7

En mayo de 1943 Javier se rompió una pierna. El niño ya había cumplido los siete añitos y era muy guapo. Rubio, espigado, con ojos verdes, era un trasto que llevaba a mal traer a la pobre Águeda. La mujer se veía impotente para impedirle subir a los árboles del Retiro, demasiado grandes y altos para él. Pero Javier se las arreglaba para gatear como una ardilla ante la mirada horrorizada de Águeda, que le suplicaba que bajase porque si no se lo diría a su papá. Pero Javier había heredado el temperamento rebelde de Amelia y no se amedrentaba por una amenaza que sabía que la buena de Águeda no cumpliría, de manera que trepaba hasta donde podía por los árboles.

Un sábado por la mañana acompañamos a Amelia al Retiro para que, como en otras ocasiones, pudiera ver a Javier. El día anterior Amelia había mandado a Edurne a merodear por la casa de Santiago a la espera de que saliera Águeda para preguntarle cuándo podría ver al niño. Quedaron a las diez del día siguiente. Jesús y yo solíamos acompañarla porque a doña Elena no le gustaba que Amelia estuviera sola por si aparecía Santiago y se veía en un apuro. Aprovechábamos para llevarnos un balón y jugar al fútbol, mientras que Antonietta solía llevarse un libro, aunque desde que estaba con nosotros Melita, le gustaba encargarse de Isabel, que disfrutaba de lo lindo correteando por los jardines del parque.

Nos sentamos en un banco no lejos de donde Águeda estaba con Javier y su hija Paloma.

Amelia seguía los movimientos de Javier sin perderle de vista. Aquel día Javier estaba especialmente rebelde y se negaba a obedecer a Águeda. El niño había elegido un árbol frondoso con muchas ramas para su habitual escalada, y, ajeno a los ruegos de Águeda, comenzó la subida.

—Debe de tener las manitas desolladas de tanto trepar, quizá deberían ponerle unos guantes, no sé cómo Águeda no piensa en eso —protestó Amelia.

Jesús y yo nos pusimos a jugar con el balón sin prestar atención a Javier, mientras Antonietta estaba atenta a Isabel que se entretenía con una muñeca de trapo que le había hecho doña Elena.

De repente Amelia gritó y salió corriendo. Nos asustamos y corrimos tras ella.

Javier se había caído del árbol y gimoteaba de dolor mientras Águeda gritaba asustada sin saber qué hacer.

Amelia apartó a Águeda sin contemplaciones y cogió al niño en brazos.

—¿Qué te duele? Dime, hijo, ¿qué te duele? —le preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

—La pierna… me duele mucho la pierna, no la puedo mover… y el brazo, también me duele, pero sobre todo la pierna…

Javier lloraba mientras la rodilla se le hinchaba rápidamente. Amelia no hacía caso de los requerimientos de Águeda, y con el niño en brazos, salió corriendo dispuesta a llevarlo al hospital.

No sé de dónde sacó fuerzas, porque estaba más delgada que un suspiro, pero corría a tal velocidad que nos costó alcanzarla. Águeda llevaba en brazos a su hija Paloma y también corría tras ellas, lo mismo que Antonietta, que apenas podía con Isabel, a la que terminó cogiendo en brazos Jesús.

Llegamos hasta un hospital cerca del Retiro y allí se hicieron cargo de Javier.

—Pero ¿qué le ha pasado? —preguntó el médico.

—Se ha caído de un árbol, es muy inquieto y con él no hay manera —respondió Amelia.

—Usted es su madre, ¿verdad? No hace falta ni que lo diga, se parece a usted.

—Sí, es mi hijo —respondió Amelia mientras apretaba la mano de Javier.

—No, no… mi mamá es esa otra señora —dijo Javier señalando a Águeda, que acababa de entrar sudorosa con Paloma en los brazos.

—¿Esa señora? —El médico miró con incredulidad a Águeda.

—Sí, ésa es mi mamá.

Amelia y Águeda se miraron sin saber qué hacer ni qué decir, lo cual sorprendió al médico.

—Pero bueno, ¿cuál de las dos es su madre? —preguntó enfadado.

—Yo, yo soy su madre, ella es… bueno, es como una madre para él porque lo cuida desde pequeño —respondió Amelia señalando a Águeda.

—¡Que no, que tú no eres mi mamá! —chilló Javier.

—¿Y su padre? ¿Dónde está?

—En el trabajo —respondió Águeda.

—Pues llámenle —ordenó el médico mientras le escayolaba la pierna y le ponía un vendaje en el brazo, que afortunadamente no estaba roto.

—Bueno, jovencito, ahora no vas a poder trepar por los árboles en una temporada, y espero que esto te sirva de lección y obedezcas a tu madre cuando te dice que tengas cuidado y no te subas tan alto.

—Sí, señor —respondió Javier, cabizbajo.

Justo cuando íbamos a salir del hospital llegó Santiago, al que Águeda había avisado por indicación del médico.

Nada más ver a Amelia se le crispó el rostro y le arrebató a Javier de los brazos. El médico le miró extrañado.

—El niño está bien, ya le he dicho a su esposa que tiene que guardar reposo y llevar la escayola cuarenta días. Pero no se preocupe, el hueso soldará bien.

—Le estoy muy agradecido, doctor, gracias —respondió secamente.

