Cuando entré en mi apartamento sentí la alegría de estar de nuevo en casa. Pensé en lo reconfortante que me resultaban aquellas cuatro paredes decoradas con muebles de Ikea. Llevaba tanto tiempo yendo de un lugar a otro en busca de Amelia Garayoa, que apenas había estado en casa. Bastó un solo vistazo para darme cuenta de que el apartamento necesitaba una limpieza urgente, y me prometí que debía convencer a mi madre para que me mandara a su asistenta con la promesa expresa de pagarla yo.
Me di una ducha y luego me tumbé en la cama. ¡Cuánto echaba de menos mi cama! Me quedé dormido en el acto. Mi ángel de la guarda decidió despertarme para librarme de la ira de mi madre porque si aquel día no me hubiera presentado en su casa para invitarla a cenar habría sido capaz de no volverme a hablar durante el resto de su vida. Me desperté sobresaltado buscando el reloj. ¡Las ocho y media de la tarde! Me levanté de un salto y volví a meterme en la ducha. A las nueve en punto, con el pelo empapado, me presenté en su casa.
—¡Menuda pinta tienes! —me dijo a modo de saludo, sin ni siquiera darme un beso.
—¿No te gusta? Pues yo a ti te encuentro guapísima.
—Ya, ya, pues tú estás hecho un desastre. ¿Sabes para qué sirven las planchas? Seguro que sí, porque listo lo eres un rato.
Me fastidió la ironía de mi madre por más que tuviera razón y la camisa que llevaba estuviera arrugada y los pantalones vaqueros necesitaran una pasada por la lavadora.
—Apenas he tenido tiempo de deshacer la maleta. Pero lo importante es que estoy aquí, no sabes las ganas que tenía de verte.
—¡Agua! ¡Por favor, que me traigan agua! —gritó mi madre.
—¡Pero qué te sucede! —pregunté alarmado.
—Que me producen palpitaciones la cara dura que tienes.
—¡Vaya susto que me has dado!
Fuimos al restaurante que ella había elegido. La conversación transcurrió en el mismo tono el resto de la velada. La verdad es que me arrepentí de haberla invitado a cenar. Además, para zarandear mi débil economía, mi madre decidió, ella que era prácticamente abstemia, acompañar la cena con champán, y como si de una gaseosa se tratara, pidió una botella de Bollinger.
Por la mañana telefoneé a doña Laura y le pregunté si quería que fuese a su casa a contarle todo lo averiguado hasta el momento.
—Prefiero que me entregue la historia por escrito cuando la tenga completa.
—Es para que usted compruebe lo que voy avanzando. Le aseguro que la vida de Amelia Garayoa es digna de una novela.
—Bien, bien, pues cuando ya lo sepa todo, la escribe y me la trae. Es lo que hemos acordado, ¿no?
—Desde luego, doña Laura, y así lo haré.
—¿Necesita algo más?
—No, por ahora me voy arreglando. El profesor Soler está siendo de gran ayuda. Por cierto, que me he ofrecido a contarle lo que voy investigando, pero me ha dicho que no quiere saber nada salvo lo imprescindible para ayudarme.
—Y así debe ser. Pablo es un buen amigo de la familia pero no es de la familia, y hay cosas… en fin, que ni él ni nadie tienen porqué saber.
—Pues tengo que llamarle porque necesito que me cuente si Amelia estuvo en Madrid a principios de septiembre de 1940.
—Si quiere puede hablar con Edurne, ella puede ayudarle.
—Y usted, doña Laura, ¿no recuerda nada de esas fechas?
—¡Pues claro que sí! Pero no quiero que sea mi memoria la que dicte lo que sucedió, sino la memoria neutral de quienes estuvieron con nosotros.
—Y Edurne, ¿recordará? A la pobre mujer parece que le afecta mucho tener que recordar.
—Es lógico, a los viejos no nos gusta que hurguen en nuestros recuerdos. Edurne es muy pudorosa y leal y no le resulta fácil contarle cosas de la familia a un extraño.
—Yo soy de la familia, no se olvide que Amelia era mi bisabuela. Usted misma es una especie de tía bisabuela.
—¡No diga usted tonterías! En fin, creo que debería de hablar con Edurne. Si le parece bien, pase por casa mañana temprano, que es cuando ella tiene la cabeza más despejada.
