9

Dos días antes de Nochebuena, el padre Müller se presentó de improviso en casa de Vittorio para ver a Amelia.

—Marchetti me ha mandado recado de que está dispuesto a verte —dijo en voz baja.

—¿Cuándo? —preguntó nerviosa.

—En Nochebuena, durante la Misa del Gallo, en San Clemente. Se confundirá con los fieles. Corre un gran peligro porque han puesto precio a su cabeza.

Amelia no durmió aquella noche pensando en lo que le diría a Matteo Marchetti, aquel hombre que cuando le conoció le pareció un profesor de canto inofensivo, pero que había resultado ser uno de los jefes de la Resistencia.

El 24 de diciembre amaneció frío y nublado, al igual que su estado de ánimo. Pensaba en su familia, los imaginaba preparando la cena de Nochebuena. Quizá el marido de Melita les habría llevado una buena cesta con comida con la que aliviar la precaria situación de la familia.

Decidió escribirles una carta; aún no había terminado cuando Vittorio entró sin llamar a la puerta, pálido y temblando.

—¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? —Amelia se puso de pie agarrando a Vittorio, que parecía estar a punto de caerse.

—La radio… lo acaba de decir la radio. —El hombre comenzó a llorar abrazándose a Amelia.

—¡Vittorio, cálmate! ¡Dime qué has escuchado en la radio!

Pero él no podía hablar, y los sollozos se convirtieron en gritos desgarrados.

—¡Dime qué sucede! ¡Por favor, dímelo! —suplicó Amelia, que apenas podía sostener el cuerpo desmadejado de Vittorio, que permanecía abrazado a ella.

—La han matado —alcanzó a decir él.

Amelia quiso chillar, pero de su garganta sólo salió un grito ahogado. Sintió el sabor salado de las lágrimas en la comisura de los labios y abrazó a Vittorio con toda la fuerza que fue capaz de encontrar.

—¡La han matado! ¡La han matado! —gritó Vittorio.

Logró llevarle hasta una silla y llamar a una criada para que trajera un vaso de agua. Para entonces la casa entera ya se había enterado de la desgracia. Todos lo habían escuchado en la radio. El locutor no había dejado lugar a dudas: «Esta madrugada ha sido ahorcada en la cárcel de mujeres, por delito de alta traición, la diva del bel canto Carla Alessandrini».

Los criados cuchicheaban nerviosos mientras Amelia intentaba tomar las riendas de aquella situación.

No podía quedarse sentada y llorar hasta que se le acabasen las lágrimas, no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por el dolor. Tenía que encargarse de Vittorio y tenía que decidir qué hacer.

¿Se presentarían las SS en la casa? ¿Debería acompañar a Vittorio a reclamar el cuerpo de Carla? No sabía qué hacer. Pero la llegada del padre Müller la alivió algo.

—¡Lo siento tanto! —dijo el sacerdote al abrazar a Vittorio, que no dejaba de llorar y sufría convulsiones.

—¿Qué debemos hacer? —le preguntó ella con un hilo de voz.

—No lo sé, preguntaré. La familia tiene derecho a que le entreguen el cuerpo. Pero ni siquiera os avisaron de que la habían juzgado y condenado a muerte.

—¿Juzgado? Aquí no hay justicia, las SS no saben lo que es justicia, sólo asesinan. Y han asesinado a Carla.

—¡No sé cómo han podido hacerlo precisamente el día de Nochebuena! —se lamentó el padre Müller.

—¿Crees que para ellos significa algo la Nochebuena? No seas ingenuo, Rudolf, los nazis no creen en nada, lo sabes bien. Carecen de piedad, de compasión. No son humanos.

—¡No digas eso, Amelia!

—¿Crees que lo son? —respondió ella con dureza.

Fueron muy pocos los amigos de Carla que llamaron por teléfono para dar el pésame, y muchos menos los que se atrevieron a presentarse en la casa para dar consuelo a Vittorio. Todos tenían miedo de ser señalados como amigos de una mujer ahorcada por alta traición.

Todos aquéllos que meses antes mendigaban una mirada de la diva, ahora temblaban en sus casas rezando para que las SS no les relacionaran con ella. Si se habían atrevido a ahorcar a la mujer más querida de Italia, ¡qué no serían capaces de hacer!

Vittorio estaba hundido, incapaz de tomar ninguna decisión, de manera que fueron Amelia y el padre Müller quienes decidieron telefonear al abogado de Carla para preguntarle qué debían hacer. El hombre se mostraba remiso a dar ninguna recomendación, pero Amelia no le dejó opción.

—Usted debería haber informado a don Vittorio de que se había celebrado un juicio y… y de lo que iba a pasar.

—Le aseguro que no lo sabía. Don Vittorio Leonardi sabe que he cumplido con mi obligación como abogado, no he dejado de interesarme por la situación de su esposa, de Carla Alessandrini. Pero ¿es que cree usted que las SS se atienen a los procedimientos legales? No me han permitido verla durante todo el tiempo que ha estado detenida. Se negaban a decirme cuáles eran los cargos por los que la retenían. Yo… yo me he enterado de lo sucedido por la radio, y le aseguro que estoy desolado.

—Bien, pues acuda a la cárcel y hágase cargo de todos los trámites para recuperar el cuerpo de Carla y para que la podamos enterrar cristianamente.

—¿Yo? No… no lo creo oportuno. Debería ser el esposo, don Vittorio Leonardi, quien fuera a reclamar el cuerpo.

—Usted viene percibiendo una remuneración importante por llevar los asuntos de la familia.

El abogado se quedó en silencio. Quería desvincularse de Carla, de Vittorio, de cualquiera que pudiera relacionarle con ellos. Se olvidó de que era un recién licenciado en leyes cuando conoció a Carla en el despacho de un gran abogado donde él hacía de pasante, y cómo le cayó en gracia a la diva y terminó siendo su abogado, su hombre de confianza. En un segundo renegó de todos aquellos años compartidos con la diva y su marido, de aquellas fiestas de Carla donde se codeaba con la alta sociedad italiana, con todas aquellas principessas arrogantes, algunas de las cuales se habían convertido en sus clientas, de las oportunidades de negocios a través de aquellos empresarios entusiastas del bel canto que nada le negaban a su musa.