Águeda se retorcía las manos nerviosa y Amelia estaba pálida como si fuera de cera. Antonietta dijo sentirse mareada e Isabel lloraba asustada en brazos de Jesús, mientras yo estaba noqueado sin saber qué hacer.

—Águeda, explícame qué ha pasado —le ordenó Santiago.

—El niño estaba subiendo a un árbol y de repente se cayó… yo… lo siento… no pude evita… evitarlo —respondió Águeda tartamudeando.

Amelia lo miró, y su mirada era una súplica. Durante unos segundos los ojos de Santiago parecieron calmarse, pero volvió la vista, ignorándola.

—Santiago, quiero hablar contigo —le rogó Amelia.

—Esta señora le ha dicho al médico que es mi mamá —dijo de repente Javier.

Santiago apretó a su hijo con fuerza mientras se plantaba ante Amelia.

—No quiero que te acerques a Javier. No lo hagas o te arrepentirás.

—Por Dios, Santiago, estamos en la calle, ¿no podríamos hablar? No puedes negarte a que vea a mi hijo, no puedes engañarle diciéndole que tiene otra madre, no tienes derecho a hacernos esto a ninguno de los dos.

Creo que si Santiago no hubiera tenido a Javier en brazos la habría abofeteado, tal era la furia con que la miraba. Yo me coloqué al lado de Amelia intentando protegerla, aunque reconozco que temblaba ante la ira de Santiago.

—Tú no tienes hijos, no tienes nada.

—Javier es mi hijo y algún día se lo tendrás que decir. Lleva también mi apellido y eso no lo puedes cambiar. Tendrás que explicarle quién es su madre, y aunque le digas que soy lo peor de lo peor, lo que jamás le podrás decir es que no le quiero, porque le quiero con toda mi alma y estoy dispuesta a lo que sea por él.

—Papá…

—Calla, hijo. Y tú… tú no tienes vergüenza, te lo vuelvo a repetir: no te acerques a Javier, o te arrepentirás.

—Papá…

—¡Cállate!

—¡No le grites! El niño no tiene la culpa de nada.

—¿Te atreves a decirme lo que puedo o no puedo hacer?

—Sí, me atrevo a decirte que no grites al niño y también a suplicarte que hables conmigo, que lleguemos a un acuerdo que le permita a Javier saber quién soy y cuánto le quiero.

—Márchate, Amelia, y no vuelvas a acercarte a nosotros o lo pagarás.

—¿Qué más puedes hacerme? No tienes derecho a negarle a Javier su verdadera madre engañándole al hacerle creer que Águeda es lo que no es.

—¡Cómo te atreves a decir lo que debo hacer! ¿Quién estaba con Javier cuando estaba enfermo? ¿Quién le ponía paños con vinagre en la frente para bajarle la fiebre? ¿Quién le ha limpiado los pañales, le ha vestido, bañado y le ha dado de comer? ¿Quién ha estado al lado de su cuna cuando se desvelaba por la noche? Yo te diré quién lo ha hecho: esta mujer, sí, porque tú estabas con tu amante revolcándote quién sabe dónde. Y ahora te atreves a venir aquí como si nada hubiera pasado para reclamar y decir que tú eres su madre. ¿Qué clase de madre abandonaría a su hijo por seguir a un desgraciado?

Vi que Amelia estaba a punto de llorar, herida en lo más profundo, sintiendo una vergüenza infinita por lo que Santiago le decía en presencia de su hijo.

—Necesitas destruirme para que el niño no me quiera, necesitas que me aborrezca, que piense de mí lo peor. ¿Crees que así le favoreces? Me odias y lo entiendo, pero ese odio te impide pensar que Javier tiene derecho a su madre, aunque sea una madre tan… tan imperfecta como yo.

—Pero tú no eres mi mamá —dijo Javier, irritado ante la insistencia de Amelia.

—Sí, sí soy tu mamá, claro que soy tu mamá y te quiero más que a nadie en el mundo.

—Entonces, ¿por qué no estás conmigo? No, no eres mi mamá, ella es mi mamá. —Javier señalaba con la mano a Águeda, que permanecía muy quieta sin atrever a moverse ni a decir una palabra.

—La maternidad no consiste sólo en parir, tú has parido a Javier, pero ese instante no te convierte en su madre.

Santiago dio media vuelta y comenzó a caminar con paso rápido sin esperar siquiera a Águeda, que le seguía llorosa con su hija en brazos temiendo la tempestad que se le avecinaba en cuanto llegara a casa.

Amelia se quedó muy quieta, parecía una muerta tan pálida como estaba. Antonietta le hablaba pero ella no contestaba, tampoco parecía oírnos ni a Jesús ni a mí. Antonietta la sacudió del brazo intentando que volviera a la realidad.

—Vámonos, Amelia, vámonos a casa.

Regresamos en silencio; nosotros, apesadumbrados; ella, con el alma desgarrada por el dolor.

Cuando Antonietta le contó a doña Elena lo sucedido, la buena mujer se indignó.

—¡Parece mentira que se comporte así! Santiago olvida que es un caballero y que como madre de su hijo te debe un respeto.

—Un instante… ha dicho que Javier es sólo un instante de mi vida… y que ese instante no me convierte en su madre… —sollozaba Amelia.

