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Las sirenas rompieron el silencio de la noche.

—Puede que la RAF haya decidido devolver la visita a la Luftwaffe. He escuchado en la BBC que nuestros aviones han causado daños en el Museo Británico y en la Abadía de Westminster —dijo Helga Kasten a sus invitados.

Los Kasten celebraban una cena en honor de Max von Schumann.

Amelia llevaba toda la velada intentando sin éxito poder hablar a solas con Max, pero Ludovica no se apartaba del lado de su marido, y para todos se hizo evidente que la relación en el matrimonio parecía haber mejorado. Además, para sorpresa de todos, aquella noche Ludovica no hizo ninguna de sus proclamas a favor del III Reich.

Amelia se acercó a Manfred Kasten.

—¿Cree que podría ayudarme para que pudiera hablar un minuto con Max?

El diplomático asintió. Pensó que quizá su esposa Helga tuviera razón y Amelia hubiera regresado a Berlín en busca de Max.

—Le diré a Max que me acompañe a la biblioteca, usted vaya ahora y espérenos allí. Mi esposa intentará entretener a la baronesa, pero ya ve que esta noche Ludovica apenas se ha separado del lado de su marido.

Amelia salió con paso decidido del salón y se dirigió a la biblioteca. Max y Manfred Kasten no tardaron en llegar.

—¿Qué es eso tan importante que debe decirme a solas? —le preguntó Max al diplomático.

—Hay una persona que desea hablar con usted.

Max se paró en el umbral de la puerta cuando vio la figura de Amelia recortarse en el interior de la biblioteca; la rigidez de su gesto indicaba su incomodidad.

—Quería hablar contigo —le dijo ella esbozando una sonrisa.

—¿Qué sucede? —preguntó él con cierta sequedad.

Manfred Kasten salió de la estancia dejándolos solos.

—¿He hecho algo que te moleste? Si le he pedido a herr Kasten que te trajera aquí es porque sé que no te gusta hablar de ciertas cosas delante de Ludovica… —se excusó Amelia.

—Dejemos a Ludovica y dime qué es eso tan urgente que quieres hablar conmigo.

—Me gustaría saber qué está pasando en Polonia…

—Así que se trata de eso, ¿tienes que informar a tus amigos británicos?

—¡Por favor, Max! ¿Qué te sucede?

—¿Por qué he decirte qué sucede en Polonia? ¿Servirá para parar la guerra? ¿Dejará Hitler de enviar a Londres los aviones de la Luftwaffe?

—¡Pero qué cosas dices, Max! No te entiendo…

—Estoy cansado de todo, de lo que hago, de ver cuán inútil ha sido mi confianza en Gran Bretaña, yo era de los que creían que se podía evitar la guerra, pero ni Chamberlain ni Halifax quisieron escucharnos. ¿Y ahora qué pretendes? ¿Que traicione a mi país?

—¡Jamás te pediría eso!

—Entonces, ¿para qué quieres saber lo que sucede en Polonia? ¿Por curiosidad o para contárselo a Albert James para que escriba un reportaje?

—Creía que querías parar esta guerra…

—Eso es lo que quiero, sí, pero nunca dije que quería que la perdiera Alemania. ¿Pretendes que no me importe la vida de mis compatriotas?

—No te entiendo, Max…

—Eso ya lo supongo… Dejémoslo, Amelia, estoy cansado, hoy he recibido la orden de incorporarme de nuevo. ¿Puedo ayudarte en algo más?

—No, gracias, siento haberte molestado.

Amelia salió de la biblioteca con gesto airado y de camino al salón se topó con Ludovica.

—Supongo, querida, que sabe dónde está mi esposo… —le preguntó Ludovica.

—Lo encontrará en la biblioteca —respondió Amelia sin disimular su contrariedad.

A duras penas logró conciliar el sueño aquella noche. Se preguntaba qué le habría sucedido a Max para tratarla de aquella manera. Los Keller se habían marchado el día anterior al campo y la soledad le pesaba, aunque se alegraba de que Greta estuviera mejor, tan animada como para emprender el viaje a casa de su hermana en Neuruppin.

El timbre de la puerta la sobresaltó. Miró el reloj. Las diez de la mañana. Por un momento se puso a temblar pensando que podía ser la Gestapo. Luego abrió la puerta.

—¡Max!… pero ¿qué haces aquí?

