Durante los dos meses siguientes, Amelia volvió al gueto en varias ocasiones ayudando a transportar la magra ayuda conseguida por aquel grupo de resistencia liderado por Grazyna.
La joven polaca continuaba robando medicinas del hospital gracias a la benevolencia de la hermana Maria. La monja protestaba, pero la dejaba hacer.
Ewa le susurró en una ocasión que había varios estudiantes en el grupo y un par de abogados jóvenes, así como maestros, pero Amelia nunca los llegó a conocer. Grazyna se mostraba muy celosa de la seguridad de su grupo, pese a saber que Amelia trabajaba para los británicos.
En aquellas incursiones al gueto, Amelia se convirtió en testigo de las agrias discusiones entre Szymon y su hermano Barak, por más que la madre de ambos se esforzaba por instaurar la paz entre sus dos hijos.
—¡Cómo podéis estar tan ciegos! ¡Los del Judenrat os conformáis con lo que está pasando! —le gritó Szymon a su hermano.
—¡Cómo te atreves a decir eso! —Barak parecía a punto de darle un puñetazo a Szymon.
—¡Porque es la verdad! ¡Creéis que os permitirán administrar las migajas que nos dan! Y yo digo que tenemos que luchar, que lo que necesitamos son armas.
—¡No lo sabes todo, Szymon! ¡Claro que necesitamos armas! Pero mientras no estemos preparados, ¿con qué quieres que nos enfrentemos al Ejército alemán? —replicó Barak conteniendo a duras penas la ira que le provocaban los reproches de su hermano.
Era Sarah quien les obligaba a callar recordándoles que debían estar unidos para hacer frente a la adversidad.
—¡Es que me repugna ver a los Judenrat tratando con los nazis para conseguir que nos den unas migajas de pan! —protestaba Szymon.
—¡Sin duda tú lo podrías hacer mejor! —respondió irónico Barak.
Amelia escuchaba en silencio. En su tiempo libre estudiaba polaco y empezaba a comprender algo de lo que oía. Pero era Grazyna la que ponía a Amelia al tanto de las discusiones que se traían los dos hermanos, y estaba más de acuerdo con Szymon. Más tarde le preguntó a Tomasz por qué, además de medicinas y libros, no intentaban llevar armas al gueto.
—No es fácil encontrar armas. ¿Dónde crees que podemos obtenerlas? Aun así, lo intentaremos. Szymon es muy vehemente, pero puede que tenga razón. Aunque yo opino como Barak y mi amigo Rafal: lo importante es aliviar la situación del gueto. ¿Crees que de verdad los judíos de allí tendrían una sola posibilidad si se enfrentaran a los soldados? Los matarían a todos.
—Pero al menos morirían intentando hacer algo —respondió Amelia.
—La muerte no sirve para nada. Te matan y ya está. No me parece buena idea decir a la gente que se deje matar —insistió Tomasz.
—Yo no digo que se dejen matar —protestó Amelia.
—¿Y qué otra cosa pasaría? Con unas cuantas pistolas, ¿crees que se puede derrotar al Ejército alemán? Por favor, Amelia, ¡seamos realistas! Sería un suicidio. Claro que debemos luchar, pero cuando llegue el momento. Los líderes jóvenes del gueto no han renunciado a luchar, pero necesitan armas y munición para resistir algún tiempo.
Grazyna no participaba en las discusiones y por eso Amelia se sorprendió cuando una tarde, al ir a visitarla, la encontró junto a Piotr despidiendo a un hombre a quien no conocía.
—No te esperaba —dijo Grazyna al verla.
—Siento presentarme sin avisar —se excusó Amelia.
El hombre no dijo nada y se encaminó a las escaleras sin despedirse. Grazyna se metió en su apartamento seguida de Piotr y Amelia.
—No deberías presentarte de improviso. Yo tengo mi vida, ¿sabes?
—Lo siento, vendré en otro momento —respondió Amelia haciendo ademán de marcharse.