Sí, él se había enriquecido gracias a Carla Alessandrini, ella le había sacado de la nada convirtiéndolo en un abogado importante; pero ahora ella estaba muerta, la habían ahorcado por alta traición y él sentía que su lealtad debía ser para consigo mismo y para con su familia. ¿A quién serviría si a él también lo ahorcaran?

—Le esperamos, no tarde —le ordenó Amelia, intentando imprimir a su voz una firmeza que no sentía.

—Un día de éstos me pasaré a dar el pésame a don Vittorio; en cuanto al testamento, bueno, él sabe lo que hay que hacer.

—No vendrá —anunció Amelia al padre Müller.

—Iré yo —se ofreció el sacerdote.

—¿Tú? ¿En calidad de qué?

—De confesor de Carla, de representante de la familia, del cura que quiere darle cristiana sepultura.

—Ten cuidado, Rudolf.

Él se encogió de hombros. No es que no tuviera miedo, lo tenía, pero sentía que su ministerio le obligaba a plantar cara al mal y el nazismo se le antojaba que era la personificación del mal; de manera que decidió actuar según los dictados de su conciencia aunque eso pudiera costarle la vida.

Vittorio insistió en que le llevara el chófer de la familia, y él aceptó.

El padre Müller regresó a mediodía con el cuerpo de Carla. No les explicó cuánto se había tenido que humillar para conseguir el cadáver de Carla, que él mismo subió en brazos hasta la casa.

Vittorio se desmayó cuando vio aquel bulto envuelto en un pedazo de lona, sabiendo que era el cuerpo de su esposa. Amelia no le permitió verla, y con la ayuda de Pasqualina, la modista de Carla, una de las pocas personas que habían acudido a mostrar su pesar, preparó el cadáver de su amiga para que recibiera cristiana sepultura.

La vistieron con uno de sus mejores trajes, y la envolvieron con el chal de visón blanco que tanto le gustaba. Cuando la colocaron en la caja, no dejaron que nadie la viera. No querían que recordaran el rostro de una ahorcada sino el de la mujer hermosa que había sido. Ni siquiera se lo permitieron a Vittorio.

Tendrían que esperar hasta el 26 de diciembre para enterrarla, no era posible hacerlo en Navidad.

Caída la tarde, el padre Müller regresó al Vaticano.

—No creo que debas ir esta noche a San Clemente. Marchetti habrá escuchado la noticia por la radio y no irá.

—Puede que sí vaya, y yo necesito hablar con él.

—¿Para qué? Ya no podemos hacer nada por Carla.

—Sí, yo sí que puedo.

El sacerdote la miró preocupado pensando qué se le habría podido ocurrir a Amelia.

—Está muerta, sólo podemos rezar por ella.

—Reza tú, yo ya lo haré.

—Aún no has llorado.

—¿De verdad lo crees? No me has visto las lágrimas, pero no he dejado de hacerlo.

—Amelia, velemos a Carla, recemos por ella y démosle sepultura. Es lo único que podemos hacer, lo único que Vittorio quiere que hagamos. Después, vete a casa, aquí no estás segura. Max tiene razón, el coronel Jürgens es capaz de todo.

—¿Sabes?, pienso que ha ordenado que la ahorcaran para hacerme daño, para demostrarme cuán poderoso es. Viviré con esa culpa el resto de mi vida.

—¡Qué cosas dices! A Carla la habían detenido mucho antes de que tú vinieras a Roma. Y todos sabemos lo que hacen las SS con sus prisioneros. Han querido dar una lección, que los italianos sepan que nadie tiene inmunidad, ni siquiera sus símbolos más queridos. Su asesinato no tiene nada que ver contigo.

—Pues yo creo que sí, que es la manera que tiene el coronel Jürgens de hacerme daño.

—La habría matado aunque tú no existieras. Carla era un mito y las SS han querido dar una lección a los italianos.

Pero Amelia estaba convencida de que el asesinato de Carla tenía que ver con el deseo innoble que Jürgens sentía por ella. Por eso a lo largo de todo el día, mientras lavaba el cadáver de Carla, fue trazando un plan que estaba decidida a llevar hasta el final.

El doctor Ferratti, el médico amigo del padre Müller, acudió a la casa a instancias de Amelia para que le diera a Vittorio algo que le permitiera dormir.

—Quiero velarla toda la noche, no quiero que se quede sola —dijo Vittorio, entre lágrimas.

—No estará sola, estaré yo —le aseguró Amelia—, pero tú tienes que dormir, lo necesitas.

Amelia le convenció para que se quedara hasta pasada la medianoche y luego ella le relevaría hasta la madrugada.

—Quiero ir a misa, Vittorio, necesito rezar; cuando regrese de la Misa del Gallo, te irás a la cama, prométemelo.

El doctor Ferratti le entregó a Amelia un somnífero para Vittorio.

—Mañana vendré a verle —se comprometió el médico, desolado por la tragedia de aquella casa.

Los pocos amigos que habían acudido se fueron marchando. Era Nochebuena y a pesar de la pena que sentían por la pérdida de Carla, tenían familias, hijos a los que cuidar y ayudar a ser felices en una noche como aquélla.

Vittorio y Amelia se quedaron con la sola compañía de la modista de Carla. La mujer estaba viuda y sólo tenía una hija, casada tiempo atrás con un maestro de Florencia; de manera que disponía de todo su tiempo para llorar a la diva, con quien la había unido una amistad sincera.

Habían colocado el ataúd en medio del salón grande, aquel donde en tantas ocasiones Carla había organizado sus mejores fiestas.

A las once, Amelia se despidió de Vittorio y de Pasqualina, la modista.

—Cuide de don Vittorio, yo regresaré en cuanto termine la misa. Y si quieres, Pasqualina, puedes quedarte a dormir aquí, es tarde para que te vayas a casa.

—Me gustaría velar a la señora.

—De acuerdo, entonces quédate.

Al salir del portal sintió un escalofrío. Caminó despacio, intentando no llamar la atención de las pocas personas con las que se cruzaba y que, al igual que ella, llevaban los misales en la mano camino de alguna iglesia para participar en la Misa del Gallo.

Llegó a San Clemente a las doce en punto, cuando las campanas estaban dejando de sonar para llamar a los feligreses.

