El marido de lady Victoria era totalmente opuesto al mayor Hurley. Yo no le había conocido hasta aquella noche y simpaticé con él de inmediato. Llegué a las seis menos cinco minutos y la doncella me invitó a pasar a la biblioteca donde estaba lord Richard James, nieto de aquel lord Paul James que había fichado a Amelia como agente del Almirantazgo.
Lord Richard James, un sesentón con el cabello cano y rostro rubicundo, me recibió con una sonrisa mientras me estrechaba la mano.
—Así que está usted escribiendo sobre Amelia Garayoa… Bien hecho, tengo entendido que fue una mujer notable.
—¿La conoció usted? —pregunté curioso.
—No, no, pero tenga en cuenta que un pariente mío, un sobrino de mi abuelo, Albert James, estuvo enamorado de ella, todo un escándalo en aquella época, y ya sabe usted que todo aquello que rompe la rutina de una familia termina siendo conocido incluso por los descendientes. De manera que todos los James hemos oído historias sobre el desdichado amor de nuestro antepasado Albert James por una bella española.
Richard James me ofreció un jerez que no rechacé, pero que a decir verdad me sentó como un tiro en el estómago. Nunca he entendido la afición de los ingleses por el jerez, supongo que es porque a mí se me sube a la cabeza al primer sorbo.
A las seis en punto llegó el mayor Hurley seguido por lady Victoria. Al igual que nosotros, ellos también tomaron jerez. Cuando lord Richard ofreció otra copa pensé que difícilmente aquélla podía ser una velada de trabajo puesto que ya me sentía mareado, e imaginé el efecto que tendría en ellos tomar un segundo jerez. Pero me equivoqué. Lady Victoria caminaba igual de erguida que siempre y el mayor Hurley no cambió el gesto ceñudo durante toda la cena.
Escuché pacientemente cómo la conversación transcurría por derroteros que nada tenían que ver con el objeto de la velada. Hasta los postres lady Victoria no le pidió al mayor Hurley que nos recordara aquel viaje de Amelia a Alemania. Él comenzó entonces su relato…
Amelia llegó a Berlín el 3 de abril de 1941. Había preparado meticulosamente el plan a seguir y decidió volver a alojarse en casa de Helmut y Greta Keller.
—Me alegro de volver a tenerla en nuestra casa, mi esposa la echaba de menos y eso que ahora tenemos a Frank con nosotros. Está de permiso. Pero las mujeres siempre quieren alguna presencia femenina cerca de ellas, supongo que hay cosas que sólo las hablan entre ustedes. Greta ya no guarda cama, lleva unos días levantada, parece que se está recuperando, a Dios gracias.
—Les agradezco tanto que me acojan en su casa…
Greta Keller se emocionó al recibir los pañuelos bordados que Amelia la había traído como regalo.
Frank, el hijo de los Keller, era un mocetón alto, de cabello castaño y ojos azules, que pareció encantado con Amelia.
—Pues sí que ha crecido usted, la recuerdo cuando era pequeña, creo que al menos las vi en un par de ocasiones a usted y a su hermana Antonietta. Siento lo de sus padres… don Juan siempre fue muy bueno con mi familia. ¿Se quedará muchos días en Berlín?
—Me gusta Berlín. Su padre le habrá contado que me estoy haciendo cargo de lo que él mismo ha podido salvar del negocio de mi padre y herr Itzhak… No imaginan cómo está España después de la guerra… allí no hay muchas posibilidades. Y usted, ¿se quedará mucho tiempo?
—Tengo unos días de permiso, luego he de volver a Varsovia.
—Y nosotros, querida, vamos a pasar una temporada en el campo con mi hermana. El médico dice que me sentará bien salir de la ciudad y respirar aire puro —anunció Greta.
—¡Oh! Entonces buscaré otro alojamiento para estar…
—¡No, no, de ninguna de las maneras! Puede quedarse aquí, y así cuidará de la casa. No estaremos mucho tiempo fuera, sólo unos días —aseguró Greta.
—Pero es que no quiero ser un problema…
—Y no lo es, de lo contrario no la habríamos invitado a quedarse —añadió herr Helmut.
Berlín seguía viviendo la euforia de la victoria. El ejército alemán parecía no tener que emplearse a fondo para lograr sus objetivos, y la ciudad intentaba mostrarse ajena a la guerra.
Amelia se presentó en casa de Karl Schatzhauser al día siguiente de su llegada a la ciudad. El profesor no ocultó su sorpresa al verla.
—Vaya, no esperaba que regresara. Hacía mucho tiempo que no teníamos noticias de usted ni de su amigo el periodista, tampoco de sus amigos británicos.
—Lo siento, le aseguro que les hice llegar cuanto me pidieron.