—Ya que estás aquí… en fin, quédate. Estamos esperando a Tomasz y a Ewa para ir al gueto.
—Ya te he dicho que hay demasiadas patrullas y que la condesa me ha mandado decir que me espera esta noche —le dijo Piotr a Grazyna, ignorando la presencia de Amelia.
—Lo sé, pero ¿quieres que me quede con las armas en casa? Sería una locura. Cuanto antes las llevemos, mejor.
—Sí, pero hoy no. Sabes que será difícil que pueda ayudaros. La condesa no está con los nazis pero procura no tener problemas con ellos. Y cuando me reclama en su habitación no me resulta fácil librarme de ella. Además, esta noche le ha dado libre a las criadas, y estaremos solos.
—Pues tendrás que inventar algo, Piotr, pero debemos llevar las armas esta misma noche.
—¿Qué armas? —Se atrevió a preguntar Amelia.
—Hemos conseguido unas cuantas pistolas y algunas escopetas de caza. No es que valgan para mucho pero al menos servirán para que la gente del gueto no se sienta tan indefensa —explicó Grazyna.
—¿Armas? ¿Y cómo las habéis conseguido? —El asombro se reflejaba en la voz de Amelia.
—Las escopetas nos las han dado amigos aficionados a la caza, en cuanto a las pistolas… mejor no te lo decimos. Cuanto menos sepas de algunas cosas, más segura estarás —respondió Grazyna, a la que no se le había escapado la mirada de alerta de Piotr.
—Puedo ayudaros a transportarlas al gueto —se ofreció Amelia.
—Sí, ya que estás aquí nos serás útil.
Apenas anochecía, cuando Ewa y Tomasz se presentaron en casa de Grazyna. Ewa traía una cesta repleta de dulces.
—Ya llevaremos los dulces otro día —dijo Grazyna—, las armas pesan, y no podremos cargar con todo.
—Intentémoslo, los niños se ponen tan contentos…
Piotr les guio entre las sombras de la noche hasta la casa de la condesa. Abrió la puerta trasera que daba a la cocina y les empujó hacia su habitación al escuchar un ruido en las escaleras que daban al piso principal.
—Piotr, ¿estás ahí…?
La voz de la condesa alertó a Piotr.
—Sí, señora, ahora mismo subo.
—No, no lo hagas, bajaré yo. Puede ser divertido cambiar de habitación.
Piotr se puso tenso y comenzó a subir las escaleras deprisa. Tenía que evitar que la condesa descubriera a sus amigos.
—Señora, no me parece conveniente que bajéis a mi cuarto, no está en condiciones para vos.
—¡Vamos, vamos!, no seas tan remilgado. Hazte a la idea de que no soy una condesa sino una de las criadas, será divertido.
—No, de ninguna manera —insistió Piotr, intentando evitar que la mujer continuara bajando las escaleras.
Grazyna cerró los ojos temiéndose lo peor. Ewa y Tomasz apenas se atrevían a respirar, mientras que Amelia parecía rezar en silencio.
Respiraron aliviados cuando escucharon alejarse los pasos de Piotr y de la condesa y aguardaron cerca de dos horas sin atreverse a mover un músculo, hablando entre susurros. Por fin Piotr regresó. Se le notaba sudoroso y a medio vestir.
—Tenemos cinco minutos. La condesa está empeñada en bajar a mi habitación. Daros prisa, si no regreso pronto vendrá a buscarme ella.
Salieron a la calle y Piotr levantó la tapa de la alcantarilla y les ayudó a deslizarse hacia las cloacas de la ciudad. Apenas había vuelto a colocar la tapa cuando, al volverse, vio la figura de la condesa en la puerta trasera. Se miraron sin decir palabra, la condesa dio la media vuelta y regresó a su habitación. Piotr la siguió pero ella había cerrado con llave la puerta del cuarto y no respondió a su llamada.
A la hora prevista, las cuatro de la madrugada, Piotr volvió al callejón para abrir de nuevo la tapa de la alcantarilla. La primera en salir fue Grazyna, que de inmediato notó el gesto preocupado de Piotr.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó.