Se sentó en el último banco de la iglesia con todo el cuerpo en tensión intentando localizar a Mateo Marchetti. El padre Müller sólo le había dicho que el profesor de canto estaría en la iglesia. Esperaba que fuera él quien se acercara a ella o que alguien le diera alguna indicación. Siguió la misa como una autómata. Rezaba sin prestar atención, desviando la mirada por los bancos de la iglesia en busca de Marchetti.

Observaba a los feligreses intentando imaginar quiénes de ellos estarían con el partisano, pero todos le parecieron apacibles padres de familia celebrando la Nochebuena. La misa terminó y los fieles comenzaron a salir de la iglesia. Dudaba sobre qué debía hacer cuando sintió una presión en el brazo. Una mujer se había colocado a su lado, y sin decirle una palabra le indicó con la mirada que la siguiera. Salieron de la iglesia caminando la una junto a la otra, como si se conocieran, y Amelia la siguió durante un buen rato sin atreverse a preguntar. Luego la mujer se paró ante un portal que abrió con rapidez. Subieron sin hacer ruido hasta el primer piso.

Mateo Marchetti había envejecido, pero le seguían brillando los ojos con la misma intensidad que cuando le conoció en casa de Carla. Estaba sentado en la penumbra acompañado por tres hombres que parecían en estado de alerta.

—¿Para qué quería verme? —le preguntó sin ningún preámbulo.

—Lo que quería era que me ayudara a salvar a Carla.

—Eso era imposible. Estaba condenada desde el mismo día en que la detuvieron.

—¿Y fue usted quien la sometió a ese peligro?

—Usted la conocía, ¿cree que era capaz de asistir como espectadora a lo que está sucediendo? Ella quería tener un papel y lo tuvo, el más difícil y arriesgado de su vida. Fue muy valiente y salvó muchas vidas. La última misión era difícil. En realidad no tenía demasiadas posibilidades de éxito. Ella sabía lo que podía suceder.

—Fue una locura mandarla a Suiza para que llevara a ese criado del Duce.

—En realidad ella no llevaba a ese hombre, sino que sirvió de cebo.

—¿Qué quiere decir? —Amelia sintió que todos sus músculos se contraían.

—Los aliados necesitaban la información que pudiera darles ese hombre, de manera que montamos un operativo de distracción. Ella sabía que las SS la tenían en su punto de mira, sobre todo ese coronel Jürgens, que parecía obsesionado con ella. Organizamos el viaje de Carla con un hombre que se parecía mucho al criado del Duce, mientras que al verdadero lo sacamos del país por otra vía.

—¡La mandaron directa a la boca del lobo!

—Carla estuvo de acuerdo. Incluso se reía pensando en el chasco que se llevaría Jürgens al comprobar que el hombre que la acompañaba era un pobre zapatero. Un comunista, sí, pero no el hombre que buscaban. Jürgens se enfureció al comprobar el engaño y… bueno, el resto ya lo sabe.

—Todo el mundo cree que Carla llevaba al sirviente del Duce.

—Sí, eso hicieron creer los de las SS, y como comprenderá, no íbamos a desmentirles.

—La utilizaron —murmuró Amelia.

—No, no se engañe. Carla nunca hizo nada que no quisiera hacer. Nos ayudaba, sí, como también ayudaba a ese cura, al padre Müller, y negociaba con él y con nosotros para que colaboráramos. En fin, ya no hay nada que hacer.

—Sí, sí hay algo que hacer. —El tono de voz de Amelia despertó la curiosidad de Marchetti.

—Dígame qué es.

—Voy a matar al coronel Jürgens y necesito su ayuda.

El profesor de canto se quedó callado mirándola fijamente. Jamás había imaginado oír tales palabras de aquella joven delgada y frágil.

—¿Y cómo piensa matarle?

—Él… él quiere… quiere…

—… quiere acostarse con usted —dijo Marchetti, que había llegado a esa conclusión por el sonrojo de Amelia.

—Sí.

—¿Y no cree que desconfiará de usted precisamente ahora que acaba de ahorcar a su amiga? Jürgens puede desearla mucho, no lo dudo, pero es un hombre frío e inteligente. Sospechará de usted si de repente decide caer en sus brazos.

—Pero no dirá que no. Desconfiará, pensará que pretendo algo, incluso matarle, pero no me dirá que no. Necesito una pistola, es todo lo que necesito de usted.

—¿Una pistola? Lo primero que hará será mirar en su bolso.

—Quiero una pistola que pueda esconder entre mi ropa interior.

—La matará. Es imposible que no se dé cuenta.

—Sí, es probable, pero puede que tenga suerte y acabe yo con él antes.

—¿De qué servirá que le mate?

—Merece morir, es un asesino.

—¿Sabe cuántos asesinos hay como él?

—Si sale mal, el fracaso será mío; si sale bien, la Resistencia podrá decir que eso es lo que les sucede a quienes asesinan a los inocentes.

—Aunque llegara a conseguirlo, la detendrían. No podría escapar.

—Tengo un plan.

—Dígame cuál.

—Prefiero no decírselo. Sólo le pido una pistola, nada más.

—No puede salir bien.

Amelia se encogió de hombros. Estaba decidida a arriesgar su vida para acabar con la de Jürgens. Era una cuenta pendiente que tenía que saldar; se lo debía a Grazyna, a Justyna, a Tomasz, a Ewa, a Piotr, a todos sus amigos polacos, a Carla y también a ella misma.

—Vaya a confesarse a San Clemente dentro de tres días. Y ahora márchese. Olvídese de esta casa y de que me ha visto.

Marchetti hizo una seña a uno de los hombres que vigilaba la calle desde la ventana.

—No hay nadie, jefe.

Temblando de miedo, Amelia se enfrentó a la negrura de la noche, y caminando pegada a la pared y parándose cada vez que escuchaba algún ruido, llegó hasta la casa de Vittorio.

—¡Estaba preocupado por ti! Son las dos. Te podían haber detenido.

—Me perdí. Me quedé rezando después de la misa.

—¡No me engañes, Amelia! Sé que después de la Misa del Gallo cierran la iglesia.

—No te engaño, Vittorio, confía en mí. Y ahora déjame relevarte. Yo velaré a Carla.

—No, no puedo dejarla sola aquí.

—No estará sola. Necesitas descansar, mañana será un día muy largo.

—Es Navidad.