No sé por qué doña Laura se empeñaba en que Edurne hablara conmigo. La pobre mujer no podía ocultar su incomodidad al tener que contarle a un extraño aspectos íntimos de la familia a la que había dedicado toda su vida.
Cuando llegué a casa de las Garayoa, el ama de llaves me anunció que Edurne me esperaba pero que antes debía pasar al salón a ver a las señoras.
Allí estaba doña Laura y doña Melita. Me pareció que esta última no tenía muy buen aspecto, se la veía cansada.
—¿Le está costando mucho juntar la historia? —me preguntó con un hilo de voz.
—No está resultando fácil, doña Melita, pero no se preocupe, creo que al menos lograré conocer los hechos más importantes de la vida de mi bisabuela.
Doña Laura se movió incómoda en el sofá y me ordenó que procurara no perder el tiempo.
—No es sólo por los gastos que todo esto nos está acarreando, es que somos demasiado viejas para esperar.
—No se preocupen, que soy el primer interesado en terminar cuanto antes esta investigación. Tengo abandonado el periodismo y mi madre está a punto de dejarme de hablar.
—¿Tiene madre? —me preguntó doña Melita, y su pregunta me sorprendió puesto que ya les había explicado mis circunstancias familiares.
—Sí, sí, afortunadamente aún tengo madre —respondí desconcertado.
—Ya. Pues qué suerte, yo perdí a la mía cuando era muy joven.
—Bueno, basta de cháchara —interrumpió doña Laura—. Guillermo está aquí para trabajar, de manera que vaya usted a hablar con Edurne, lo espera en la biblioteca.
Edurne estaba sentada en un sillón y parecía dormitar. Se sobresaltó cuando me oyó entrar.
—¿Cómo se encuentra usted?
—Bien, bien —respondió azorada.
—No quiero molestarla mucho, pero a lo mejor se acuerda usted de una visita que Amelia hizo a Madrid en septiembre de 1940. Creo que iba camino de Roma, pero antes vino a ver a su familia.
—Amelia siempre iba y venía y muchas veces no nos decía ni de dónde venía ni adónde iba.
—Pero ¿recuerda usted qué pasó en aquella ocasión? Era septiembre de 1940 y creo que vino sola, sin Albert James, el periodista. En su visita anterior fue cuando descubrió que Águeda estaba embarazada…
—¡Ya, ya me acuerdo! Pobre Amelia. ¡Qué disgusto se llevó! Águeda había llevado a Javier a la puerta del Retiro para que Amelia pudiera verlo, pero se le abrió el abrigo y vimos que estaba gorda, gorda de embarazo…
—Sí, todo eso ya lo sé, pero yo quiero saber qué pasó la siguiente vez que Amelia les visitó.
Edurne, con voz cansada, comenzó a hablar.
No la esperábamos. Se presentó sin avisar. Algo que en ella se convirtió en costumbre. Nunca sabíamos cuándo iba a venir. Antonietta estaba mejor, gracias al dinero que Amelia enviaba y que le permitía a don Armando comprar medicinas… bueno, medicinas y comida, porque Antonietta necesitaba alimentarse bien. El dinero que enviaba Amelia no daba para lujos, pero sí para comer. En aquella época podías encontrar cosas buenas en el estraperlo, pero cobraban fortunas.
Creo que era por la noche cuando Amelia se presentó en casa; sí, sí, era por la noche porque yo estaba en la cocina haciendo la cena y abrió la puerta el señorito Jesús.
—¡Mamá, mamá, ven, que es la prima Amelia!
Salimos todos al recibidor y allí estaba ella, abrazando a Jesús.
—¡Pero qué guapo estás, primo! Has crecido un montón y tienes mejor cara, estás menos pálido.
Jesús también estaba recuperándose. Siempre había sido un niño debilucho y el pobre enfermó durante la guerra. Pero en aquellos días había mejorado. Las medicinas, y sobre todo la comida, hacen milagros.
Antonietta se abrazó a su hermana y no había modo de separarlas.
La señorita Laura comenzó a llorar de emoción y don Armando a duras penas aguantaba las lágrimas. Todos queríamos abrazarla y besarla. Fue doña Elena la que con su sentido práctico puso orden entre tanto abrazo y nos hizo entrar a todos en el salón. Mandó a Pablo llevar la maleta de Amelia a la habitación de Antonietta y a mí me mandó terminar de hacer la cena y colocar un plato más en la mesa.
