En esta ocasión lady Victoria me invitó a almorzar en su casa porque me dijo que así dispondríamos de más tiempo para hablar.
Al verla volví a pensar que se trataba de una mujer impresionante. Parecía sincera al interesarse por mi investigación. Le conté hasta el punto donde me había dejado Francesca.
—Así que se ha quedado usted en diciembre de 1940… —murmuró mientras revisaba un cuaderno.
—Sí, creo que Amelia regresó a Londres con Albert James.
—Sí, así fue, y luego se fueron a Estados Unidos.
—¿A Estados Unidos? Pero ¿por qué? —pregunté irritado. Me fastidiaba el trajín de mi bisabuela de un lugar a otro. Me estaba resultando agotador seguir sus pasos por medio mundo.
—Pues porque lord James le pidió un favor a su sobrino y éste insistió en que sólo se lo haría si lo acompañaba Amelia. Está todo aquí, en este cuaderno —dijo lady Victoria señalando la cubierta.
—¿Puedo verlo?
—En realidad es parte del diario de lady Eugenie, la madre de Albert. Gracias a ella tenemos la información de lo que pasó. No sé si se lo he dicho, pero Eugenie escribía todos los días en estos cuadernos. Era su manera de desahogarse. Albert no dejaba de darle disgustos por su negativa a romper con Amelia para casarse con lady Mary Brian. ¿Está preparado?
Asentí. Sabía que lo mejor que podía hacer era escuchar sin interrumpirla hasta que se cansara de hablar.
Winston Churchill estaba empeñado en lograr la colaboración de Estados Unidos. Sabía que Gran Bretaña no podía ganar la guerra sin su ayuda e intentaba convencer por todos los medios al presidente Roosevelt de que les prestara su apoyo. El Reino Unido estaba en quiebra y necesitaba dinero con urgencia para hacer frente a los cuantiosos gastos de la guerra.
Lord James había pensado que puesto que su hermano Ernest era un próspero hombre de negocios en Estados Unidos, su cuñada Eugenie reunía en su salón a lo más granado de la sociedad neoyorquina y Albert era un periodista influyente, pues que podía utilizar a su familia para convencer a los prohombres de Washington de que su ayuda era imprescindible para vencer a Hitler.
Ernest y Eugenie aceptaron con entusiasmo convertirse en embajadores extraordinarios de su patria, en tanto que Albert se comprometió a dar una serie de conferencias por todo Estados Unidos para hablar del peligro que significaba Hitler, pero insistió en que Amelia debía acompañarle.
Escuche lo que Eugenie escribió en su diario:
Albert llega mañana. Mi cuñado Paul lo ha convencido. ¡Menos mal! Incluso Ernest, tan comprensivo siempre con nuestro hijo estaba furioso por su negativa a implicarse en lo que está pasando. Claro que nos hace pagar un precio gravoso: viene con esa Amelia que para mí se ha convertido en una pesadilla. ¿Cómo la presentaré a nuestras amistades? No puedo decir que es la prometida de Albert, puesto que es una mujer casada. Tampoco quiero presentarla como una amiga de la familia. No sabemos nada de ella y, por lo que a mí respecta, opino que es sólo una aventurera por más que Paul le haya dicho a Ernest que Amelia ha hecho algunas cosas útiles. No sé qué cosas, pero seguro que no serán tan importantes como Paul le ha hecho creer a Ernest. Sea lo que sea que haya hecho esta chica, eso no la exime de no ser una don nadie. Albert dice que Amelia es de buena familia, pero ¿qué clase de familia es la que le permite a una hija abandonar a su marido y a su hijo?
No será fácil soportar los chismorreos sobre Albert por su cabezonería insistiendo en instalar a Amelia en su apartamento de Nueva York, lo mismo que hizo en Londres. Mi hijo amancebado con esa española… ¡lo que llegarán a decir!
Si no fuera porque es mi hijo, no le recibiría nunca más. Se ha presentado en casa con Amelia y eso que su padre le había insistido en que tenían que hablar a solas. Pero Albert es así de cabezota. El almuerzo me ha resultado insoportable. Esa chica no dejaba de mirarme y Albert sólo está pendiente de ella. Lo peor es que Ernest se ha reunido a solas con Albert y he tenido que estar cerca de una hora con esa cualquiera. Le he preguntado si había leído a Shakespeare y me ha dicho que no. Me lo imaginaba. Sus gustos musicales tampoco son extraordinarios, aunque al parecer es capaz de interpretar al piano algunas piezas de Mozart, Chopin y Lizt. No sé qué es lo que mi hijo ve en esta mujer. Es desesperante.