—Creo que nos ha visto.
—¡Dios mío! ¿Y qué te ha dicho? —Quiso saber Grazyna.
—Nada, me ha cerrado la puerta de su cuarto. Puede que me despida. No lo sé. Ya hablaremos más tarde, ahora debéis iros.
—¡Pero no podemos ir por la calle a estas horas! Hay toque de queda —le recordó Tomasz.
—¿Y qué sucedería si ella bajase a mi habitación? ¿Qué le diría? ¿Que sois un grupo de amigos que me habéis venido a visitar a través de las alcantarillas? Sé que corremos todos un gran peligro, pero no podéis quedaros aquí.
—Pero es lo que haremos —afirmó Grazyna, sorprendiéndoles a todos por su firmeza.
—No… no puede ser… —protestó Piotr.
—Puede que tu condesa nos denuncie si nos encuentra aquí, pero lo que es seguro es que nos ahorcarán a todos si nos detienen andando por la ciudad durante el toque de queda. Entre ambos riesgos, prefiero correr el de la condesa.
Piotr se encogió de hombros. Estaba demasiado preocupado para oponerse a Grazyna, y los demás no dijeron nada. Tenían claro que era Grazyna quien daba las órdenes.
A las siete y media Grazyna salió de la casa acompañada de Amelia, dos minutos más tarde lo hicieron Ewa y Tomasz. Apenas salieron, la condesa se presentó en la habitación de Piotr.
—¿Ya se han ido? —preguntó.
Él no respondió pero se acercó a ella y la abrazó mientras la acompañaba hacia su propio cuarto. Las criadas regresarían a las ocho, pero si la condesa quería sentirse como una criada, él la complacería.
El comandante Jürgens seguía hostigando a Amelia con insinuaciones procaces, y ella hacía cuanto podía por evitarle, aunque en ocasiones se lo encontraba en el vestíbulo o en el comedor del hotel.
De vez en cuando le llegaba alguna carta de Max desde el frente. Eran cartas formales, como las que se escriben a una buena amiga, pero nada más. A Amelia no le sorprendía no encontrar ninguna expresión amorosa, sabiendo que cualquier carta que salía del frente pasaba por la censura militar.
Para lo que no estaba preparada fue para lo que sucedió a mediados de noviembre. Una tarde en la que regresaba de ver a Grazyna se tropezó en la recepción del hotel con la última persona con la que habría deseado encontrarse.
La mujer, de porte aristocrático, departía con el comandante Jürgens y otros dos oficiales de las SS, y al volverse, reconoció a Amelia.
—¡Vaya si está aquí la española! —dijo el comandante Jürgens levantando la voz y provocando la atención de la mujer y la de los oficiales que la acompañaban.
La baronesa Ludovica clavó su mirada en Amelia recorriéndola de arriba abajo. Sus ojos destilaban odio y traicionaban la sonrisa que dibujaban sus labios.
—¡Amelia, qué sorpresa! No sabía que estaba usted en Varsovia. ¡Cuánto me alegro de verla! —dijo la alemana.
Ludovica se acercó a Amelia e hizo ademán de besarla en la mejilla, disfrutando con su nerviosismo.
—Baronesa… no sabía que vendría usted a Varsovia.
—¡Claro que no! ¿Cómo podría saberlo? Es una sorpresa… quiero darle una sorpresa a mi marido, que tampoco sabrá usted que llega mañana de permiso. Disfrutaremos de unos días en los que vamos a estar juntos tras estos meses que se me han hecho eternos… Además, querida, le traigo un regalo que no me importa que usted conozca antes que él: ¡vamos a tener un hijo! Convendrá conmigo en que es el mejor regalo que se le puede hacer a un hombre.
Amelia sentía que le temblaban las piernas y notaba que el rostro le estaba ardiendo. La sonrisa burlona de la condesa la humillaba aún más que las carcajadas del comandante Jürgens, quien no ocultaba lo mucho que disfrutaba con la escena.