Amelia mandó a Pasqualina a por agua y luego le insistió a Vittorio para que tomara la píldora que le había traído el doctor Ferratti.

—Te ayudará a descansar.

—No quiero que Carla esté sola —insistió él.

—Yo estaré con ella, te lo prometo.

Luego también mandó a dormir a Pasqualina y se quedó sola en el salón. Fue entonces cuando rompió a llorar.

Enterraron a Carla la tarde del 26 de diciembre. Apenas veinte personas acudieron al sepelio. Si Carla hubiera fallecido de muerte natural antes de que comenzara la guerra, toda Italia se habría echado a la calle para llorarla. Pero la habían ahorcado por alta traición.

—Ella hubiera preferido que la enterraran en Milán. Allí tenemos un panteón.

—Algún día, cuando acabe esta guerra, la llevarás allí; ahora dejémosla descansar aquí —le consoló el padre Müller.

Mientras tanto, Max continuaba en Milán. Llamó a Amelia y le rogó que regresara a España.

—Siento tanto lo de Carla, sé lo que significaba para ti; pero, por favor, no te quedes en Roma. Ya sabemos de lo que es capaz ese maldito Jürgens.

—Te esperaré, Max.

—Es que… lo siento, Amelia, pero una vez que termine la inspección sanitaria de nuestras tropas aquí, he de ir a Grecia, me lo han comunicado esta mañana.

—¿A Grecia?

—Sí.

—¿Puedo ir contigo?

—¿De verdad querrías acompañarme?

—No me siento con ánimo de regresar a España.

—Primero puedes ir a ver a tu familia y después reunirte conmigo en Atenas.

—No, prefiero acompañarte.

—Corres peligro, Amelia. He hablado con algunos amigos y me aseguran que Jürgens está obsesionado contigo.

—No haré nada que me pueda poner en peligro.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

Naturalmente no pensaba cumplir la promesa. No le había dicho a Max que había recibido una invitación para asistir a un baile de Año Nuevo. Había llegado el mismo día en que ahorcaron a Carla, y Amelia ni siquiera se había fijado en ella. Era de Guido y Cecilia Gallotti, los conocidos de Vittorio que tan cercanos habían sido del yerno del Duce, y que tan amables habían sido con ella cuando Carla la invitó por primera vez a Roma. Incluso habían sido una excelente fuente de información; aún recordaba los informes que, gracias a las indiscreciones de la pareja, pudo enviar a Londres.

Además, Cecilia Gallotti había acudido al entierro de Carla para sorpresa de Amelia y del propio Vittorio.

El 28 de diciembre Amelia acudió a San Clemente y se dirigió al confesionario donde solía estar el padre Müller. En su lugar había otro sacerdote al que no llegó a ver la cara.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida. ¿Continúas decidida a seguir adelante?

La frase del sacerdote la sobresaltó. No era la voz de Marchetti. ¿Sería una trampa?

—Sí —respondió temerosa.

—En el suelo, a tu derecha, hay un paquete, cógelo. Espera, no te vayas todavía, sería una confesión muy corta. La pistola es pequeña, como habías pedido, también hay balas. Ten cuidado no te detengan camino de tu casa. Te cabe en el bolsillo del abrigo. Y ahora vete.

Amelia telefoneó a Cecilia Gallotti para confirmar su asistencia a la fiesta.

—¡Oh, querida, cuánto me alegro! La verdad es que no pensé que vinieras. Enviamos la invitación unos días antes de lo de Carla… pensábamos que a Vittorio le sentaría bien distraerse, pero ahora…

—No, él no irá, pero yo sí.

—Claro, claro, debes distraerte. ¡Lo de Carla ha sido tan terrible!

Amelia pensó en cómo Cecilia se refería al asesinato de Carla con el eufemismo de «lo de Carla». Sabía que Cecilia se había sorprendido al saber que iría a la fiesta y que lo comentaría con todas sus amigas. Esperaba que llegara a oídos del coronel Jürgens y que éste se presentara o se hiciera invitar por Guido Gallotti y su esposa.

Vittorio no se enfadó con ella cuando le dijo que asistiría a la fiesta de Año Nuevo.

—Ve y procura distraerte, no tiene sentido que te quedes aquí.

—Cuando… en fin… pronto comprenderás por qué he ido.

—¡Por favor, Amelia, no hagas nada que te ponga en peligro! —respondió él, alertado por las palabras de la joven.

—No quiero que pienses que soy una frívola capaz de ir a una fiesta cuando acabamos de enterrar a Carla.

—Si en algo me aprecias, prométeme que no vas a hacer nada que te ponga en peligro. No lo soportaría, no pude impedir lo de Carla, no me hagas vivir con más culpas de las que ya tengo.

Pasqualina la ayudó a arreglar uno de los trajes de fiesta de Carla. Era más delgada de lo que lo había sido la diva y no era tan alta como ella. La modista no tardó en amoldar a su figura un traje color negro. Al menos quería mantener el luto por su amiga.

El chófer de Vittorio la llevó a la casa de los Gallotti. Cecilia le susurró que el anuncio de su asistencia había despertado mucha expectación y que algunos oficiales habían pedido ser invitados a la fiesta. Amelia hizo como si no le importara.

Guido y Cecilia la presentaron a algunos amigos, aunque a Guido se le veía incómodo por la presencia de Amelia. Algunos invitados le preguntaban quién era la joven española y él evitaba explicar que les había sido presentada por Carla.

—Has sido una insensata —le dijo al oído de su esposa—; además, me sorprende que estando de luto haya venido a una fiesta. Esa mujer no es de fiar, lo mismo que Carla.

—No seas ridículo, ella es española, fascista como nosotros, y está igual de sorprendida por la traición de Carla. Si ha venido es para que todos lo sepan, lo que pasa es que no entiendes a las mujeres —se defendió Cecilia.

Pasada la medianoche, Ulrich Jürgens llegó acompañado de varios oficiales de las SS. Hizo notar su presencia no sólo llegando tarde sino también por las risotadas de sus acompañantes. Habían bebido y parecían eufóricos.

No perdió el tiempo en cumplidos con los anfitriones y se dirigió de inmediato hacia donde estaba Amelia.

—La suponía llorando.

Ella le miró y se dio la vuelta, pero él no se lo permitió y le sujetó el brazo.