Amelia estuvo muy cariñosa con todos nosotros; a mí me dio un par de besos, lo mismo que a Pablo.
Jesús y Pablo eran buenos amigos, y ahora que Jesús estaba mejor, doña Elena había colocado la cama de Pablo en la habitación de su hijo porque decía que el chico estaba creciendo y no estaba bien que durmiera en mi cuarto.
Esa noche cenamos arroz con tomate y unas lonchas de tocino frito. El tocino lo había comprado yo esa misma tarde a un tipo que se dedicaba al estraperlo y me pretendía.
Rufino, que así se llamaba el hombre, me había mandado aviso de que tenía tocino fresco; así que doña Elena me envió a comprarlo. ¿Por dónde iba? Sí… ya me acuerdo… Amelia nos dijo que no se iba a quedar mucho tiempo, solamente dos o tres días porque tenía que trabajar. Era la ayudante de Albert James, el periodista americano que al parecer estaba en Nueva York pero que le había encargado que fuera a Roma para un reportaje que estaba haciendo, no recuerdo sobre qué, pero fue una suerte que la mandara a Roma y así poder pasar por Madrid de camino.
—¿Por dónde has venido desde Londres? —le preguntó don Armando.
—Por Lisboa, es lo más seguro.
—Los ingleses no ven mal a Franco —comentó don Armando.
—Los ingleses no pueden luchar contra Hitler y contra Franco, primero tienen que derrotar a Alemania, después vendrá todo lo demás.
—¿Estás segura? Inglaterra sigue concediendo a Franco los navicerts para que nos llegue gasolina y trigo; no es que llegue mucho, pero algo llega.
—Ya verás como las cosas cambian cuando derroten a Hitler.
La pusimos al tanto de las novedades en la familia. Antonietta le dijo a su hermana que le gustaría trabajar, pero que doña Elena no se lo permitía.
—No me deja ni ayudar en la cocina —protestó Antonietta.
—¡Pues claro que no, aún no estás recuperada del todo! —afirmó, enfadada, doña Elena.
—La tía tiene razón. La mejor ayuda que puedes prestar a la familia es curarte del todo —respondió Amelia.
—Y el médico nos ha dicho que debemos tener cuidado con ella porque puede recaer —añadió don Armando.
—Y tú, Laura, ¿sigues en el colegio?
—Sí, este curso voy a dar clases de francés. Las monjas se portan muy bien conmigo. Han cambiado a la madre superiora; no está sor Encarnación, la pobre murió de pulmonía y han elegido a sor María de las Virtudes, la que fue nuestra profesora de piano, ¿te acuerdas?
—¡Sí, sí! Era muy cariñosa con nosotras, una buena mujer.
—Dice que en el colegio ninguna monja habla el francés como yo, de manera que este curso daré francés, y en cuanto Antonietta mejore y pueda trabajar, lo mismo puedo convencer a sor María para que la deje dar clases de piano… pero antes tiene que recuperarse del todo…
—¡Eso estaría muy bien! ¿Ves, Antonietta, como sí podrás trabajar? Pero tienes que curarte. Hasta que los tíos no me digan que estás bien, te prohíbo hacer nada.
Don Armando comentó cómo le iba en el despacho, en su nuevo trabajo de pasante.
—Tengo que aguantar mucho, pero no me quejo porque al fin y al cabo lo que gano nos permite ir tirando. Estoy fichado por «rojo», de manera que no me dejan defender casos en los tribunales, pero al menos trabajo de lo que sé, preparando los casos que defienden otros.
—Le explotan, todos los días trae trabajo a casa y no tiene ni sábados ni domingos —se quejó doña Elena.
—Sí, pero tengo un empleo, que ya es mucho si consideramos que hace unos meses estuvieron a punto de fusilarme. No, no me quejo, Amelia me salvó la vida y tengo un trabajo, es más de lo que soñaba cuando estaba en la cárcel. Además, con tu ayuda, Amelia, nos arreglamos bien.
—¿Sabéis algo de Lola? —preguntó Amelia mirando a Pablo.
