Telefoneé desde el hotel al profesor Soler con ánimo de que me explicara, si es que lo recordaba, la visita de Amelia a Madrid en febrero de 1940. Don Pablo no se hizo de rogar y me pidió que fuera a Barcelona para hablar con más calma.
—¿Quiere que le cuente lo que he ido averiguando? —le pregunté cuando me encontré sentado frente a él en su despacho.
—No es a mí a quien debe dar cuentas. Hay cosas que puede que las señoras no quieran que salga de la familia.
—Pero por lo que voy conociendo, ¡usted es casi de la familia!
—No, no se equivoque, joven. Les estaré eternamente agradecido por lo que hicieron por mí, pero no tengo ningún derecho a saber más de lo que ellas quieran que sepa. Usted continúe montando el puzle y cuando lo tenga completo, entrégueselo.
Don Pablo, que evidentemente poseía una memoria prodigiosa, me contó aquella visita de Amelia. Una visita que calificó de «dramática»…
Antonietta empeoró con la tuberculosis y don Armando y doña Elena temieron por su vida. Tuvieron que ingresarla en el hospital, y don Armando pidió a Amelia que viniera a Madrid de inmediato.
Amelia había adelgazado, pero parecía más tranquila, más segura de sí misma. En cuanto llegó insistió en que quería ir de inmediato al hospital, y sus primos, Laura y Jesús, la acompañaron. Yo también fui, en realidad allí donde iba Jesús iba yo.
Doña Elena y Edurne cuidaban de ella, relevándose, y don Armando y Laura acudían al hospital en cuanto salían de sus trabajos. A Jesús no le permitían ir demasiado a menudo porque también había estado enfermo de tuberculosis y doña Elena temía que volviera a recaer.
Amelia abrazó a su hermana meciéndola como si fuera una niña. Antonietta lloró emocionada, quería mucho a Amelia y sufría por su ausencia, aunque jamás se quejó.
—¡Qué bien que has venido! ¡Ahora sí que voy a ponerme buena!
—¡Pues claro que te pondrás buena o de lo contrario me enfadaré contigo!
—¡No me digas eso, que yo te quiero mucho! —protestó Antonietta.
Amelia habló con el médico que atendía a su hermana y le conminó a salvarla.
—Haga lo que tenga que hacer, dele cuanto necesite, pero si le pasa algo a mi hermana… ¡no sé lo que le haré!
—Pero, señorita, ¡cómo se atreve a amenazarme! —respondió el doctor, con evidente enfado.
—No le amenazo, Dios me libre de proferir amenazas, es que… Antonietta es lo único que me queda. Me han dejado sin familia, ¿me van a quitar también a mi hermana?
—Aquí no quitamos nada, hacemos lo que podemos por salvar vidas, pero su hermana está muy débil y responde mal al tratamiento.
—Dígame qué es lo que hay que hacer y lo haré, no lo dude.
—Es que no podemos hacer nada más de lo que hacemos, la vida de su hermana no está en nuestras manos sino en las de Dios. Si Él decide llamarla, no hay nada que nosotros podamos hacer.
—¿Cómo dice?
—Que la vida de su hermana, como la de todos nosotros, depende de Dios.
—Pues yo no lo creo así. ¿De verdad piensa que Dios necesita la vida de mi hermana? ¿Para qué?
—¡Por favor, Amelia, no te enfades con el doctor! —le pidió doña Elena, nerviosa por el cariz que estaba tomando la conversación.
—No me enfado, tía, sólo espero que Antonietta reciba los cuidados que necesita para superar la enfermedad, y no soporto esa resignación de que si muere es porque Dios así lo ha decidido.
—Pero, hija, el doctor tiene razón, es Nuestro Señor quien decide la hora de nuestra muerte.
—No, tía, no. No creo que Dios decidiera que mi padre muriera fusilado, y mi madre… bien sabes que murió enferma, sin fuerzas para afrontar la enfermedad a causa del hambre, del sufrimiento, de la miseria. A mi padre lo mataron unas balas fascistas, no Dios.
—¡No quiero que hables de política! Ya hemos sufrido bastante por la política. ¿Quieres que te recuerde a mis muertos? ¿Sabes por qué no me he vuelto loca? Te lo diré, Amelia: porque creo en Dios y admito que Él tiene razones que yo no comprendo.
—Pues yo no voy a resignarme a que muera Antonietta. La cambiaremos de hospital, buscaremos otros médicos que la atiendan y no se laven las manos diciendo que la vida de mi hermana no es cosa suya sino de Dios. No metamos a Dios en esto.
Doña Elena estaba escandalizada por lo que Amelia decía. La miró como si fuera una desconocida; en realidad lo era. Aunque Amelia parecía frágil por su físico, de repente se nos mostraba diferente.
Aquella noche Amelia se quedó a velar a Antonietta, y doña Elena y Edurne regresaron con nosotros a casa. Doña Elena se quejó a don Armando de la actitud de su sobrina.
—Si la hubieses escuchado… Te digo, Armando, que Amelia no es la misma… No sé, tiene una amargura de fondo…
—¿Y te extraña? Es la misma amargura que tenemos nosotros. Hemos perdido a parte de nuestra familia, nos hemos quedado sin nada, ella está en el extranjero ganándose la vida, ¿pretendes que continúe siendo la dulce jovencita del pasado?
—Pero cuestionar la voluntad de Dios… eso, Armando, es demasiado.
—¿Acaso quieres que Amelia acepte que es la voluntad de Dios que Antonietta se muera? No, no lo dices en serio. ¿Crees que fue voluntad de Dios que a tu pobre prima monja la torturaran y asesinaran una banda de fanáticos? ¿Fue la voluntad de Dios que asesinaran a mi hermano?
—¡Hablas como ella!
—Hablo desde la razón. Bien sabes que soy creyente, pero hay cosas… Amelia tiene razón, dejemos en paz a Dios y pidámosle que nos dé fuerzas para soportar todo el mal que nos rodea.
Amelia se empeñó en buscar otro hospital donde atendieran a su hermana. Visitó a un par de médicos y les pidió consejo, pero ambos le dijeron que tanto daba un hospital como otro, que la gente moría a diario de tuberculosis y otras enfermedades, que todo dependía de la fortaleza de la enferma. Pero Amelia no se resignaba e insistía en buscar quien le diera esperanzas.
Una tarde en que habíamos ido todos a ver a Antonietta, ésta se puso peor.
Aún recuerdo la escena… fue terrible… Amelia, abrazada a su hermana, pedía a gritos que alguien la ayudara.
Jesús se puso a temblar. Era un chico muy sensible que quería mucho a su prima Antonietta, y verla en aquel estado fue demasiado para él y se desmayó. Creo que el desvanecimiento de Jesús sirvió para que volviera por unos segundos la calma. Sus padres y su hermana Laura acudieron a socorrerle. Una de las monjas que cuidaban de las enfermas de aquella sala también acudió de inmediato. No sé si era o no buena enfermera, y no recuerdo su nombre, pero cuidaba con mimo de Antonietta y se sentó al lado de Amelia.
—Tu hermana tiene un ángel de la guarda que vela por ella —susurró— y Dios la va a ayudar, ahora déjanos a nosotras atenderla. —La monja empujó suavemente a Amelia para que soltara a su hermana.
Amelia no respondía, sólo lloraba, parecía no escucharla, pero acaso la voz dulce de la monja la tranquilizaba. El médico llegó flanqueado por dos monjas y nos pidió que saliéramos de la habitación.
Me quedé con Amelia en el pasillo, esperando a que el médico nos informara del estado de Antonietta. Tardó un buen rato, lo recuerdo porque les dio tiempo a regresar a doña Elena y a don Armando con Jesús, que estaba muy pálido, agarrado de la mano de su hermana Laura.
—¿Cómo estás, Jesús? —se interesó Amelia hecha un manojo de nervios.
—Ya me encuentro mejor…
—No ha sido nada —dijo don Armando—, es que le ha dado impresión ver así a Antonietta.
Cuando el médico salió, Amelia se plantó delante de él temblando, temía lo que pudiera decir.
—Tranquilícense, ha sufrido un ataque, pero ya está mejor. Le he puesto una inyección que le aliviará el dolor y la opresión en el pecho. Ahora lo que le conviene es descansar, es mejor que no entren todos en la habitación, pues además le quitan el aire.
—Pero yo quiero quedarme con mi hermana.
—Y no hay inconveniente en que lo haga, pero no la agobie.
