Me alojé en el hotel d’Inghilterra, justo al lado de la piazza di Spagna y a un paso de la casa de Francesca.
Estaba seguro de que me invitaría a cenar y así fue, de manera que compré una botella de chianti y acudí puntual.
—Ciao, caro, come vai! —dijo a modo de saludo.
—Yo diría que por ahora bastante bien —respondí con una sonrisa.
Le reproché que no me hubiera contado que Carla Alessandrini había hecho incursiones en la política.
—Ya te advertí que Carla era una mujer singular —me respondió a modo de excusa.
—Singular me parece poco. Ayudó a escapar de Berlín a una chica judía cruzando con ella media Europa, y al parecer tuvo contactos con los partisanos, de manera que la gran diva hacía algo más que gorgoritos.
—Sí, sí, todo eso es verdad. Carla fue una mujer extraordinaria.
—Ya, pero no me dijiste nada de su participación en la política.
—No me lo preguntaste.
—Bueno, pues para dejar las cosas claras: quiero saberlo todo, absolutamente todo sobre Carla Alessandrini, me da igual que se trate de política o de jardinería, todo es todo.
—No sé si podré contarte todo al mismo tiempo.
—¿Ah, no? ¿Y por qué? —pregunté, enfadado.
—Porque el profesor Soler me dijo que tenías que investigar paso a paso, que debías encontrar un hilo conductor y seguirlo, y enterarte de todo por su orden. Yo no sé cuál es el orden de tu investigación, pero no dudes que en cada ocasión que aparezca Carla podrás recurrir a mí.
—¡Ésta sí que es buena! Estoy un poco harto de que me muevan como a una marioneta.
Francesca se encogió de hombros, dejando claro que el asunto no iba con ella.
—¿Qué quieres saber?
—Quiero saber qué hacía la gran Carla en septiembre de 1940 cuando mi bisabuela se presentó a verla en Roma, y quiero que me digas si lo que sabes de esa época se lo has contado a alguien, porque en el libro sobre la Alessandrini no dices ni una palabra.
—¿Y por qué tendría que haber relatado hechos que nada tenían que ver con su arte?
—Eres su biógrafa.
—Soy algo más, soy la guardiana de su memoria. Bueno, te confesaré un secreto: estoy escribiendo un nuevo libro sobre Carla, pero me llevará tiempo, no sé mucho de lo que hizo durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Empezamos?
Amelia llegó a Milán el 5 de septiembre de 1940. Vittorio Leonardi, el marido de Carla, fue a buscarla a la estación.
—¡Qué alegría tenerte aquí! Carla está deseando verte, tienes que contarnos qué ha sido de Rajel…
En la puerta de la estación los esperaba el chófer con un Fiat último modelo.
Carla estaba contenta de tener a Amelia con ella. Desde que había recibido el telegrama anunciando su llegada se había dedicado a redecorar una de las habitaciones de su mansión pensando en los gustos de Amelia.
Mientras la doncella deshacía el equipaje, las dos mujeres no pararon de hablar.
Amelia le explicó que sus relaciones con Albert no atravesaban un buen momento y Carla le aconsejó que si no le quería, le dejara.
—Es un buen hombre, no merece sufrir, ni siquiera por ti, cara. Se parece a Vittorio, sólo que mi marido es feliz así, pero Albert aspira a tener todo tu amor, y si no se lo puedes dar, por lo menos dale la oportunidad de que lo encuentre con otra.
—Tienes razón, pero aunque no lo creas, yo le quiero, a mi manera, pero le quiero.
—Ya te lo dije en Berlín: no es que le quieras, le necesitas, es un refugio seguro. Pero tú no necesitas refugiarte en ningún hombre para sentirte segura, nos tienes a Vittorio y a mí, sabes que te queremos como a una hija. Y ahora dime, ¿cómo es que te has decidido a venir?
Carla era demasiado inteligente para creer que Amelia estaba allí sólo para verla. La diva era una mujer apasionada y franca y no soportaba las medias tintas. Amelia se sinceró con ella.
—Después de que ayudáramos a Rajel a huir de Berlín, el tío de Albert, que trabaja en el Almirantazgo, me propuso hacer algunos trabajos para él. Acepté. Regresé a Berlín y a través de Max pude saber que hay grupos de oposición a Hitler desperdigados por toda Alemania; algunos son grupos cristianos, otros son socialistas, anarquistas, pero no están organizados entre sí, cada uno funciona a su manera, lo que les resta fuerza. Pero saber que hay opositores a Hitler, aunque sean pocos, es un alivio, y para los británicos constituye una información fundamental.
—Churchill es un hombre extraordinario. Hablé con él en una ocasión: despotricaba de la política de apaciguamiento. Derrotará a Hitler, no me cabe la menor duda. Si él dirige la guerra, ganará.
—En esa guerra se juega el futuro de toda Europa. Yo espero que si derrotan a Hitler, las potencias europeas nos salven de Franco.
—Pobrecilla, ¡qué ingenua! Vamos, Amelia, Franco no les molesta, lo prefieren al Gobierno del Frente Popular. No quieren a los rusos dentro de casa, no permitirán que España sea una base de la Unión Soviética.
—Yo tampoco lo querría, pero sí una democracia como la inglesa.
—¡Ojalá! Entiendo que soportar el régimen de Franco debe de ser como para nosotros soportar al Duce.
—Los ingleses dicen que tienes contactos con los partisanos…
—¿Eso dicen? Puede ser, ¿y qué?
—Pues que creen que eres antifascista y que ayudarás a quien luche contra el fascismo en Italia y contra Hitler en Europa.
—No es tan sencillo. Amo a mi país, no viviría en otro lugar del mundo, aquí está mi casa y cuando viajo ya estoy pensando en el regreso. Nunca traicionaría a Italia, pero el Duce… ¡No le soporto! Es un fatuo que sabe cómo enardecer a las masas. Me da vergüenza que nos represente, nos ha metido en la guerra de manera vergonzosa. Así que ayudaré a mi país a librarse de él, y… sé que no te va a gustar, pero tengo simpatías por los comunistas, aunque eso signifique tirar piedras contra mi propio tejado; si ellos gobernaran, ¡qué sería de mí! Pero eso no es lo importante ahora, sino acabar con el Duce y sacar a Italia de esta guerra.
—¿Puedo saber cómo has llegado a tener contacto con los partisanos?
—La gente me conoce, confía en mí. Ellos se han puesto en contacto conmigo para pedirme algunos favores… nada importante, por el momento. En fin, te diré que mi viejo profesor de canto es comunista. Le debo mucho: en realidad, todo lo que soy. Ya te lo presentaré. Se llama Mateo, Mateo Marchetti, y es una leyenda entre los cantantes de ópera. Hace poco me pidió que escondiera a un importante partisano, era el contacto con gente de fuera y la policía le tenía acorralado. Le escondí en mi casa y logré llevarle a Suiza. Hice algo parecido a lo tuyo con Rajel. ¿Y a ti qué es lo que te ha pedido el tío de Albert?