—Pues no, no se sabe nada de ella. Pablo va a ver a su abuela al hospital, pero la pobre mujer está cada día peor. Su padre le escribe de vez en cuando, pero de Lola no hay ni rastro —explicó Laura.
—Los chicos van a la escuela —añadió don Armando—. Son listos y sacan buenas notas. A Jesús se le dan muy bien las matemáticas y a Pablo el latín y la historia, de manera que se ayudan el uno al otro. Son como hermanos, incluso a veces se pelean como lo hacen los hermanos.
—¡Pero qué nos vamos a pelear! —protestó Jesús.
—Bueno, yo diría que alguna vez he escuchado algún grito que salía de vuestra habitación —continuó don Armando.
—¡Pero por tonterías! No te preocupes, Amelia, que yo me llevo bien con Pablo. No sé qué haría sin él en esta casa con tantas mujeres y tan mandonas —respondió Jesús, riendo.
—Yo… bueno… yo estoy muy agradecido porque me tengáis aquí… —susurró Pablo.
—¡Qué tontería! Nada de agradecimientos, eres uno más de la familia —cortó tajante don Armando.
Amelia pasó dos días pendiente de la familia. Fue a hablar con el médico que atendía a Antonietta, y pidió a la señorita Laura que la acompañara a saludar a sor María de las Virtudes, a la que entregó un pequeño donativo «para comprar flores para la Virgen de la capilla», y como todos nos temíamos, insistió en ver a su hijo, al pequeño Javier.
Doña Elena se resistía a enviarme a merodear por los alrededores de la casa de Santiago, pero fue tanta la insistencia de Amelia, que terminó por ceder.
—Después de lo que ocurrió la última vez, puede que Águeda se niegue a dejarte ver al niño —dijo doña Elena.
—Es mi hijo y necesito verlo. ¿No lo entiendes, tía? No puedo estar en Madrid y no hacer nada por verle. Si supieras cuánto me arrepiento de haberle abandonado…
Amelia le contó a la señorita Laura que sufría de pesadillas, y que muchas noches se despertaba gritando porque veía a una mujer corriendo llevando en brazos a Javier.
Un día me planté en la esquina de la casa de don Santiago esperando la salida de Águeda, y así pasé todo el día. Regresé a casa bien avanzada la noche. Sólo había visto a don Santiago salir de buena mañana y regresar por la tarde, pero ni rastro de Águeda ni de Javier.
Doña Elena se puso nerviosa y nos dijo que lo mejor era dejarlo para otra ocasión, pero Amelia insistió; no podía quedarse mucho más tiempo en Madrid, llevaba tres días, pero no se marcharía sin ver a su hijo. Al final doña Elena rompió a llorar.
—Pero, Elena, ¿qué te sucede? —Don Armando estaba alarmado por las lágrimas de su mujer.
—Tía… tía… no llores, no quiero causarte penas —se excusó Amelia.
La señorita Laura abrazaba a su madre sin saber cómo consolarla. Cuando doña Elena se calmó se hizo el silencio.
—¡Si es que eres una cabezota, Amelia! Yo no te lo quería decir para que no sufrieras… pero insistes e insistes…
—¿Qué pasa, tía? No le habrá sucedido nada a mi hijo… —preguntó Amelia, alarmada.
—No, qué va, Javier está bien, y por lo que sé, está con tus suegros.
—¿Con don Manuel y doña Blanca? Pero ¿por qué?
—Porque Águeda ha tenido una niña, de esto hace una semana, y parece que tuvo dificultades en el parto y está en el hospital. Santiago ha llevado a Javier a casa de sus padres hasta que Águeda esté en condiciones de volver a su casa con la niña. Yo no quería decírtelo para que no te llevaras un disgusto.
Amelia no lloró. Temblaba, haciendo un gran esfuerzo por controlarse, tragándose las lágrimas, y lo consiguió. Cuando pudo hablar, apenas con un hilo de voz, preguntó a su tía:
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Ya te lo he dicho, desde hace una semana; me encontré con una amiga a la que le faltó tiempo para decirme que Águeda había parido una niña a la que van a bautizar con el nombre de Paloma. Me contó que el parto se había complicado y la mujer estuvo casi dos días gritando hasta que nació la niña. Santiago no se separó de su lado. También me dijo que desde que Águeda se quedó embarazada, Santiago había contratado otra criada para que se hiciera cargo de los quehaceres domésticos y que de hecho Águeda se ha convertido en la señora de la casa. Ya no lleva puesto el delantal, y aunque Santiago todavía no la lleva cuando visita a sus amistades, todo el mundo sabe que viven juntos.