Ernest me ha dicho que Albert ha tenido un gran éxito en Washington. Han acudido a escucharle algunos amigos del presidente Roosevelt y también algunos hombres de su equipo. Creo que se han quedado preocupados por lo que le han oído contar. Parece mentira que a los norteamericanos les cueste entender que Hitler es un peligro también para ellos. Si no fuera por Winston Churchill, Hitler se convertiría en el amo del mundo, es lo que aquí no quieren ver, aunque Ernest me asegura que Roosevelt se muestra muy receptivo a cuanto le dice Churchill.
¡Qué vergüenza! La señora Smith ha venido a verme. La muy bruja sólo quería decirme lo que yo ya sé, que la presencia de Amelia es un escándalo y que Albert debería tener respeto a las buenas familias y no presentarse con ella en todas partes.
Le he dicho a la señora Smith que quizá debería preocuparse de lo que hace su hija Mary Jo, porque en la cena de los Vanderbilt no dejó de coquetear con el mayor de los hijos de los Miller. Sé que no me perdonará el comentario, pero no se me ocurría otra cosa para pararle los pies. No puedo consentir que venga a mi casa a criticar a mi hijo.
Si no me lo hubiera contado Ernest, jamás lo habría creído. Albert le ha pedido a Amelia que también ella dé charlas sobre lo que está pasando en Europa. Al parecer se llenan las salas para escucharla, aunque sé bien que es por verla a ella, para saber qué clase de mujer es la que ha hecho perder la cabeza a Albert.
Ernest dice que la buena sociedad de San Francisco se ha rendido a Amelia y que la reciben en todas las casas importantes. Parece que Amelia está dando charlas en los clubes femeninos porque Albert cree que las esposas somos capaces de convencer de cualquier cosa a nuestros maridos.
Dentro de dos días regresarán a Nueva York. Ernest quiere que organice una gran cena para invitar a todos nuestros conocidos y quiere que Albert haga un discurso.
La cena ha sido un éxito, aunque estoy agotada. Ha venido todo el mundo; creo que, salvo Roosevelt, hemos tenido a todo aquél que es alguien en la Casa Blanca.
Albert ha estado sublime. ¡Qué manera de explicar lo que es ese cabo austríaco, Adolf Hitler! A las señoras las ha asustado y a los caballeros les ha dado que pensar. Ernest dice que Roosevelt necesita que le den unos cuantos empujoncitos para que se muestre más dispuesto a ayudar a Inglaterra. En realidad ya ha comenzado a hacerlo. Para algunos de nuestros amigos la guerra es una buena oportunidad para hacer negocios, porque naturalmente la ayuda que se preste a Inglaterra de una u otra manera tendrán que pagarla. Los norteamericanos son muy prácticos, pero yo me alegro de que mi hijo les haya dado argumentos para que entiendan lo que está pasando en Europa.
Albert les habla como si fuera uno de ellos, y es que este hijo mío es más norteamericano que irlandés y eso que toda su sangre viene de Irlanda. Incluso dice que comprende a Roosevelt porque un gobernante debe evitar la guerra a no ser que sea inevitable.
Lo que no me esperaba es que en esta ocasión le pidiera a Amelia que hablara, y ella, que no muestra ningún pudor, no ha dudado en dirigirse a nuestros invitados. En mi opinión, ha estado poco acertada contando la historia de esa amiga suya, Yla, hija del socio de su padre, que tuvo que huir de Berlín, o de esa Rajel. Parece que Amelia sólo tiene amigas judías. No es que yo tenga nada en contra de los judíos, muchos de nuestros mejores amigos lo son, pero tal y como cuenta las cosas Amelia parece que lo peor de Hitler es que no le gustan los judíos. La española simplifica mucho.
He tenido que cortar varios comentarios sobre Amelia y Albert, y es que la gente se empeña en preguntar si son algo más que buenos amigos, como si no fuera evidente que ella es la amante de mi hijo. Toda esta situación es muy desagradable, pero Albert se niega a escuchar ni una sola palabra sobre Amelia.