—Pero al parecer no nos toman en serio. Tampoco lo hicieron cuando les advertimos que no continuaran con la política de apaciguamiento con Hitler porque no conduciría a buen puerto, como usted bien sabe, antes de la guerra, Max se lo explicó a lord Paul James sin ningún resultado.
—Profesor, ya conoce que mi única relación con lord James es a través de su sobrino Albert. Siento no poder serles más útil, sobre todo en este momento.
—¿Por qué ha vuelto? —preguntó el profesor.
—He de serle sincera, mi relación personal con Albert ha terminado. Por eso estoy aquí… yo… en fin, no sabía adónde ir. Quizá no ha sido una buena idea pero… bueno, me he hecho la ilusión de que aquí a lo mejor puedo ser útil. Como le expliqué, el contable de mi padre salvó algunas máquinas del negocio y… al fin y al cabo, eso me reporta algún dinero que me es imprescindible para ayudar a mi familia. Pero si puedo ayudarles también a ustedes… no sé, en lo que sea…
—¿Y qué podría hacer usted? No es alemana y ésta no es su guerra. Alemania y España son aliadas. ¿Por qué no regresa a su país?
—No puedo, aún no puedo vivir allí. No soporto la ausencia de mis padres.
—Max está en Varsovia, pero puede que dentro de unos días le tengamos en Berlín. Su esposa, la baronesa Ludovica, se lo ha comentado a algunos amigos, parece que está organizándole una fiesta para recibirle —comentó el profesor mirándola fijamente a los ojos.
—¿Y el padre Müller? ¿Y los Kasten? —preguntó Amelia.
—Más activos que nunca colaborando con el pastor Schmidt. Helga y Manfred tienen mucho valor y nos prestan una gran ayuda. Manfred es un hombre muy respetado por sus colegas de la diplomacia que aún le consultan, pero sobre todo tiene abiertas las puertas de las casas importantes. Lleva una frenética vida social y no imagina usted la cantidad de información que es capaz de recoger en cócteles y cenas.
—¿Cuándo les podré ver?
—Dentro de un par de días nos reuniremos aquí para celebrar una velada literaria, naturalmente ya sabe usted para qué. Venga, a ellos también les gustará verla.
La siguiente visita que Amelia hizo fue a Dorothy y Jan, que se habían instalado en un discreto inmueble de la Unter den Linden. Sus vecinos eran personas acomodadas y afines al III Reich, y no parecieron extrañados por la presencia de la pareja que había alquilado un apartamento.
Dorothy se mostró encantada de volver a ver a Amelia. Para ella no había resultado fácil hacerse pasar por la esposa de un hombre que hasta unos meses atrás era un total desconocido. Tanto ella como Jan eran viudos y tenían esa edad en la que se ha logrado domeñar todas las pasiones, pero aun así, al principio se sintieron incómodos teniendo que compartir la casa, aunque cada uno ocupaba un dormitorio.
Jan resultó ser un hombre de mediana estatura, cabello castaño claro lo mismo que sus ojos, era metódico y desconfiado, tanto que preguntó varias veces a Amelia si la habían seguido, y a pesar de sus negativas no pareció quedar satisfecho.
Sus nombres en clave eran «Madre» y «Padre», así se referían a ellos en Londres.
—Es un buen hombre —le dijo Dorothy aprovechando que Jan había salido un momento de la sala de estar.
—Y muy desconfiado.
—Hazte cargo de nuestra situación, tenemos que ser prudentes, cualquier fallo nos costaría la vida, a nosotros, a ti y a los otros agentes de campo.
—El comandante Murray no me dijo quiénes son los «otros»…
—Ni yo tampoco te lo diré: cuanto menos sepamos los unos de los otros, mejor; así reducimos las posibilidades de peligro. Si te detiene la Gestapo y te tortura sólo podrás hablarles de Jan y de mí, pero no de los otros.
—Pero si os detienen a vosotros sería peor porque conocéis el nombre de todos nosotros.
—Si eso sucede, Amelia, no viviremos lo suficiente para contar nada. Hemos asumido que… bueno, supongo que a ti también te habrán dado una pastilla de cianuro. Es mejor morir que caer en manos de la Gestapo.
—¡Por Dios, no digas eso!
—Cuando aceptamos hacer este trabajo aceptamos también la posibilidad de morir. Nadie nos está obligando a hacer lo que hacemos. Nuestra misión es ayudar a ganar la guerra, y en todas las guerras hay bajas, no sólo en el campo de batalla.
Jan entró en la sala llevando una bandeja con una tetera y tres tazas.
—No es como nuestro té, pero le gustará —dijo mirando a Amelia.
—Desde luego que sí… no tenía que haberse molestado.