—Quiere saber qué piensa hacer el Duce, hasta dónde va a implicarse en esta guerra. Me ha pedido que venga; sabe que tú te mueves en las altas esferas, y quiere que yo pegue el oído. Puede que me entere de algo relevante.
—Así que te has convertido en una pequeña espía —dijo Carla, riéndose.
—¡No lo digas así! No, no me siento una espía, hasta ahora lo único que he hecho es escuchar y fijarme en lo que sucede a mi alrededor. Ni siquiera sé si lo que hago tiene importancia.
—Bien, organizaré una cena e invitaré a alguno de esos gerifaltes que tanto aborrezco. Espero que alguno te diga algo que merezca la pena, porque te aseguro que me repugna pensar en tenerles en mi casa.
Carla organizó una fiesta a la que asistieron muchos de sus amigos y un buen número de sus enemigos. Ninguno era capaz de resistirse a la llamada de Carla Alessandrini, sobre todo cuando, como en esa ocasión, se trataba de una fiesta en su propia casa.
En Milán la diva vivía en un palazzo de tres plantas lujosamente decorado. Aquella noche la casa estaba iluminada sólo con velas y Carla había dispuesto que la única bebida fuera champán.
Vittorio Leonardi no terminaba de comprender el porqué de tanto dispendio por parte de su esposa, pero no protestó cuando Carla, imperiosa, le dijo que ella no podía dar una fiesta si no era por todo lo alto.
Vestida con un traje rojo de seda y encaje, la diva recibió a sus invitados en la puerta del palazzo, junto a Vittorio y Amelia.
—Debes estar a mi lado, porque así será más fácil presentarte a todos los invitados.
Entre las más de doscientas personas invitadas, Carla señaló a Amelia a una pareja a la que recibió sin ningún entusiasmo.
—Son amigos de Galeazzo Ciano, el yerno del Duce. Si les caes bien, te abrirán las puertas del entorno más íntimo de Mussolini.
Amelia desplegó todo su encanto para que Guido Gallotti y su esposa Cecilia se fijaran en ella.
Guido era diplomático y uno de los consejeros de Ciano, el ministro de Exteriores. Ya había cumplido los cuarenta; su esposa, en cambio, debía de tener la edad de Amelia.
Cecilia era hija de un comerciante textil adinerado, con buenos contactos, ferviente seguidor del Duce, a cuya sombra empezaba a hacer buenos negocios, entre ellos casar a su hija con aquel diplomático tan cercano a la familia del propio Mussolini; un matrimonio que había convenido a ambos contrayentes. Guido Gallotti aportaba estatus social a Cecilia y a su familia, y ésta, una cuenta corriente saneada que les permitía todos los caprichos.
—Conozco España, estuve antes de la guerra civil. Tienen suerte de contar con Franco. Es un gran estadista, como nuestro Duce —le dijo Guido Gallotti.
Amelia dio un respingo. No soportaba escuchar a nadie mostrar admiración por Franco, pero Carla la pellizcó en el brazo y Amelia dibujó una sonrisa.
—Estoy deseando que Guido me lleve a España, me lo ha prometido. Mi marido se enamoró de su país —añadió Cecilia.
—Me alegro de que le gustara, y desde luego debería llevar a su esposa, estoy segura de que también le gustaría —respondió Amelia.
Carla marchó para atender a otros invitados, y Amelia se dedicó a entretener a la pareja contándoles cómo estaba Madrid después de la guerra, procurando obviar cualquier referencia política. Vittorio se acercó a ellos.
—Esta niña nos es muy querida —dijo Vittorio, guiñando un ojo a Amelia.
Cecilia parecía impresionada por la amistad de Amelia con la Alessandrini. No eran muchas las personas que podían presumir de formar parte del círculo íntimo de la diva. Carla tenía una legión de admiradores repartidos por todo el mundo, pero era muy exigente a la hora de seleccionar a sus amigos. Además, no era ningún secreto la opinión que tenía del régimen de Mussolini, y que no se privaba de criticar al propio Duce. Por eso el matrimonio Gallotti se había visto sorprendido, no sólo por la invitación de Carla, sino también porque aquella noche la diva había invitado a algunas personas cuyo compromiso con el fascismo era absoluto.
—Tiene que visitarnos en Roma. Será bienvenida a nuestra casa. ¿Se quedará mucho tiempo en Milán? —preguntó Cecilia.
—Aún no lo sé, desde luego no me iré antes del estreno de Tristán e Isolda. Por nada del mundo me perdería escuchar a Carla en el papel de Isolda en la Scala.
—¡Estupendo! Yo soy de Milán, mi padre tiene una fábrica cerca de la ciudad. De manera que venimos a menudo a ver a mis padres. Además, tenemos previsto asistir a la ópera, tampoco queremos perdernos ver a la gran Carla. ¿Verdad, querido?
Guido ocultó con una sonrisa la sorpresa que le produjo la afirmación de su esposa. A Cecilia no le gustaba la ópera, en realidad no entendía nada del bel canto, pero ansiaba codearse con gente como Carla.
—Será un placer volver a verla, y naturalmente esperamos que sea nuestra huésped en Roma.
Más tarde Amelia les contó a Carla y a Vittorio que había logrado que el matrimonio Gallotti la invitara a la capital.
—¿No habrás aceptado?
—Bueno, no me he comprometido a nada.
—Ni debes hacerlo todavía. Deja que insistan. Ellos saben que el Duce no es santo de mi devoción, y aunque Cecilia es medio tonta, Guido es astuto como un zorro.
—¿Tan mala opinión tienes de Cecilia?
—Es una arribista. Bueno, en realidad los dos lo son, pero se complementan: Guido aporta contactos sociales, y ella el dinero. Están hechos el uno para el otro.
—¿No crees que estén enamorados?
—Sí, claro que sí. Guido ama apasionadamente el dinero de Cecilia, quien permite que se lo gaste sin freno con el grupo de amigos que rodean a Galeazzo Ciano, y ella ama el estatus de Guido. De Cecilia no tienes nada que temer, pero de él sí. No lo olvides.
—Además, es un mujeriego empedernido —intervino Vittorio— y no me ha gustado nada cómo te miraba. Ni Carla ni yo queremos que te conviertas en un trofeo de caza para el matrimonio.
—¡Un trofeo de caza! Qué exagerado eres, Vittorio, yo no soy nadie —dijo Amelia riendo.
—Eres amiga de Carla, de manera que Cecilia puede presumir de tener como amiga a alguien muy cercano a la gran diva. En cuanto a él, estoy seguro de que no le importaría añadirte a la lista de mujeres hermosas a las que ha cortejado.
—Tendré mucho cuidado, os lo prometo.
El estreno de Tristán e Isolda estaba previsto para mediados de octubre. Carla asistía todos los días a los ensayos, además de pasar dos o tres horas cantando en su casa bajo la dirección de su maestro Mateo Marchetti.