—Quería disculparme por lo de anoche. Me comporté de manera poco caballerosa.

—¿Quieres que prepare un té? —propuso ella para ocultar su nerviosismo.

—Una taza de té me vendría muy bien, pero no quiero molestar…

—¡Oh, no te preocupes, no tardaré ni un minuto!

Mientras Amelia servía el té, Max comenzó a hablar.

—Quiero ser sincero contigo. Sabes lo que siento por ti, y… eso me perturba, sobre todo en estos momentos en que Ludovica y yo estamos intentando salvar nuestro matrimonio.

Amelia se quedó callada durante unos segundos, luego intentó sonreír al tiempo que respondía.

—Me alegro por ti, sé que sufrías por los problemas con Ludovica —musitó Amelia, sorprendida por aquella inesperada confesión.

—Ella cree que aún es posible recuperar lo que sentimos en el pasado…

—Seguro que merece la pena que lo intentéis. Deseo lo mejor para ti.

—Dentro de un par de días regreso a Varsovia, y me preguntaste qué sucedía allí…

—Sí, pero era una excusa para verte a solas. En realidad no quiero saber nada sobre Varsovia.

Pero Max no pareció escucharla y comenzó a hablar con la mirada perdida.

—¡Pobres polacos! No sabes lo que han hecho allí los Einsatzgruppen…

—¿Los Einsatzgruppen?

—Son unidades especiales, «Grupos de Acción», las SS son su corazón y su cabeza. ¿Sabes cuál ha sido su cometido? Limpiar Polonia de elementos antialemanes. ¿Imaginas cómo lo han hecho? Yo no lo supe al principio, pero los Einsatzgruppen llegaron a Polonia con una lista de treinta mil personas consideradas peligrosas para el III Reich, personas que han sido detenidas y ejecutadas. Abogados, médicos, miembros de la aristocracia, incluso sacerdotes…

—¿Y tú… tú… participas de todo eso? —preguntó Amelia.

—Son ellos quienes hacen ese trabajo. Llegan a los pueblos, agrupan a la gente, les hacen cavar una fosa y luego los fusilan. Algunos tienen mejor suerte y sólo se les confiscan las tierras y los desplazan hacia otros lugares. Apenas les dan unos minutos para coger lo imprescindible y abandonar sus hogares. La peor parte se la llevan los judíos, ya sabes el odio que les tiene Hitler. Sé de matanzas en Poznán, en Blonie…

—¿El Ejército mata campesinos?

—No, aún no hemos llegado a eso. Ya te he dicho que de ello se encargan las SS y sus Grupos de Acción. Algunos oficiales de la Wehrmacht aún intentamos conservar nuestro honor.

—Pero ¿por qué asesinan a tantos inocentes, a sacerdotes, a abogados, médicos…?

—Piensan que si acaban con la «inteligencia» del país, con quienes tienen capacidad de oponérseles, los demás no se atreverán a protestar, y tienen razón. Han convertido Varsovia en un cementerio viviente.

—¿Y tú qué haces en Polonia, Max?

—Cuido de la salud de nuestros soldados, organizo hospitales de campaña, procuro que no falten medicamentos ni enfermeros… Visito a las tropas donde quiera que estén desplegadas. Hay que procurar que los hombres no contraigan enfermedades venéreas… Si lo que me preguntas es si me he manchado las manos de sangre, la respuesta es no, pero eso no me hace sentir mejor.

—¿Volverás a Varsovia?

—Sí, pero no por mucho tiempo. El Cuartel General quiere que me traslade para visitar nuestras unidades desplegadas por Holanda, Bélgica y Francia. Después me enviarán a Grecia. Hace unos días nuestros soldados desfilaron junto a los soldados italianos por Atenas.

—He roto con Albert —exclamó de pronto Amelia.

Max se quedó en silencio, mirándola con dolor.

—Lo siento… pensaba que erais felices.

Amelia se encogió de hombros y, para ocultar su nerviosismo, bebió un sorbo de té y se encendió un cigarrillo.

—Es un hombre bueno y leal, le quiero mucho pero no estoy enamorada de él. Siempre seremos amigos, pase lo que pase, sé que podré contar con él, pero no estoy enamorada.

—¿Qué piensas hacer?

—Vine a Berlín para verte, para estar contigo —respondió fijando su mirada en la de él.