Qué bochorno: Albert se ha peleado con el mayor de los Miller, y además en su casa. Los Miller habían organizado una cena de despedida para Albert, que en unos días regresa a Londres. Todo iba perfectamente hasta que Bob, el hijo mayor de la familia, ha insistido a Amelia para que bailara con él. El chico estaba un poco bebido pero Amelia se ha comportado como una virgen negándose a bailar. Bob no se ha conformado con la negativa, la ha agarrado de un brazo y ha insistido para que bailara con él. Amelia se ha puesto histérica pidiendo que la soltara y Albert ha acudido en su ayuda propinándole un puñetazo a Bob. Mi hijo se ha puesto en evidencia, nos ha avergonzado a todos. La fiesta no ha podido terminar peor. El señor Miller y Ernest han tenido que intervenir para parar la pelea, y nos hemos tenido que ir en medio de los murmullos de los invitados. Amelia estaba pálida, aunque no creo que sienta en absoluto lo sucedido. Ahora todos nos criticarán y lo peor es que esto llegará hasta Londres. Nuestros amigos son muy generosos aceptando que Albert se presente en sus casas con Amelia, pero después de este incidente seguro que no volverán a invitarnos más.
Le pedí a mi hijo que viniera a verme y hoy ha venido para despedirse. Menos mal que ha tenido el acierto de no traer a Amelia. Aunque Ernest me había pedido que no discutiera con Albert, ninguno de los dos hemos podido evitarlo. Le he rogado que termine de una vez con esta situación, que no puede pretender respeto para una mujer que no se respeta a sí misma. Mi hijo me ha dicho que jamás me perdonará que diga eso de Amelia, que según él es la mujer más íntegra y valiente que ha conocido.
No sé que le ha dado para tenerle así, pero está desconocido, sólo le preocupa ella.
Mi hijo me ha dicho que si no acepto su situación con Amelia, dejará de visitarnos. Lo peor es que ha sido sincero cuando me lo ha dicho. Esa mujer nos va a destruir a todos. Ya lo está haciendo con Albert y ahora quiere destruir a nuestra familia.
Albert se ha ido sin darme un beso, es la primera vez en toda su vida que al despedirse no me lo da. Mañana regresan a Londres.
Albert y Amelia regresaron a Londres a principios de marzo de 1941. Su viaje fue un éxito, o así lo creyó lord Paul James. En las altas esferas políticas y económicas de Washington parecía que muchas de las ideas expuestas por Albert habían calado hondo.
La pareja volvió a instalarse en el apartamento de Albert sabiendo que en cualquier momento Amelia podía ser enviada a una nueva misión fuera de Inglaterra. Albert se enfrentó con su tío Paul pidiéndole que dejara de utilizar a Amelia, pero éste daba por cumplido su compromiso con su sobrino al haber permitido que Amelia le acompañara a Estados Unidos.
El comandante Murray no tardó en pedir a Amelia que regresara a Alemania.
—Usted me dijo que su amigo Max von Schumann había sido trasladado a Polonia —le recordó.
—Sí, así es.
—No nos vendrá mal saber qué está pasando allí. Tenemos algunos informes, pero nos gustaría completarlos.
—¿Tienen gente en Polonia? —Quiso saber Amelia.
—Eso, querida, no es de su incumbencia. Lo que usted debe hacer es ponerse en contacto con Von Schumann y tratar de ir a verle donde esté destinado en Polonia.
—¿Con qué excusa?
—Eso depende de usted. Le enseñamos durante el entrenamiento que son los agentes de campo los que tienen que concebir las coartadas, difícilmente lo podemos hacer desde un despacho en Londres. Dígame qué necesita y se lo facilitaré, pero es usted quien sabe cómo acercarse a Von Schumann. Tenemos entendido que el barón siente una gran atracción por usted.
Amelia se puso rígida. La insinuación del comandante Murray resultaba ofensiva.
—Cómo se atreve… —El tono de Amelia era de indignación.
—No es mi intención ofenderla. Tengo por usted el máximo respeto y consideración, pero no olvide que es una agente con una misión, y cuando la preparábamos para hacer este trabajo se le dijo, lo mismo que al resto de sus compañeros, que tendría que mentir, incluso matar si era necesario, que se vería obligada a hacer cosas que en condiciones normales le repugnarían, pero que en la guerra son necesarias. De manera que no se ofenda, no estamos en un salón de té sino en las oficinas del Almirantazgo. Si usted no puede con este trabajo, dígamelo, pero no me haga una escena de dama ofendida. Naturalmente que usted es una señora respetable, pero también una agente, y por tanto tendrá que hacer lo que nunca imaginó que podía llegar a hacer. En cualquier caso, yo no le he ordenado nada en concreto, sólo le he recordado lo que es evidente: el barón se siente atraído por usted y ésa puede ser una baza para su trabajo; es usted quien deberá decidir cómo afrontar la operación.