Por su parte, Amelia, aconsejada por Carla y Vittorio, aceptó varias invitaciones de algunos de los amigos de la pareja. En especial, se interesó por el viejo Marchetti, puesto que parecía ser algo más que un simple militante comunista.
Al principio el hombre se mostraba distante y desconfiado, pero Carla le insistía en que Amelia era de fiar, y, poco a poco fue cediendo en su resistencia.
En ocasiones se quedaba a cenar cuando terminaba sus clases con la diva. Hablaban sobre todo de política, y rara era la ocasión en la que Marchetti no le pedía a Carla algún favor para alguno de sus camaradas.
Amelia solía guardar silencio puesto que sólo chapurreaba el italiano y se sentía insegura a la hora de mantener una conversación con cierto calado; sin embargo, Carla y Vittorio insistían en que participara sin pudor de las charlas.
Una noche, mientras cenaban, Carla sorprendió a su viejo maestro hablando con Amelia sobre los días que había pasado en Moscú.
El profesor se mostró muy interesado en conocer la opinión de la joven sobre los logros de la revolución, y a duras penas pudo contenerse cuando escuchó a Amelia describir la vida en la Rusia de Stalin.
—Usted no entiende nada —le dijo Marchetti—, es muy joven y seguramente no se ha dado cuenta de lo que la revolución ha significado. El mundo no volverá a ser el mismo. ¿Que hay problemas? ¡Cómo no habría de haberlos! ¿Que las cosas aún no funcionan como quiere Stalin? No me extraña, en Rusia aún quedan muchos contrarrevolucionarios que no están dispuestos a perder sus privilegios. Usted acusa a Stalin de perseguir a todos aquéllos que no están con la revolución. ¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa debería hacer? La Unión Soviética se ha convertido en el faro al que todos dirigimos nuestras miradas, sabiendo que está alumbrando un mundo nuevo, un hombre nuevo. Los contrarrevolucionarios deben ser liquidados porque representan un peligro para el mundo que queremos crear.
Amelia refutaba su arenga contando pequeñas historias cotidianas durante su estancia en Moscú; sin embargo, el profesor Marchetti se mostraba inflexible en sus opiniones y la acusaba de carecer de la pasión de una verdadera revolucionaria.
—¿Revolución no es democracia? —le preguntó Amelia.
—¡Pero qué tiene que ver la revolución con la democracia burguesa! ¡Pues claro que no! Stalin sabe lo que hace, tiene que dirigir casi un continente, convencer a millones de personas que ante todo son comunistas, que no importa dónde hayan nacido, que todos son iguales, que no hay más principios que los que marca el partido.
—Sabe, he conocido a muchos comunistas y lo que me asombra es que han convertido el comunismo en un dogma y al partido en su Iglesia —replicó Amelia.
A pesar de las continuas disputas, ambos terminaron por congeniar y a instancias de Carla, Marchetti comenzó a hablar con confianza delante de Amelia, de manera que ésta empezó a conocer cómo se organizaba en la clandestinidad el Partido Comunista, cómo eran sus relaciones con los socialistas y otros grupos opositores al Duce, y sobre todo, cómo en ocasiones, desde Moscú se enviaban instrucciones que eran recogidas en Suiza.
La firma del Pacto Tripartito rubricado el 27 de septiembre por Alemania, Japón e Italia, supuso un paso más en el camino hacia la guerra total.
Los ensayos habían transcurrido sin contratiempos hasta que el 2 de octubre Carla amaneció con fiebre y tuvieron que suspenderse las clases con el profesor Marchetti.
Carla estaba enfurecida consigo misma por ser víctima de lo que en principio parecía una vulgar gripe que cursaba con afonía. El médico le ordenó guardar reposo para acelerar su recuperación, pero la diva era una enferma rebelde que, a pesar de las protestas de Vittorio para que se abrigara, se pasaba la mayor parte del día yendo de un lado para otro de la casa, envuelta en ligeras batas de seda. El día 8 de octubre Carla estaba sin voz. Una fuerte afonía se había adueñado de su garganta, lo que suponía una seria amenaza para el estreno de Tristán e Isolda previsto para el día 20.
Marchetti aconsejó a Vittorio que llamaran a un viejo otorrino ya retirado, el doctor Bianchi. El único problema es que éste vivía en Roma.
Vittorio se puso en contacto con él y le insistió en que viajara a Milán para atender a Carla, pero la esposa del médico se mostró inflexible:
—Mi marido está retirado, tiene artrosis y no voy a permitir que se ponga a viajar por nadie. Lo máximo que puede hacer es recibir a la señora Alessandrini aquí, en nuestra casa.
Fue tanta la insistencia de Marchetti sobre las habilidades del doctor Bianchi, que al final convenció a Carla para que viajara a Roma.
La diva apenas podía hablar y seguía con fiebre, pero finalmente aceptó ir a Roma temiendo que, de lo contrario, hubiera que retrasar el estreno de Tristán e Isolda.
La mañana del 10 de octubre salieron en coche en dirección a Roma. Amelia acompañaba a Carla en el asiento de atrás, mientras que Vittorio conducía y el profesor Marchetti iba a su lado.
El viaje resultó agotador para la enferma, y cuando llegaron a Roma le había subido la fiebre.
A Amelia le sorprendió el maravilloso ático que Carla tenía junto a la piazza di Spagna. El piso era espacioso y disponía de las mejores vistas de la ciudad.
Dos doncellas se ocupaban de que la casa estuviera en orden durante todo el año, y cuando llegaron todo estaba dispuesto para acogerles.
Amelia y Marchetti fueron acomodados en sus respectivas habitaciones de invitados. El profesor no perdió el tiempo en deshacer el equipaje, sino que telefoneó al doctor Bianchi conminándole a visitar de inmediato a la enferma.
—¡Pero si son las nueve de la noche! —protestó al otro lado de la línea la esposa de Bianchi.
—¡Como si son las cuatro de la mañana! Carla Alessandrini ha viajado para ser atendida por su esposo y el viaje ha agravado su estado. Tiene fiebre muy alta, suya será la responsabilidad si algo le sucede.
Una hora más tarde, el doctor Bianchi examinaba a la enferma.
—Tiene una gran infección en las cuerdas vocales. Necesita medicinas y reposo absoluto, no debe ni hablar.
—Pero ¿podrá cantar el día veinte? —preguntó Marchetti, temeroso de la respuesta.
—No lo creo, está muy mal.
—¡Hemos venido para que la cure! —protestó el maestro de canto.
—Y eso pretendo, pero no hago milagros —respondió el doctor Bianchi.
—¡Claro que los hace! Recuerdo que en 1920 usted logró curar en sólo tres días una terrible afonía que sufría Fabia Girolami.