Max no supo qué responder. Se sentía atraído por ella desde que se conocieron en Buenos Aires, y de no haber estado comprometido con Ludovica, habría iniciado una relación con la joven española. Pero ahora no sólo estaba casado, sino que además su esposa le había rogado que dieran una nueva oportunidad a su matrimonio y él se había comprometido a ello. No quería traicionar a Ludovica por mucho que deseara pedirle a Amelia que lo acompañara a Varsovia o adonde quiera que lo destinaran.

—Me voy dentro de unos días.

—Ya… lo entiendo, en ese caso…

Max se puso en pie y Amelia lo acompañó a la puerta, pero no llegó a abrirla. Max la estaba abrazando con fuerza y ella se abandonó. Aquella mañana, en la soledad de la casa de los Keller, se convirtió en su amante.

El padre Müller no lograba borrar las pesadillas que le acompañaban desde que había regresado del manicomio de Hadamar. Se había vuelto huraño y el viejo sacerdote al que ayudaba no sabía qué hacer para sacarle de aquel infierno.

Tampoco su madre ni su hermana lograban devolverle el buen ánimo del que siempre había hecho gala. Por eso aquel domingo recibieron con alegría la visita de Amelia, pensando que la joven española quizá lograría ayudarlo a distraerse. Al día siguiente, lunes, el padre Müller tenía previsto partir hacia Roma. El obispo había organizado el viaje temiendo que en cualquier momento la Gestapo diera con el joven sacerdote.

Irene insistió a su hijo para que fuera a pasear con Amelia.

—Te vendrá bien que te dé el aire, hoy hace un día precioso, y seguro que Amelia prefiere pasear, ¿verdad, hija?

—Claro que sí, nos vendrá bien a los dos.

Caminaron hasta el zoológico sin apenas hablar. Una vez que llegaron, se sentaron en un banco desde el que veían una jaula llena de monos.

—Tenía ganas de hablar contigo antes de que te fueras —dijo Amelia.

—Me temo que ahora no soy una buena compañía para nadie —respondió el padre Müller.

—Somos amigos, de manera que quiero compartir contigo tu angustia.

—Nadie puede hacerse una idea del horror de lo que he vivido —respondió él con desesperación.

—Rudolf, ¿por qué no permites a tus amigos que te ayudemos?

El padre Müller dio un respingo al escuchar su nombre. Nadie le llamaba así excepto su madre y su hermana, y de repente la joven española obviaba su condición de sacerdote tratándole por su nombre de pila.

—Comprendo lo que has debido de sufrir al sentirte impotente por no poder ayudar a esos pobres desgraciados, pero no es bueno que sigas recreándote en el dolor, lo importante es que pienses qué podemos hacer para acabar con esos asesinatos. Y tú ya has hecho algo, el obispo ha protestado ante las autoridades. No tendrán más remedio que parar esos asesinatos. Ahora lo que debemos hacer es seguir luchando, sabiendo a qué clase de gente nos enfrentamos. He pensado en ponerme en contacto con Albert; él es periodista, le puede interesar contar lo que pasa en Hadamar, y ni siquiera Hitler podrá seguir haciendo lo que hace si la prensa norteamericana y la británica denuncian que en Alemania se asesina a los dementes.

El sacerdote la observó convencido. Ella mostraba una gran firmeza en sus planteamientos.

—Lo que no puedes hacer es rendirte. Ya has visto con tus propios ojos el mal, bueno pues tu deber como sacerdote y como ser humano es hacer frente a estos criminales.

—¿Crees que puedes hacer llegar a tu amigo Albert James la información sobre lo que pasa en Hadamar?

—Por lo menos voy a intentarlo. Tengo que encontrar el medio porque no puedo escribir una carta que caería en manos de la Gestapo. En realidad tú podrías llevar la carta a Roma.

—¿A Roma?

—A Carla Alessandrini. Ella nos ayudará, sabrá cómo hacer llegar mi carta a Albert.

—¡Tienes soluciones para todo!

—No creas, se me ha ocurrido mientras hablábamos. Y ahora tengo una cosa que contarte.

Le confesó que su relación con Albert James había terminado.

—Lo siento… y a la vez me alegro —dijo el sacerdote.

—¡Te alegras!

—Sí, porque… bueno… tú estás casada y… en fin… no estaba bien que vivierais juntos.

—¿Crees que eso tiene importancia?