—¿No me dice nada, Amelia? ¿No me felicita por la buena nueva? —Oyó decir a la baronesa.
—Desde luego. La felicito —respondió a duras penas.
—Únase a nosotros, Amelia. La baronesa honrará nuestra mesa con su presencia —dijo el comandante Jürgens.
—Lo siento, estoy… estoy muy cansada… en otra ocasión… —se excusó ella.
—¡Claro, querida, en otra ocasión! Seguro que a Max le gustará que la invitemos a celebrar la buena noticia —dijo la baronesa.
Amelia se dirigió al ascensor intentando controlar el temblor que sentía por todo el cuerpo. Su habitación estaba justo al lado de la de Max, y aunque permanecía cerrada desde que él se había ido al frente, temía estar tan cerca de Ludovica, que no habría dudado en instalarse en la habitación de Max.
Desde luego aquél no era su día de suerte. Una hora después de haber llegado al hotel y de dar vueltas por la habitación sintió unos golpes en la puerta. Temió que fuera el comandante Jürgens, pero la sorpresa fue mayor al escuchar la voz de Grazyna.
—¡Por Dios, Amelia, abre la puerta!
Grazyna tenía el rostro desencajado, y prácticamente le costaba hablar.
—Se han llevado a la hermana… —alcanzó a decir.
—¿A la hermana? ¿A quién te refieres?
—Se han llevado a la hermana Maria… Alguien ha denunciado la falta de medicamentos en la farmacia del hospital. Al parecer habían hecho un inventario sin que ella supiera nada, y desde hace tiempo tenían un listado completo de lo que faltaba. Esta tarde el director la ha mandado llamar al despacho; la hermana Maria le ha asegurado que ella no sabía nada de esas desapariciones, pero no la han creído y se la han llevado.
—¡Dios mío! ¿Y cómo has sabido todo esto?
—Cuando me he enterado de que el director la había llamado, he ido a ver a la madre superiora. Estaba muy nerviosa, me ha asegurado que ella no ha dicho nada porque nunca ha querido saber nada, pero que temía que la policía obligara a hablar a la hermana Maria. No he ido a mi casa, es el primer lugar donde irán a buscarme.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Amelia, angustiada.
—No lo sé… Pero si la hermana Maria habla… me van a detener, Amelia… estoy segura.
—¡Y has venido aquí! ¡Qué locura! En este hotel se alojan la mayoría de los oficiales alemanes y un buen número de oficiales de las SS.
—Precisamente por eso he venido, me ha parecido el lugar más seguro, aquí no me buscarán. He de quedarme aquí… debes permitir que me quede. —En el tono de Grazyna había una mezcla de orden y de súplica.
—De acuerdo, puedes quedarte, aunque yo también tengo problemas. Esta tarde me he encontrado en el vestíbulo a la esposa de Max, y estaba junto a ese comandante de las SS que me odia tanto. No sé… no me parece que la presencia de Ludovica sea casual…
—Eso no es importante. Debes ir a avisar a Ewa, ella sabrá cómo dar la voz de alarma a los demás. Esta noche íbamos a llevar más armas al gueto…
—¿Esta noche? No me habías avisado —se quejó Amelia.
—No… no pensaba hacerlo —admitió Grazyna—, las personas que nos han facilitado las armas se habrían puesto nerviosas al ver a una extraña. Esta vez el cargamento es importante, y… bueno, otros integrantes del grupo iban a ayudarnos a trasladarlas. El problema es que pensaban hacerlo directamente a casa de Piotr. Ewa y yo los íbamos a acompañar hasta allí. Tenemos que evitar que les detengan.
—Pero la hermana María no sabe nada sobre tu grupo, de manera que no puede delatarlos.
—Pero si la hacen hablar, confesará que las medicinas me las llevo yo. Puede que a estas horas ya lo haya dicho, y si es así, sabrán mi dirección y me estarán buscando. Y tirando del hilo, no les resultará tan difícil seguir la pista a mis amigos y detenerlos.