—Pues le guste o no, eres la madre de Javier —le dijo Laura, muy afectada por el dolor de su prima.

Melita cogía la mano de Amelia y la apretaba intentando consolarla.

Don Armando regresó del trabajo a la hora del almuerzo y se encontró a todas las mujeres de la familia hechas un mar de lágrimas.

—Tenemos que arreglar esta situación, Santiago no puede negarte a Javier.

—¿Y si le reclamamos en los tribunales? —propuso doña Elena.

—No, en los tribunales no, ahí tenemos las de perder. Don Manuel es un hombre influyente, y además… no podemos justificar algunas cosas… —explicó don Armando.

—Lo sé, tío, lo sé, no podemos justificar que abandonara a mi hijo y a mi marido para irme con otro hombre, que además era un comunista —dijo Amelia.

—No digas esas cosas, hija. Déjame pensar, encontraremos una solución.

—No, tío, no hay ninguna solución. Santiago me odia y no me perdonará jamás. Su venganza es negarme a nuestro hijo.

Dos días más tarde, Edurne encontró a Águeda cerca de nuestra casa.

—Dile a la señora Amelia que no se preocupe por nada, que Javier está bien, aunque anda triste por lo que pasó.

—Se lo diré.

—Yo… yo… lo siento, siento lo que está pasando la señora. Dile que don Santiago quiere al niño con toda su alma, que no le falta de nada, y yo… yo quiero mucho a Javier, es… es como si fuera mi hijo. El niño le ha preguntado a su padre por qué la señora del parque que le llevó al hospital decía que era su madre, y me ha preguntado a mí también si soy su mamá. No sabía qué decirle.

—¿Y qué le has dicho?

—Que es mi hijo del alma, y él me ha preguntado que eso qué es. Don Santiago le ha pedido que se olvide de la señora, que no tiene más madre que yo, pero Javier no se ha quedado conforme. Aunque es muy pequeño, es inteligente y sé que le da vueltas a la cabeza. Edurne, ¿tú crees que la señora Amelia me perdonará? No fui capaz de resistirme a… bueno, ya sabes cómo son los hombres, y tratándose de don Santiago, no supe negarme cuando él…

—¿Le quieres, Águeda?

—¡Cómo no he de quererle! Es un caballero ¡y tan buen mozo!… Las mujeres como nosotras no podemos negarnos a los caballeros. Tengo una hija de don Santiago, Paloma, y él la quiere a su manera. Sé que nunca será para él lo mismo que Javier, pero la quiere y no permitirá que le falte de nada. No la niega como hija y ya me ha dicho que la enviaremos a estudiar a un buen colegio de monjas, y que tendrá una buena dote cuando se tenga que casar, y que a él mismo no le dolerán prendas para acompañarla al altar.

—Para eso falta mucho, tu hija es muy pequeña. ¿Te fías tanto de don Santiago?

—Es un hombre de palabra, preferiría morirse antes que no cumplir. Sé que cumplirá y que no nos abandonará ni a mí ni a mi Paloma. Edurne, dile a la señora Amelia que me perdone y que haré todo lo posible para que pueda volver a ver a su hijo, aunque será mejor que no lo intente en una buena temporada.

—Se lo diré, descuida que se lo diré.

A todos nos conmovió el gesto de Águeda, a todos menos a Amelia. Ella la seguía considerando una intrusa en su casa, alguien que le estaba arrebatando el afecto de su hijo.

—Ella no tiene la culpa de lo que pasa. —Laura intentaba aplacar el malhumor de Amelia.

—Es una buena mujer, mejor que Javier esté con ella que con otra —le dijo doña Elena.

—Yo creo que Santiago te sigue queriendo —aseguró Antonietta ante el estupor de todos nosotros.

—Pero ¿qué dices? ¿Cómo puedes creer eso? Me odia, me odia con toda su alma.

—Pues yo pienso que te quiere pero que no te puede perdonar porque su orgullo se lo impide. Si tú pudieras vencer su orgullo, volveríais a ser felices.

—¿Felices? ¿Sabes, Antonietta?, puede que nunca lo fuéramos.

Un mes más tarde, la señora Rodríguez, aquélla que se había presentado de improviso por Navidad, volvió preguntando por Amelia, pero ella no estaba en casa, de manera que dejó una tarjeta de visita con el encargo de que se la entregásemos cuando regresara.

Los siguientes días noté que Amelia estaba intranquila. Doña Elena lo achacaba al calor, era junio y en Madrid hacía mucho calor; por las noches costaba dormir, de manera que cualquier cosa que nos pasaba lo achacábamos a los efectos del calor. Yo sin embargo me di cuenta de que la visita de la señora Rodríguez debía de tener algo que ver con el nerviosismo de Amelia.

Una tarde en la que Amelia se retrasó más de lo acostumbrado nos dijo que había ido a devolver la visita a la señora Rodríguez.

—¿Te ha dado alguna noticia de Albert James? —le preguntó doña Elena a Amelia, recordando que nos había dicho que aquella señora era amiga del periodista norteamericano.

—Sí, me ha dicho que Albert está bien —respondió secamente Amelia.

—¿Dónde está ahora? ¿En Londres o en Nueva York? —Quiso saber Laura, que parecía sentir una especial devoción por el norteamericano.

—En Londres, creo que sigue en Londres… al menos, es lo que me ha dicho la señora Rodríguez.