—La señora Alessandrini no tiene una simple gripe acompañada de afonía, sino una gran infección en la garganta, en la faringe, en las cuerdas vocales, y eso requiere un tiempo de curación. Les haré una receta con los medicamentos que debe tomar, pero me preocupa la fiebre; si en un par de horas no le ha bajado, habría que trasladarla a un hospital. Ha sido una temeridad traerla desde Milán.
—¡Pero si ha sido por su culpa! —gritó Marchetti—. Si usted hubiera venido a Milán, ella no habría empeorado.
El doctor Bianchi aceptó quedarse un par de horas cerca de la enferma, pero se mantuvo inflexible: si no remitía la fiebre, habría que hospitalizarla.
A las doce de la noche Carla pareció caer en un delirio. La fiebre había aumentado y Vittorio no dudó en trasladarla al hospital, adonde llegaron acompañados del doctor Bianchi.
Éste expuso su juicio clínico a sus colegas del hospital, y sabiendo que estaba en buenas manos, se despidió prometiendo visitarla al día siguiente.
Ni Vittorio ni Amelia ni Marchetti se movieron de la habitación de Carla, que parecía debatirse entre la vida y la muerte. Hasta bien entrada la mañana del día siguiente los médicos no lograron bajarle la fiebre.
El doctor Bianchi cumplió con su compromiso de visitar a Carla todos los días.
Para Vittorio era evidente que Carla tardaría algún tiempo en estar en condiciones de cantar, de manera que canceló los compromisos adquiridos para los dos meses siguientes.
—Y ya veremos lo que pasa —dijo apenado.
El profesor Marchetti no quiso regresar a Milán. Se sentía responsable de Carla, era su padre musical, y le pidió a Vittorio que le permitiera permanecer en Roma. Amelia por supuesto no dudó ni un segundo en decidir que su lugar estaba al lado de su amiga, y no se movería del hospital.
La noticia sobre el estado de Carla se publicó en todos los periódicos. La diva no podía inaugurar la temporada de ópera de la Scala y además había cancelado otros muchos compromisos, de manera que la prensa estuvo muy pendiente de su enfermedad. Todos los días Vittorio informaba a los periodistas de la evolución de Carla, mientras que cientos de ramos de flores enviados por amigos y admiradores se amontonaban por todo el hospital.
El 18 de octubre Cecila Gallotti se presentó en el hospital insistiendo en ver a Amelia. Por entonces Carla seguía ingresada, pero fuera de peligro. Cuando una enfermera asustada entró para decir que la señora Gallotti amenazaba con no irse del hospital hasta ver a la señorita Garayoa, Carla primero se enfadó, pero luego pareció recapacitar.
—Niña, ve a verla, o esa mujer es capaz de instalarse en el pasillo —dijo con apenas un hilo de voz.
—¡Por Dios, no hables! —le suplicó Amelia—. Te han dicho que no intentes hablar. ¡Pero si apenas tienes voz! Además, yo no quiero ver ni a Cecilia ni a nadie; ahora lo único importante es que te pongas bien.
Carla insistió. Sufría cada vez que enunciaba una palabra, pero logró convencer a Amelia.
—Si me obligas a insistir me pondré peor.
Amelia bajó malhumorada al vestíbulo del hospital donde aguardaba Cecilia.
—¡Querida Amelia! ¡Me alegra volver a verla! Supongo que Carla habrá recibido las flores que le enviamos. Guido y yo estamos muy apenados por lo sucedido ¡Nos hacía tanta ilusión verla en el papel de Isolda! Pero se recuperará, seguro que se recuperará. Y usted, querida, ¿ha podido ver algo de Roma? He venido para invitarla a una cena en mi casa. Vendrá un grupo de amigos, personas de mucha confianza, y me gustaría tanto tenerla con nosotros…
Cecilia hablaba sin parar y parecía entusiasmada de poder contar con Amelia como invitada.
—Nos encantaría poder contar también con Carla y su esposo, pero estando como está la pobre, ni me lo planteo. ¿Tiene para mucho? Esperemos que no y pronto pueda recuperarse. Pero ¿usted vendrá? Por favor, Amelia, ¡dígame que vendrá!
En aquel momento llegó Vittorio, que venía de hablar con los médicos, y se acercó a saludar a las dos mujeres.
—¿Con quién está Carla? —preguntó preocupado.
—El profesor Marchetti se ha quedado en la habitación —respondió Amelia—. Pero ahora mismo subo con ella.
—Querido Vittorio —interrumpió Cecilia—, he venido para interesarme por su esposa, ya sabe cuánto la apreciamos. Sentimos tanto que no sea ella quien inaugure la temporada… Pero Amelia me dice que está mucho mejor y eso es una gran noticia. Precisamente he venido para invitar a Amelia a asistir a una cena en mi casa mañana. Una cena selecta, con amigos muy escogidos. ¿Cree que podrán prescindir de Amelia durante unas horas? Enviaré un coche a recogerla. ¿Le parece bien?
Amelia intentó protestar, sin éxito, y Vittorio, cansado de la cháchara de Cecilia, deseoso de que se marchara cuanto antes, se la quitó de encima asintiendo a todo lo que decía.
—Bien, bien… que Amelia vaya a su casa… le servirá de distracción… por mí no hay inconveniente.
Carla opinó lo mismo cuando le contaron el motivo de la visita de Cecilia.
—Tienes que ir —le dijo en un tono de voz que apenas era un susurro—, no olvides para lo que estás aquí.
—No tengo nada que hacer más importante que estar a tu lado —respondió con sinceridad Amelia.
—Lo sé, lo sé, pero debes ir.
A la hora prevista, el coche de los Gallotti pasó a recoger a Amelia para llevarla a la mansión que poseían en la via Appia Antiqua, una lujosa residencia protegida por un muro de las miradas indiscretas.
Los Gallotti habían reunido a quince personas alrededor de su mesa. Amelia se fijó en que era el mayordomo quien parecía ocuparse de todos los detalles y que Cecilia actuaba despreocupada, dejándole hacer.
Según le fueron presentando al resto de los invitados, fue dándose cuenta de que allí estaba reunida la flor y nata de la diplomacia del Duce.
Cecilia presentaba a Amelia como si de un trofeo se tratase.
—Permítame que le presente a la señorita Garayoa, es íntima de Carla Alessandrini, se aloja en su casa, ¿verdad, querida? Afortunadamente Amelia nos trae buenas noticias del estado de salud de Carla.
Amelia apretaba los dientes, molesta por la utilización que Cecilia hacía de Carla, y a duras penas contuvo el deseo de marcharse y dejar plantada a su anfitriona.
En los primeros momentos la conversación se centró en asuntos triviales, y no sería hasta bien mediada la cena cuando Guido, a preguntas de uno de sus amigos, hizo una revelación que puso en alerta a Amelia.
—El Duce le ha dicho a su yerno, nuestro querido Galeazzo, que está pensando en dar una buena lección a Grecia. Pero caballeros, les pido discreción. Nuestro Duce pretende sorprender a Hitler.
—¡Pero eso enfurecerá al Führer! —respondió un hombre de cabello canoso y bastante entrado en años.