—Sólo son suposiciones —intentó calmarla Amelia.
—¡Vamos, no seas ingenua! ¿Crees que a la Gestapo le costará mucho hacer hablar a una monja? Estamos en peligro y hay que actuar con rapidez, o de lo contrario, caerá todo el grupo. Acércate hasta la pastelería de Ewa como si fueras a comprar dulces. Tienes que decir una frase, apréndetela porque es importante: «Me encantan los dulces, pero a veces me atraganto con ellos». ¿Te acordarás?
—Claro que sí. Y con esa frase, ¿crees que Ewa sabrá lo que sucede?
—Sí, y avisará a los demás. Vete ya, sólo queda media hora para que cierren la pastelería.
—¿Y si no encuentro a Ewa?
—Entonces regresa cuanto antes, significará que la han detenido.
—Pero… bueno… ¿y si me detienen a mí?
—¿A ti? Es una posibilidad, pero creo que antes que a ti nos detendrán a nosotros, al fin y al cabo tú eres la amante de un oficial alemán.
Amelia siguió las instrucciones de Grazyna y salió con paso rápido camino de la pastelería de Ewa, que no se encontraba muy lejos del hotel. Grazyna esperaría en la habitación su regreso.
Amelia no tardó más de diez minutos en llegar. La pastelería estaba precintada, así que preguntó al portero de la casa de al lado si sabía qué había sucedido.
—¡Oh!, la policía vino hace un rato. No me pregunte por qué, no lo sé, ni lo quiero saber.
—Pero algo habrá pasado… —insistió Amelia, intentando hacerse entender con su precario conocimiento del polaco.
—Sí, seguramente. No sea curiosa y déjeme en paz.
El portero le dio la espalda y Amelia se sintió perdida. ¿Qué podía hacer? Tomó una decisión: iría a avisar a Piotr, seguramente él sabría cómo dar la voz de alarma entre el grupo de Grazyna. Sabía que era una decisión arriesgada, pero no tenía otra opción: a los únicos miembros que conocía del grupo eran, además de Grazyna y Ewa, a Piotr y a Tomasz, y no sabía dónde encontrar a este último.
Subió a un autobús que la dejó cerca de la casa de la condesa Lublin. Caminó con rapidez mirando a derecha e izquierda por si acaso veía algo sospechoso, pero nada de lo que veía parecía fuera de lo habitual. Se acercó a la parte de atrás de la casa situada en el callejón que también conocía, y golpeó suavemente la puerta de servicio conteniendo la respiración.
Una de las criadas de la condesa abrió la puerta y, con gesto adusto, le preguntó qué quería.
—Soy amiga de Piotr y necesito verle con urgencia… es… es por un asunto familiar —suplicó Amelia, esperando que la entendiera.
La criada la miró de arriba abajo antes de ordenarle que esperara fuera de la casa mientras ella iba a avisar al chófer de la condesa.
Piotr apenas tardó unos minutos en acudir acompañado de la criada. Al ver a Amelia, contrajo el gesto, pero no dijo nada, la agarró del brazo y la metió en su habitación.
—¿Estás loca? ¿Cómo te atreves a presentarte aquí?
—Han detenido a la hermana María, también a Ewa. Grazyna está escondida en mi habitación. Tienes que avisar a tu grupo para que no vengan esta noche con las armas, u os detendrán a todos.
Consciente del peligro, Piotr pareció envejecer de repente. Le costaba pensar qué era lo que debía hacer.
—Puede que Ewa haya hablado y les hayan detenido a todos y estén a punto de venir a por mí —respondió después de unos segundos de silencio.
—No lo sé, pero aún podrías intentar hacer algo… Si Ewa no ha hablado, al menos existe la posibilidad de que tú y tus amigos podáis huir. Yo debo regresar con Grazyna.
—No, no te vayas. A ti te costará menos ir de un lado a otro… Te daré una dirección, en la plaza Zamkowy, allí encontrarás a uno de los nuestros, Grzegorz, él es quien tiene las armas que iban a traer esta noche aquí.