—¡Vamos, no volvamos a las andadas! Y guárdese de darme una patada como la última vez. Responda, ¿qué hace aquí?

—No tengo por qué darle explicaciones de lo que hago.

—¿Tan poco le ha durado el duelo por su amiga Carla Alessandrini? Ya veo que usted no pierde el tiempo.

—Déjeme en paz. —Esta vez logró soltarse y le dio la espalda.

—¿Por qué se empeña en enfrentarse a mí? Le iría mejor si no lo hiciera. Yo podría haber salvado a su amiga si se hubiera mostrado amable conmigo —dijo él, mientras la sujetaba de nuevo impidiéndole marchar.

—¿Cree posible ser amable con una hiena? —respondió ella con altivez.

—¿Así me ve? ¿Como una hiena? Vaya, me habría gustado que hubiera hecho otra comparación.

—Pues, mírese al espejo.

Él la observó con dureza sin soltarle el brazo pero manteniéndola a distancia. Y ella pudo leer en sus ojos que le aguardaba alguna sorpresa.

—Su amigo el barón debería cuidar sus amistades.

Se puso rígida, no entendía lo que quería decirle pero sonaba a amenaza.

—¡Vaya, no sabía que también se ocupaba de las amistades de los jefes de la Wehrmacht! —respondió Amelia, intentando imprimir desdén en el tono de voz.

—Hay muchos traidores hoy en día, incluso en el corazón de Alemania. Gente incapaz de comprender el sueño de nuestro Führer. Muchos de los amigos del barón han sido detenidos por la Gestapo, ¿no lo sabía? ¿No se lo ha dicho? Creía que tenía más confianza en usted.

No, Max no le había dicho nada, seguramente para no asustarla, pero ¿a quién se referiría? Tampoco el padre Müller le había comentado nada. ¿No lo sabría o simplemente no quería preocuparla?

—Guárdese sus insidias y ¡suélteme!, me da asco —respondió ella, sabiendo que cuanto más le mostraba su desprecio, más ansiaba él tenerla.

—Debe de ser duro que tus amigos sean traidores. Primero aquellos jóvenes polacos, ¿cómo se llamaba su amiga? ¿Grazyna? Sí, así se llamaba, y también la pequeña Ewa, ¿las recuerda? Ahora Carla Alessandrini. ¡Cuidado, a su alrededor hay demasiados traidores!

—¡Usted es capaz de las mayores infamias!

—Tuvo usted la oportunidad de salvar a su amiga Carla Alessandrini, pero la desaprovechó y ahora… bien, yo podría desviar la atención de quienes sospechan del barón. Y, por cierto, ¡de nada le servirá correr para avisarle!

—¿Qué es lo que quiere?

—Lo sabe bien. ¿Hace falta que se lo diga? Si tanto le importa el barón, no tendrá problemas en sacrificarse por él. ¿O le abandonará a su suerte lo mismo que hizo con su amiga Carla?

—Usted me repugna —respondió ella, pero su tono de voz indicaba que se había rendido.

—Le haré superar su repugnancia.

—¿Dejará en paz al barón Von Schumann?

—Tiene mi palabra.

—¿Su palabra? No me vale de nada. Quiero un documento que exonere al barón de cualquier sospecha.

Se rio de ella mientras le retorcía el brazo.

—Tendrá que aceptar mi palabra o prepararse para llorar al barón. No se haga de rogar más y acompáñeme.

Amelia bajó los ojos y pareció dudar. Luego le miró fijamente alzando el mentón.

—No será esta noche. Será mañana —respondió ella.

—De acuerdo. Que sea mañana. Primero iremos a cenar.

—No, nada de preámbulos, entre usted y yo son innecesarios. Dígame dónde y yo iré.

—Una mujer como usted es digna del Excelsior, ¿le parece bien?

—¿El Excelsior?

—Es el hotel donde se alojaba el barón, lo conocerá usted bien… —respondió él riendo.

—Está bien. ¿A qué hora?

—A las nueve. Brindaremos con champán por nuestro negocio.

—Envíeme recado de a qué habitación debo ir. Es más, prefiero que me envíe la llave para ir directamente a la habitación. No pienso exhibirme con usted en el hotel.

La soltó riendo y ella escapó con paso rápido buscando a Cecilia Gallotti para despedirse de ella. Ya había conseguido su objetivo, o al menos el que se había fijado para aquella noche. La parte más difícil era la que tendría que superar al día siguiente.

—¡Pero si la fiesta está en lo mejor, no puedes irte! —exclamó Cecilia intentando persuadirla para que no se marchara.

—No me siento bien, no he debido venir, creí que me distraería, pero no puedo dejar de pensar en Carla, lo siento y te agradezco tu amabilidad.

Cuando llegó, Vittorio seguía despierto.

—No podía dormir, estaba preocupado por ti.

—No debes preocuparte, estoy bien.

—¿Te han tratado bien?

—A Guido le incomodaba tenerme allí, pero Cecilia se ha mostrado encantadora.

—Me sorprendió que viniera al entierro de Carla. Siempre la tuve por una idiota —afirmó Vittorio.

—A mí también me sorprendió. Quizá la juzgamos con dureza y en el fondo no es mala persona.

—Ahora quiero que me digas la verdad. ¿Por qué has ido a esa fiesta? Sé lo mucho que querías a Carla y que no tienes ánimos para divertirte.

—No, no los tengo, pero debo hacer algo que no te puedo decir. Confía en mí.

En la soledad de su habitación se puso a llorar. La amenaza del coronel Jürgens contra Max había sido clara, no podía llevar a engaños: las SS sospechaban del barón. También sabía que hiciera lo que hiciese, Jürgens no cumpliría su palabra. Si Max estaba en peligro debía decírselo cuanto antes.

Apenas durmió repasando el plan para matar a Jürgens. Se levantó muy pronto para telefonear a Max antes de que partiera a visitar los hospitales de campaña. Sabía que las comunicaciones estaban interceptadas, pero prefería avisarle.

—Max, anoche estuve en casa de Guido y Cecilia Gallotti, hubo alguien que me dijo que algunos de tus amigos habían tenido problemas en Alemania.

—No debes preocuparte, ya te lo contaré en cuanto regrese a Roma.

—Ten cuidado —le advirtió ella.

—Nos veremos en unos días —respondió él.