Don Armando decidió que lo mejor era que regresáramos a casa y Amelia se quedara con Antonietta.
—Pero mañana temprano vendrá Edurne a relevarte, o tú también caerás enferma.
La monja debía de tener razón respecto a que Antonietta tenía un ángel de la guarda velando por ella, porque empezó a recuperarse hasta quedar fuera de peligro. El día en que le dieron el alta y Amelia la trajo a casa, doña Elena había organizado una pequeña fiesta. Bueno, en realidad no es que hiciera una fiesta, sino que la buena mujer había conseguido harina y manteca y unas granadas, no sé de dónde, y había hecho un pastel.
Antonietta estaba muy débil pero se la veía feliz de estar de nuevo en casa, con su familia.
Doña Elena nos había aleccionado a Jesús y a mí para que no hiciéramos ninguna travesura que molestara a Antonietta, y a Edurne le había encargado un único cometido: cuidar de la enferma.
En cuanto Amelia vio que su hermana mejoraba, anunció que regresaba a Inglaterra.
—Tengo que trabajar y ahora más que nunca para que podáis comprar las medicinas que necesita Antonietta.
Amelia también se encargaba de mi manutención puesto que mi abuela seguía en el hospital, y Lola no daba señales de vida. Don Armando había hecho lo imposible por saber de Lola, pero sin ningún resultado. Algunos de sus antiguos camaradas estaban en prisión, y sus familiares comentaban de todo sobre Lola: unos, que la habían fusilado en Barcelona; otros, que había muerto durante la guerra; incluso había quien aseguraba que había huido. Pero esto último Amelia no se lo creía porque, decía, de haber sido así, Lola me habría buscado. En cuanto a mi padre, continuaba en la Legión Extranjera, de manera que tampoco sabíamos gran cosa de él.
Don Armando y doña Elena me trataban como a uno más de la familia; supongo que se habían resignado a tenerme con ellos. Eran demasiado buenos para haberse desentendido de mí; además, su hijo Jesús y yo hacíamos buenas migas.
Antes de regresar a Londres, Amelia pidió a Edurne que fuera a preguntar a Águeda si le permitiría ver a su hijo. Doña Elena dijo que no era una buena idea, que si Santiago se enteraba, pondríamos a Águeda en un compromiso, y a lo mejor hasta la despedirían. Don Armando intercedió por su sobrina.
—Es lógico que quiera ver a Javier, por lo menos que lo intente, procurando ser discreta. Águeda es una buena mujer, seguro que hará lo posible para que Amelia vea a su hijo.
Sin embargo, doña Elena insistía en que Amelia no debía ir a ver a Javier, y tanta fue su insistencia, que don Armando terminó disgustándose con ella, y para sorpresa de todos, en especial de doña Elena, ordenó a Edurne que se acercara hasta la casa de Santiago para tratar de convencer a Águeda de que permitiera que Amelia viera al pequeño Javier.
Dos días estuvo Edurne merodeando cerca de la casa de Santiago hasta que vio a Águeda. Al principio la mujer se negó a que Amelia viera a Javier. Temía la reacción de Santiago, pero al final se ablandó, después de que Edurne le contara lo enferma que estaba Antonietta y cómo habían temido por su vida. En aquel momento no supimos por qué, pero cuando Edurne regresó de ver a Águeda, estaba nerviosa.
Águeda citó a Amelia para el día siguiente por la tarde en la puerta del Retiro como en la anterior ocasión. Laura dijo que iría con ella. Temiendo su reacción, no quería que su prima fuera sola a la cita y doña Elena decidió que Jesús y yo las acompañáramos.
Recuerdo que aquella tarde hacía frío, pero que a pesar de ser invierno, lucía el sol. Cuando llegamos a la puerta del parque, Águeda ya estaba allí. Llevaba el abrigo desabrochado, parecía que le quedaba pequeño porque había engordado. Llevaba a Javier cogido de la mano. El niño intentaba soltarse y echar a correr, pero Águeda no se lo permitía.
Laura tuvo que sujetar a Amelia para que no corriera hacia el niño.
—Por favor, contente y procura que el encuentro parezca casual, o de lo contrario Águeda no nos permitirá volver a acercarnos a Javier.
Las mujeres saludaron a Águeda y Amelia preguntó al niño si le quería dar un beso. Javier se lo pensó dos veces antes de mover la cabeza en señal de negación.
—Anda, hijo, dale un beso a esta señora tan guapa —le animó Águeda.
—No quiero, mamá —respondió Javier.
Amelia parecía que iba a llorar. Escuchar a Javier llamar «mamá» a Águeda le debió producir un enorme dolor. Pero su prima Laura le susurró al oído que se calmara.
—¿Te portas bien, mi niño? —preguntó Amelia.
—Sí.
—¿Y qué cosas te gusta hacer?
—Jugar con mi papá y con mi mamá. Y también jugaré con mi hermanito.
—¿Tu hermanito? —Amelia estaba temblando.
—Sí, voy a tener un hermanito, ¿verdad, mamá?
Águeda miró angustiada a Amelia, y pudo ver lo mismo que vimos nosotros: desesperación y rabia.
—¿Vas a tener un hijo, Águeda?
—Sí, señora.
—¿Te has casado?
—No… no, señora.
—Entonces, ¿cómo vas a tener un hijo?
La mirada helada de Amelia hizo que Águeda bajara la cabeza avergonzada. Javier miraba a las dos mujeres sin entender lo que pasaba, pero, consciente de la tensión, empezó a hacer pucheros.
—Mamá, quiero ir a casa.
—Yo… lo siento, señora.
—¿Duermes en mi cama?
—¡Por Dios, señora, no me diga eso! ¿Qué quiere que haga? Yo… Don Santiago es muy bueno conmigo y yo quiero mucho al niño, y ya ve cómo el niño me quiere a mí. Estas cosas pasan, usted lo sabe bien… dejó a su marido.
—¡Cómo te atreves a compararte conmigo! Yo no me he metido en la cama de ningún hombre casado ni le he robado a ninguna madre el cariño de su hijo.
Javier comenzó a llorar asustado por el tono de voz de Amelia, que apenas podía controlar su rabia.
—¡Por Dios, señora, no hable así delante del niño!
—¡Cómo te has atrevido! Te recomendaron a mis padres como una persona decente, pero no debimos fiarnos de ti, al fin y al cabo te habían dejado preñada sin estar casada.
—¡Por favor, Amelia, no te rebajes así! —dijo Laura, intentando llevarse a su prima.
—Usted no es quién para juzgarme, no es mejor que yo, si no tiene el cariño de su hijo no es culpa mía, usted lo dejó.
Laura tuvo que sujetar a Amelia para impedir que abofeteara a Águeda. Jesús y yo nos habíamos quedado petrificados por la violencia de la escena.
—Vámonos, Amelia. Y tú, Águeda, no debes responder así a la señora, no olvides quién eres, no tienes ningún derecho a juzgarla y mucho menos a hablarle así de su hijo.
Águeda, pobre mujer, no sabía qué hacer, parecía a punto de llorar.
Laura agarró del brazo a su prima y tiró de ella obligándola a andar. Jesús y yo las seguimos sin atrevernos a hablar. Vimos perfectamente cómo temblaba Amelia. Cuando llegamos a casa, encontramos a doña Elena muy agitada discutiendo con don Armando. Se callaron al vernos entrar.
—¡Tío, no sabe usted lo que ha pasado! —Amelia se echó llorando en brazos de don Armando.
—Me lo puedo imaginar, tu tía me acaba de contar algo que había estado guardando en secreto, por eso no quería que vieras a Águeda.
—Pero ¿usted sabía…? —Amelia miraba a doña Elena esperando una respuesta.
—Sí, hija, sí, yo sabía que Águeda está embarazada de Santiago, que se han amancebado. No te lo dije para no causarte dolor, bastante has sufrido ya.
—Pero, tía, debería habérmelo dicho —se lamentó Amelia.
—No me lo había dicho ni siquiera a mí —afirmó don Armando.
—No quería que nadie sufriera; si me he equivocado, pido perdón, pero mi intención ha sido buena —se excusó doña Elena.
—¿Cómo lo ha sabido usted? —preguntó Amelia, a quien se le notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para no enfrentarse a su tía.
