemos enseñar. Creo que prefiere estar aquí que en Alemania.

—Estáis aquí voluntariamente; si lo queréis dejar, me encargaré de que podáis regresar —respondió Albert sin ocultar lo mucho que le contrariaba la petición de Max.

—No, no nos iremos, todavía no —les interrumpió Amelia—. ¿Qué quieres hacer en Berlín? ¿Pretendes que nos muramos de hambre? Allí nadie nos necesita, aquí sí. Por eso nos pagan bien. Estoy ahorrando, lo hago para cuando no tengamos otra opción que regresar, y entonces podamos comprar comida. Pero aún no tenemos suficiente, y no quiero regresar para mendigar. Te pido, Max, que aguantes un poco más.

—Me doy asco a mí mismo teniendo que frecuentar a esa gente, escuchando sus soflamas estúpidas, asegurando que impondrán el IV Reich, incluso sugiriendo que yo sería un buen Führer puesto que tanto he sufrido por la patria. Me ven en lo alto de un podio, un lisiado, llamando a la rebelión. ¡Son unos locos! Pero odio el engaño, no soy como vosotros. Aunque desprecio a esta gente, me repugna engañar.

—Pensadlo bien. Pasado mañana regreso a Berlín. Si estáis decididos a volver, lo organizaré todo —fue la respuesta de Albert.

Amelia le acompañó a la puerta.

—Está deprimido, no imaginas cómo son las reuniones con todas esas banderas con la esvástica.

—Para mí será un contratiempo si decidís regresar, pero sería peor que os quedarais y que Max se pusiera nervioso y no lo pudiera soportar. Lo he aprendido más tarde que tú, Amelia, pero hace falta tener los nervios templados para este negocio.

—… que a ti te ha cambiado, Albert —sentenció Amelia.

—Cuando me conociste, lo que más amaba era mi profesión, después te amé a ti, luego llegó la guerra y ya no tuve opción.

—Tú tienes opción, Albert, tú puedes dejar esto y regresar a tu profesión.

—No, ya no puedo, una vez que te has dedicado a esto ya no hay marcha atrás.

Albert regresó al día siguiente y Max le dijo que habían tomado una decisión.

—Un año más, Albert, un año más. Si en ese tiempo Winkler no aparece, es que no está aquí. Dentro de un año regresaremos a Berlín.

—De acuerdo, un año.