—Sin duda, conde Filiberto, sin duda, pero el Duce sabe lo que hace. Quiere dejar claro al Führer que nosotros somos sus aliados, pero que también tenemos nuestros propios intereses.
—¿Y qué opina Galeazzo? —preguntó la mujer que estaba sentada junto al conde Filiberto.
—¡Pues qué cree usted! Naturalmente, apoya la decisión del Duce. Galeazzo está seguro de que Grecia no va a encontrar grandes apoyos. Desde luego, no puede contar ni con Turquía ni con Yugoslavia; en cuanto a los búlgaros, su rey apoya al Eje —respondió Guido Gallotti.
—Pero ¿y los ingleses? ¿Cree que los ingleses permanecerán de brazos cruzados? —preguntó otro de los comensales, un diplomático de mediana edad que respondía al nombre de Enrico.
—Cuando se enteren será demasiado tarde; además, bastante tienen con defender Londres de los ataques de la Luftwaffe —respondió Guido.
—Pero aún es una potencia naval… —murmuró el conde Filiberto.
—Pero Grecia está muy lejos de sus costas. No, no debéis temer nada, amigos míos, el Duce sabe lo que hace —Guido se mostraba eufórico y tajante.
Amelia no se atrevía a decir palabra. Entendía más italiano del que sus anfitriones y los invitados a la cena creían, pero ella procuraba que pensaran que apenas les entendía porque eso les hacía hablar con más tranquilidad.
—¿Y qué opinan de esta aventura los jefes del Ejército? —preguntó otra de las invitadas, una mujer madura, con los brazos llenos de pulseras y las manos cargadas de sortijas.
—Romana, ¡tú siempre tan perspicaz! —comentó Enrico.
—No dudo de la clarividencia del Duce —respondió Romana con un deje de ironía en la voz—, pero es el Ejército quien debe decir si estamos o no en condiciones de enfrentarnos a los griegos; las batallas son para ganarlas, si no, mejor quedarse en casa.
—¡Vamos, vamos! Les contaré cómo están las cosas, pero insisto en que mantengan la confidencialidad. Tenemos agentes en Grecia que han comprado voluntades; sí, queridos amigos, un dinero que ha llegado a las manos adecuadas, y eso ayudará a que se produzca una reacción en favor de Italia —añadió Guido con una mueca de complicidad.
—El dinero puede comprar algunas voluntades pero no todas. Conozco bien a los griegos, ya sabéis que durante años hemos veraneado en Grecia, y dudo mucho que vayan a recibirnos con vítores y aplausos. Lo harán los que hayan recibido sobornos, pero no el resto. Los griegos son muy patriotas —replicó la mujer.
—Confidencia por confidencia, yo también puedo contaros algo —quien así habló fue un hombre que hasta ese momento había permanecido prudentemente callado y que respondía al nombre de Lorenzo.
—¡Ah! ¿Y qué es eso que sabes que ni siquiera a mí me lo has contado? —preguntó una mujer de aspecto imponente moviendo su negra melena y clavando los ojos color carbón en el hombre que acababa de hablar, y que resultó ser su esposo.
—No sabía que… en fin, pensaba que la decisión del Duce era alto secreto —afirmó el tal Lorenzo a su esposa.
—Bueno, pues cuéntanos… —le instó su esposa.
—Por lo que sé, en el Estado Mayor del Ejército hay alguna reticencia a la operación —dijo Lorenzo.
—¿Por qué? —se interesó Romana.
—Entre otras razones, porque los informes de nuestro embajador en Atenas no son tan optimistas como los de nuestro querido Galeazzo, y creen que será necesaria una fuerza de ataque muy importante —respondió Lorenzo.
—¿Y para cuándo está prevista la operación? —Quiso saber Enrico.
—Es cuestión de días —reveló Guido.
—Lo que no termino de entender es por qué el Duce no se lo dice a Hitler —insistió el conde Filiberto.
—Está harto; sí, está harto de que el Führer haga una política de hechos consumados. Somos sus aliados, pero jamás cuenta con nosotros a la hora de actuar, nos enteramos cuando él quiere. El Duce va a darle de su misma medicina. Además, Hitler no tendrá más remedio que apoyarnos. Pero tranquilícese, conde; por lo que sé, el Duce va a escribir a Hitler anunciándole el ataque, aunque cuando la carta llegue a Berlín ya estaremos en Grecia.
—¡Que Dios nos coja confesados! —murmuró Romana.
Amelia llegó a la casa de Carla en la cercana piazza di Spagna después de medianoche. Temblorosa, no sabía qué hacer. Era consciente de la importancia de aquella información. Pero ¿cómo iba a dejar a Carla en esas circunstancias?
A primera hora se presentó en el hospital para ver a Carla. Vittorio se frotó los ojos enrojecidos cuando la vio.
—Qué bien que has venido tan temprano; si me relevas, iré a casa a dormir un poco y a cambiarme de ropa —le dijo a modo de saludo.
Cuando Vittorio se marchó, Amelia se acercó a la cama de Carla.
—Lo siento, pero debo ir a Madrid de inmediato.
Carla entreabrió los ojos y los clavó en Amelia. Le tendió la mano y Amelia la cogió entre las suyas y la apretó.
—¿Volverás? —preguntó la enferma con un hilo de voz.
—Sí, al menos es lo que pretendo.
—¿Qué ha pasado?
—Anoche escuché en casa de Guido y Cecilia que el Duce es partidario de llevar a cabo una operación contra Grecia.
—Ese hombre es un loco… —musitó Carla.
—¿Me perdonas?
—¿Qué he de perdonarte? Cuanto antes te vayas, antes podrás regresar —la animó Carla, esforzándose por sonreír.
Amelia tuvo suerte, porque dos días después volaba un avión a Madrid. Cuando llegó, se dirigió de inmediato a la dirección que le había dado el comandante Murray, una casa situada cerca del paseo de la Castellana, la misma a la que enviaba sus cartas.
Amelia se preguntó quién viviría realmente en aquella casa. Para su sorpresa, le abrió la puerta una mujer entrada en años con un ligero acento que no supo identificar.
—¿La señora Rodríguez? —preguntó Amelia a aquella mujer que la observaba en silencio.
—Soy yo, ¿y usted quién es?
—Amelia Garayoa.
—Pase, pase, no se quede en la puerta.
La mujer la invitó a entrar y le pidió que la siguiera hasta un amplio salón desde cuyos ventanales se divisaba la calle. La estancia estaba sobriamente decorada: un sofá, un par de sillones orejeros, una chimenea y mesitas bajas en las que sobresalían marcos de plata con fotografías.
—¿Tomará usted el té? —preguntó la señora Rodríguez.
—No quiero causarle molestias.
—No se preocupe, lo prepararé en un momento.
La mujer desapareció y regresó al cabo de unos minutos con una bandeja con el té y un plato de plum cake.
—Pruébelo, lo hago yo misma.