—Porque son la comidilla de la gente. Me enteré durante una visita en casa de doña Piedad. Ya sabes que antes de la guerra doña Piedad y su marido tenían varias pastelerías en las que nos gustaba comprar. La guerra los dejó sin nada; la pobre mujer está viuda y enferma y de vez en cuando voy a verla. Allí me enteré de lo de Santiago con Águeda. Tu marido la ha convertido en la señora de la casa; aunque no la lleva con sus amistades, sí sale con ella y con Javier. Tu hijo cree que Águeda es su madre y Santiago consiente que lo crea.
—Sí, supongo que es su manera de castigarme. Sabe que no puedo quejarme de que Águeda se meta en mi cama, pero sí del daño que me hace al quitarme el cariño de mi hijo.
—Lo siento, Amelia —murmuró don Armando mientras abrazaba a su sobrina—, quizá deberías quedarte y luchar por tu hijo. Iremos a ver a Santiago, yo hablaré con él y le haré comprender que no puede dejar a Javier sin su verdadera madre. No creo que don Manuel y doña Blanca estén de acuerdo con lo que hace su hijo. Podríamos hablar con ellos…
—No, tío, es inútil. A Santiago le conozco bien. Me ha querido tanto que ha transformado su amor en odio y nunca me perdonará. Bien me lo merezco; además, yo tampoco me perdono a mí misma. De manera que ¿cómo podría exigirle a él que lo hiciera? Me merecía un castigo y Dios me ha castigado con creces. Sólo espero que cuando Javier sea mayor, me escuche y me perdone.
Don Pablo se quedó en silencio, parecía estar reviviendo la escena.
Yo también me quedé callado a la espera de que me contara algo más.
—Bien, Guillermo, ahora deberá regresar de nuevo a Londres y continuar allí sus pesquisas —sentenció don Pablo.
—¡Caramba con Amelia! Me ha sorprendido que tratara a Águeda como a una cualquiera. Y eso que mi bisabuela había sido comunista y era una mujer más que liberada para la época.
—¿Va a juzgar a Amelia?
—No, no es ésa mi intención, sólo que me ha sorprendido que tratara así a la pobre Águeda, que, dicho sea de paso, es la que para mi madre es su abuela y para mí mi bisabuela.
—Amelia estaba profundamente herida y ella misma se juzgaba con dureza. Pero, al fin y al cabo, todos nosotros somos producto de nuestra época, y ella había sido educada como una señorita de la burguesía ilustrada.
—Educada, sí, pero ella misma había roto todas las convenciones sociales de su época.
—Sí, pero no dejaba de ser quien era, no podía sustraerse a la educación recibida. En cuanto a que su bisabuela fue comunista, yo no diría tanto. Se enamoró de Pierre Comte, que sí lo era, pero en realidad ella era una joven idealista con la cabeza llena de pájaros, y no tenía una idea cabal de lo que significaba ser comunista.
Regresé a Londres y telefoneé a lady Victoria y al mayor Hurley. Lady Victoria se encontraba en la Costa Azul en un campeonato de golf. ¡La muy traidora! En cuanto al mayor Hurley, me recibió tres días más tarde de lo previsto.
El mayor tenía información precisa de cuanto me había contado su pariente, lady Victoria; incluso me enseñó algunas notas que ella le había dejado por si le podían ser de utilidad cuando hablara conmigo. De manera que fue al grano y me recordó, una vez más con gesto sombrío, que no tenía tiempo que perder, lo que era una manera de decirme que lo estaba malgastando conmigo.
El mayor Hurley comenzó su relato.
A mediados de marzo de 1940, Amelia Garayoa se incorporó a la unidad del comandante Murray. El Reino Unido atravesaba una situación muy delicada agravada por la guerra. Chamberlain y Halifax habían mantenido una política de apaciguamiento con Alemania que no había dado ningún resultado; si lo hicieron fue porque eran conscientes de que, aun en el caso de ganar una nueva guerra, eso significaría la ruina irremediable para la economía y las finanzas del país. Por eso, joven, algunos historiadores han emitido juicios demasiado severos al examinar esa política de entente que Chamberlain llevó a cabo con la Alemania de Hitler. Pero a pesar de esto que le digo, Churchill tenía razón: a largo plazo habría sido imposible mantener la política de entente con Alemania sencillamente porque Hitler ansiaba la guerra.
La señorita Garayoa se incorporó a su puesto donde continuó recibiendo entrenamiento y también su relación sentimental con Albert James. Durante un tiempo, los artículos de éste publicados en los periódicos británicos fueron los más duros y mordaces que se escribieron contra Hitler antes de la guerra.
El 9 de abril, sin previa declaración de guerra, el Ejército alemán invadió Dinamarca y Noruega; aquella invasión se conoció como «Operación Weserübung», y el 5 de mayo comenzó la ofensiva contra Francia. El 10 de mayo, el mismo día que Churchill se convertía en primer ministro, creando, además, la cartera de Defensa, Alemania invadió Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos. Aquello se conoció como la Blitzkrieg o «guerra relámpago». El 12 de mayo los alemanes rompieron la Línea Maginot y el 15 de mayo los Países Bajos se rindieron, y los alemanes llegaron hasta las afueras de París y bombardearon el sur de Inglaterra. ¿Se hace una idea de lo que sucedía en aquellos días?
Lord Paul James preguntó al comandante Murray si su unidad estaba lista para actuar, y la respuesta fue afirmativa. Antes de que terminara aquel año de 1940, Amelia participaría en dos operaciones. En junio, el comandante Murray reunió a los miembros del equipo para anunciarles que entraban en acción y darles las correspondientes órdenes.
—Ha llegado la hora de actuar. No hace falta que les explique lo que ha sucedido: las tropas de la Wehrmacht se han hecho con buena parte de Francia, Holanda y Bélgica. El primer ministro francés Paul Reynaud ha dimitido y le ha sustituido el mariscal Pétain. ¿Alguno de ustedes prefiere dejarlo ahora?
Todos respondieron que no, parecían estar deseando entrar en acción.
—Bien, me reuniré con cada uno de ustedes por separado. Ninguno debe saber lo que hacen los demás; a partir de este momento no pueden comentar a nadie, ni a su familia ni a sus amigos más íntimos el cometido de su misión.
Amelia fue la última en recibir las órdenes de Murray. Deliberadamente, la había dejado para el final, porque a pesar de que la encontraba capaz de llevar adelante la misión que le iba a encomendar, no dejaba de preocuparle su juventud.
—Quiero que regrese a Alemania.
—¿A Alemania?
—Sí, usted allí tiene amistades importantes.
—Conozco a algunas personas, pero no sé si son importantes.
—Lord James me ha informado que conoce usted a un oficial del Ejército, el comandante Max von Schumann, un aristócrata casado con una mujer fanática de Hitler, aunque él forma parte de un grupo contrario al nacionalsocialismo, ¿me equivoco?
—No, es cierto.
—Creo que usted y Albert James, sobrino de lord James, trajeron un mensaje de ese grupo al que pertenece Von Schumann. También sé que ayudaron a una joven judía a escapar de la persecución.
—Sí, así es, yo no le había dicho nada porque no lo creí necesario.
—Pero mi obligación es conocer todo sobre los agentes con los que vamos a trabajar.
—Lo entiendo.
—Bien, es conveniente que regrese a Alemania y nos envíe toda la información que Max von Schumann pueda suministrarle sobre los movimientos del Ejército. Es de vital importancia saber si preparan la invasión de las islas. Después de que el Ejército alemán se haya hecho con Francia y de lo sucedido en Dunkerque, el primer ministro necesita tomar decisiones, y para ello es imprescindible la información.
—El barón Von Schumann jamás traicionará a su país; no creo posible que me confíe ninguna información relevante.
—Von Schumann y usted son viejos amigos, de manera que ya cuenta con su confianza.
—Pero nunca me confiará información que pueda comprometer a Alemania.
—No se trata de que usted se la pida. Vaya a Berlín, vea, escuche y saque conclusiones.
—¿Debe saber que soy una agente?
—Por su propia seguridad y por la de él, lo mejor es que no sepa nada. Usted misma asegura que nunca colaboraría con nosotros. Debemos buscar una coartada que justifique su presencia en Berlín.
—Quizá… bueno, no sé si servirá, pero mi padre tenía negocios en Berlín, le expropiaron la empresa porque su socio era judío, pero el contable rescató unas cuantas máquinas que tiene alquiladas y parte de esas ganancias corresponden a mi familia…
—¡Estupendo! No podríamos encontrar una excusa mejor para justificar su presencia en Berlín.
—¿Cómo enviaré la información en caso de conseguirla?
—Escribirá cartas a una amiga en España en la que le contará cosas superficiales, naturalmente utilizando un código.