Pasó el día con Vittorio, intentando animarle y contando las horas que faltaban para que llegara la noche. A las ocho le dijo que estaba cansada y se retiraba a dormir.

Amelia se había puesto el camisón y bostezaba mientras la criada le abría la cama.

—Está usted cansada, señorita. No me extraña, estos días son difíciles para todos, ha sido terrible lo que le ha sucedido a la señora Carla —dijo la mujer.

—Sí, estoy cansada. ¡Ojalá pueda dormir de un tirón!

Bebió el vaso de leche que la mujer le había colocado en la mesilla mientras la veía salir. Luego, cuando la puerta se cerró, se quitó el camisón y comenzó a vestirse. Había elegido una blusa vaporosa de color blanco y una falda negra. Una vez vestida, sujetó la pequeña pistola en el liguero. Tenía que procurar no andar como un pato por la incomodidad de llevarla ahí, pero era el único lugar donde nadie sospecharía en caso de que la pararan en la calle o en el mismo hotel.

Ulrich Jürgens le había enviado una nota a primera hora de la tarde que iba acompañada de una llave que parecía ser la copia de la que utilizaban los huéspedes del Excelsior. Seguramente habría amenazado al director del hotel para que le entregara aquella copia de la llave de la habitación 307, que era donde la esperaría.

Cuando terminó de vestirse y estuvo segura de que la pistola estaba bien sujeta, se sentó y se hizo un moño. Luego se colocó una peluca de Carla, de las que la diva utilizaba en sus representaciones. Era una peluca de cabello de color negro con reflejos caoba. Le estaba grande pero llevaba dos días preparándola para ajustarla a su cabeza, y, aunque con mucha dificultad, lo había logrado. No parecía de ella. El cabello negro le daba un aspecto distinto, parecía más mayor, y si no fuera por los reflejos caoba, podría haber pasado más inadvertida. Pero ésa nunca había sido la pretensión de Carla, de manera que tenía que conformarse con la menos llamativa de sus pelucas. La melena lisa le caía a ambos lados de la cara y el flequillo le tapaba la frente. Aun así, se cubrió la cabeza con un pañuelo que anudó al cuello. A continuación se puso un abrigo negro que había encontrado en un armario del cuarto de invitados. Era un abrigo pasado de moda que le estaba un poco ancho.

No se despidió de Vittorio y salió evitando a los criados. Eran cerca de las nueve y aquella noche el portero no estaba, puesto que era el primer día de 1944, festivo a pesar de la guerra. Nadie la vio salir. En las calles se confundió con la gente y se tranquilizó al comprobar que nadie parecía fijarse en ella. Caminó despacio para no llamar la atención.

El vestíbulo del Excelsior estaba repleto de oficiales y jefes de la Wehrmacht y de las SS. Se dirigió al ascensor con paso rápido, cuando de pronto un capitán le cortó el paso.

—¿Adónde va usted, bella señorita? ¿Tiene algún compromiso para esta noche?

Amelia no le contestó y entró en el ascensor temiendo que la siguiera. Apretó el botón de la cuarta planta por si alguien más se había fijado en ella. Una vez en la cuarta planta, descendió por las escaleras temiendo encontrarse a algún huésped o a las camareras del turno de noche. Pero la suerte parecía estar con ella. Abrió la puerta de la habitación 307 y se sobresaltó al encontrarla a oscuras. Sintió que se le aceleraba el corazón cuando de repente una mano se posó sobre su espalda y la hizo girar bruscamente.

—Has venido —susurró con tono de voz lascivo el coronel Jürgens.

Había bebido. Amelia lo notó por el tono pastoso de la voz y porque olía a alcohol. Se volvió hacia él venciendo la repugnancia que le provocaban su presencia y su olor. No pudo esquivar su abrazo, ni que la besara. La apretaba con fuerza, y después del beso le mordió los labios hasta hacerlos sangrar.

—Debes querer mucho al barón para haber venido.

—Hemos hecho un trato —respondió ella.

Él aflojó el abrazo y se rio.

—Tu problema, querida, es que estás acostumbrada a tratar con hombres como el barón. Pero te aseguro que no te desagradará la experiencia que vivirás esta noche. Quítate el abrigo.

Ella obedeció. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad y pudo verle el rostro. Se le antojó más brutal que nunca mientras la manoseaba.

—No has querido que te tratara como una dama invitándote a cenar, de manera que te trataré como lo que eres. ¿Qué es eso?

Jürgens la empujó contra la pared al comprobar que el cabello de Amelia no era el de siempre.

—Me he vestido para ti, para estar a la altura de lo que esperabas —respondió ella.

Él fue a encender la luz pero ella se apretó contra su cuerpo y le besó. Mientras Jürgens la continuaba manoseando intentando arrancarle la blusa, Amelia deslizó una de sus manos entre las piernas y le acarició, lo que pareció excitarle como a un perro en celo. Con la mano que le quedaba libre aprovechó para buscar la pistola que llevaba escondida.

—¿Quieres que te posea ya? ¿Te estás preparando tú sola? —dijo él soltando una carcajada al observar que la mujer tenía una mano debajo de la falda. Amelia le sonrió y le pidió que la besara. Iba a hacerlo, pero no le dio tiempo. Fue un segundo lo que tardó en darse cuenta del frío cañón de la pistola que se apretaba contra su vientre y del dolor agudo que le desgarró las entrañas. Cayó al suelo arrastrando a Amelia, apretando su cuerpo como si quisiera llevársela con él.

Amelia consiguió zafarse y buscó un interruptor de la luz. Cuando lo encendió, vio a Jürgens tendido sobre la alfombra con una mueca de sorpresa dibujada en el rostro. Se sujetaba las entrañas pero aún no había muerto.

—Te mataré —alcanzó a decir con un hilo de voz.