—No es ninguna molestia, además, tener visita siempre es una buena excusa para tomar una taza de té. Y ahora establezcamos ciertas normas de seguridad pensando en futuros encuentros. No es conveniente que nos visite con demasiada frecuencia, salvo que tenga información que no pueda esperar. La Gestapo tiene ojos y oídos en todas partes, y cada vez que transmitimos corremos un claro peligro.
—Lo sé, lo sé, el comandante Murray me dio instrucciones de cómo debíamos trabajar.
—Es mejor que nos visite a horas normales, nadie sospechará si viene usted a la hora del té, pero sí despertaría sospechas que se presentara por la noche o muy de mañana.
—El comandante Murray creía que también podía encontrarme con ustedes en otros lugares.
—Aun así deberemos tener mucha precaución y elegir cuidadosamente el lugar de encuentro. Propongo el Prater, allí pasaremos inadvertidos.
—¿El Prater? No sé dónde está —respondió Amelia.
—En la Kastanienallee-Mite, es una cervecería muy popular; en verano está a rebosar de clientes, los bocadillos de carne son excelentes y tiene también un teatro.
—Pero ¿no llamaremos la atención?
—Hay tanta gente, que no se fijarán en nosotros. Naturalmente será preciso pasar lo más desapercibidos posible, y vestir sin ostentación.
—Nunca he vestido con ostentación —respondió Amelia, molesta por la advertencia.
—Mejor así.
Jan explicó cómo preparar los encuentros y lo que debían hacer para indicar si sospechaban que estaban siendo seguidos.
—Si llevamos un periódico en la mano es que nadie nos sigue y se puede producir el contacto; si no estamos seguros, entonces sacaremos un pañuelo blanco del bolso y nos sonaremos la nariz. Ésa será la señal de que no debemos establecer contacto y que, en cuanto sea posible, hay que abandonar el lugar intentando no llamar la atención.
Amelia sentía una íntima satisfacción por haber vuelto a ver a Dorothy, pero sobre todo por haber reanudado el contacto con el grupo de oposición liderado por el profesor Schatzhauser. Se decía a sí misma que hasta el momento había tenido suerte en su trabajo como agente. En Londres habían valorado positivamente el informe sobre la «Operación Madagascar», y mucho más su trabajo en Italia al haber podido aportar información sobre la invasión de Grecia por parte de Mussolini. Confiaba en que la suerte continuara de su parte, aunque era consciente de que según avanzaba la guerra su situación era cada vez más peligrosa.
Dos días después Amelia volvió a presentarse en casa del profesor Karl Schatzhauser. Lo encontró nervioso, temía que la Gestapo estuviera vigilando. Sabía que amigos suyos habían desaparecido sin dejar ningún rastro después de que la Gestapo se presentara en sus casas. Amigos que no eran judíos o militantes de izquierdas, sino gente como él, profesores, abogados, comerciantes, a los que les repugnaba ver a Alemania bajo el dominio de Hitler.
Helga y Manfred Kasten abrazaron con afecto a Amelia, lo mismo que el pastor Ludwig Schmidt. Amelia se preocupó al no ver al padre Müller.
—No tema, vendrá —aseguró el pastor Schmidt—. Esta reunión se ha convocado precisamente para que él nos cuente lo que sucede en Hadamar.
—¿Hadamar? ¿Qué es Hadamar? —preguntó Amelia.
—Es un manicomio que está en el noroeste de Frankfurt. Un amigo nos avisó de que allí están ocurriendo cosas horribles. El padre Müller se ofreció a ir para intentar averiguar si lo que nos contaban es cierto —le explicó el pastor Schmidt.
—Pero ¿qué es eso tan horrible que les han contado? —preguntó Amelia con curiosidad.
—Es tal barbaridad que no puede ser verdad, ni siquiera Hitler puede atreverse a tanto. Pero el padre Müller es un joven muy apasionado y su intención es, si se confirma lo que nos han dicho, informar de inmediato al Vaticano.
Amelia insistió al pastor para que le dijera a qué barbaridad se refería.
—Nos han contado que matan a los enfermos mentales, que les quitan la vida para que no supongan una carga para el Estado.
—¡Dios mío, qué horror!
—Sí, hija, sí, eso sería aplicar la eutanasia a unos pobres infelices que no se pueden defender. La persona que nos lo contó ha trabajado allí; dice que enfermó porque no soportaba que se les diera ese final a los disminuidos psíquicos y a los locos. Yo aún me resisto a creerlo, quien nos lo ha dicho simpatiza con los socialistas, y puede que esté exagerando —concluyó el pastor Ludwig Schmidt.