—Creo que usted puede ponerme en contacto con un amigo… el señor Finley —dijo Amelia, bajando la voz.
—Desde luego, ¿cuándo quiere verle?
—Si pudiera ser hoy mismo…
—¿Tan urgente es?
—Sí.
—Bien, entonces haré cuanto pueda. Si lo desea puede esperarme aquí.
—¿Aquí? Había pensado en ir a mi casa…
—Si es tan urgente, seguramente el señor Finley vendrá a verla de inmediato, y no es conveniente ir de un lado a otro. En Madrid hay muchos ojos que ven lo que ni siquiera suponemos. Le diré a mi doncella que la atienda mientras estoy fuera, que no será por mucho tiempo. Es mejor así.
La señora Rodríguez agitó una campanilla de plata y poco después acudió una doncella perfectamente uniformada.
—Luisita, voy a salir un momento. Atiende a la señora, no tardaré mucho.
La doncella asintió aguardando que Amelia le diera alguna instrucción, pero ella le aseguró que no necesitaba nada y que esperaría el regreso de la dueña de la casa.
La espera se le hizo eterna. La señora Rodríguez tardó una hora en regresar y encontró a Amelia preocupada.
—Estése tranquila, el señor Finley vendrá a visitarla.
—¿Aquí?
—Sí, aquí. Es lo más discreto. En esta casa no hay ojos extraños. Mejor así. ¿Quiere tomar otro té o cualquier otra cosa?
—No, no… quizá… bueno, no…
—¿Qué me quiere preguntar? —Parecía que la señora Rodríguez pudiera leer el pensamiento de Amelia.
—Es sólo curiosidad, pero ¿es usted de aquí?
—¿Española? No, no lo soy, aunque hace más de cuarenta años que vivo en Madrid. Mi esposo era español, pero yo soy inglesa. Algunas personas aún notan un ligero acento cuando hablo.
—Pero es casi imperceptible, y si usted me hubiese dicho que era madrileña, la habría creído a pies juntillas.
—En realidad es como si lo fuera. Cuarenta años en un país hacen que lo sientas como tuyo. Sólo he estado fuera durante la guerra. Mi marido se empeñó en que regresáramos a Londres y, desgraciadamente, cuando regresamos murió.
—Y usted colabora con…
—Sí, un viejo amigo de la familia me pidió si podía ayudarles permitiendo que llegaran a mi domicilio ciertas cartas que yo debería entregar al señor Finley. Acepté sin dudarlo. Sé que lo que está ocurriendo en estos momentos es más importante de lo que pensamos. Además, soy una ferviente admiradora de Churchill.
Un buen rato después, la doncella anunció al señor Finley.
—Pase, pase, señor Finley, quiero presentarle a una amiga, la señorita Garayoa.
—Soy el comandante Jim Finley, es una sorpresa conocerla.
—Bien, les dejo para que hablen —dijo la señora Rodríguez, saliendo del salón.
Cuando se quedaron a solas, Amelia no perdió ni un segundo y le contó a Finley lo que había escuchado en casa de los Gallotti.
Cuando concluyó su relato, Jim Finley le hizo un sinfín de preguntas hasta estar seguro de que había entendido en su justa dimensión la información de Amelia.
—¿Qué debo hacer ahora? —Quiso saber ella.
—Regresar a Roma. Ha hecho bien viniendo aquí. La información es muy importante y debe intentar completarla cuanto antes —respondió Finley.
—Lo intentaré, pero no sé si tendré tanta suerte como para poder escuchar otra confidencia como la que les he trasladado.
—Cultive su amistad con la señora Gallotti, seguro que a ella le gustará presumir ante usted de que sabe lo que está pasando.
—No sé si Guido Gallotti le contará a Cecilia los pormenores de su trabajo.
—Tiene que intentarlo. Pero ahora vaya a ver a su familia, es su mejor coartada para justificar el viaje a Madrid. Los italianos no son tan neuróticos como los alemanes con la seguridad, pero mejor evitarse sorpresas. Claro que no podrá quedarse más que el tiempo imprescindible para asegurar su coartada. Debe regresar a Roma cuanto antes.
—La próxima vez que tenga una información urgente, ¿qué debo hacer?
—Tengo el teléfono de un amigo en Roma, pero sólo debe utilizarlo en caso de que le sea imposible venir a Madrid y ponerse en contacto conmigo directamente.
—¿Quién es ese amigo?
—Un artista que adora Roma. Es pintor, escultor… hace de todo un poco.
—¿Italiano?
—Suizo.
—¿Suizo?
—Sí, su hermano pertenece a la Guardia Suiza. La familia se instaló en Roma hace años. Él es el artista de la familia.
—¿Y trabaja para el Almirantazgo?
—Es un hombre singular, que tiene principios… y que además le pagamos bien. Pero le insisto en que sólo debe establecer contacto con él si la situación es extraordinaria; de lo contrario, es mejor que venga a España.
Amelia siguió las instrucciones al pie de la letra y, muy a su pesar, sólo permaneció una semana con su familia. Como Finley había dicho, era su coartada.
Cuando regresó a Roma, Carla aún permanecía en el hospital, aunque en las últimas horas parecía haber mejorado.
Vittorio mostró gran alegría cuando vio entrar a Amelia en la habitación. Carla echaba de menos los cuidados de su amiga; tenerla cerca le alegraba el corazón.
Mateo Marchetti también pareció alegrarse con el regreso de Amelia.
—Llevo dos días sin discutir con nadie —dijo a modo de saludo, sonriendo.
Carla pidió a los dos hombres que se fueran a descansar y la dejaran con su amiga. Estaba ansiosa por saber qué había pasado.
—Me han pedido que profundice la relación con los Gallotti. Los británicos creen que una acción de Italia contra Grecia prolongaría aún más la guerra.
—Tendríamos que impedirlo —murmuró Carla.
—¿Crees que si llamo a Cecilia sospechará algo?
—No lo creo, estará encantada de que lo hagas. Dile que quieres invitarla a almorzar como cortesía por su invitación a cenar. Seguro que te cuenta todo lo que quieras.
—Si es que sabe algo…
—Seguro que sí, no conozco a ningún hombre maduro que no se pavonee delante de una mujer más joven.
—Pero Cecilia es su mujer —respondió Amelia, riendo.
—Sí, la que le da de comer, de manera que le viene bien hacerse el importante delante de ella.
Siguiendo el consejo de Carla, Amelia invitó a almorzar a Cecilia Gallotti. La mujer aceptó encantada.
Amelia eligió un restaurante muy popular del Aventino, el Checchino dal 1887, a través de cuyos cristales se filtraban los últimos rayos del sol otoñal.
Tras interesarse por la salud de Carla Alessandrini, las dos mujeres hablaron de asuntos intrascendentes. Amelia no sabía cómo dirigir la conversación para que Cecilia le hiciera alguna confidencia de cariz político; sin embargo, fue la propia italiana la que abordó la cuestión.