Ella se asustó pensando que aún tendría fuerzas para cumplir su amenaza y buscó con qué rematarle, porque temía disparar de nuevo. Aunque el sonido seco del primer disparo podía confundirse con el descorche de una botella de champán, no podría justificar el segundo en caso de que alguna camarera se presentara allí preguntando si pasaba algo. Se acercó a la cama y cogió la almohada, luego se arrodilló junto a él viendo cómo se le escapaba la vida, y le tapó la cabeza apretándole con todas sus fuerzas para impedirle respirar. Durante unos minutos que le parecieron eternos, él forcejeó en vano intentando quitarse aquella mordaza. Después todo esfuerzo cesó. Cuando Amelia estuvo segura de que había muerto, levantó la almohada y contempló el rostro de Jürgens. Pasó una mano cerca de su boca para comprobar sí aún respiraba. Pero estaba muerto. Entonces escuchó unos golpes secos en la puerta. Se puso en pie y se acercó para preguntar desde detrás de la puerta. Era la camarera.

—¿Está todo bien? —preguntó—. Un huésped ha llamado diciendo que ha escuchado un ruido fuerte —dijo la mujer.

Amelia forzó una carcajada.

—Se nota que ese huésped no es aficionado al champán, ¿verdad, cariño? —dijo mirando al cadáver de Jürgens.

—Lo siento, señora, no quería molestarles.

—Pues lo ha hecho, lo ha hecho, y hay situaciones que no deben interrumpirse —y volvió a reír.

Escuchó los pasos de la camarera alejándose de la puerta de la habitación. Luego revisó la estancia hasta el último rincón. Recogió un par de horquillas con las que se había sujetado la peluca, se puso unos guantes y con un pañuelo limpió todo lo que había tocado. Después quitó la funda de la almohada y se la metió en el bolso. Volvió a revisar toda la habitación, hasta estar segura de que no dejaba nada que la pudiera delatar. Se volvió a colocar la peluca y sujetó la pistola con el liguero.

Esperó una hora antes de decidirse a salir. Pasó todo el tiempo mirando fijamente al cadáver de Ulrich Jürgens, diciéndole en voz baja cuánto le había odiado y cómo se sentía de satisfecha por haber hecho justicia. Le sorprendía no sentir remordimientos, no sabía si la acecharían más tarde, pero en aquel momento lo único que sentía era una gran satisfacción.

Cuando salió de allí un oficial acompañado de una rubia entraban en una habitación situada una puerta más adelante. Ella no les miró y ellos tampoco parecieron prestarle demasiada atención. Estaban bebidos y parecían contentos.

Aguardó impaciente el ascensor y no respiró hasta llegar a la calle.

Caminó con paso tranquilo, diciéndose que nadie podría relacionarla con aquel asesinato. Llegó a casa de Vittorio cerca de la una y entró muy despacio, intentando no despertar ni a Vittorio ni a los criados.

Se metió en la cama y durmió de un tirón hasta bien entrada la mañana siguiente. Fue el propio Vittorio quien la despertó; parecía muy alterado.

—Se ha cometido un asesinato en el Excelsior. Un oficial de las SS.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —respondió ella con suficiente aplomo.

—Están haciendo una gran redada por todo Roma. No sabes a cuánta gente han detenido. Hace un momento ha llamado Cecilia para preguntar por ti, quería comentar contigo la noticia.

—La llamaré en cuanto me vista. Hoy había quedado para ir a almorzar a su casa.

—Sería mejor que te quedaras aquí.

—No debes preocuparte tanto por mí. Cecilia me dijo que me enviaría su propio coche.

—Amelia, te digo que están haciendo una redada y deteniendo a mucha gente, no es conveniente que salgas a la calle.

Pero Amelia insistió en que aquel suceso nada tenía que ver con ellos, de manera que llamó a Cecilia para confirmar que iría a almorzar con ella.

Cuando Amelia llegó, Guido estaba a punto de salir.

—No es conveniente que salgáis —les aconsejó—, están buscando a una mujer morena, parece que ha sido quien ha matado al coronel Ulrich Jürgens.

—¿A Jürgens? —preguntó Amelia, sorprendida.

—Sí, es el oficial de las SS que ha aparecido muerto. La policía cree que ha sido una prostituta, pero al parecer no le robaron nada, de manera que ¿para qué iba a matarle? Una pareja vio a una mujer morena salir de la habitación de Jürgens a eso de las doce.

—¡Pero quién se va a atrever a asesinar a un oficial de las SS! —exclamó Amelia como si, además de asustada, estuviera sorprendida.

—Bueno, a lo mejor no ha sido una prostituta. Un amigo de Jürgens ha dado otra pista; al parecer, el coronel tenía una cita con una dama, alguien que no le tenía en mucha estima pero que aun así estaba dispuesta a reunirse con él.

—¿Quién podría ser, entonces? —preguntó Cecilia con curiosidad.

—Dudo que el coronel Jürgens tuviera muchos amigos —sentenció Amelia.

—Tú le conocías, el día de la fiesta de Año Nuevo os vi hablando muy animadamente. Te diré que cuando os vi juntos pensé que al coronel le gustabas.

—¡Qué tontería! Hablábamos de la marcha de la guerra, nada más.

Guido las dejó hablando sobre quién podría ser la dama misteriosa, aunque él se inclinaba por la versión de la policía: a Jürgens lo había asesinado una prostituta. Quizá se había mostrado violento con ella; aquel hombre resultaba temible, incluso a él le ponía nervioso.

Cuando Amelia llegó a casa de Vittorio, se encontró al padre Müller.

—No te esperaba, Rudolf —le dijo sonriendo.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Supongo que me vas a contar lo que sabe todo el mundo, que han matado al coronel Jürgens.

—Así es… Amelia, perdona que te pregunte, pero…

Ella soltó una carcajada que al padre Müller le sonó a falsa puesto que la conocía demasiado bien.

—Rudolf, me alegro de que esté muerto, en eso no te voy a engañar.

—He venido porque Marchetti me ha enviado un recado, quiere verte.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Tú sabrás de lo que hablasteis cuando os visteis.

—Le pregunté si podía colaborar con la Resistencia, si podía ocupar el lugar de Carla —mintió.

—Puede que haya decidido aceptar tu oferta. Quiere verte mañana, en San Clemente. Ven poco antes de que cierren la iglesia.

—Allí estaré. Pero no debes preocuparte por mí.

—¡Cómo no voy a preocuparme! He perdido ya demasiados amigos.

—Precisamente quería preguntarte por eso…

—Amelia, no te lo quise decir para no angustiarte. En realidad Max me pidió que no lo hiciera. Hace unos meses la Gestapo detuvo al profesor Schatzhauser. Estaba en la universidad, irrumpieron en su clase y se lo llevaron. No hemos vuelto a saber de él. También han detenido al pastor Schmidt.