La familia seguía viviendo pendiente de la radio. Todas las noches después de la cena nos sentábamos en la sala a escuchar las noticias. Seguimos con atención el derrocamiento de Mussolini y su posterior liberación por un comando alemán y la proclamación de la República Social Fascista de Saló, un ente político fantasma creado por el Duce en el norte de Italia alrededor de unos pocos fascistas fanáticos.

El otoño del año 1943 se instaló en nuestras vidas sin que pareciera capaz de cambiar nuestra rutina.

Una tarde de finales del mes de octubre en la que yo me había quedado en casa por culpa de un resfriado llamó a la puerta un visitante inesperado.

Amelia, Laura y Antonietta habían acompañado a doña Elena a hacer una visita a casa de una amiga, y Jesús se había ido a buscar a su padre al despacho donde trabajaba para acompañarle de regreso a casa. Así que, salvo Edurne y yo, no había nadie más en la casa.

Yo dormitaba en mi habitación y Edurne cosía en la cocina cuando escuchamos el timbre.

Edurne abrió la puerta y soltó un grito que me despertó. Salí de inmediato de mi habitación y me quedé sin habla al encontrar en el vestíbulo a un alemán vestido de uniforme: alto, rubio, de ojos azules, bien parecido. Tenía una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba desde la ceja derecha hasta la nariz.

—Quisiera ver a la señorita Garayoa.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Edurne con un hilo de voz.

—La señorita Amelia Garayoa, soy… soy un viejo amigo suyo.

—Lo siento, pero en este momento no está en casa. ¿Quiere dejar su tarjeta?

—Preferiría esperarla. ¿Cree que tardará mucho?

—No lo sé —respondió secamente Edurne, que empezaba a encontrar fuerzas para hablar con aquel hombre cuyo uniforme la intimidaba.

—Lo mismo tarda en volver —intervine yo, asustado, pensando que aquel hombre lo mismo pretendía hacer algo malo a Amelia.

El oficial alemán se volvió hacia mí mirándome con simpatía.

—¿Eres su primo Jesús o eres Pablo? Tienes que ser uno de los dos.

Me quedé petrificado. Aquel oficial sabía de nuestra existencia. Y de repente pensé que nos iba a detener a todos. Me quedé callado, sin responder, cuando oímos girar la llave de la puerta y la voz de doña Elena. Cuando entró seguida por Laura, Antonietta y Amelia, doña Elena dio un grito asustada al ver al militar alemán.

—Pero ¿quién es usted? —preguntó doña Elena.

—Siento molestarla, busco a la señorita Amelia Garayoa…

No continuó al distinguir a Amelia: ambos se miraron a los ojos con emoción, y sin mediar palabra se abrazaron. A doña Elena casi le dio un síncope, y tuvo que ser atendida por Laura y Antonietta, que la llevaron de inmediato a la sala de estar.

Yo seguía observando al oficial y a Amelia fascinado por la escena. Amelia lloraba, y él a duras penas podía contener las lágrimas. De repente Amelia pareció reaccionar.

—Ven, te presentaré a mi familia.

—Quizá no ha sido buena idea presentarme de improviso… creo que se han llevado un buen susto.

Amelia le cogió de la mano y lo llevó a la sala de estar, donde doña Elena se recuperaba bebiendo un vaso de agua.

—Tía, quiero presentarte al barón Von Schumann, un viejo amigo muy querido por mí.

El oficial se cuadró ante doña Elena, inclinándose para besarle la mano, lo que sirvió para disipar algunos temores de la mujer, incapaz de permanecer insensible ante cualquier demostración de buenos modales.

Laura y Amelia intercambiaron una mirada cómplice que no nos pasó inadvertida a ninguno de los que estábamos allí.

Doña Elena le invitó a sentarse a la espera que de Amelia explicara más detalladamente quién era aquel oficial. En aquella casa todos odiábamos a los alemanes, queríamos que perdieran la guerra, y más que nadie Amelia, quien defendía que si así fuera, Inglaterra y las potencias aliadas nos librarían de Franco. De manera que difícilmente podíamos aceptar de buen grado a un oficial alemán que para todos nosotros representaba el lado más oscuro de la contienda. Era el enemigo y lo teníamos sentado en la sala de estar.

Pero Amelia no parecía dispuesta a decirnos ni una palabra de más sobre quién era aquel hombre. Reiteró que era un viejo amigo al que había conocido años atrás. Todos nos preguntábamos que dónde, pero nadie dijo nada. Hablamos de generalidades y a ninguno se nos ocurrió mencionar la guerra. Explicó que era la tercera ocasión que visitaba Madrid, que años atrás había viajado por España con su padre, mencionando visitas a Barcelona, Bilbao y Sevilla. Doña Elena respondió que teníamos un otoño muy frío y lluvioso, pero que aun en invierno salía el sol en Madrid. Poco después, él preguntó cortésmente si en esas fechas había corridas de toros, a lo que respondimos que no, y doña Elena aprovechó para mostrarse contraria a la fiesta.

—No soporto que se derrame sangre innecesariamente.

Esta afirmación originó que Laura interviniera a favor de la fiesta reprochándole a su madre que no entendiera la grandeza de la lucha entre el torero y el toro. Y así, entre trivialidades, transcurrió cerca de media hora, tiempo en que llegaron don Armando y Jesús.