—¿Y tú qué harás?
—Intentar huir.
—¿Y si a tu amigo Grzegorz lo han detenido?
—Entonces es cuestión de tiempo que nos detengan a todos, incluso a ti —respondió Piotr, encogiéndose de hombros—, pero ahora vete.
Piotr abrió la puerta y miró a ambos lados del callejón, pero no vio nada que le llamara la atención. A modo de despedida, ambos se desearon suerte.
Amelia volvió a buscar un autobús para llegar hasta la plaza Zamkowy. Consultaba el reloj con impaciencia y rezaba pidiendo encontrar al tal Grzegorz.
Se bajó una parada antes de llegar a su destino y caminó deprisa buscando la dirección que le había indicado Piotr. Subió las escaleras y apretó el timbre con ansia. La puerta se abrió y en la penumbra vio dibujada la silueta de un hombre.
—¿Grzegorz? Usted no me conoce, vengo de parte de Piotr para advertirle…
No pudo terminar la frase: el hombre la agarró del brazo y tiró de ella con fuerza al interior de la vivienda, arrastrándola hasta un amplio salón, también en la penumbra. Cuando los ojos de Amelia se acostumbraron a la falta de luz, pudo distinguir a un hombre tirado en el suelo sobre un charco de sangre. Apenas pudo esbozar un grito cuando el hombre que le sujetaba el brazo la empujó tirándola al suelo.
Desde allí pudo distinguir la figura de otro hombre que contemplaba la escena sentado cómodamente en un sillón.
—¿Quién es usted? —le preguntó el hombre sentado.
Amelia estaba demasiado asustada para responder. El hombre le dio un puntapié en medio de la cara, y Amelia sintió el sabor metálico de la sangre en los labios.
—Más vale que hable, de lo contrario puede terminar como su amigo.
Ella continuó sin responder, estaba demasiado conmocionada para hacerlo.
—Jefe —dijo el hombre que había abierto la puerta—, mejor nos la llevamos a la central, allí hablará.
—Su nombre —insistió el hombre del sofá.
—Amelia Garayoa.
—Usted no es polaca.
—Soy española.
—¿Española?
Los dos hombres parecían perplejos ante la afirmación de Amelia.
—¿Qué hace una española combatiendo al pueblo alemán? ¿Acaso nuestros países no son amigos? ¿O es usted una puta comunista? ¿O acaso es judía? —insistió el hombre.
Le dio otro puntapié, pero esta vez Amelia alcanzó a cubrirse la cara. Luego sintió cómo la tiraban del brazo obligándola a ponerse en pie. Sintió un líquido pegajoso en las manos, en las piernas, y se dio cuenta de que era la sangre de Grzegorz.
—Así que forma usted parte del grupo de esa tal Grazyna, como este desgraciado. Pues ya ve cómo terminan nuestros enemigos —dijo el hombre mientras la empujaba hacia la puerta.
La metieron en un coche y la llevaron hasta Aleja Szucha, la sede central de la Gestapo.
Durante el trayecto se dijo a sí misma que, por duro que fuera lo que le esperaba, tenía que aguantar. Si les contaba que Grazyna estaba en su hotel, la detendrían de inmediato, y Amelia sólo tenía una cosa en mente: Ludovica le había asegurado que Max llegaría al día siguiente. Si era así, aunque no fuera fácil quizá Grazyna podría encontrar una oportunidad para acercarse a Max y explicarle lo que sucedía. Sólo él podía salvarla. Era su única oportunidad.
La condujeron a un sótano húmedo y la empujaron al interior de una celda. Inmediatamente se fijó en que en las paredes había rastros de sangre y se puso a temblar. Nunca nadie la había maltratado y no sabía si sería capaz de aguantar que la pegaran.