—¿Y los Kasten?

—No, ellos aún están en Berlín, aunque la Gestapo debe de seguirles los pasos. Todo el mundo sabe que eran amigos del doctor Schatzhauser. Si yo volviera… posiblemente me detendrían.

—Debiste decírmelo.

—Entiéndelo… Max no quiere que sufras.

La policía se presentó en casa de Vittorio cuatro días más tarde coincidiendo con el regreso de Max von Schumann a Roma.

Obligaron a Amelia a acompañarles para una rueda de identificación. Un oficial de las SS amigo del coronel Jürgens aseguraba que éste iba a reunirse con la amante del barón.

Amelia protestó e incluso lloró, parecía asustada; y aunque Vittorio gritaba que la dejaran en paz, al final se la llevaron.

En la comisaría se encontró con aquella pareja que ocupaba una habitación cercana a la de Jürgens. La miraron de arriba abajo pero enseguida aseguraron que ella no era la mujer con la que se habían cruzado la noche del asesinato.

—No, no es ella —aseguró el oficial—. Aquélla era morena.

—Con reflejos caoba y los ojos negros, y ésta los tiene claros —añadió su acompañante.

—Era más alta —dijo el oficial—, y un poco más gruesa.

La interrogaron por rutina sobre dónde había estado aquella noche. Y ella aseguró que se había quedado en casa con Vittorio y que los criados lo podían corroborar. No negó conocer al coronel Jürgens, ni siquiera que sentía aversión hacia él. Sabía que ellos contaban con toda la información sobre lo sucedido en Varsovia, así que era mejor decir toda la verdad, o más bien casi toda.

Durante dos días y dos noches la estuvieron interrogando sin que cayera en ninguna contradicción. Al tercer día, Max acudió a buscarla a la comisaría. Había suplicado a su general que moviera todos los hilos para evitar que no la entregaran a las SS. El general sólo había puesto una condición: que el informe de la policía descartara que ella fuera la asesina.

La policía tenía la descripción hecha por la pareja de la habitación de al lado, de manera que concluyeron que difícilmente Amelia podía ser la asesina. La dejaron en libertad. Max la estaba esperando.

—Nos vamos a Atenas —le dijo Max camino de la casa de Vittorio.

Amelia suspiró aliviada.

—Bien, eso es todo.

Paolo Plattini sonreía satisfecho, consciente de que durante más de dos horas tanto Francesca como yo le habíamos escuchado con tanto interés que ni siquiera habíamos despegado los labios.

—¡Qué historia! —exclamó, asombrada, Francesca.

—Mi bisabuela es una caja de sorpresas; cuanto más voy averiguando sobre ella, más me asombra —dije.

—Tengo algo para usted. —Paolo me entregó unas cuantas carpetas.

—¿Qué es?

—Son fotocopias de las portadas de los periódicos de la época en que se da la noticia del asesinato del coronel de las SS Ulrich Jürgens. Como podrá ver, los primeros días los periódicos informan de que el asesinato fue obra de una prostituta, pero posteriormente se achaca la acción a los partisanos. Mire aquí —dijo señalando una página fotocopiada de un periódico—. Observe que en varios barrios de Roma aparecieron pasquines en los que los partisanos reivindicaban el asesinato del coronel Jürgens como respuesta al ahorcamiento de varios de los suyos y de la diva del bel canto Carla Alessandrini.

No tuve más remedio que agradecer a Paolo Plattini toda la información que me había suministrado, por más que me fastidió que me despidiera en la puerta agarrado de la cintura de Francesca. Seguro que iban a terminarse la botella de Barolo y amanecerían los dos juntos contemplando los reflejos tornasolados de la vieja Roma.

A pesar de la hora, decidí caminar un rato por la ciudad. Necesitaba pensar en todo lo que había escuchado aquella noche. Mi bisabuela estaba resultando ser una mujer fuerte e imprevisible. Nada de lo que hacía parecía tener que ver con su verdadera naturaleza. ¿Era una romántica chica burguesa que se dejaba llevar por los acontecimientos, o realmente tenía una personalidad más compleja? Me sorprendía que hubiera sido capaz de matar a un hombre con tanta sangre fría por más que éste fuera una nazi repugnante. Decidí regresar al hotel. Cuando estuve en la habitación, abrí la maleta y busqué la copia de la fotografía de Amelia Garayoa que me había dado la tía Marta. De vez en cuando la miraba intentando comprender cómo podía ser que aquella joven rubia, de aspecto etéreo y aparentemente despreocupada, hubiera vivido con tanta intensidad y tan peligrosamente.

Aquella noche me costó dormir, no sólo porque me fastidiaba saber que Paolo y Francesca estaban juntos, sino también porque me sentía conmocionado por el asesinato perpetrado por mi bisabuela.

Paolo me había regalado el librito del partisano, así que decidí echarle una ojeada, y acabé dormido con él en la mano.

Al día siguiente llamé a Francesca para darle las gracias por la cena y por las revelaciones de Paolo. Se mostró amable y cariñosa, como si se hubiese quitado un peso de encima al haberme dejado claro que nunca más amaneceríamos juntos en su ático.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—He reservado un vuelo para Londres.

—¿Vas a reunirte con el mayor William Hurley?

—Eso pretendo. Ya te conté que el mayor es muy británico y hay que pedirle cita con mucho adelanto. Pero yo voy a intentarlo.

—Paolo me ha encargado que te diga que continuará buscando, puede que encuentre alguna otra pista sobre tu bisabuela; si es así, te llamaré.

—Dile que se lo agradezco, se mostró molto gentile, como decís los italianos.

—Sí, sí que lo es. Bueno, llámame si crees que te podemos ayudar en alguna otra cosa más. Ciao, caro!

Después telefoneé al mayor William Hurley, y para mi sorpresa, no se mostró tan tenso y distante como en las ocasiones anteriores.

—¡Ah, Guillermo, es usted! Ya me extrañaba que no me llamara. Lady Victoria me ha preguntado por usted.

—Quería saber si podría recibirme.

—¿Le ha ido bien en Roma?

—Sí, ya le contaré lo que he averiguado.

Me citó para dos días después, lo cual tratándose de él, era tanto como si me hubiera recibido aquella misma tarde.