En el rostro de don Armando el estupor y la preocupación se reflejaron a partes iguales.

Amelia los presentó sin dar más detalles sobre su amistad con el alemán, y nos sorprendió a todos al decir que saldría con él a dar un paseo.

—Es un poco tarde, hija —le reprochó don Armando, muy serio.

—No tardaré mucho, tío, es que el barón no conoce muy bien Madrid, le acompañaré hasta su hotel, se aloja en el Ritz, de manera que regresaré pronto.

—Quizá sería mejor que fueran con él Jesús y Pablo.

—No, no, de ninguna manera. Además, tenemos que hablar, hace mucho que no nos vemos.

Don Armando sabía que Amelia estaba dispuesta a acompañar al alemán con o sin su consentimiento, de manera que prefirió no enfrentarse en aquel momento con su sobrina.

—Está bien, pero no tardes.

Nos despedimos del oficial alemán, al que nunca más volvimos a ver.

Amelia regresó dos horas más tarde y toda la familia la esperaba en la sala de estar.

—Bien, hija, cuéntanos, ¿quién es ese hombre? —preguntó don Armando.

—Le conocí hace muchos años cuando yo aún vivía con Pierre. Luego le volví a encontrar en Berlín cuando trabajé como ayudante de Albert James. Fuimos a Berlín a hacer unos reportajes y allí coincidí con él por casualidad.

—¿Y no le habías vuelto a ver? —Quiso saber doña Elena.

—Sí, nos hemos cruzado en alguna que otra ocasión.

—Es un nazi —sentenció don Armando, sin ocultar su disgusto.

—No, no lo es. Es un alemán que se ha visto atrapado en la guerra, como aquí tantos hombres se vieron atrapados en uno u otro bando.

—Es un nazi —repitió don Armando.

—No tío, no lo es. Te aseguro que es una gran persona a la que debo mucho.

—¿Qué le debes Amelia?

—Permíteme, tío, que no te lo diga. Hay cosas de las que no quiero hablar. Lo siento. No puedo hacerlo.

—Los nazis arruinaron a tu padre, ¿es que lo has olvidado? Y tú misma nos has contado que cuando estuviste en Berlín te fue imposible averiguar qué había sido de herr Itzhak y su familia.

—¡Cómo puedes decirme esto! —Amelia parecía a punto de llorar.

—¡Porque no puedo comprender que tengas amistad con un hombre que viste ese uniforme y que seas capaz de olvidar lo que tu padre sufrió a causa de los nazis! Además, ¿te parece poco lo que están haciendo en la guerra? No, Amelia, no puedo aceptar a un oficial nazi en nuestra casa. Es algo que no voy a tolerar. Por la memoria de mi hermano y por nuestra propia dignidad.

Nunca habíamos visto a don Armando tan serio, tan firme. Nos quedamos todos callados sin saber qué hacer ni qué decir. Amelia se tapó la cara con las manos.

—Piensa en lo que te acabo de decir, hija, pero ten claro que no consentiré que ese hombre vuelva a poner los pies en esta casa.

Amelia miró fijamente a su tío antes de responder.

—Y sin embargo aceptas a Franco, no mueves un dedo contra el nuevo régimen.

—¡Amelia! —Laura se había levantado de un salto de la silla plantándose ante su prima y conteniendo la ira.

—Es la verdad, todos nos hemos plegado a Franco, ninguno hacemos nada. ¿Creéis que es mejor que Mussolini o que Hitler? Pues yo no lo creo, y sin embargo aquí estamos, sin mover un dedo.

—Hemos perdido la guerra, Amelia, pero no la dignidad —dijo en voz casi inaudible don Armando.

—¿Qué pretendes que hagamos? ¿No hemos pagado ya con creces? —dijo Laura.

—¿Por qué juzgáis a Max si no sabéis nada de él? —protestó Amelia.

—Porque pudiendo elegir bando, ha elegido luchar para Hitler —respondió Laura con dureza.

—Es un soldado, no puede elegir —protestó Amelia.

—Sí, Amelia, sí puede hacerlo, aquí lo hicieron muchos soldados, aunque luego perdiéramos —sentenció su tío.

—No podéis comprender… no sabéis… lo siento, pero no sois capaces de ver lo que está pasando.

—Sí, claro que lo vemos, eres tú la que necesita autoengañarse por lo que significa para ti ese hombre —afirmó Laura sin piedad.

Las dos primas se miraron conteniendo las lágrimas. Era la primera vez en su vida que discutían, que se enfrentaban.

Nos quedamos en silencio. Doña Elena rompió la tensión mandándonos a la cama.

—Mañana tenemos que madrugar, dejemos las cosas desagradables para hablarlas a la luz del día, siempre es mejor que hacerlo por la noche. En la noche sólo hay oscuridad.

Nos fuimos a la cama, pero yo no tardé en levantarme; estaba convencido de que Amelia y Laura estarían hablando. Y así fue. Estaban en el salón, y más que hablar, susurraban. Me quedé muy quieto en la puerta, escuchando.

—¡Qué cosas me has dicho, Laura! Precisamente tú…

—Pero, Amelia, ¿por qué no me quieres decir ni siquiera a mí lo que te une a ese hombre?