—¿A una amiga en España?
—Esa amiga no existe. Usted enviará las cartas a una dirección donde las recibirá una mujer muy amable que colabora con nosotros. Ella nos pasará las cartas y nosotros las descodificaremos. Sólo escriba cuando tenga algo relevante que comunicar.
—¿Cuánto tiempo deberé permanecer en Berlín?
—No lo sé. ¿Cree que podría viajar allí en un par de días, o necesita más tiempo para arreglar sus asuntos personales?
—¿Cómo iré?
—Primero irá a Lisboa. De allí a Suiza donde cogerá un tren hacia Berlín.
Eran poco más de las cinco cuando regresó al apartamento y le sorprendió encontrar a Albert en la biblioteca escuchando música y bebiendo whisky.
—¿Qué celebras? —le preguntó con curiosidad, puesto que Albert no solía beber a esa hora de la tarde.
—Tengo una gran noticia. Ven, te serviré una copa, tenemos algo que celebrar.
Amelia aceptó el whisky. Se dijo que lo iba a necesitar para decirle a Albert que en un par de días regresaría a Berlín para afrontar su primera misión como agente del Servicio de Inteligencia británico.
—Me ha telefoneado mi padre para decirme que Rajel llegó bien a Nueva York, y que gracias a los amigos que trabajan con el gobernador, se pudieron solventar los trámites de inmigración. A Dios gracias se encuentra sana y salva con su familia. ¿Es o no una gran noticia?
Lo era, y Amelia se alegró, sobre todo porque temía la reacción de Albert cuando ella le anunciara que se iba. Bebió un largo trago de whisky y después de charlar un rato sobre Rajel, le dijo que debía anunciarle algo.
—Espero que sea otra buena noticia, no me gustaría que me dijeras nada que empañara nuestra alegría por lo de Rajel.
—Me envían a Berlín, salgo dentro de dos días.
Albert se quedó mirándola fijamente sin saber qué decir.
—Tenía que suceder un día u otro —murmuró, apartando la mirada de Amelia.
—Yo no esperaba que fuera tan pronto… no sé qué decirte.
—Nada, no me digas nada. Quererte resulta una aventura complicada, pero no puedo cambiar mis sentimientos hacia ti. Desde el primer momento supe que no sería fácil nuestra relación, y te confieso que siempre he temido perderte. Eres tan impredecible… Nunca perdonaré al tío Paul que te haya convencido para enrolarte en el Servicio de Inteligencia, y si te llegara a pasar algo…
—No me pasará nada. Sólo quieren que vaya a Berlín, el objetivo es intentar saber si Hitler piensa invadir Inglaterra.
—¡Así, como si fuera fácil! Ellos saben que ésa no es misión para una chiquilla. Deberían enviar a agentes experimentados. ¿Cómo vas a poder obtener esa información?
—Quieren que establezca contacto con Max y con su grupo. No olvides que Max es comandante del Ejército, seguro que él tiene acceso a ciertas informaciones que nos serán útiles.
—¡Por favor, Amelia, no seas ingenua! ¿Crees que Max te contará lo que piensa hacer el Ejército? Veo que no le conoces.
—No te comprendo… Max es miembro de la oposición y odia a Hitler —respondió sin mucho convencimiento.
—Sí, y hará lo imposible por derrocarle, pero nunca traicionará a Alemania. Ése es el matiz que creo que no has comprendido.
Amelia no supo qué responder. Sabía que Albert tenía razón. Cuando el comandante Murray le estaba explicando la misión no le había parecido complicada, pero Albert la hacía enfrentarse con la realidad.
—Tengo que intentarlo.
—Sí, supongo que tienes que hacerlo. ¿Y qué hay de nosotros?
—No sé qué quieres decir…
—¿Pretendes dedicarte al espionaje mientras yo te espero pacientemente rezando para que no te suceda nada hasta que vuelvas de cada misión?
—Yo… en realidad no pretendo nada, no te pido que me esperes…
—Creo que no has pensado en mí, ¿sabes por qué? Porque nunca lo has hecho, simplemente estoy aquí, pero si no estuviera, tampoco te darías demasiada cuenta.
—¡No digas eso! ¡No es cierto! Yo… yo te quiero, quizá no como tú esperas ni como te mereces, pero te quiero, a mi manera te quiero.
—Ése es el problema, tu manera de quererme.
Amelia Garayoa llegó a Berlín el 10 de junio, el mismo día en que Italia declaró la guerra a Francia y el Reino Unido. Suspiró aliviada cuando salió de la estación de Berlín. La policía no pareció prestarle atención. Era una mujer más, cargada con una maleta y una bolsa. Amelia procuró andar con paso decidido. El comandante Murray la había advertido que si los alemanes llegaban a sospechar de ella, la fusilarían por espía.
Se dirigió directamente a casa de Helmut Keller, el contable de la empresa de su padre y de herr Itzhak. En los dos últimos días había trazado un plan preciso. Pensaba pedir a herr Helmut que le alquilara una habitación. No podía permitirse volver a hospedarse en el hotel Adlon, y se sentiría más segura viviendo en una casa; además, si él la acogía, le serviría de coartada, puesto que siempre podía pasar por una invitada de la familia y demostrar los viejos lazos que les unían, familiares pero también comerciales.
Herr Helmut se alegró de volver a verla. Su esposa, Greta, continuaba enferma y el buen hombre la cuidaba con mimo, haciéndose cargo, además, de las labores de la casa.
—Menos mal que ahora buena parte de mi trabajo como contable lo hago en casa; de lo contrario, no podría atender a Greta.
Le sorprendió la propuesta de Amelia, pero no dudó en aceptar tenerla como huésped.
—No hace falta que me pague nada, con lo que gano tengo suficiente.
—Usted me hace un gran favor acogiéndome en su casa, me sentiría muy sola en un hotel. No es que pueda pagarle mucho, pero al menos le vendrán bien unos cuantos marcos, y desde luego contribuiré a los gastos de comida, y le ayudaré cuanto pueda a cuidar a su esposa.
Greta tampoco puso ninguna objeción a tener a Amelia como huésped. La mujer sentía simpatía por la joven española, y aún recordaba a su padre, don Juan, todo un caballero además de generoso. También tendría con quien charlar aparte de con su marido ahora que pasaba la mayor parte del tiempo en cama. Tenía asma y se cansaba apenas daba unos pasos.
El cuarto de Amelia era pequeño, antes había servido de trastero.
—Me gustaría que pudiera quedarse en la habitación de mi hijo Frank; pero aunque no viene a menudo porque está en el Ejército, su madre quiere que él continúe teniendo su cuarto como cuando vivía con nosotros.
—Estaré bien aquí, herr Helmut, no necesito mucho, salvo la cama y una mesa con una silla, el armario es amplio; de verdad que no necesito nada más.
Amelia les explicó que ahora que había estallado la guerra entre Inglaterra y Alemania, ella estaba pensando regresar a España y buscar trabajo, y puesto que Alemania se estaba convirtiendo en la nación más poderosa de Europa, había pensado en perfeccionar el alemán y tratar de volver a poner en marcha el viejo negocio familiar. Puesto que herr Helmut había salvado unas cuantas máquinas, quizá podría enseñarle cómo funcionaba el negocio antes de la guerra y la posibilidad de retomarlo. Además, les dio a entender que quería sobreponerse de un revés personal.
El buen hombre aceptó lo que le decía Amelia, aunque más tarde confesaría a su mujer que, en su opinión, la joven debía de estar escapando de algún fracaso sentimental, y se refirió al apuesto periodista norteamericano que la había acompañado en el viaje anterior.
La tarde del día siguiente de su llegada a Berlín Amelia se dirigió a casa del profesor Karl Schatzhauser. Pensaba que era mejor retomar el contacto con el jefe de aquel grupo de oposición en vez de hacerlo directamente con Max.
El profesor Schatzhauser no pareció demasiado sorprendido al verla. La hizo pasar a su despacho y le ofreció una taza de té.
—¿Trae usted noticias de Londres? ¿Van a tomarnos en consideración? —le preguntó sin más preámbulos.
—Hemos trasladado cuanto nos dijeron. Naturalmente su primera preocupación son los planes que el Führer pueda tener con respecto a Inglaterra.
—Ya, los ingleses primero se preocupan de lo que les pueda pasar, ¿no es así?
—Difícilmente podrán ayudarles si no se pueden ayudar a ellos mismos, ¿no cree?