—No sabe cómo me alegro de que me haya invitado a almorzar precisamente hoy. Guido lleva dos días encerrado en el ministerio, están preparando… bueno, a usted se lo puedo decir, en realidad fue Guido quien lo contó en casa. Vamos a invadir Grecia. Además, está dejando de ser un secreto, ya hay mucha gente que está en el ajo.
—¿Y cree que Italia está preparada para esta empresa? Atacar a Grecia significa entrar de lleno en la guerra.
—Sí, será pan comido. Por lo que le he oído decir a Guido, atacarán por el Épiro… sí, creo que se llama Épiro por donde van a atacar. Y tenemos fuerzas suficientes para hacerlo; imagina que para una cosa así se necesitan al menos una veintena de divisiones, pero los griegos están tan atrasados que no harán falta más que seis divisiones.
—¡Cuánto sabe de estrategia militar!
—No crea, nada sé de la guerra, ni me interesa, pero a fuerza de escuchar, algo queda. El otro día Guido discutía con el conde Filiberto sobre lo de las divisiones, y mi marido dijo que el Estado Mayor cree que no son necesarias más que las seis divisiones que están en Albania al mando del general Visconti Prasca. Le aseguro que es un gran general.
—¿Y qué dirá Hitler?
—El Duce es un genio. Le ha enviado una carta para informarle, pero como Hitler está en París, no la recibirá hasta su regreso. Él no podrá reprochar a Mussolini que no le haya informado, pero al mismo tiempo el Duce ha tomado la decisión más conveniente para Italia y sin el permiso del Führer. Ya verá cómo en pocas semanas nos hemos hecho con Grecia. Le he dicho a Guido que, en cuanto la ocupación sea un hecho, debemos ir de viaje. Siempre he sentido una gran curiosidad por visitar el Partenón, ¿y usted?
—Desde luego, me encantaría.
—¡Entonces lo haremos! ¡Iremos a Grecia juntas! Todos los amigos de Guido son tan mayores… Me gusta tener cerca a alguien de mi edad. Pero ¿podrá dejar a Carla?
—Espero que continúe recuperándose, ya le he dicho que ha mejorado mucho en los dos últimos días; si sigue así, el médico pronto le dará el alta. Confío que sea cierto.
—¿Y no podría venir con nosotras? Le vendría bien un viaje después de lo que ha sufrido, ¿por qué no se lo dice?
—Buena idea, lo haré, aunque dependerá de lo que le permitan hacer los médicos, está muy débil…
Al terminar el almuerzo, Amelia se dirigió a casa de Carla. Allí escribió en clave cuanto le había contado Cecilia. Era necesario que el comandante Murray supiera cuanto antes que el Duce planeaba invadir Grecia por el Épiro. Al terminar de escribir el mensaje, no dudó en dirigirse hacia el Trastévere; allí buscó la piazza di San Cosimato, donde Jim Finley le había indicado que vivía el suizo cuyo hermano era guardia del Papa.
El estudio artístico de Rudolf Webel ocupaba la planta baja de un edificio que parecía a punto de derrumbarse. La puerta estaba entreabierta y Amelia la empujó. Se encontró a un hombre de mediana edad, alto, de ojos azules, con la barba tan rubia como el cabello, ensimismado mirando a una mujer cuyo cuerpo cubría una tela púrpura.
—¿Quieres estarte quieta, Renata? Así no puedo trabajar —gruñó el hombre.
—¡Caro, tienes visita! —indicó Renata, estirando cuanto pudo la tela.
—Pues que se vaya, porque ahora estoy ocupado —respondió el suizo sin siquiera mirar a la intrusa.
—Perdone, señor Webel, pero ¿podría hablar con usted? —pidió Amelia.
—No, no puede. Lárguese por donde ha venido. ¿No ve que estoy trabajando?
—Siento molestarle, pero insisto en hablar con usted. Me envía un amigo suyo de Madrid.
—¿De Madrid? No tengo amigos allí, o a lo mejor sí, pero ahora lo único que quiero es que se largue. Vuelva otro día.
—Si no le importa, esperaré aquí hasta que termine —respondió Amelia con terquedad.
Rudolf Webel se volvió enfurecido para mirarla. Nunca había permitido que nadie le contrariara en lo más mínimo. Se extrañó al encontrar a una mujer joven que le plantaba cara, dispuesta a no ceder.
—No es bienvenida, ¿cómo quiere que se lo diga?
—No pretendo que me dé la bienvenida, sólo que me escuche.
—Pero ¿por qué no la escuchas? —le gritó Renata.
—¡Porque sólo hablo cuando quiero y con quien quiero!
—No lo creo, señor Webel, estoy segura de que hasta usted a veces tiene que hablar con quien no lo desea. Y no me haga insistir más. Tengo algo urgente que comentarle. Le aseguro que si por mí fuera nunca le habría elegido como interlocutor.
—¡Me ha cortado la inspiración! —gritó él.
Amelia se encogió de hombros al tiempo que la modelo se ponía en pie envuelta en la tela púrpura.
—Habla con la signorina y déjame descansar un rato. Además, tengo frío. Quizá deberías hacer las esculturas de desnudos en verano.
—Pero ¿tú te crees que un artista se tiene que adaptar a las exigencias de la modelo? ¡Si tienes frío te aguantas, para eso te pago!
—¿Pagarme? Pero si la pasta que hemos comido hoy la ha traído mi madre. Si fuera por ti, estaríamos muertos de hambre.
Renata salió de la sala y los dejó a solas. Webel siguió sin prestar atención a Amelia, observando el bloque de mármol que estaba convirtiendo en el cuerpo pálido de la modelo.
—¿Me va a escuchar o no? —insistió Amelia.
—¿Qué quiere?
—Jim Finley me dijo que viniera a verle si no tenía otra opción, y desgraciadamente no la tengo.
—Ese Finley es un liante.
—Dígaselo a él, lo que me extraña es que confíe en usted.
—Y no lo hace, digamos que no tiene demasiadas opciones en esta ciudad, de manera que tendrá que arreglárselas conmigo. Y ahora dígame qué quiere.
—Tiene usted que llevar una carta a Suiza, hoy mismo.
—Hoy no puedo —respondió, desafiante.
—Señor Webel, a mí no me impresiona nada su actitud, de manera que deje de interpretar su papel de artista y haga lo que le estoy pidiendo. Esto no es un juego y usted lo sabe.
A Webel le sorprendió el tono enérgico de Amelia. Le clavó los ojos y lo que vio fue a una mujer joven, sí, pero con una mirada que reflejaba lo mucho que había vivido.
—Está bien, llevaré su carta a Berna. ¿La tiene aquí?
Amelia le entregó la carta, pero Webel ni siquiera la miró. Se la guardó en el bolsillo del pantalón.
—¿Dónde la busco si hay respuesta?
—Le buscaré yo a usted. Si le parece, pasaré por aquí dentro de unos días.
—No me gusta que vengan a husmear en mi casa.