—No puedo reprocharle nada. No tengo ningún derecho a hacerlo —musitó Amelia.
—Tienes razón, por duro que te resulte, no puedes hacerlo. Santiago es un hombre… un hombre joven, no puede guardarte ausencia —dijo don Armando.
—No tiene por qué hacerlo, tío. Fui yo quien lo abandoné y la que se marchó con otro, dejándolo con un niño de meses. ¡Ojalá algún día fuera capaz de perdonarme a mí misma!
—Si quieres, puedo llamar a don Manuel y doña Blanca y pedirles que te dejen ver a Javier… —propuso don Armando.
—No hace falta que te humilles, tío. Sabes bien que no me permitirán acercarme a mi hijo. Confiaba en que Águeda…
—Te acompañaré, iremos a casa de tus suegros. Esperaremos hasta que saquen al niño y al menos lo verás de lejos —se ofreció Laura.
—Me parece una buena idea, quizá pueda verlo de lejos. Retrasaré el viaje un día más, espero que… bueno espero que Albert no se enfade por el retraso.
Doña Elena me ordenó que acompañara a las dos primas. No quería que Amelia y la señorita Laura fueran solas, temía lo que pudiera pasar. Nos presentamos de buena mañana cerca de la casa de los padres de Santiago, y no tuvimos que esperar mucho porque a eso de las once vimos salir a doña Blanca llevando de la mano a Javier. El niño había pegado un buen estirón y parecía contento con su abuela.
La señorita Laura iba agarrada del brazo de Amelia, pero no pudo evitar que se soltara y corriera hacia su hijo.
—¡Javier! ¡Javier! ¡Hijo, soy mamá! —exclamó Amelia.
Doña Blanca se paró en seco y enrojeció, yo creo que de ira.
—¡Pero cómo te atreves! —gritó a Amelia—. ¡Cómo te atreves a presentarte aquí! ¡Vete! ¡Vete!
Pero Amelia había cogido a Javier en brazos y le apretaba con fuerza cubriéndolo de besos.
—¡Mi hijito! ¡Pero qué guapo estás! ¡Cómo has crecido! ¡Te quiero mucho, Javier; mamá te quiere mucho!
Asustado, Javier comenzó a llorar. Doña Blanca quería quitarle al niño pero Amelia no lo soltaba. La señorita Laura y yo no sabíamos qué hacer.
—¡Por favor, doña Blanca, sea usted buena! —suplicó la señorita Laura—. Póngase en su lugar, es la madre del niño y tiene derecho a verle.
—¡Menuda pécora! Si quisiera a su hijo no lo habría abandonado dejándolos a él y a su marido para irse con otro hombre. ¡Suéltale, pécora! —gritó al tiempo que tiraba del brazo de Javier.
—¡Doña Blanca, usted es madre, deje que Amelia pueda besar a su hijo! —insistió la señorita Laura.
—Si no suelta al niño gritaré más fuerte, llamaré a un guardia y la denunciaré. ¿No se fue con un comunista? Todos vosotros erais comunistas y deberíais estar en la cárcel. Las rojas son todas unas putas… ¿Crees que no se sabe cómo salió tu padre del penal de Ocaña? Pero a ésta ya le da lo mismo uno que cien —gritó señalando a Amelia.
La señorita Laura se había puesto roja como un tomate e hizo algo totalmente insólito en ella. Agarró del brazo a doña Blanca y, retorciéndoselo, la separó de Amelia y de Javier. Luego la empujó contra la pared y, sujetándola, sin atender a los gritos de doña Blanca, le dio un pisotón.
—¡Cállese, bruja! Usted sí que es una pécora. No vuelva a insultar a mi prima, no lo haga o… le juro que se arrepentirá. Mi padre vive gracias a Amelia, porque ustedes los nacionales son una panda de asquerosos… son escoria… usted y los suyos no nos llegan ni a la suela de los zapatos. En cuanto a putas, los nacionales han convertido en putas a muchas mujeres decentes, vaya usted por la Gran Vía y vea cuántas madres de familia están arriba y abajo vendiéndose para poder dar de comer a sus hijos. ¿Ésa es la prosperidad de Franco? Pero, claro, a usted no le falta de nada, sus amigos han ganado la guerra… y eso que estuvieron a punto de matar a su hijo, porque Santiago no era un fascista, no lo era, a Dios gracias.