—¿Y su amigo, el señor James? ¿Por qué no está él aquí?
—Albert es periodista y su compromiso con la libertad pasa por contar lo que ve. Le aseguro que sus artículos en los periódicos británicos y estadounidenses han tenido un gran impacto. Ha descrito a Hitler como el mayor peligro y le aseguro que en Estados Unidos sus crónicas han provocado una gran conmoción porque allí son muchos los que creen que no les concierne lo que sucede en Europa.
—De manera que usted trabaja para los británicos pero no así el señor James. ¡Lástima! Me pareció un hombre cabal en quien se podía confiar. Usted es muy joven y además española, ¿cómo es que trabaja para los británicos?
—¡Oh, no, no crea que trabajo para los británicos! Sólo soy un correo. Y si hago esto es precisamente porque soy española y aspiro que esta guerra nos ayude a librarnos de Franco.
—¿Usted quiere que la guerra se traslade también a España?
—Yo quiero que ustedes derroten a Hitler, y un Hitler derrotado significaría que Franco se quedaría sin su principal aliado después del Duce.
—Un fin muy loable, aunque permítame que le diga que no confíe demasiado.
—Y no lo hago, pero tampoco puedo quedarme de brazos cruzados.
—Bien, ahora explíqueme exactamente qué quieren sus amigos de Londres, y yo le diré a mi vez lo que nosotros esperamos de ellos.
Amelia fue lo bastante ambigua como para no comprometerse a nada ni tampoco pedir aquello que supiera que no podía obtener. Su misión poco tenía que ver con la suerte del grupo opositor que dirigía el profesor Karl Schatzhauser. Lo que el comandante Murray le había ordenado era averiguar cuanto pudiera, a través de Max von Schumann, de los movimientos de la Wehrmacht. Claro que para eso debía prestar atención al grupo del profesor Schatzhauser.
El profesor Schatzhauser le propuso que al día siguiente la acompañara a una cena.
—Cenaremos en casa de buenos amigos, asistirá también nuestro querido Max y el padre Müller, que siempre les estará agradecido a usted y al señor James por lo que hicieron por Rajel. Se alegrará de saber que está sana y salva en Nueva York.
Amelia estaba sorprendida por la alegría y la despreocupación en que parecían vivir los berlineses. En las calles de la ciudad, las mujeres paseaban con sus hijos ajenas a cualquier quebranto, los cabarets continuaban abarrotados y los comerciantes disponían sus mercancías ajenos a nada que no fuera contentar a su clientela.
Aunque en Londres la población era consciente de la guerra, y el reembarco de los soldados en las playas de Dunkerque había sido seguido con angustia.
De regreso a la casa de herr Helmut, Amelia entró en una tienda para comprar té y un pan dulce con idea de agradar a frau Greta. La mujer se mostraba amable y bien dispuesta hacia ella.
Amelia se dijo que había sido un acierto alojarse en aquella casa. Eso le permitía pasar más inadvertida, aunque en el Berlín de aquellos días miles de ojos parecían escrutar hasta el interior de las casas.
Greta se mostró agradecida por el té y el pan dulce y le propuso a Amelia tomarlo juntas. Herr Helmut aún no había regresado a casa ya que había acudido a llevar los libros de cuentas a una tienda a la que le llevaba la contabilidad. El buen hombre trabajaba cuanto podía para ganar lo suficiente para mantener a Greta, sobre todo por lo costoso del tratamiento de su enfermedad.
El profesor Schatzhauser acudió a casa de los Keller a recoger a Amelia. Herr Helmut le abrió la puerta y le invitó a pasar, pero Amelia ya estaba lista, de manera que se marcharon de inmediato.
Amelia había explicado a los Keller que el profesor Schatzhauser era un viejo amigo de su padre, y que amablemente se había ofrecido para ayudarla en cuanto fuera necesario durante su estancia en Berlín.
El profesor Schatzhauser conducía un viejo coche de color negro y no parecía muy comunicativo.
—¿Está preocupado? —preguntó Amelia.
—Max me ha avisado de que acudirán dos invitados importantes, el almirante Canaris y su ayudante, Hans Oster. Son dos hombres importantes dada su jerarquía militar y su posición social.
—¿Qué les dirá de mí?
—Nada que no deban saber, aunque naturalmente intentarán conocer por sus propios medios, que son muchos, todo sobre usted.
—¿Eso supone un peligro?
—Espero que no, confiamos en que no, incluso en alguna ocasión nos han ayudado. En cualquier caso, querida, no hay nada mejor que decir la verdad, y puesto que usted está en Berlín con una misión muy loable, que es intentar recuperar el negocio familiar, no deberíamos preocuparnos, ¿no cree?
La casa de Manfred Kasten estaba cerca de Charlottenburg. Era una mansión de dos plantas de estilo neoclásico rodeada de un jardín donde reinaban varios sauces y algunos abetos.
Les recibió la esposa del anfitrión, la señora Kasten, una mujer que pasaba de los sesenta años, tenía el cabello blanco y era alta y delgada.
—¡Profesor Schatzhauser, qué alegría volver a verle! Viene usted acompañado por una joven muy bella… pasen, pasen. Encontrará a Manfred en la biblioteca conversando con un amigo suyo, el barón Von Schumann. Espero que esta noche disfruten de la velada y no se enzarcen ustedes en discusiones políticas, ¿me lo promete?
Helga Kasten sonrió confiada mientras les ofrecía una copa de champán. Inmediatamente les dejó para atender a otros invitados.
El profesor tomó del brazo a Amelia y se dirigió con ella hacia la biblioteca, pero Ludovica von Waldheim les salió al paso.
—¡Vaya, si es el querido profesor Schatzhauser y la señorita Garayoa! No sabía que estaba usted en Berlín…
—Acabo de llegar.
—¿Ha abandonado al apuesto señor James? Yo de usted no lo haría, no abundan los hombres como él.
—Albert tiene compromisos profesionales, pero en cuanto pueda se reunirá conmigo.
—¿Y cómo es que le ha permitido venir sola?
—Estoy invitada por viejos amigos de mis padres. Mi padre importaba máquinas alemanas y voy a tratar de recuperar el negocio familiar —explicó Amelia incómoda por el interrogatorio al que le estaba sometiendo Ludovica—. ¿Cómo está el barón, su esposo? —preguntó a su vez.
—Mi esposo está bien, gracias. Ahora se encuentra en la biblioteca charlando de política con sus amigos. ¿A usted le interesa la política?
—Lo imprescindible, baronesa.
—¡Así me gusta! Los hombres lo enredan todo, son incapaces de disfrutar de la vida. Tiene que venir a nuestra casa, hablaremos de nuestras cosas, ¿le parece bien?
—Desde luego, estaré encantada.
—Se aloja en el Adlon, ¿verdad?
—No, ya le he dicho que estoy invitada por unos amigos de mis padres, y soy su huésped.
—Tanto da, mándeme recado cuando le venga bien —dijo Ludovica mientras se alejaba de ellos.
—Tenga cuidado con la baronesa —advirtió el profesor Schatzhauser—, es evidente que no se fía de usted.
—Yo tampoco me fío de ella.
—Hace bien, si la baronesa supiese de nuestras actividades puede que nos denunciara.
—No podría hacerlo, tendría que denunciar a su marido.
—Llegado el caso puede que lo hiciera. Es una nazi convencida. Ha sido una temeridad por parte de Max traerla a esta cena, aunque supongo que no ha tenido otra opción, al fin y al cabo es su esposa.
El almirante Wilhelm Canaris resultó ser un hombre encantador, que parecía estar leyendo dentro de Amelia mientras la escudriñaba con la mirada. Demostró conocer bien la situación española y la sometió a un interrogatorio sutil intentando averiguar de qué lado estaba.
También el coronel Hans Oster pareció interesarse por Amelia, cuya presencia llamaba la atención en aquella velada.
Ambos hombres parecían estar muy compenetrados e intercambiaban fugaces miradas a través de las cuales se hablaban. Si Amelia esperaba escucharles alguna crítica al nazismo se equivocó, pues ninguno de los dos hombres dijo nada que permitiese sospechar que no estaban de acuerdo con el Führer.
Amelia se alegró de volver a encontrarse con el padre Müller, el sacerdote que les había confiado la vida de Rajel, e hicieron un discreto aparte para hablar sin ser escuchados por el resto de los invitados.
—Nunca les podré agradecer lo que hicieron. Es un alivio saber que Rajel está sana y salva.
—Dígame, padre. ¿Cree que hay suficientes alemanes en contra de Hitler?