Mientras esperaban al padre Müller, Manfred Kasten informó que Max von Schumann estaría en Berlín a más tardar en una semana. Así se lo había asegurado la baronesa Ludovica, a la que se habían encontrado en el teatro. La baronesa parecía añorar a su marido y les había anunciado que en cuanto Max estuviera en casa pensaba organizar una cena de celebración. Ludovica se lamentaba de que a su marido le hubieran destinado a Polonia.
Por fin llegó el padre Müller; lo acompañaba una mujer, era su hermana Hanna.
Amelia lo encontró cambiado, más delgado y con un rictus de amargura en la comisura de los labios. Apenas le prestó atención, tal era su necesidad de explicar a sus amigos lo que había visto en Hadamar, donde había pasado las dos últimas semanas.
—Todo el pueblo sabe lo que sucede en el manicomio, hasta los niños. He sido testigo de cómo en plena calle un chiquillo que se peleaba con su hermano le decía: «Voy a contar a todo el mundo que estás loco y te enviarán a cocerte a Hadamar».
—Vamos, hijo, cuéntenoslo paso a paso —le pidió el pastor Schmidt intentando que el padre Müller recuperara la calma que parecía haber perdido en su viaje a Frankfurt.
—El hombre que nos dio la información nos dijo la verdad. Fui a la dirección que me había dado, la de la casa de su hermano, un caballero de nombre Heinrich, que vive con su esposa y dos hijos. Heinrich también trabaja en Hadamar, es enfermero. Él corroboró punto por punto cuanto nos había contado su hermano. Me dijo que, si pudiera, él también se marcharía, pero que tenía una familia a la que mantener, de manera que por más que le costaba vencer sus escrúpulos continuaba trabajando en Hadamar. No resultó fácil, pero gracias a él pude entrar en el manicomio. Me presentó como a un amigo que necesitaba trabajo. El director del manicomio parecía desconfiar, pero Heinrich le explicó que nuestras familias eran viejas conocidas y que él me había hablado de su trabajo en el manicomio. Tuve que interpretar el papel más odioso que os podáis imaginar: el de un hombre del partido convencido de la superioridad de la raza aria y de la necesidad de deshacernos de todos aquéllos que mancharan nuestra raza. Seguramente la mía fue una gran actuación porque el director de Hadamar fue cogiendo confianza y me aseguró que lo que hacían allí era por el bien de Alemania. Supongo que también le pareció buena idea contar con un par de manos más para hacerse cargo de los locos. La gente del pueblo evita el manicomio, tampoco les gusta tratar a los que trabajan allí. Al terminar la jornada, Heinrich solía acudir a un bar para tomar unos tragos antes de regresar a casa, decía que de lo contrario no podía dormir. Necesitaba perder la conciencia para poder mirar a sus hijos a la cara. En el bar, la gente nos evitaba como si tuviéramos la peste. Mientras tanto, Heinrich no paraba de beber. Lo que vi en Hadamar… ¡es horrible! —El padre Müller se quedó en silencio.
—Vamos, hijo, haga un esfuerzo, es importante que nos diga lo que ha visto allí —insistió el pastor Schmidt.
—¿Quieren saber cuántos locos han pasado por Hadamar? Heinrich calcula que unos siete u ocho mil. No, allí no hay espacio para tantos, los llevan desde otros hospitales psiquiátricos de Alemania. Llegan en vagones de ganado, como si fueran animales. Los pobres inocentes no saben cuál va a ser su destino. Cuando llegan los conducen dentro del manicomio sin siquiera darles agua ni comida. Si los vieran… exhaustos, nerviosos, desorientados. Los conducen a los sótanos del manicomio. Allí han habilitado unas habitaciones con las paredes desnudas, no hay bancos donde sentarse. A través del techo han metido unos tubos. Los enfermeros los obligan a desnudarse y luego los encierran. Sus gritos son aterradores…
El padre Müller interrumpió su relato. Se tapó la cara con las manos como si quisiera evitar una visión horrible que llevara prendida en los ojos. Ninguna de las personas que allí estaban se atrevió a preguntar, ni siquiera el pastor Schmidt le volvió a instar para que hablara. Fue Hanna, la hermana del sacerdote, quien le puso la mano sobre el hombro y luego le acarició el cabello haciéndole volver a la realidad. El padre Müller tenía los ojos arrasados en lágrimas, suspiró y, haciendo un gran esfuerzo, continuó con aquel terrible relato.
—En esas habitaciones no hay nada, salvo unas rejillas en el techo. Mientras los enfermos gritan asustados, comienza a salir un humo espeso por las rejillas, un humo que los va cubriendo hasta ocultar su desnudez, un humo que al respirarlo les va provocando un ahogo, un humo asesino que acaba segando sus vidas. Sí, en los sótanos de Hadamar han construido unas cámaras de gas y hasta allí llevan a los enfermos psíquicos de toda Alemania para acabar con ellos. Después transportan los cuerpos a un horno y los queman.