Doña Blanca se zafó de la señorita Laura propinándole un buen empujón. Mientras, Amelia intentaba calmar a Javier, deshecho en lágrimas, asustado al ver cómo trataban a su abuela aquellas dos mujeres que para él eran dos desconocidas.
—Lo quiera usted o no, es mi hijo y no pueden engañarlo diciéndole que tiene otra madre. Yo seré la peor madre del mundo y no me merezco a Javier, pero es mi hijo y ustedes no me lo pueden arrebatar —dijo Amelia, enfrentándose a su suegra.
—Cuando Santiago se entere de lo que habéis hecho… Todas las rojas sois unas putas, ¡putas! ¡Dejadnos en paz, ya habéis hecho bastante daño!
Amelia dejó a Javier en el suelo y le dio un último beso.
—Hijo mío —dijo—, te quiero mucho, y digan lo que digan, no olvides nunca que yo soy tu madre.
Ya en brazos de doña Blanca, el niño empezó a calmarse. La mujer volvió a meterse en el portal de su casa con paso rápido.
Nosotras regresamos temiendo lo que a continuación pudiera pasar. Conociendo a Santiago, era seguro que no iba a quedarse de brazos cruzados cuando su madre le contara lo ocurrido.
Don Armando intentó tranquilizar a Amelia y a la señorita Laura, y les aseguró que no permitiría que Santiago hiciera nada. Pero doña Elena no las tenía todas consigo, así que pasamos el resto de la mañana y parte de la tarde esperando que sucediera algo. Y sucedió. Claro que sucedió. Eran las nueve y media y estábamos cenando cuando el timbre sonó con insistencia.
Doña Elena me mandó abrir y yo fui temblando porque estaba segura de que era Santiago.
Abrí la puerta y allí estaba él. Santiago tenía el rostro contraído por la ira y se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por contenerse. Le acompañaba su padre.
—Anuncie que estamos aquí —me dijo sin más preámbulo.
Entré en el comedor y, tartamudeando, anuncié a don Santiago. Don Armando nos dijo que no nos moviéramos de donde estábamos, que él hablaría con Santiago. Nos quedamos muy quietos, sin hablar, temiendo lo que pudiera pasar.
—Buena noches, Santiago, don Manuel… ¿En qué puedo servirles?
—Quiero que de una vez para siempre su sobrina se aleje de mi familia. No tiene ningún derecho a asustar a mi hijo. Y quiero que sepa que no toleraré que se trate a mi madre como hoy lo ha hecho su hija Laura. —Santiago a duras penas podía contener la ira.
—Si alguien vuelve a poner un dedo encima de mi esposa o de mi nieto, irá a la cárcel, le aseguro que moveré todo lo que tenga que mover para que así sea —apostilló don Manuel.
—No tengo duda de que podrían conseguirlo, pero nadie le ha puesto un dedo encima a doña Blanca. Por lo que Laura me ha contado, lo que hizo fue apartarla de Amelia para que ella pudiera coger en brazos a su hijo. No le han faltado el respeto a doña Blanca, pero ella sí lo ha hecho, no sólo con Amelia y Laura, sino que también nos ha insultado a toda la familia.
—Mi esposa es una señora y siempre actúa como tal, algo que no se puede decir de su sobrina —dijo don Manuel.
—¡Por favor, papá, eso no es necesario…! —dijo Santiago, molesto con el comentario de su padre.
—Si vienen aquí a insultarnos, es mejor que se marchen. No consiento ni una palabra contra Amelia. Lo que pasó, pasado está. Y tú, Santiago, no tienes derecho a privarla de ver a su hijo, y a confundir a Javier diciéndole que su madre es Águeda, eso es una crueldad, algún día tendrás que decirle la verdad, ¿y crees que Javier te perdonará? ¿Que perdonará el que hayas negado a su madre el derecho de verlo?
—No vengo a discutir con usted mis decisiones, sino a informarle de que no consentiré otra escena como la de esta mañana. Mi hijo está creciendo, es feliz, tiene una familia, y no soy yo quien lo dejó sin madre.