—¡Qué pregunta! ¡Ojalá pudiera responderle que somos miles los que vemos el peligro que Hitler representa!, pero me temo que no es así. Alemania sólo aspira a volver a ser grande, a ocupar el lugar que cree que le arrebataron tras la guerra.
—¿Y ustedes qué pueden hacer?
—No lo sé, Amelia. En mi caso, colaborar en cuanto me pidan, pero soy un sacerdote, un jesuita que sólo se representa a sí mismo. Creo que lo único que podemos hacer es convencer a quienes están a nuestro alrededor de la maldad intrínseca del nazismo.
—Padre, y en su opinión, ¿hasta dónde quiere llegar Hitler?
—Hasta convertirse en el amo de Europa, no parará hasta conseguirlo.
Max se acercó a ellos con paso distraído, apenas había saludado a Amelia, sabiendo que Ludovica no le perdía de vista. Aunque su esposa nada le había dicho sobre la española, sabía que sentía celos de ella.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Berlín?
—Aún no lo sé, depende de lo que pueda hacer aquí.
—El profesor Schatzhauser me ha contado que te envían los británicos… —dijo, bajando la voz.
—No, no es así, estoy en Berlín por otros motivos, pero me pidieron que hiciera de correo con vuestro grupo. Quieren saber qué pensáis hacer ahora que la guerra parece haber prendido en toda Europa.
—No es mucho lo que podemos hacer. ¿Qué quieren los británicos?
—Quieren saber hasta dónde está dispuesto a llegar Hitler. Si tiene intención de invadir Gran Bretaña —preguntó Amelia directamente.
Max carraspeó. Pareció sentirse incómodo por la pregunta y miró a su alrededor antes de responder.
—Podría atreverse, aunque, por lo que sé, preferiría entenderse con los británicos, eso es al menos lo que acaba de contarme nuestro anfitrión. Manfred Kasten es un diplomático retirado, pero conserva exquisitas relaciones en el Ministerio de Exteriores y suele tener excelente información sobre los pasos que da el ministro Ribbentrop.
—¿Cuándo podré verte?
—Quizá dentro de un par o tres días. Mañana tengo que recibir órdenes sobre mi destino inmediato. Puede que me envíen a Polonia o a cualquier otro lugar, no lo sé, aunque preferiría quedarme en Berlín, al menos por ahora. Pero eso no depende de mí. Te avisaré a través del doctor Schatzhauser, podemos vernos en su casa. Por cierto, ¿dónde te alojas?
—En casa de herr Helmut Keller.
Amelia le dio un teléfono y una dirección que Max memorizó. Sabía que Ludovica solía curiosear en los bolsillos de sus chaquetas y pantalones.
El 22 de junio Francia firmó un armisticio con Alemania y dos días más tarde con Italia. Hitler visitó París el 23 de junio y quedó prendado del edificio de la Ópera y del Panteón de los Inválidos, donde reposan los restos de Napoleón.
Amelia convirtió en rutina sus visitas en casa del profesor Schatzhauser, quien organizaba habitualmente reuniones a las que asistían distintos miembros del pequeño grupo opositor, a los que escuchaba atentamente. Muchos de ellos eran personas de cierta relevancia social, bien situados en lugares estratégicos de la Administración, de manera que tenían acceso a informaciones que, aunque no eran relevantes, a Amelia le servían para explicar a Londres los preparativos para la nueva fase de la guerra. Fue en una de esas reuniones donde Amelia volvió a encontrarse con Manfred Kasten, el viejo diplomático que aborrecía con todas sus fuerzas a Hitler.
En aquella ocasión no eran muchos los que participaban en la reunión. Además del profesor Schatzhauser, asistían dos colegas de la universidad, un diplomático suizo, el padre Müller, el pastor Ludwig Schmidt, un funcionario del Ministerio de Agricultura y otro del de Exteriores, amén de Max von Schumann y su ayudante, el capitán Henke.
Manfred Kasten comentó que un amigo bien relacionado con el partido le había dicho que se estaba trabajando en un plan que consistía en desplazar a los judíos a un territorio fuera de Europa.
—Pero ¿con qué fin? —preguntó el doctor Schatzhauser.
—Amigo mío, Hitler y sus secuaces dicen que los judíos son los peores enemigos de la raza aria y del Reich. La Oficina Principal para la Seguridad del Reich, creada por Himmler y su acólito Reinhard Heydrich no es ajena a la ocurrencia descabellada de deportar a miles de judíos fuera de Alemania como parte de la solución para deshacerse de todos ellos, y no sólo los alemanes, sino también los polacos y cuantos haya en los países ocupados por la Wehrmacht.
—¿Dónde piensan enviarlos? —preguntó Max, alarmado.
—Se les ha ocurrido la peregrina idea de deportarlos a algún país africano.
—¡Están locos! —exclamó el padre Müller.
—Mucho peor, los locos no son tan peligrosos —sentenció el pastor Ludwig Schmidt.
—Pero ¿pueden hacerlo? —insistió Amelia.
—Están estudiando cómo hacerlo. Dentro de unos días asistiré a una cena en casa del embajador japonés, allí me encontraré con un amigo que quizá pueda darme más detalles de la operación.
—Creo que tenemos algún asunto más que tratar, ¿no es así, Max? —dijo el profesor Schatzhauser.
—Os quiero anunciar que me han encargado supervisar las condiciones sanitarias de nuestro Ejército allá donde se vaya desplazando. De manera que comenzaré a viajar de un lado a otro, pero esté donde esté, continuaré con vosotros, sabéis que podéis contar conmigo para cuanto sea necesario —anunció Von Schumann.
—¿Estarás fuera mucho tiempo? —Quiso saber Manfred Kasten.
—Serán estancias con una duración indeterminada. Tengo que inspeccionar a las tropas, comprobar la intendencia médica y escribir informes sobre las carencias médicas en el campo de batalla. Tengo la impresión de que mis superiores quieren tenerme ocupado.
—¿Crees que sospechan algo? —preguntó alarmado el profesor Schatzhauser.
—Espero que no. Supongo que no les gusta mi escaso entusiasmo ante lo que está pasando. Me toleran por ser quien soy y por pertenecer a una vieja familia de soldados, y porque saben que nunca traicionaré ni a Alemania ni al Ejército.
—Procura disimular tus sentimientos, no arreglas nada mostrando lo que de verdad piensas, incluso nos pondrías en peligro a todos nosotros —pidió el pastor Schmidt.
—No se preocupe, lo hago. Sé que camino sobre arenas movedizas, aunque hay momentos en los que me cuesta disimular el desprecio que siento por algunos jefes militares, grandes soldados que sin embargo parecen adolescentes asustados ante el Führer —añadió Max.
—No los juzgues con dureza, ¿quién no quiere sobrevivir en estos días en los que el poder de la Gestapo no tiene límites y convierte en sospechoso a cualquiera? —concluyó Kasten.
Unos días más tarde, Amelia recibió un aviso del profesor Schatzhauser para invitarla a tomar el té. Cuando llegó a la casa del profesor, Amelia se encontró a Manfred Kasten.
—Le estaba contando al profesor que, como les anuncié, he asistido a una cena en casa del embajador de Japón y allí me he encontrado con un amigo que precisamente está trabajando en ese plan descabellado para deportar a los judíos fuera de Europa. El plan está siendo supervisado por el mismísimo Heinrich Himmler.
—¿Dónde los llevarán? —se interesó Amelia.
—A Madagascar. Eso es lo que me asegura este amigo. Al parecer, pretenden llevar allí a todos los judíos europeos.
—¿Tienen una fecha para hacerlo?
—Aún no, están estudiando la logística. No es fácil desplazar a cientos de miles de personas desde Europa hasta el sur de África, hacen falta medios.
—¿Y qué harían con los judíos en Madagascar? —preguntó el profesor Schatzhauser.
—Tenerles en campos de trabajo. En realidad quieren convertir aquella isla en una gran prisión. Mi amigo cree que el plan es descabellado pero me asegura que Hitler en persona ha dado su bendición y ha conminado para resolver cuanto antes los problemas logísticos de la operación.
—¡Pero necesitarán cientos de barcos para trasladar a tantos judíos! —afirmó Amelia, que no salía de su asombro—. No les será fácil —prosiguió—, Alemania no tiene el dominio del mar.
—Eso es evidente, y lo que están tratando es de desarrollar el plan con el menor riesgo y coste. Dígame, ¿informará a Londres?