—¡Dios mío! ¡Y cómo es que nadie dice nada, cómo lo permiten los del pueblo! —exclamó Amelia.
—Oficialmente nadie sabe nada, aunque para la gente de allí no es un secreto lo que sucede, el humo del crematorio se ve por encima de los tejados. Heinrich cree que después de acabar con los locos asesinarán a los ancianos y a todos aquéllos que crean inútiles. Se lo ha oído decir al director del manicomio.
—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó indignado el profesor Schatzhauser—. ¡No podemos permitir semejante infamia!
—He comunicado al obispo de Limburg, a cuya diócesis pertenece Hadamar, lo que he visto. Ya había escuchado rumores, pero yo se lo he podido confirmar. Y ha prometido hablar con las autoridades. Dirá que hasta él habían llegado varios comentarios que le preocupaban y pedirá una investigación oficial —continuó el padre Müller.
—Puede que eso les haga parar —dijo Helga Kasten.
—¡Ojalá tuvieras razón! —respondió su marido.
—¿Y tú… tú… qué has hecho allí? —La pregunta de Amelia provocó un efecto devastador en el padre Müller, que la miró con ojos desorbitados.
—El director del manicomio no quería que me encargara de ayudar a los otros enfermeros a trasladar a los pobres enfermos a esas cámaras siniestras. La primera semana me encargaba otros quehaceres, pero luego pareció fiarse de mí, y… bueno, un día llegó un contingente de enfermos, había mujeres, incluso algunos niños. Heinrich me buscó para decirme que el director le había ordenado que me dijera que ayudara a trasladar a los enfermos hasta la cámara de gas. No podía negarme ya que era necesario que siguiera interpretando mi papel, pero no pude resistirlo; cuando empezaron a empujarlos para meterlos en la cámara, intenté impedirlo, empecé a gritar como si yo también fuera un demente. Los pobres se pusieron más nerviosos por mis gritos… Heinrich me miraba asustado, yo… yo gritaba que aquello era un crimen, que los dejaran salir… Alguien me dio con una porra en la cabeza, quedé inconsciente. Cuando desperté, estaba en el cuarto donde los enfermeros se cambian de ropa. Heinrich me había arrastrado hasta allí y me indicó que no dijera ni una palabra. El director quería interrogarme; a él ya lo habían amenazado con entregarlo a la Gestapo acusándole de haber introducido en el hospital a un enemigo del Reich. Heinrich juró que yo era un buen nazi, pero demasiado sensible para aquel trabajo, y juró y perjuró que no representaba ningún peligro, pero el director le conminó a llevarme a su despacho. No lo hizo. Me sacó del manicomio por las carboneras y me pidió que no fuera ni siquiera a su casa a recoger mis pertenencias. «Huye, yo me las arreglaré. Si eres amigo de mi hermano, seguro que entre los dos podréis hacer algo para acabar con esto. Yo no tengo valor». Y huí, sí, huí de aquel lugar maldito; busqué refugio, acudí al obispo, y gracias a él estoy aquí.
—¿Y Heinrich? ¿Qué le ha sucedido? —preguntó alarmado el profesor Schatzhauser.
El padre Müller rompió a llorar. Dio rienda suelta al sufrimiento que a duras penas lograba domeñar.
—Cuando calculó que yo estaba lo suficientemente lejos del manicomio, subió al despacho del director, y desde allí mismo se tiró al vacío.
—¡Dios mío! —gritaron casi al unísono el profesor Schatzhauser, el pastor Ludwig Schmidt y los Kasten.
—Mi hermano ha sufrido mucho —susurró Hanna, volviendo a colocar su brazo alrededor de los hombros del sacerdote—, quizá deberíamos volver. Necesita recuperarse.
—Padre Müller, es usted muy valiente y ha prestado un gran servicio a la causa de Dios. Sólo sabiendo lo que sucede podremos combatirlo —dijo el pastor Schmidt.
—Está en el ideario del nazismo la eliminación de los enfermos y de los débiles, no es la primera vez que sabemos del asesinato de enfermos mentales. Hubo un plan similar antes de que estallara la guerra —recordó Manfred Kasten.
—La única manera de parar esos asesinatos es darlos a conocer —murmuró el profesor Schatzhauser.
—El obispo va a denunciar a las autoridades lo que sucede en Hadamar —musitó el padre Müller.
—¡Pero no le harán caso! ¿De qué sirve denunciar el crimen a los propios verdugos? —dijo Amelia, que a duras penas podía controlar el sentimiento de horror provocado por el relato del sacerdote.