—Don Armando —interrumpió don Manuel—, advertido queda de que moveré todos los hilos para dejarles en la ruina más absoluta. Usted perderá su empleo y también puedo hacer que se revise su sentencia para que vuelva a la cárcel. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe cómo consiguió salir, una manzana podrida hay en todas partes, y quien facilitó que usted saliera a cambio de los favores de Amelia es una manzana sin importancia.
—¡Cómo se atreve a insultarla! Sí, estoy libre gracias a ella, gracias al dinero que tuvo que pagar a un corrupto que cambia vidas por dinero, ésa es la clase de gentuza que hay entre los nacionales. ¡Pero no se atreva a decir ni una sola palabra insultando a Amelia!
—Padre, ¡lo que ha dicho era innecesario! —recriminó Santiago a su padre.
—¡Ah!, pero ¿es que no lo sabe? ¡No puedo creer que no sepa lo que sabe todo Madrid! Pregunte a su sobrina con qué pagó, además de con dinero, para sacarle a usted de Ocaña —insistió don Manuel.
En ese momento Amelia apareció en el umbral de la puerta del vestíbulo y se colocó entre don Armando y Santiago y su padre.
—Pueden insultarme cuanto quieran. No les niego ese derecho después de lo que hice, pero eres tú, Santiago, quien debe dejar a mi familia en paz. Ellos nada te han hecho. En cuanto a Javier… es mi hijo por más que te pese, y eso no lo puedes cambiar. No puedo dar marcha atrás, pero si pudiera te aseguro que no habría hecho lo que hice, que estoy arrepentida y que no me lo perdonaré el resto de mi vida, pero no puedo cambiar lo que hice.
—Amelia, por favor, vete dentro, déjame resolver esto a mí. No tienen ningún derecho a insultarte, no voy a tolerarles esas insinuaciones.
—No, tío, soy yo la que no puede permitir que te insulten ni te amenacen. Le hacía de otra manera, don Manuel, siempre le tuve por un caballero incapaz de una bajeza como la que acaba de perpetrar diciendo lo que ha dicho. No soy yo la indecente por salvar a mi tío del paredón de ejecución. A sus amigos los nacionales no les ha bastado con ganar la guerra, sino que se están vengando de quienes combatieron en ella en el bando republicano. Por cierto, ése era tu bando, Santiago, aunque nunca lo fue de tu padre. ¿Franco será más fuerte por fusilar a miles de hombres que combatieron en el otro lado? No, no lo será; le temerán y le odiarán, pero eso no lo hará más fuerte.
—Aléjate de mi hijo —dijo Santiago, mirándola con furia.
—No, no voy a alejarme de Javier; intentaré mil veces, las que sean necesarias, verlo, estar unos minutos con él, recordarle que soy su madre, decirle que pese a lo que hice le quiero con toda mi alma. Y continuaré rezando todos los días pidiendo perdón a Dios y pidiéndole también que algún día Javier me perdone.
—Mantengo todo lo que he dicho: no permitiré que ningún miembro de esta familia se acerque a la mía. Que quede claro; de lo contrario, habrá consecuencias —sentenció don Manuel.
Santiago se dio media vuelta y cogió a su padre por el brazo obligándolo a salir de la casa sin decir ni adiós.
Salimos todos al vestíbulo. Don Armando miraba fijamente a Amelia con lágrimas en los ojos.
—Pero ¿qué hiciste para sacarme de Ocaña? —preguntó temiendo la respuesta.
—Nada que me deshonre. Pagué el precio que me estipuló aquel canalla de Agapito que hizo de intermediario. Y no es el que paga un precio el que comete la falta, sino el que lo exige.
—Amelia, por Dios, ¡quiero saber qué hiciste! —insistió don Armando.
—¡Por favor, tío! Hice lo que me exigía mi sentido del deber contigo a quien tanto quiero. Y no me arrepiento, haría cualquier cosa por salvar una vida. Nunca es demasiado grande el precio a pagar por una vida, y menos por una vida de alguien a quien quieres.
Don Armando estaba desolado. Doña Elena lo abrazó intentando transmitirle todo el amor que en ese momento precisaba.
—Amelia ha sido muy buena con nosotros, no la avergüences preguntándole —le pidió a su marido—. Siempre tendremos que agradecerle que continúes con vida.