Durante unos segundos Amelia guardó silencio. Las órdenes del comandante Murray habían sido claras: no debía confiar a nadie su misión en Berlín. Reiteradamente le había asegurado al profesor Schatzhauser, y también a Max, que nada tenía que ver con los británicos, pero se daba cuenta de que el profesor confiaba en que ella no les estuviera diciendo la verdad.
—Siento defraudarle, herr Kasten, pero no trabajo para los británicos —aseguró con convicción.
—Pero Max nos ha dicho que su amigo Albert James está bien relacionado con el Almirantazgo —afirmó el profesor Schatzhauser.
—Así es, pero es una relación familiar, y yo… bueno, intentaré que Albert se entere de lo que me han contado, él sabrá qué hacer…
Amelia solía aprovechar la noche para escribir a su inexistente amiga española las cartas codificadas. Después de cenar con los Keller, escuchaban la radio, que emitía la propaganda del régimen, y luego se retiraba a su habitación. Llevaba ya dos meses en Berlín, y aunque los Keller parecían encantados de tenerla como huésped, notaba que les extrañaba su presencia, de manera que una tarde en que se encontraban solas, confesó a Greta que si había regresado a Berlín era para poner distancia con su amante, Albert James. No tuvo ningún reparo en explicar que los padres de Albert se oponían a la relación, y que ella estaba dispuesta a sacrificarse con tal de que él fuera feliz.
—Conmigo no tiene futuro, ya sabe que estoy casada.
Greta Keller la consolaba y le aseguraba que estaba segura de que Albert iría a buscarla.
Para dar verosimilitud a su estancia, se había matriculado en una escuela de idiomas adonde acudía a diario a perfeccionar su alemán. El resto del tiempo lo pasaba en casa del profesor Schatzhauser, además de visitar al padre Müller, con quien había ido consolidando una buena amistad.
El padre Müller no era mucho mayor que Amelia, y el hecho de que ésta hubiera ayudado a Rajel había establecido entre ellos un vínculo especial. A veces discutían sobre la posición de la Iglesia respecto al nazismo. Amelia criticaba al Papa por no oponerse abiertamente a Hitler, mientras que el sacerdote intentaba convencerla de que si Pío XII decidiera enfrentarse públicamente al Führer pondría en peligro a los católicos alemanes y a los de todos aquellos países en los que, decía él, se había establecido la ocupación alemana.
—Tú misma estás haciéndote pasar por una chica despreocupada cuando en realidad estás aquí por otros motivos —la provocaba.
—¿Qué motivos? Sólo pretendo perfeccionar mi alemán ahora que parece que los alemanes nos vais a dominar a todos, y no habrá más remedio que conocer bien vuestro idioma —bromeaba ella.
Muchas tardes Amelia acudía a la parroquia donde el padre Müller decía misa. El sacerdote ayudaba a un jesuita entrado en años y enfermo pero que se resistía a abandonar a sus feligreses en aquellos momentos de gran tribulación. El viejo sacerdote no era tan osado como el padre Müller y aparentaba no saber nada de las reuniones conspiratorias del joven sacerdote, aunque en realidad aprobaba su actitud. Tampoco ponía objeción a la amistad cada día más sólida entre el padre Müller y el pastor Ludwig Schmidt; achacaba al pastor la cada vez más apasionada politización del joven, aunque bien sabía que lo que había impulsado al padre Müller a tomar partido contra Hitler había sido la situación de aquella familia judía a la que tan unido se sentía. Rajel había sido como una hermana para él y para Hanna. Tanto Irene, la madre del padre Müller, como Hanna no habían dudado en ocultarla en su casa. Un día le dijo que Rajel estaba a salvo; no le explicó cómo, ni tampoco él había preguntado. Ahora observaba cómo el padre Müller pasaba cada vez más tiempo con la joven española y se preguntaba en qué estarían metidos ambos, pero no les preguntaba, prefería ignorarlo. El viejo sacerdote se decía que lo mejor era no saber demasiado acerca de las actividades de su ayudante.
Amelia solía acudir a casa del padre Müller a escuchar las emisiones de la BBC. Siempre era bien recibida por Irene, y por Hanna. Ambas mujeres simpatizaban con la española y le estaban agradecidas por haber salvado a Rajel.
Fue el 10 de julio, en casa del padre Müller, donde Amelia conoció la noticia de la decisión del gobierno colaboracionista de Pétain de romper relaciones con Inglaterra. La Asamblea de Vichy había otorgado plenos poderes al mariscal de Francia. Y esto sucedía tan sólo unos días después de que el puerto de Dover hubiera sido bombardeado.
Amelia volvió a ver al almirante Canaris y al coronel Oster en otro par de ocasiones en actos sociales a los que acompañó al profesor Schatzhauser, el último de ellos a mediados de agosto en casa de Max, ya que Ludovica había organizado una cena de despedida a su marido antes de marchar a Polonia.
Ludovica había invitado además de a Goering y a Himmler, a todo aquél que era alguien en Berlín, y a regañadientes aceptó invitar a los amigos que su marido insistió en que invitara.
Aquella noche, Manfred Kasten se acercó a Amelia muy sonriente.
—Querida, me he enterado de algunos detalles de la «Operación Madagascar», sólo falta que el Führer dé su aprobación final. Quizá pueda usted visitarnos a mi esposa y a mí mañana para tomar el té.
Amelia aceptó de inmediato. Era una información que esperaban en Londres, no tanto porque les pudiera preocupar la suerte de los judíos, como porque un plan de tanta envergadura comprometía la movilización de grandes recursos y el control y dominio de las rutas marítimas del océano Atlántico, unas aguas hasta la fecha dominadas por los británicos. Precisamente Winston Churchill intentaba convencer a Estados Unidos de que si Inglaterra era derrotada por Hitler, el dominio del Atlántico pasaría a manos de Alemania. De manera que la información sobre dicha operación podía servir a la Inteligencia británica para calibrar hasta dónde podía llegar el poder marítimo de Alemania.
Pese a la incomodidad que ambos sentían por las miradas inquisitivas de Ludovica, Max también aprovechó para despedirse de Amelia.
—Me hubiera gustado verte a solas, pero me ha sido imposible, mis obligaciones militares y familiares me lo han impedido.
—Lo sé, no te preocupes. Supongo que cuando regreses aún estaré aquí. ¿Sabes dónde te destinan exactamente?
—En principio iré a Varsovia, pero he de visitar a nuestras tropas desplegadas por todo el país, de manera que estaré moviéndome de un lado a otro.
—¿El capitán Henke te acompaña?
—Sí, y supondrá un alivio. Hans es oficial de intendencia, y es quien debe tramitar mis órdenes sobre las necesidades médicas en el frente.
—Al menos estarás con un amigo.
—No imaginas lo difícil que es poder confiar en alguien. En el Ejército hay algunos oficiales más que piensan como nosotros, pero no se atreven a dar ningún paso. Ya saben de lo que son capaces de hacer los nazis contra quienes se inmiscuyen en sus planes; temen que les pueda suceder lo que a Walter von Frisch, jefe del Ejército, al que Goering, a través de la Gestapo, acusó de homosexualidad. O al mariscal Blomberg, que fue obligado a dimitir como ministro de la Guerra tras presionarle a cuenta del pasado de su esposa. Tampoco son ningún secreto las opiniones de Ludwig Beck; fue nuestro Jefe de Estado Mayor hasta hace un par de años, cuando dimitió por discrepancias con el Führer. Hay generales como Witzleben y Stülpangel que en el pasado han apoyado a Beck. También empiezan a surgir enfrentamientos entre algunos mandos del Ejército y la jefatura de las SS, cuya influencia va en aumento. Parece que durante la campaña de Polonia han surgido algunas discrepancias entre el general Blaskovitz y las SS. Tanto el general Von Tresckow como Von Schlabrendorff están preocupados por la actual deriva de la política alemana.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Porque creo que puedo confiar en ti y me importa lo que opines; no quiero que creas que en Alemania todos somos nazis: hay gente a la que le repugna lo que el nazismo significa, y sobre todo no quieren otra guerra europea.
—¿Tan difícil es derrocar a Hitler?
—Ésa es una acción que no se puede improvisar. Quizá cuando termine la guerra…
—A lo mejor es demasiado tarde…
—Nunca será tarde para volver a convertir a Alemania en una democracia, devolverle sus instituciones. Estamos contra Hitler, pero nunca traicionaremos a nuestro país. ¿Sigues en contacto con lord Paul James?