—¡Claro que sí! Nunca podrás casarte con él, y si tuvierais hijos, imagina cuál sería su situación… Aunque te duela, es lo mejor. Y no creas que no siento simpatía por Albert, me parece un hombre sensato y valiente que se merece encontrar una buena mujer con la que compartir su vida.

Lo que Amelia no contó al padre Müller es que se había convertido en la amante de Max von Schumann y que, aprovechando la ausencia de los Keller, se veían todos los días. En ese momento, mientras ellos estaban en el zoológico, Max estaría comunicándole a Ludovica que no podía dar una oportunidad a su matrimonio. Lo había intentado sinceramente, pero eso había sido antes de convertir a Amelia en su amante. En ese instante sólo ansiaba estar con la joven española y no estaba dispuesto a que nadie lo separara de ella, ni siquiera Ludovica.

Al caer la tarde, el padre Müller y Amelia se dirigieron a casa del profesor Schatzhauser. El sacerdote quería despedirse de sus amigos antes de partir a Roma.

Cuando llegaron, Manfred Kasten estaba contando a los allí reunidos que algo gordo se estaba preparando. Dijo que había mucho movimiento en el Cuartel General del Ejército, y que en los últimos días Hitler parecía eufórico.

—¿A quién más vamos a invadir ahora? —preguntó el pastor Schmidt.

—No creo que vayan a llevar a cabo un asalto contra Inglaterra… la RAF está frenando a la Luftwaffe —comentó el profesor Schatzhauser.

—Pero ustedes no imaginan cómo está Londres —se lamentó Amelia.

—Supongo que lo mismo que Berlín, hija, lo mismo que Berlín… así es la guerra —respondió Helga Kasten.

No era la primera vez que Manfred Kasten insistía en que Hitler estaba preparando una gran sorpresa; pero cuando Amelia pedía a Jan y a Dorothy que transmitieran esos rumores imprecisos, Jan protestaba:

—¿No puedes conseguir algo más de información? Mandar un mensaje diciendo que hay movimiento en el Cuartel General del Ejército alemán en plena guerra es una obviedad; que los generales andan muy ocupados, es lo lógico, en cuanto a que Hitler está contento, no me parece relevante.

—Ya, pero mis fuentes creen que va a pasar algo importante, y aunque no sepamos qué, es mejor que en Londres estén informados.

A Amelia no le resultó fácil confesar a Dorothy y a Jan que se había convertido en la amante de Max y que lo acompañaría a Polonia, y que por tanto necesitaba nuevas órdenes del comandante Murray.

Ninguno de los dos pareció sorprenderse y Jan se limitó a decirle que regresara en un par de días, para entonces él ya se habría puesto en contacto con Londres.

Las órdenes de Murray fueron precisas: Amelia debía acompañar al barón Von Schumann y obtener a través de él toda la información que pudiera, referida al despliegue de las tropas en el Este. También le daba un nombre, «Grazyna», una dirección en Varsovia a la que debía acudir para transmitir la información que fuera recabando, y una contraseña para ser bien recibida en aquella dirección: «El mar está en calma después de la tormenta».

Jan entregó a Amelia una pequeña cámara.

—La puedes necesitar.

—No me será fácil ocultarla.

—Tendrás que hacerlo.

El 2 de junio Max y Amelia se fueron a Varsovia. Para entonces, a los ojos de todos sus amigos, Amelia se había convertido en la amante de Max. Ella misma se lo comunicó al profesor Schatzhauser diciéndole que no tenía sentido ocultar por más tiempo lo que había entre ella y Max. El profesor a duras penas pudo ocultarle su disgusto. No simpatizaba con la baronesa Ludovica, y compadecía en silencio a Max por estar casado con una nazi, pero eso no le justificaba para convertir en su amante a aquella extraña joven española.

La noticia dio lugar a todo tipo de comentarios entre los amigos de Max, pero en general a ninguno les satisfizo. No fueron los únicos: para los Keller fue una sorpresa inesperada. Amelia les contó que se marchaba con el barón a Varsovia. No hacía falta explicar más. Herr Helmut le dijo que podría contar con ellos y que las puertas de su casa siempre estarían abiertas para ella. Sin embargo, Greta miró a su esposo con gesto adusto: no podía aprobar que Amelia le robara el marido a otra y que se fuera con él. No, eso no estaba bien.