—Pero eso les obligará a suspender, aunque sea temporalmente, los asesinatos en Hadamar. Todos nosotros tenemos el deber de contar lo que sucede allí —sentenció Schmidt.
—Me preocupa su seguridad —dijo el profesor Schatzhauser.
—También a nosotros —terció Hanna, la hermana del padre Müller—, pero el obispo ha decidido enviar a Rudolf a Roma.
—De manera que se va usted… —dedujo el pastor Schmidt.
—Es lo más conveniente —concedió Manfred Kasten—, la Gestapo averiguará quién es ese trabajador desaparecido de Hadamar. Y si lo encuentran… esa gente no respeta a nadie.
—¿Cuándo te vas? —Quiso saber Amelia.
—Dentro de unas semanas —respondió el sacerdote.
El padre Müller no fue el único que no logró conciliar el sueño por lo que había visto en Hadamar. Ninguno de los asistentes a la reunión en casa del profesor Schatzhauser podía dejar de pensar en lo que les había contado el sacerdote. Les resultaba dolorosa su impotencia frente a aquel régimen criminal.
Amelia regresó a casa de los Keller con una decisión tomada: haría cualquier cosa con tal de contribuir a la derrota del Reich, fuera lo que fuese.
Aquella misma noche, en la soledad de su cuarto, escribió un mensaje para Londres relatando lo que sucedía en Hadamar.
El señor Keller le insistió para que tomara una taza de té con su esposa Greta y con su hijo Frank, pero Amelia no se veía capaz de fingir normalidad, de manera que se disculpó alegando que se sentía indispuesta por un fuerte dolor de cabeza.
—Es una joven simpática, pero un poco rara, ¿verdad? —dijo Frank a sus padres.
—No es para menos, ha perdido a su familia en la guerra civil. Creo que si está aquí es porque le resulta difícil vivir en España rodeada del recuerdo de sus padres —explicó el señor Keller a su hijo.
—Para mí resulta una grata compañía —añadió Greta.
Amelia se presentó tan temprano en casa de Dorothy y Jan, que ambos se alarmaron.
—Pero ¿qué sucede? —preguntó Dorothy al abrir la puerta y encontrarse a Amelia.
La mujer aún tenía la bata puesta y en los ojos los restos del sueño de la noche.
—¡Por Dios, Amelia, son las siete! ¡Dime qué sucede!
—Es urgente que envíes un informe a Londres, lo tengo redactado en clave. No es muy largo, pero cuanto antes lo tengan, mejor.
Jan apareció en el umbral de la puerta del salón. También llevaba puesta una bata.
—Le dije que viniera a horas en que no llamara la atención —le reprochó a Amelia.
—Lo sé, pero tengo una información de gran importancia, si no fuese así no me habría arriesgado.
Les repitió palabra por palabra lo que había contado el padre Müller, y aunque Jan parecía igual de impresionado que Dorothy, le recriminó a Amelia su imprudencia.
—Todo esto podría habérnoslo contado dentro de un par de horas o incluso esta misma tarde. Sin duda es terrible lo que sucede en el manicomio de Hadamar, pero insisto en que no debería haberse presentado a estas horas.
—¡Cómo puede decir eso! ¡Los nazis están matando a miles de inocentes! El padre Müller dijo que Heinrich calculaba que ya han asesinado a cerca de ocho mil personas —respondió Amelia con un timbre de histeria en la voz.
—¡Claro que es horrible! Pero debemos actuar con precaución, sin llamar la atención. ¿Cree que si nos hacemos notar podremos ayudar más a esos inocentes? Terminaremos despertando sospechas entre los vecinos, alguien puede dejar caer una palabra sobre nosotros en la Gestapo, ¿sabe lo que eso significaría?
Dorothy miró a Jan como pidiéndole que no fuera tan duro con Amelia. Luego salió de la sala para preparar café.
A Amelia le costó recobrar la tranquilidad. Jan la intimidaba, se sentía como una colegiala ante su presencia. El agente le volvió a recordar las medidas de seguridad acordadas.
—Bien, ahora debe quedarse aquí un buen rato. Puede que alguien más que la portera la haya visto entrar. Lo mejor es que salga a una hora razonable.
—¿Cuándo enviará este informe a Londres?
—En cuanto pueda.
—Pero ¿cuándo será? —insistió Amelia.
—Usted hace su trabajo y yo el mío, cada uno sabe cómo hacerlo. No me presione, soy yo quien decido el momento.
—Vamos, Jan, Amelia está conmocionada, y no es para menos —intervino Dorothy.