La tuvieron a oscuras, sin darle de comer ni de beber, hasta que perdió la noción del tiempo. Pensó en Pierre e imaginó que la Lubianka no sería demasiado diferente a aquel calabozo nazi. Repasó los avatares de su vida, arrepintiéndose profundamente del camino emprendido hasta llegar a aquella celda. Y se dijo que ella sola se había metido allí. Luego comenzó a rezar con la misma fe de cuando era niña. No es que hubiera dejado de hacerlo, a menudo musitaba una oración cuando afrontaba cualquier dificultad, pero lo hacía de manera casi automática, recordando que desde niña su madre le decía que nadie mejor que Dios para ayudarla. Ahora más que nunca necesitaba que fuera verdad lo que su madre le decía. Rezó todas las oraciones que recordaba: el Padrenuestro, el Avemaria, el Credo, y se lamentó de no saber más.
Cuando por fin se abrió la puerta, entró una mujer de aspecto temible que a empujones la llevó hasta una planta superior donde le anunció que iba a ser interrogada.
Amelia se sentía sucia, tenía hambre y sed y rezaba pidiéndole a Dios que le diera fuerzas para enfrentarse a lo que la esperaba.
La carcelera le ordenó que se desnudara, mientras varios hombres entraban en la sala. Uno de ellos era un capitán de las SS, los otros dos iban vestidos de paisano, y sin siquiera mirarla se quitaron las chaquetas, las colgaron en unos clavos que había en la pared y sin mediar palabra primero le arrancaron la ropa, y a continuación comenzaron a golpearla. El primer puñetazo lo recibió en el estómago, el segundo en las costillas y el tercero en el bajo vientre, con el cuarto se desmayó. Volvió en sí al sentir que se ahogaba. Los dos hombres le estaban metiendo la cabeza en una bañera llena de agua sucia. La metían y sacaban sin darle tiempo a coger aire. Cuando se cansaron de aquello, le ataron las manos con una soga que le despellejaba la piel y la colgaron de un gancho que pendía del techo. Con los brazos hacia arriba, desnuda, y sujeta sólo por aquella cuerda que encadenaba sus manos, Amelia sentía el crujir de sus huesos y el dolor de todos y cada uno de sus músculos. Notaba el sabor salado de sus lágrimas abriéndose paso por la comisura de los labios, y a lo lejos escuchaba sus propios gritos de dolor.
—Bien, señorita Garayoa —escuchó decir al oficial de las SS que hasta ese momento había esperado en silencio fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras contemplaba impasible cómo la torturaban—. Creo que ahora podremos hablar. ¿Le parece bien? Quiero que responda a unas cuantas preguntas; si lo hace, no sufrirá más, por lo menos hasta que la juzguen. Y ahora, dígame: ¿dónde está su amiga Grazyna?
—No lo sé —alcanzó a decir Amelia.
Uno de los torturadores le propinó un puñetazo en el vientre y Amelia volvió a aullar de dolor.
—Vamos… vamos… empecemos otra vez. ¿Dónde está Grazyna Kaczynsky? La pregunta es muy sencilla. ¡Responda! —gritó el oficial.
—No lo sé, hace días que no la veo.
—De manera que admite conocer a la señorita Kaczynsky, eso está muy bien. Y como buenas amigas que son, ahora debe decirme dónde se encuentra.
—No lo sé… se lo aseguro. Ella… ella trabaja… nos vemos muy de vez en cuando…
—Sobre todo en las noches sin luna llena, ¿verdad?
—No sé de qué me habla —respondió ella mientras de nuevo le golpeaban las piernas, esta vez con un palo.
—Le habló de armas… Sí, quién iba a decir que una señorita tan delicada como usted se dedicaba a ayudar a un grupo de delincuentes peligrosos que amontonan armas para matar alemanes. Porque las armas eran para matar alemanes, ¿verdad?
—Yo… no sé… no sé nada de armas.
—¡Claro que sí! Usted y sus amigos forman parte de un grupo criminal que ayuda a esos sucios judíos, y además preparaban acciones contra nuestro Ejército. ¡Pobres desgraciados!