—Sabes que sólo le he visto en un par de ocasiones acompañando a Albert, que es su sobrino.
—Me preocupa que Londres vea a Alemania como un bloque compacto alrededor de Hitler, no es así. Somos muchos los que estamos dispuestos a dar nuestra vida para acabar con esta pesadilla.
Ludovica se acercó a ellos seguida por un camarero que llevaba una bandeja con copas de champán.
—Querido, ¿no te gustaría que brindáramos con Amelia por un nuevo encuentro en Berlín? —El tono de voz de Ludovica estaba repleto de ironía y su mirada llena de ira.
—Una excelente idea —respondió Max—, brindemos porque volvamos a estar juntos tan alegres como hoy.
Max ofreció una copa a Amelia y secundaron el brindis de Ludovica. Luego Max hizo caso de la petición de su esposa, que le reclamó para que atendiera a sus invitados.
Aquella noche Amelia no pudo dormir. Debía regresar a Londres e intentar hablar personalmente con lord Paul James, pero ¿querría recibirla? Sabía que a quien debía informar era a su jefe, el comandante Murray, pero Max le había preguntado expresamente por lord James. Sólo tenía una manera de acercarse a él: a través de Albert. Sí, tendría que pedirle que organizara algún encuentro social con su tío antes de que ella se presentara en las oficinas del Almirantazgo para ponerse a las órdenes del comandante Murray. No sería fácil convencer a Albert, pero esperaba poder hacerlo. Claro que antes necesitaba el permiso de Murray para regresar a Londres, y tendría que convencerle de que lo que tenía que transmitir era tan importante como para dejar Berlín.
Se levantó temprano y encontró a herr Helmut preparando el desayuno para Greta.
—Tengo que salir. ¿Querrá usted terminar de preparar el té y llevárselo a mi esposa a la cama? Sé que es mucho pedir, pero ¿podría ayudarla a levantarse y acomodarla en el sillón que está junto a la ventana? Parece que se encuentra un poco mejor.
—Váyase tranquilo, herr Helmut, que yo cuidaré de Greta.
—¿No tiene que ir a clase?
—Sí, pero tengo tiempo de sobra.
Por la tarde Amelia acudió a casa de Manfred Kasten. Fue su esposa Helga quien abrió la puerta y la condujo al despacho de su marido. El viejo diplomático la aguardaba impaciente; la invitó a sentarse y le entregó una carpeta que contenía información sobre el plan de Madagascar. Amelia leyó ávidamente sin decir palabra, aunque su rostro reflejaba el asombro que le producía lo descabellado de la operación.
—¿Puedo llevarme estos papeles?
—Sería peligroso. La Gestapo tiene ojos y oídos en todas partes y es posible que sepa más de nuestro grupo de lo que imaginamos. Desconfía de todo el mundo. Es mejor que estos documentos no salgan de aquí, por su propia seguridad y la nuestra.
Amelia se enfrascó de nuevo en la lectura de aquellos documentos intentando memorizar los pormenores. El redactor de aquel plan había precisado el número de barcos que se necesitarían para trasladar a todos los judíos de Alemania a Madagascar y también los buques de apoyo necesarios para llevar a buen término la operación. Amén del número de barcos estimados para llevar a cabo la deportación, el documento especificaba la situación de la flota mercante del Reich. La información podía ser fundamental para el Almirantazgo, de manera que Amelia se reafirmó en su decisión de regresar de inmediato a Londres.
—Le agradezco su confianza, herr Kasten —dijo al terminar de leer los papeles.
—Soy cristiano, Amelia, y me considero un buen alemán al que le repugna lo que algunos hombres están haciendo con mi país. ¡Deportar a los judíos! ¡Confinarles en una isla como si fueran apestados!
Ya era tarde cuando Amelia regresó a casa de los Keller. Greta estaba dormida y su marido estaba en la cocina, revisando unos libros de contabilidad.
Amelia le explicó que pensaba regresar a casa.
—¿Ha sucedido algo? —se interesó el hombre.
—No, pero ya sabe que mi hermana Antonietta está enferma, y no quiero pasar demasiado tiempo alejada de ella. Pero volveré, herr Helmut y si usted me hace la bondad de continuar alquilándome la habitación, le estaré muy agradecida. Creo que puedo encontrar trabajo en Berlín, he conocido a algunas personas que necesitan a alguien que hable bien español. Ya sabe de la colaboración de Hitler y Franco, nuestros dos países son aliados…
Helmut Keller asintió. Nunca había hablado de política con Amelia; los dos habían evitado cualquier referencia sobre lo que pasaba. A él le sorprendía que Amelia no hiciera ninguna alusión sobre el nazismo, y más teniendo en cuenta que su padre había perdido su fortuna a causa del nuevo régimen, pero tampoco se atrevía a declarar delante de la muchacha su odio al Führer, porque bien sabía que las ideas de los padres no las heredan los hijos. Su propio hijo, Frank, parecía estar contento en el Ejército; decía que Hitler estaba devolviendo su grandeza a Alemania. Al principio discutían, y después padre e hijo evitaron hablar de política para no disgustar a Greta, que sufría al verles pelear.
Los siguientes días Amelia los dedicó a despedirse del profesor Karl Schatzhauser, del padre Müller y de otros miembros de aquella célula de oposición. Les aseguró que regresaría en breve. También tomó una decisión: se confesaría con el padre Müller y en esa confesión incluiría su colaboración con los británicos.
—Eso no es pecado —le reprochó él.
—Lo sé, pero necesito asegurarme de que no compartirás esta información con nadie.
—No puedo hacerlo, estoy obligado por el secreto de confesión —respondió él, con fastidio—. ¿Dime por qué me lo has confesado?
—Porque necesito ayuda, además de confiar en alguien.
Al día siguiente fue a visitar al sacerdote a su casa. Le adiestró para que encriptara en clave cualquier información que pudiera tener relevancia y le pidió que, una vez encriptada la información y convertida en una vulgar e insulsa carta, la enviara a la misma dirección en Madrid adonde ella enviaba sus propias cartas.
—Con esta clave, cualquiera que lea tus cartas pensará que escribes a una vieja amiga.
—¿Y no deberías instruir a alguien más por si a mí me sucediera algo? —preguntó con preocupación el padre Müller.
—No te va a pasar nada, y además no es conveniente que todos conozcan este sistema de cifrar mensajes. No olvides que las cartas llegarán a Madrid, donde hay numerosos espías alemanes. Podríamos poner en peligro a la persona que recibe las misivas.
Fue el padre Müller quien acompañó a Amelia a la estación y la ayudó a acomodarse en su compartimento, que para alivio de ambos estaba ocupado por una mujer con tres niños pequeños.
—¿Cuándo volverás? —Quiso saber el sacerdote.
—No depende de mí… Si por mí fuera, muy pronto: creo que puedo ser útil en Berlín.
El destino de Amelia no fue Madrid, sino Lisboa, desde donde podía llegar a Londres. Sabía que la capital británica estaba sufriendo los bombardeos alemanes, y que se estaban produciendo grandes pérdidas materiales y humanas, y ansiaba con volver a encontrarse con Albert y comprobar que estaba bien.
En Lisboa se instaló en un pequeño hotel situado cerca del puerto. La elección no era caprichosa. El comandante Murray le había dado aquella dirección tras asegurarle que si necesitaba ayuda o quería ponerse en contacto con él, el dueño del hotel sabría cómo contactar con las personas adecuadas.
El hotel Oriente era pequeño y limpio, y su dueño resultó ser un británico, John Brown, que estaba casado con una portuguesa, doña Mencia. Amelia pensó que ambos debían de trabajar para el Servicio Secreto británico.
Les dijo que quería viajar a Londres, y les preguntó la mejor manera de hacerlo. Pronunció la contraseña que le había proporcionado Murray: «Tengo asuntos que resolver, pero sobre todo añoro la niebla».
John Brown asintió sin decir palabra, y unas horas después mandó a su esposa al cuarto de Amelia para informarle de que un barco pesquero la llevaría hasta Inglaterra. Dejó Portugal dos días después de que Léon Trotski fuera asesinado en México. Había escuchado la noticia por la BBC y recordó el viaje que no hacía tanto tiempo había realizado junto a Albert. Recordaba bien a Trotski, su mirada inquisitiva, sus ademanes desconfiados, en definitiva, su temor a ser asesinado.
Y se estremeció pensando cuán largo era el brazo de Moscú, y cómo ella parecía haberse zafado de aquel peligro.