—¿Y crees que yo no? ¿Qué clase de persona sería si no sintiera espanto al oír lo que ese sacerdote ha contado sobre el manicomio de Hadamar? Pero hemos de actuar con cabeza, sin dar pasos en falso. Naturalmente que transmitiré cuanto antes esa información, pero ya sabes que debemos tomar todo tipo de precauciones para establecer contacto con Londres. Y no lo haré antes de ver a otra persona que también nos tiene que suministrar información. Una vez que le haya visto, enviaré lo que me diga junto al informe de Amelia, pero no debo arriesgarme a ponerme en comunicación con Londres dos veces el mismo día salvo en caso de emergencia.
—Tienes razón —concedió Dorothy.
—Claro que la tengo. Perder los nervios no nos llevaría a ninguna parte.
Aquel mismo día, Manfred Kasten y su esposa reunieron a un grupo de personas. El profesor Karl Schatzhauser les había pedido que convocaran esa reunión para aclarar algo sobre Amelia. No sabía por qué, pero no terminaba de creerla. Para él no tenía sentido que Amelia hubiera aparecido de repente ofreciéndose a ayudarles en lo que fuera.
—Puede que hayamos sido un tanto imprudentes aceptándola entre nosotros, en realidad no sabemos nada de ella —explicó el profesor.
—¿Cree que puede ser una espía de Franco y que la información que obtenga de nosotros terminará sobre la mesa del mismo Hitler? —preguntó un hombre con el cabello cano y el aspecto de alguien acostumbrado a mandar.
—No lo sé, general… no lo sé… Max von Schumann parece confiar en ella, y prestó una gran ayuda al padre Müller sacando a una joven judía del país. Pero ¿por qué ha vuelto? No me creo su explicación de que está intentando recuperar el negocio paterno, o porque ha terminado su relación sentimental con ese periodista norteamericano y no tenía otro lugar mejor al que ir —respondió el profesor.
—A no ser que tenga un motivo personal para estar aquí —le interrumpió Helga Kasten.
—¿Qué es lo que se te está pasando por la cabeza? —dijo su marido, mirándola con suspicacia.
—La hemos conocido a través de Max, y por lo que sabemos, ambos se conocieron hace años en Buenos Aires. No hace falta ser muy perspicaz para ver que Amelia es una persona especial para Max y que él también lo es para ella. Si Amelia ha roto su relación con Albert James, no es extraño que haya venido a Alemania en busca de Max.
—¡Qué cosas se te ocurren! —le reprochó su marido.
—Puede que Helga tenga razón —intervino el hombre al que llamaban «general»—. Aun así no podemos confiar del todo en ella.
—No es conveniente que sepa cuántos jefes del Ejército estamos contra el Führer —repuso un coronel.
—En efecto, sería una temeridad —asintió el general.
—Sí, pero quizá ya sabe más de lo que nos conviene —respondió el profesor Schatzhauser—, por eso le he pedido a Manfred que convocara esta reunión.
—Bien, creo que la decisión que debemos adoptar es la de mantener una cierta distancia con la señorita Garayoa, pero sin dejar de verla; puede que nos convenga utilizarla dada su relación con los británicos —opinó Manfred.
—No creo que los británicos la escuchen ahora que ha roto con Albert James, al fin y al cabo su conexión con el Almirantazgo era de tipo personal —afirmó el profesor.
La preocupación del profesor y de sus amigos estaba justificada. Corrían un gran riesgo confiando en aquella española de la que tan poco sabían. Aunque el Ejército había jurado lealtad a Hitler, algunos jefes militares conspiraban contra el Führer y era lógico que desconfiaran.
La baronesa Ludovica estaba decidida a recuperar a su marido. No estaba dispuesta a seguir aceptando la indiferencia de Max porque a él sus diferencias políticas le resultaran irreconciliables. Ella era nazi, sí, y se sentía orgullosa de serlo. ¿Acaso el Führer no estaba devolviendo la grandeza perdida a Alemania? Le irritaba que Max estuviera ciego ante la evidencia de que Hitler era el hombre del destino. A ella le conmovía escucharle hablar, aquellos discursos del líder despertaban su orgullo de alemana. Pero Max era un romántico empedernido que despreciaba a Hitler y decía que era una vergüenza que el Ejército alemán estuviera bajo las órdenes de aquel cabo austríaco, así era como se refería al Führer. Ella le haría ver que debían ser prácticos; por lo pronto, las industrias de su propia familia en el Ruhr se habían visto favorecidas por el despegue económico de Alemania.
Pero Max anteponía su sentido del honor a cualquier consideración, de manera que nunca aceptaría la prosperidad familiar como motivo suficiente para aceptar el III Reich. Así pues, Ludovica sólo encontró una manera de que Max no terminara abandonándola, y ésta era quedándose embarazada. No resultaría fácil, puesto que hacía tiempo que sólo compartían casa, pero ella estaba dispuesta a cualquier cosa por tener un hijo, un hijo que haría que Max estuviera a su lado para siempre. Era el único varón de la familia; sus dos hermanas tenían hijos, pero sólo a través de él podía perpetuarse el apellido Von Schumann.