—Por tu bien, Laura, no te lo digo por tu bien. Hay cosas que es mejor que no sepáis por ahora, algún día te las contaré, te lo juro, pero tienes que confiar en mí.

—Me he dado un buen susto al entrar en casa y ver a un nazi. Por un momento he pensado que nos iban a detener.

—¡Pobre Max!

—¿Qué significa para ti?

—Ya te lo dije, es una persona muy importante, tanto como para haberme distanciado de Albert James. Si no hubiera conocido a Max seguramente seguiría con él.

—¡No puedo creer que estés enamorada de un nazi!

—No es un nazi, Laura, te juro que no lo es. No tiene más remedio que luchar con su Ejército; es un oficial, un aristócrata, no podía desertar.

—Es mejor ser un desertor que luchar por Hitler.

—Él no lucha por Hitler.

—Sí, sí que lo hace, no te engañes, Amelia. Dime, ¿qué quiere, a qué ha venido?

—Está aquí por un asunto oficial y se le ha ocurrido venir a verme.

—No me engañes, Amelia, sé que no me dices la verdad.

—Entonces no me preguntes, Laura, no me preguntes hasta que no te pueda contar toda la verdad.

Oí que se movían y me dirigí deprisa a mi habitación. Si Amelia no se sinceraba con Laura, difícilmente lo haría con los demás, de manera que me dije que nunca sabríamos quién era aquel hombre. Y así ha sido, nunca lo hemos sabido, o al menos yo nunca lo he sabido. Puede que doña Laura lo sepa, no lo sé, no se lo he preguntado.

Amelia y el oficial alemán continuaron viéndose. Él acudía a buscarla a la mercería de doña Rosa y la llevaba a almorzar, luego ella le enseñaba sus rincones preferidos de Madrid. Incluso un domingo fueron al Escorial. Pero nunca más volvió a subir a nuestra casa, ni Amelia hizo comentario alguno sobre él. Don Armando prefería ignorar el ir y venir de Amelia y sólo doña Elena se atrevió un día a preguntarle por él.

—Hija, deja que te dé un consejo: no te enamores de ese hombre, que sólo puede traerte problemas; bastantes has tenido ya. Albert James era una buena persona, no sé por qué no continúas con él. Era un caballero. Es una pena que no os podáis casar, pero aun así… si tienes que estar con un hombre, que sea con alguien que merezca la pena.

Al cabo de unos días, una noche, a la hora de la cena, Amelia nos comunicó que se iba.

—Pero ¿adónde? —preguntó preocupado don Armando.

—A Roma, he decidido aceptar la invitación de mi amiga Carla Alessandrini. Ya os he hablado de ella, y como bien sabéis nos escribimos con frecuencia. Insiste en sus cartas para que vaya a verla, y ahora tengo la oportunidad.

—¿Oportunidad? Pero así, tan de repente… ¿Y tu trabajo? —Quiso saber doña Elena.

—He hablado con doña Rosa y me ha asegurado que no le importa que me tome unas pequeñas vacaciones, no estaré fuera más de un mes.

—¿Te vas con ese hombre, Amelia? —le preguntó directamente don Armando.

—Tío…

—Aún no estás bien; has mejorado, sí, pero estás tan delgada… No deberías irte, Amelia. Me dijiste que nunca más lo harías, que te ibas a quedar con la familia para siempre.

—No me voy, tío, es solamente un viaje que no durará mucho, confía en mí. Carla me insiste tanto en sus cartas, me dice que me necesita y no imagináis lo buena y generosa que ha sido conmigo.

—Amelia, no me parece bien que te vayas con ese hombre, es un oficial nazi —le cortó don Armando.

—¡Por Dios, tío, no hables así! Max es un amigo muy querido, que también conoce a Carla, y estos días hemos hablado de ella. Puesto que él tiene que ir a Roma, se ha ofrecido a hacerme compañía durante el viaje. Iré con él hasta Roma, sí, pero me alojaré en casa de Carla Alessandrini, te lo prometo. No debes preocuparte.

—Italia está en guerra, no es el mejor lugar para unas vacaciones.

—No me pasará nada, voy con Max y allí está Carla.

—No me convences, Amelia, no me convences. Solamente sé que desde que se ha presentado ese oficial no pareces la misma. No entiendo cómo te dejas embarcar en esa aventura para ir a Italia. Quiero confiar en ti, Amelia, te debo mucho, pero me asustas.

—Confía en mí, no voy a hacer nada malo, te lo aseguro. Serán sólo unos días, cuando te quieras dar cuenta, ya estaré aquí para pasar las Navidades. Por nada del mundo querría estar fuera de casa en esas fechas.

Edurne, mientras ayudaba a Amelia a hacer las maletas, también le reprochó el viaje anunciado.

—¿Cómo puedes dejar otra vez a Antonietta? ¿Es que no te das cuenta de lo que sufre tu hermana? No es bueno que los hermanos estén separados.

—¿Cuánto hace que tú no ves a Aitor? —replicó Amelia.

—Mucho, años.

—Y es tu hermano y le quieres, ¿verdad?

—Sí, y me duele no verle. Ya tiene tres niños. Ya ves, tengo sobrinos a los que no conozco. Mi madre sufre por él —respondió Edurne.

—Mi querida Amaya… cuánto la echo de menos —respondió Amelia.