Durante unos segundos permanecieron en silencio mirándose de frente, midiéndose el uno al otro. El comandante Murray era un caballero, pero también un soldado dedicado a un oficio, el del espionaje, donde no hay normas ni límites. No había pretendido ofenderla, desde el primer momento había sentido por ella una secreta simpatía pero la trataba con la misma dureza que al resto de sus hombres. Estaban en guerra y no había lugar para los convencionalismos sociales.
—Iré a Berlín, ya me las arreglaré para encontrar en Polonia al barón Von Schumann —dijo, por fin, Amelia.
—Puede que tenga que pegarse a él durante un tiempo, nos interesa tener una fuente tan destacada en el ejército. A pesar de su oposición a Hitler, es un militar de cierta graduación con acceso a otros militares de rango superior.
—Odia a Hitler, pero es un patriota, jamás dirá nada que pueda poner en peligro la vida de soldados alemanes.
—Así es, sin duda, pero se trata de que usted obtenga esa información sin que él tenga la sensación de estar traicionando a su patria. En esta ocasión podrá contar con ayuda. Hay una persona que usted conoce y que está en Berlín.
—¿Quién es?
—Una compañera de entrenamiento, ¿recuerda a Dorothy?
—Sí, nos hicimos amigas.
—El marido de Dorothy era alemán, de Stuttgart, murió de un ataque al corazón. Ella habla alemán casi tan perfectamente como Jan.
—¿Jan? Creo que no le conozco…
—No, a Jan no le conoce. Es británico, pero su madre era alemana. Se crio con su abuela materna porque se quedó huérfano siendo niño. Conoce Berlín como la palma de la mano. Vivió en la ciudad hasta los catorce años, cuando la familia de su padre le reclamó para darle aquí una educación más adecuada.
—¿Con qué cobertura cuentan en Berlín?
—Se hacen pasar por un feliz matrimonio. Jan es un hombre que ya ha cumplido los sesenta; trabajó para el Almirantazgo, y aunque está cerca de la jubilación, se ha ofrecido voluntario para esta misión. Le hemos fabricado una identidad falsa: oficialmente, sus padres eran alemanes emigrados a Estados Unidos, y ahora el hijo pródigo ha querido volver a la patria atraído por el magnetismo de Hitler, y lo ha hecho con su encantadora esposa, una mujer con unos cuantos años menos que él. Disponen de medios suficientes para vivir aunque sin llamar la atención. El hecho de que Jan sea ingeniero nos es de gran utilidad; de manera que le hemos enviado con una radio especial, muy potente, aunque naturalmente tiene que esquivar las escuchas de la Gestapo. De ahora en adelante, cuando obtenga una información relevante, se la dará a ellos. También recibirá mis instrucciones a través de Dorothy y de Jan. Debe estar alerta para que nadie la siga cuando vaya a verles, y al menos por el momento es mejor que no hable con nadie de su existencia, ni siquiera a sus amigos, tampoco al barón Von Schumann.
El comandante Murray se alargó más de una hora explicándole a Amelia lo que se esperaba de ella.
Murray aceptó su petición de viajar a Alemania desde España. Sabía que lo único que no le podía negar, si quería seguir contando con su ayuda, era poder visitar de vez en cuando a su familia. Además, sólo podía viajar a Alemania desde un país amigo del Reich, y España lo era.
—No quiero que vayas —le dijo Albert cuando Amelia le anunció que debía regresar a Alemania.
—Es mi trabajo, Albert.
—¿Tu trabajo? No, Amelia, lo que estás haciendo no es un trabajo. Te has metido en algo que no puedes controlar, eres una peonza que se mueve al antojo de otros. Cuando quieras recuperar el control sobre tu vida será demasiado tarde, ya no te pertenecerás. Déjalo, no te lo pido por mí sino por ti, déjalo antes de que te destruyan.
—¿Crees que lo que hago no sirve para nada? —respondió Amelia, airada.