De manera que Ludovica se prometió a sí misma evitar cualquier discusión política con su marido, incluso aceptaría mansamente todos los comentarios que él hiciera contra el Führer, también simularía simpatizar con aquellos amigos de Max que tanto la irritaban.
Pensando en su regreso, Ludovica había mandado preparar una cena con los platos preferidos de su marido.
Max llegó a media tarde del 15 de mayo desde Varsovia, y en su rostro se reflejaba el cansancio y algo más que Ludovica no alcanzaba a comprender.
Apenas la besó en la mejilla y no parecía darse cuenta ni de su cambio de peinado ni de su vestido nuevo, tampoco pareció apreciar la copa de champán con la que su esposa le dio la bienvenida. Ludovica disimuló la irritación que le había provocado la frialdad de su marido, pero no pensaba rendirse ante la primera dificultad.
—Me alegro de tenerte aquí. Descansa un poco, luego cenaremos, quiero que me cuentes todo lo sucedido en estos meses en Polonia. Aquí todo continúa igual, bueno, salvo que la RAF nos visita de vez en cuando. Afortunadamente nosotros no hemos sufrido ningún contratiempo. Por cierto, tus hermanas y tus sobrinos están bien, deseando verte. Les dije que les avisaría en cuanto llegaras a Berlín.
—¿Están en la ciudad? —se interesó Max.
—Sí, aunque tu hermana mayor me dijo que en cuanto mejore el tiempo se irán a Mecklenburg.
Max asintió mientras evocaba la vieja mansión familiar situada en la región de los lagos, no lejos de Berlín. Allí había pasado los veranos más felices de su infancia montando en bicicleta y pescando.
Apenas se bañó y se afeitó, Max se reunió con Ludovica. Los meses pasados en Varsovia le habían hecho reflexionar sobre la anómala situación de su matrimonio y había decidido poner punto final a lo que sólo era una unión de conveniencia.
—¿Cómo te las has arreglado en estos meses? —le preguntó por cortesía mientras cenaban.
—Mal, muy mal —respondió ella bajando la mirada.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
—He pensado mucho en nosotros, Max…
—Yo también, Ludovica.
—Entonces comprenderás que lo haya pasado mal. Te quiero, Max, te he echado de menos, me he dado cuenta de que no sabría vivir sin ti. No digas nada, escúchame… Sé que en ocasiones te he irritado con mis comentarios sobre política, y te aseguro que estoy convencida de que nada ni nadie merece lo suficiente la pena como para interponerse entre nosotros. ¿Recuerdas el día que nos casamos? Yo era la novia más feliz del mundo… No me casé contigo porque así lo quisieran mis padres, y sé que tú también me querías más allá del deseo de tus padres por unir nuestras familias.
—Ludovica, eso es el pasado —respondió Max en tono de protesta.
—No, no es así, por lo menos no lo es para mí. Si no he sido una buena esposa, te pido perdón. Siempre me has dicho que era demasiado temperamental, y tienes razón, pongo demasiado de mí en todo lo que digo y en todo lo que hago. Y… lo que quiero decirte, Max, es que no permitiré que ni Hitler ni el III Reich se interpongan entre nosotros, soy católica como tú y nuestro matrimonio es para siempre.
Max se quedó abrumado por la confesión de Ludovica. ¿Cómo podía decirle que había pensado en una separación amistosa? Miró a su esposa sorprendido y a pesar de la sonrisa implorante de ella, creyó descubrir en sus ojos la dureza de antaño.
—Lo intentaremos, ¿verdad, Max? —dijo ella instándole a una respuesta.
—Quizá es demasiado tarde…
—¡No, no lo es! ¿Cómo va a serlo? Hice unos votos ante el altar y estoy dispuesta a cumplirlos. Perdona mi comportamiento si tanto te ofendía mi defensa del Führer, pero te aseguro que no volverá a suceder.
Volvió a clavar su mirada en los ojos de Ludovica. Le costaba reconocer a su esposa en aquella mujer aparentemente sumisa y comprendió que todo era una impostura y que ella no aceptaría nunca la separación.
Terminaron de cenar en silencio, luego él se excusó aduciendo que estaba cansado del viaje y que por eso se retiraba a su habitación. Ludovica asintió solícita. Media hora más tarde, cuando Max estaba a punto de dormirse, oyó abrirse la puerta de su habitación y vio a Ludovica envuelta en un vaporoso camisón blanco acercándose. Antes de que pudiera decir nada, la mujer se había metido en la cama.