—A mi hermano le ha perdido la política, y a ti también. Menos mal que se casó con esa chica de Biarritz. Es una desgracia que tenga que vivir allí por la política. ¡Maldita política!

—¡Vaya, te creía una buena comunista!

—Eso era antes de la guerra… después de lo que ha pasado y de todas las desgracias que hemos vivido, ¿crees que todavía me quedan ganas de política? Sólo quiero vivir en paz, en eso coincido con tu tía.

—Entonces, ¿ya no eres comunista…? —bromeó Amelia.

—¡Pero qué voy a ser! Ni tú ni yo sabíamos qué era eso, éramos muy jóvenes y nos entusiasmamos… entre Lola, Pierre, Josep Soler, y toda aquella gente que parecía tan resuelta, tan apasionada, nos embaucaron… iban a cambiar el mundo… ¡y vaya lo que ha pasado!

—Lo que ha pasado es que los fascistas han ganado la guerra, pero eso no les da la razón.

—Ni a nosotros tampoco. No, ya no soy comunista y no creo que tú todavía lo sigas siendo.

El día en que Amelia se marchó fue muy triste. Doña Elena hasta sufrió un desmayo y hubo que darle Agua del Carmen, Antonietta no dejaba de hipar, Laura lloraba a moco tendido, y Jesús y yo nos contagiamos de tanta emoción y también acabamos llorando. Sólo don Armando fue capaz de contener las lágrimas.

—Amelia, escríbenos, por favor, dame tu palabra de que lo harás.

—Te doy mi palabra, tío, os escribiré y regresaré pronto.

Amelia se negó a que la acompañáramos hasta el portal. Dijo que la venían a buscar, pero nosotros sabíamos que la esperaba el oficial alemán. Nos asomamos a uno de los balcones y lo vimos llegar en un coche negro del que se bajó para ayudar a Amelia con la maleta. Antes de meterse en el coche ella miró hacia arriba y agitó la mano sonriéndonos. Estaba feliz y eso es lo que más nos desconcertaba, pero era así. No volvimos a verla en mucho tiempo…

—Bien —concluyó el profesor Soler—, esto es todo, al menos todo lo que le puedo contar de lo que sucedió entre la primavera de 1942 y el otoño de 1943, un año largo en el que Amelia estuvo con nosotros.

El profesor se restregó los ojos con el dorso de la mano. Parecía cansado. A mí me asombraba su prodigiosa memoria y más aún la capacidad para contar las cosas de manera que no sólo las revivía él sino que también hacía que yo las sintiera como propias. Le insistí en que me dijera si Amelia había vuelto y cuándo, pero no quiso contarme nada más.

—Vamos, Guillermo, sabe que no voy a contarle más. Al menos por ahora. Es usted quien tiene que ir rellenando los huecos vacíos. Habíamos quedado en que no daría saltos en el tiempo. Para que su investigación tenga sentido debe ir paso a paso; si da saltos hacia delante, podría confundirse e incluso considerar que no merece la pena volver atrás, y no es eso lo que quieren las señoras Garayoa.

—Ya, pero ¿dónde busco ahora? —pregunté preocupado.

—No sé, ¿quizá en Roma? Amelia nos dijo que se iba a Roma. Puede ir a ver a Francesca Venezziani. Si Amelia, tal y como nos dijo, estuvo con Carla Alessandrini en aquellas fechas, entonces Francesca debe de saberlo, ¿no cree?

—Verá, a veces pienso que usted sabe más de lo que parece sobre Amelia pero por alguna razón que se me escapa no quiere tirar del hilo.

La risa del profesor Soler me desconcertó, pero me reafirmó en mi intuición.

—No sea tan desconfiado, ¿no le estoy ayudando cuanto puedo?

—Y le estoy muy agradecido; solo, sin usted, no habría dado ni un paso.

—Sí, sí que los habría dado, pero con mayor dificultad; no se subestime, tengo la mejor opinión de usted.

—¡Uf! Eso sí que es una responsabilidad.

—¿Y qué hay de su trabajo? ¿Continúa escribiendo todavía en ese periódico de internet para el que me hizo aquella entrevista?

—Me despidieron. Mi único trabajo es esta investigación; menos mal que las señoras Garayoa son generosas con los honorarios, de lo contrario, hace tiempo que me habrían desahuciado de mi apartamento. Y mi madre casi no me habla, cree que estoy perdiendo el tiempo.

—Y tiene razón.

—¡Cómo! ¿De manera que usted cree que estoy perdiendo el tiempo?

—Verá, está ganando tiempo para la familia Garayoa, y su trabajo en este sentido es valiosísimo para las señoras; pero en lo que se refiere a usted, esto no le va a aportar nada a su profesión, al revés, le está distrayendo.

—Vaya, profesor, me sorprende su ecuanimidad.

—Si usted fuera mi hijo, yo estaría igual de enfadado como lo está su madre. No le diré que se dé prisa en terminar este trabajo porque es imposible saber cuánto tiempo más le llevará, pero sí que debería pensar qué va hacer cuando termine.

—Tengo un defecto gravísimo para el ejercicio de mi profesión.

—¿Qué defecto es ése? —preguntó el profesor Soler.

—Pues que creo que el periodismo es un servicio público donde debe primar la verdad y no los intereses de los políticos, de los empresarios, de los banqueros, de los sindicatos o del que me paga.

—Pues tiene usted un problema.