—No dudo de que los frutos del espionaje sean imprescindibles para ganar la guerra, pero ¿de verdad crees que estás preparada para ese juego sólo porque has hecho un cursillo en el Almirantazgo? Te están utilizando, Amelia, te dan cuerda diciendo que acaso cuando derroten a Hitler pensarán en hacer algo contra Franco, pero no lo harán, le prefieren a él antes de que España tenga un gobierno como el del Frente Popular ¿no te das cuenta?
—Nadie me ha prometido nada, pero creo firmemente que una vez que derroten a Hitler el régimen de Franco se tambaleará. Se quedará sin aliados. Siento que me veas tan insignificante, tan incapaz de hacer este trabajo, pero voy a continuar con mi misión, pondré lo mejor de mí misma para hacerlo bien.
—Entonces debemos replantearnos nuestra relación.
Amelia sintió una punzada de dolor en la boca del estómago. No estaba enamorada de Albert, pero desde la muerte de Pierre él era el pilar en el que se apoyaba, donde se sentía segura y no estaba preparada para perderle. Aun así, al responderle pudo más su orgullo.
—Si es eso lo que quieres…
—Lo que quiero es que vivamos juntos, que intentemos ser felices. Eso es lo que quiero.
—Yo también, pero siempre y cuando respetes lo que hago.
—Te respeto a ti, Amelia, claro que te respeto, pero por eso te pido que hables con el comandante Murray y le digas que lo dejas, que no vas a seguir adelante.
—No voy a hacer eso, Albert, voy a cumplir mi compromiso con el Almirantazgo. Para mí es compatible ese compromiso con mi relación contigo…
—Lo siento, Amelia. Si ésa es tu última palabra, lo siento pero no podemos seguir.
Se separaron. Dos días más tarde Amelia salía de casa de Albert con dos maletas donde llevaba todas sus pertenencias. Un coche del Almirantazgo la esperaba en la puerta. El comandante Murray había dispuesto su paso por España camino de Berlín.
—Bien, querido Guillermo —concluyó lady Victoria—, sé que Amelia pasó varios días en Madrid, supongo que estuvo con su familia. He hablado con el mayor Hurley y le tengo preparada una sorpresa. El mayor ha aceptado venir a cenar mañana a mi casa. Me ha dicho que hay algunos documentos desclasificados sobre ese viaje de Amelia a Alemania y nos dará algunos detalles durante la cena.
—Menuda suerte tengo de que usted y el mayor Hurley sean parientes —contesté con ironía.
—Sí, tiene usted suerte, y mucho más de que yo esté casada con un nieto de lord Paul James; de lo contrario, le sería muy difícil reconstruir lo que sucedió aquellos días.
Dejé la casa de lady Victoria con el compromiso de acudir a cenar al día siguiente a las seis. Cuando llegué al hotel telefoneé al profesor Soler. Le pedí que recordara si Amelia había pasado por Madrid a mediados de marzo de 1941, el profesor pareció dudar.
—Voy a consultar mis notas y le llamo. Amelia viajaba a menudo a Madrid, a veces estaba unos días, en otras ocasiones se quedaba más tiempo. La verdad es que no recuerdo que sucediera nada extraordinario en marzo de 1941.
—¿Ella no les contaba nada de lo que hacía?
—No, nunca lo hizo. Ni siquiera a su prima Laura. Amelia aparecía y desaparecía sin decir nada. Su tío Armando intentaba saber cómo se ganaba la vida, pero Amelia le decía que confiara en ella porque se la ganaba de manera honorable. Sabíamos que vivía con Albert y en realidad pensábamos que era él quien la mantenía.
—Así que ni siquiera usted sabe bien lo que hizo Amelia… —le dije con desconfianza.
—Su bisabuela nunca ha sido objeto de mis investigaciones históricas, ¿por qué debería haberlo sido?
Una hora más tarde me telefoneó para decirme que no encontraba ninguna nota sobre aquellas fechas, de manera que ambos coincidimos en que Amelia habría pasado por Madrid y que, más allá de ver a la familia, no había acontecido nada nuevo.
No tenía más remedio que esperar a ver qué me deparaba la cena con el mayor Hurley en casa de lady Victoria. Tengo que confesar que me desesperaba un poco tanta formalidad. No entendía por qué el mayor Hurley y la propia lady Victoria no me contaban lo que sabían de un tirón, en vez de darme la información con cuentagotas. Pero eran ellos los que tenían la sartén por el mango, así que no tenía otra opción que acomodarme a lo que dispusieran.