—No siento ningún deseo de husmear nada y menos si tiene que ver con usted. Y ahora le repito que no se entretenga, es necesario que esa carta llegue cuanto antes a su destino.
Webel le dio la espalda mientras se perdía en el fondo de la estancia. Amelia salió cerrando la puerta y preguntándose cómo Finley podía confiar en un hombre como aquél.
En la madrugada del 28 de octubre, el embajador italiano en Atenas se presentó en la residencia del presidente Metaxas para entregar una notificación formal instando a que autorizaran la entrada de tropas italianas en el territorio heleno. La respuesta del presidente griego fue inequívoca: No.
Pero el general Metaxas hizo algo más que decir «no» a la demanda de los italianos: también solicitó la ayuda de Gran Bretaña. Mientras tanto, la División Julia cruzaba la frontera entre Albania y Grecia. El plan del Estado Mayor italiano consistía en enviar a parte de sus fuerzas a través de la cordillera del Pindó en dirección a la Tesalia, al tiempo que otras divisiones se dirigían directamente hacia Ioánnina para, desde allí, controlar el Épiro, las restantes tropas iniciaron la marcha hacia Macedonia.
Mussolini estaba eufórico. Por fin podía presentarse ante el Führer y presumir de la iniciativa tomada.
Con lo que no contaba el Duce era con que los griegos lucharan heroicamente para defender la independencia de su patria. El jefe del Estado Mayor griego, el general Alexandro Papagos, había concentrado en Macedonia el grueso de sus tropas e hizo retroceder a las unidades italianas. Aunque las fuerzas italianas avanzaban en el Épiro, Papagos consiguió cercar a la famosa División Julia, diezmándola.
A principios de noviembre la ayuda británica se materializó atacando y destruyendo parte de la flota italiana que estaba fondeada en el puerto de Tarento.
La Royal Navy mandó despegar del portaaviones Illustrious a algunos de sus biplanos, los Fairey Swordfish, que se apuntaron un gran éxito al destruir buena parte de los barcos de la Marina Real Italiana.[1]
A mediados de noviembre ya era evidente que el Duce podía perder su guerra contra Grecia.
Carla Alessandrini continuaba su recuperación, pero ya en su casa de Roma. Amelia permanecía a su lado mientras seguía cultivando la amistad del matrimonio Gallotti. Cecilia se había convertido en una inagotable fuente de información y Guido parecía contento de la amistad de su mujer con la española, a la que consideraba una franquista convencida. En realidad lo dio por supuesto porque Amelia siempre evitaba hablar de política, prefería hacerles creer que no le interesaba demasiado.
Inesperadamente, una mañana, Albert James se presentó en la casa de Carla en Roma. Amelia sintió una gran alegría al verle. Carla, generosa como era, insistió en acogerlo como invitado. Albert se resistió cuanto pudo, deseaba estar a solas con Amelia, pero pronto él comprendió que para Carla era importante tener cerca a Amelia, a quien quería como si fuera una hija.
Cuando por fin pudieron estar a solas Albert le confesó que estaba allí para llevarla de vuelta a Londres.
—Ahora no me puedo ir —se excusó Amelia—; no sólo es por mi misión, también por Carla.
—Creo que mi tío Paul debe de tener otros planes. No me los desveló, pero me envió al comandante Murray con una carta para ti.
—¿Y has venido por eso?
—No, he venido para verte, para estar contigo, porque te quiero. Nada más. Pero debo confesarte que me alegra que te ordenen regresar a Londres, aunque conociendo al tío Paul y a Murray, supongo que no te van a dejar mucho tiempo tranquila.
Amelia presentó a Albert a los Gallotti, quienes se mostraron entusiasmados de conocer al famoso periodista a pesar de que Guido había leído algunos de sus artículos y sabía de sus críticas a Hitler y al propio Mussolini. Aun así, la pareja parecía complacida de poder mostrarse con un periodista norteamericano. Guido incluso le gestionó una entrevista con el ministro de Exteriores yerno de Mussolini, Galeazzo Ciano.
Amelia no pudo ignorar las órdenes recibidas en la carta del comandante Murray. Tenía que regresar a Londres por más que le costase separarse de Carla.
—¿Por qué no lo dejas todo y vives con nosotros? —le propuso ésta.
—¿Me vas a adoptar? —respondió Amelia riendo.
—¡Ojalá! No me importaría, ni tampoco a Vittorio. Eres la hija que nos hubiera gustado tener. Vamos, piénsatelo, puedes hacer muchas cosas a mi lado, y ser igual de útil a tus amigos de Londres desde Roma. En cuanto a Albert… no te propondría que te quedaras si supiera que estás enamorada de él, pero no lo estás, le quieres, sí, pero no como quisiste a Pierre.
Amelia sintió una punzada de dolor. Sí, había amado a Pierre, y le había amado tanto que sabía que ya nunca más podría querer de igual modo a ningún otro hombre, aunque Pierre había destrozado su inocencia, había pisoteado el amor que le profesaba y le había dejado una cicatriz tan profunda en su corazón que le dolería el resto de su vida.
—Haré todo lo posible por regresar. Como tú dices, puedo ser útil desde Italia.
—Estoy segura de que ya lo has sido —respondió Carla.
Fin de la historia.
Francesca bostezó. Parecía cansada. Yo no la había interrumpido ni un solo segundo, dejando que se explayara.
—Bueno, Guillermo, ahora tienes que seguir buscándote la vida.
—¿Esto es todo?
—Al menos por ahora. Por lo que sé, tienes que reconstruir la historia de Amelia Garayoa paso a paso, sin saltarte nada. Bueno, pues ya te he contado qué es lo que hizo tu bisabuela a finales de 1940 en Italia. Te aseguro que no tengo ni idea de lo que pasó a continuación. Naturalmente, te puedo contar lo que hizo Carla, que al fin y al cabo es quien a mí me importa.
—¿Amelia volvió a Roma?
—Se marchó en diciembre de 1940. Si continúas avanzando, es posible que vuelva a verte. Pero para que la investigación tenga sentido, no puedes dar un salto en el tiempo.
—El profesor Soler te tiene muy bien aleccionada —protesté yo.
—Lo único que me ha pedido es que te ayude todo cuanto pueda, pero que no te cuente nada que te haga dar saltos cronológicos, porque lo importante es que seas capaz de relatar todas y cada una de las cosas que hizo Amelia Garayoa.
—Pero sería más fácil que tú me contaras todo lo que sabes de ella, luego ya me encargaré yo de montar el puzle.
—Pues no lo voy a hacer, de manera que…
De manera que me despidió aunque ambos sabíamos que volveríamos a vernos. Regresé a Londres sin pasar por España. Prefería intentar avanzar en la investigación. Además, había recibido una llamada de lady Victoria anunciándome que estaba a mi disposición para volver a hablar de nuevo conmigo y teniendo en cuenta que su prioridad era el golf, yo no podía desaprovechar su buena disposición.