—¡Pero no a cualquier precio!
—¡No digas eso! No sé lo que hizo Amelia salvo dar dinero a aquel sinvergüenza, pero te juro que yo misma hubiera hecho cualquier cosa que me hubieran exigido por salvarte.
Amelia rogó a la familia que se reuniera en el salón.
—Lo que ha sugerido Santiago… bien, es verdad, nadie lo sabía excepto Laura, o al menos eso es lo que yo creía, pero por lo que se ve el canalla que hizo de intermediario, el tal Agapito, ha ido contando que me entregué a él a cambio de que te conmutaran la pena de muerte. Hubiera querido que ni tú ni nadie de la familia os hubierais enterado, y te juro, tío, que yo ya lo he olvidado.
—¡Dios mío, Amelia! ¡Dios mío! ¡Cómo habría sufrido tu padre de haber sabido una cosa así! Yo… yo no merezco vivir a costa de un sacrificio tan grande… nunca podré pagártelo…
—Por favor, tío, ¡no me digas estas cosas! No me debes nada, nada, no hay deudas entre las personas que se quieren. Y te repito que no me arrepiento de lo que hice, que ni un solo día me ha remordido la conciencia, y que si algo siento por ese Agapito, es un odio profundo y el deseo de que le peguen la sífilis y se muera. Pero yo no me siento sucia, de manera que no me reproches nada. Sé que tú habrías dado tu vida por haber salvado la mía y yo sólo le he concedido unos minutos de mi vida a un desalmado.
Aquella noche ninguno pudimos dormir. Escuché a Amelia hablar con Laura y Antonietta hasta la madrugada. Doña Elena se levantó a hacer una tila para don Armando, y Jesús y Pablo estuvieron murmurando en voz baja. Estábamos conmocionados.
Amelia se marchó al día siguiente y tardó un tiempo en volver.
Edurne se calló y cerró los ojos. Se notaba que sufría. Me daba pena que doña Laura la obligara a recordar. No sé por qué lo hice pero le cogí la mano y me incliné ante ella.
—Muchas gracias, no sabe cómo le agradezco su ayuda, sin usted no podría reconstruir la vida de mi bisabuela.
—¿Y por qué ha de reconstruirla? Si usted no hubiera aparecido en esta casa, todo seguiría igual y nos moriríamos tranquilas sin mirar al pasado.
—Lo siento, Edurne, de veras que lo siento.
—¿Tendré que volver a hablar con usted?
—Procuraré no molestarla más, se lo prometo.
Quise despedirme de las dos ancianas, pero el ama de llaves me dijo que las señoras habían salido. No la creí, pero acepté la excusa. No sólo me estaban pagando un sueldo, sino que sin su ayuda jamás habría podido dar un paso en dirección a Amelia. Tenían derecho a pasar de mí.
Salí de la casa con una sensación extraña, como de desazón. No sabía muy bien por qué, supongo que el relato de Edurne me había afectado. Me caía mal el tal don Manuel; me fastidiaba tener que reconocer que, aunque lejano, tenía yo algún parentesco con él puesto que si era abuelo de mi abuelo, a pesar de todo éramos familia.
Me fui a mi apartamento con la intención de escribir sobre lo que había averiguado en las últimas semanas. Era tanto el material acumulado que decidí transcribir las cintas y ordenar mis notas antes de que me perdiera en ellas.
Trabajé el resto del día, y buena parte de la noche. Quería irme cuanto antes a Roma para hablar con Francesca Venezziani.
Antes de irme llamé a Pepe para ver cómo iban las cosas por el periódico digital. Me habían despedido, pero lo mismo se compadecían y me readmitían.
—¡Que no, Guillermo, que no! Que el jefe no quiere saber nada de ti. Dice que eres un informal y tiene razón. Yo estoy harto de defenderte, así que búscate la vida, tío.
No quería preocuparme, pero mi madre tenía razón: cuando terminara mi investigación sobre Amelia y una vez escrita la historia, a lo peor no volvía a encontrar trabajo. Me dije que ya no había vuelta atrás y decidí hacer mía la frase de Julio César en los comentarios a la Guerra de las Galias: «Cuando lleguemos a ese río ya hablaremos de ese puente». De manera que ya me preocuparía más adelante de mí mismo y de mi futuro.