—Y no imagina de qué tamaño.

Cuando me despedí del profesor Soler iba pensando en Francesca Venezziani. La verdad es que me alegraba la idea de volver a verla, aquellas cenas en su ático a las que me invitaba eran divertidas. Claro que mi madre se enfurecería cuando le dijera que de nuevo me marchaba de viaje. Quizá tendría que sentarme con ella y contarle algo de lo que iba averiguando de nuestra antepasada, puede que así me perdonara. Tan pronto como lo pensé me arrepentí. No era ético darle una información que ni siquiera a mí me pertenecía. Pero algo debía decir a mi madre para convencerla de que confiara en mí. El problema era que no se me ocurría qué podía ser.

Tuve suerte porque nada más llegar al aeropuerto del Prat encontré un avión del puente aéreo que estaba a punto de volar hacia Madrid. Cuando llegué me fui directamente a casa de mi madre.

—¡Sorpresa! —dije cuando me abrió la puerta.

—¿Es que no te he enseñado que no debes presentarte en ninguna casa sin avisar? —me contestó a modo de saludo.

—Sí, pero no sabía que tenía restringido venir a darte un beso en cualquier momento —le dije mientras la abrazaba, intentando vencer su malhumor.

Mi madre cedió y me invitó a cenar, y para sorpresa mía discutimos menos de lo previsto, no sé si porque estaba cansada o sencillamente porque estaba asumiendo que era mejor dejarme por imposible.

Al día siguiente, antes de irme a Roma decidí telefonear al mayor William Hurley, el muy ilustre archivero del Ejército británico. Quería que él me aclarara algo de lo que había explicado el profesor Soler: me intrigaban aquellas dos misteriosas visitas de la señora Rodríguez. Yo conocía algo que creo que ignoraba el profesor Soler: que aquella mujer en realidad era una agente de la Inteligencia británica. Necesitaba saber si en las dos ocasiones en las que había visitado a Amelia era por cuestiones de «trabajo».

Al mayor Hurley no le hizo ni pizca de gracia que le llamara tan pronto. Pensaba que después de haberme contado todas las peripecias de Amelia en Varsovia se libraría de mí una buena temporada, pero allí estaba yo tan solo una semana después llamando a su puerta, o mejor dicho, a su teléfono.

El mayor me quiso dar largas: estaba muy ocupado con un campeonato de bolos organizado por los veteranos de su antigua unidad y no tenía tiempo para explicarme por qué la señora Rodríguez visitó a Amelia en Madrid.

—Es usted muy impaciente ¿no puede aguardar tan siquiera una semana?

—No sabe cuánto siento distraerle de su campeonato, pero sin usted no puedo avanzar.

—Joven, es usted quien tiene que investigar el pasado de su bisabuela, no yo.

—Ya, pero parece que ese pasado se esconde en sus archivos, de manera, mayor, que no tengo más opción que molestarle. Pero le aseguro que no le entretendré mucho.

—He de confesarle que me esperaba esta llamada, aunque no tan pronto. Pero insisto en que no puedo atenderle, mañana por la tarde salgo en dirección a Bath, y ni usted ni nadie me impedirá participar en el evento.

—Nada más lejos de mi intención…

—Bien, lo único que le puedo adelantar es que su bisabuela volvió a colaborar con el Servicio Secreto británico.

—Así que la señora Rodríguez la convenció de que volviera a la acción.

—En realidad no fue la capacidad de convicción de la señora Rodríguez sino a causa de Carla Alessandrini.

—Ahora sí que me deja usted sorprendido. ¿No puede contarme algo más? Tenía pensado ir a Roma y era por saber hacia dónde tirar.

—Llámeme por la mañana —me ordenó, malhumorado, antes de colgar el teléfono.

Con puntualidad británica, le telefoneé al día siguiente.

—Efectivamente, a finales del cuarenta y dos, y posteriormente en el cuarenta y tres, el Servicio de Inteligencia se puso en contacto con su bisabuela en Madrid. No era la primera vez que lo hacía, pero ella no parecía querer volver a saber nada ni de la guerra ni del espionaje, y así se lo hizo saber a la señora Rodríguez.

»Después de haber logrado salvar la vida en Polonia, había mandado un extenso informe a lord Paul James en el que le contaba todo lo sucedido y, al final, le indicaba que no contaran más con ella. Lord James no era de los que admitían una negativa a sus planes, de manera que no se dio por vencido: sabía que sólo era cuestión de esperar una ocasión propicia para que Amelia volviera a colaborar. Y esa ocasión llegó precisamente en Roma, donde tanto ella como el coronel Von Schumann iban a llevarse una sorpresa desagradable.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que pasó?

—La señora Rodríguez se había puesto en contacto con Amelia Garayoa para informarle de que su amiga Carla Alessandrini estaba colaborando con los servicios secretos aliados y que tenía algunas dificultades. No, no voy a contarle nada más. Ya le dije que esta tarde salgo de viaje y tengo mucho que hacer. Llámeme dentro de una semana y entonces le atenderé con mucho gusto.

Fue inútil insistir. El mayor Hurley se mostró irreductible. Habíamos quedado que nos volveríamos a ver al cabo de unos días, así que mientras podía pasar ese tiempo de espera en Roma indagando junto a Francesca. El plan se me antojaba perfecto.