El capitán le hizo un gesto a uno de los hombres de paisano y éste le propinó un golpe cerca de la sien. Volvió a perder el conocimiento y lo recuperó, al sentir un chorro de agua fría sobre el rostro. La carcelera tenía un cubo en la mano, la mujer le había arrojado el agua y parecía disfrutar viéndola sufrir. Amelia se dio cuenta de que apenas veía, las figuras eran borrosas y rompió a llorar con las pocas fuerzas que le quedaban.
—Puedo mandarla a su celda solamente con que me diga dónde está su amiga Grazyna Kaczynsky; pero si se empeña en sufrir, le aseguro que aún no ha llegado lo peor —dijo el capitán de las SS.
—¡Por favor, déjeme! —suplicó Amelia.
—¿Me dirá dónde está su amiga?
—¡No lo sé! ¡No lo sé!
Uno de los hombres se acercó con algo en las manos. Amelia apenas alcanzaba a verle entre brumas, luego gritó como un animal malherido al sentir dos pinzas apretando sus pezones. Sus propios gritos la espantaban, pero aquellos hombres la contemplaban con un silencio indiferente. No supo cuántos minutos tuvo aquellas pinzas sobre sus pezones porque volvió a desmayarse. Cuando despertó estaba sobre el suelo de su celda. No tenía fuerzas para moverse, y además no quería hacerlo, no fuera que si la veían despierta volvieran a subirla a la sala de torturas.
Permaneció allí encogida, sintiendo el frío del suelo sobre un charco formado por la sangre de sus propias heridas.
Temía moverse, ni siquiera se atrevía a llorar aunque el dolor le resultaba insoportable. El pecho le ardía y se preguntó si aún conservaba los pezones.
Perdió la noción del tiempo y tembló de miedo cuando de nuevo escuchó abrirse la puerta de la celda. Tenía los ojos cerrados, pero pudo sentir la presencia de la carcelera.
—Está hecha un guiñapo, no creo que dure mucho —le dijo a un hombre que la acompañaba.
—Da igual, el capitán ha dicho que hagamos lo que sea para que esta perra hable.
Amelia lloró pensando que si la volvían a torturar no tendría fuerzas para seguir negándose a confesar.
El capitán aguardaba en la sala de torturas y la miró con gesto cansado, con desprecio por hacerle perder su valioso tiempo.
De nuevo le colocaron la soga alrededor de las manos y la colgaron del gancho del techo. Primero sintió los puños de aquellos hombres estrellarse contra sus costillas, el vientre, el pecho, luego la golpearon con una barra en las plantas de los pies. Tenía la boca tan hinchada que apenas podía gritar, ni mucho menos pedir que la dejaran, que estaba dispuesta a hablar. No pudo hacerlo, de nuevo le metieron la cabeza en la bañera de agua sucia, sin apenas dejarle tiempo para que pudiera respirar, hasta que al final le dieron una tregua: oía cómo se reían mientras la obligaban a tragarse sus propios vómitos.
Cuando se cansaron de golpearla, el capitán se acercó a ella.
—Hemos detenido a todos sus amigos, sólo nos queda encontrar a Grazyna Kaczynsky, y le aseguro que lo haremos. No sea estúpida y dígame dónde está.
Uno de los hombres se acercaba con las pinzas en las manos, o eso creyó ella, y entonces gritó con todas sus fuerzas. Apenas las pinzas apretaron los pezones, Amelia se desmayó.
Cuando volvió en sí se encontró sentada en una silla en la sala de torturas. El capitán hablaba por teléfono y parecía muy excitado.
—¡Deprisa, vamos al hotel Europejski! Han detenido a una mujer, parece que es la Kaczynsky.
Amelia le miró a través de la bruma que cubría sus ojos. Estaba segura de no haber dicho nada, ¿o acaso sí?
—Está volviendo en sí —dijo la carcelera—, lo mismo dice algo.
—No, ahora iremos al hotel —ordenó el capitán—. Después continuaremos con ella.
Al pasar junto a Amelia uno de los torturadores no resistió la tentación de volver a golpearla.