6

Amelia no terminaba de sentirse cómoda en Londres. Notaba la hostilidad del ambiente como un reflejo de la hostilidad de la familia y los amigos de Albert que estaban informados de que éste vivía con una mujer casada, motivo de escándalo en la muy puritana alta sociedad británica.

Albert se encontró con que sus padres regresaban a Nueva York, por lo que le pidió a su padre que intercediera ante el gobernador de la ciudad para que ayudara a Rajel. Ernest James adoraba a su hijo y era incapaz de negarle nada, además era un furibundo antinazi, de manera que se comprometió a ayudar a la muchacha.

—No te preocupes, conseguiremos que esa joven entre en Estados Unidos. Ahora que estamos solos… en fin… me gustaría hablar contigo. Tu madre está muy preocupada, ya sabes que pensaba que tú y lady Mary… En fin…

—Lo sé, padre, sé que a mi madre y a ti os gustaría que me casara con Mary Brian, y siento no poder complaceros.

—Entonces, ¿tu decisión es definitiva?

—Os presenté a Amelia y sabes que estoy enamorado de ella.

—Es una joven muy bella e inteligente, pero está casada y bien sabes que vuestra relación no tiene futuro.

—Tiene el futuro que ambos queramos que tenga. Vosotros sois irlandeses y estáis más apegados a las normas y a la tradición.

—Tú también eres irlandés, aunque hayas nacido en Nueva York.

—Y allí me he educado como un norteamericano, que es como me siento. Respeto las tradiciones, procuro mantenerme dentro de las normas, pero no las sacralizo. Me he enamorado de Amelia y vivo con ella, de manera que es mejor que mamá ceje en su empeño de querer casarme con Mary.

—No podréis tener hijos.

—Espero que algún día haya una solución para nuestra situación. Mientras tanto, padre, me gustaría pedirte que me comprendas, y si no puedes comprenderme al menos que respetes mi decisión. Quiero a Amelia y te pido que la aceptéis en la familia como si de mi esposa se tratara.

—¡Tu madre no quiere saber nada de ella!

—Entonces tampoco sabrá nada de mí.

—¡Por favor, hijo, recapacita!

—¿Crees que no he pensado ya en lo que supone vivir con Amelia? Sí, claro que lo he hecho, y también te digo que no permitiré que nadie la abochorne ni la haga de menos. Ni siquiera mamá.

Lord Paul James organizó una cena de despedida a su hermano Ernest y a su esposa Eugenie, a la que invitó a Albert y a Amelia. La madre de Albert alegó una fuerte jaqueca que le imposibilitaba asistir a la cena, además adujo la inminente partida hacia Nueva York. Eugenie encontraba fuera de lugar la velada.

Albert y Amelia se presentaron en casa de su tío a las seis en punto, tal y como rezaba la tarjeta de invitación. Paul James había congregado en su casa a una docena de invitados y a todos les sorprendió la manera deferente como trataba a Amelia, que para la puritana sociedad de entonces no pasaba de ser la amante de su sobrino. Incluso produjo cierto revuelo el atrevimiento de Amelia cuando reprochó que Gran Bretaña y las potencias europeas se habían lavado las manos en la guerra española.

No fue hasta que todos sus invitados se hubieron marchado cuando Paul James pidió a su sobrino y a Amelia que se quedaran a compartir un oporto en la biblioteca.

Albert susurró al oído de Amelia: «Ahora es cuando nos pasará la factura por haber ayudado a Rajel».

—Estoy muy impresionado por vuestra peripecia para salvar a esa joven judía, Rajel Weiss —les dijo nada más servirles una copa del empurpurado vino portugués.

—Sí, fue algo complicado, pero tuvimos suerte —respondió Albert.

—¿Suerte? Yo diría que demostrasteis inteligencia y sentido de la improvisación. Os felicito a los dos.

Mientras observaba a Amelia de reojo, lord James carraspeó antes de continuar. La muchacha parecía tranquila, segura de sí misma, sin dejar entrever su agitación interior.

—Bien, estamos en guerra y las guerras se sabe cómo empiezan pero no cómo ni cuándo acaban. El enemigo es fuerte y será él o nosotros. Cuando hablo de nosotros me refiero a la Europa de la razón, la de los valores con los que hemos crecido y creído. Y en esta guerra no hay lugar para los neutrales. Lo siento por ti, Albert.

—Precisamente quería hablarte de algunas personas que he conocido en Berlín. Me comprometí con ellas a defender su causa en Inglaterra, de manera que lo haré ante ti. Tu amigo el barón Max von Schumann pertenece a un grupo de oposición a Hitler.

—Eso ya lo sé, ¿qué crees que hacía aquí este verano? Nos pidió ayuda para derrocar a Hitler, una ayuda que en aquel momento no podíamos prestarle.

—Pues os habéis equivocado.

—Sí, hay quien se ha equivocado pensando que no habría guerra, que Hitler no se iba a atrever a invadir Polonia, a dar los pasos que está dando. Yo siempre he pensado que lo haría, pero mis superiores opinaban lo contrario. Aun así, el grupo del barón Von Schumann es… bueno, gente de aquí y de allá, sin organizar, no estoy seguro de que sea un grupo de oposición eficaz, con capacidad de hacer algo más que reunirse para lamentar que Hitler se haya convertido en el amo de Alemania.

—Te equivocas, tío. Verás, además de los comunistas y de los socialistas no creo que haya muchos grupos de oposición organizados contra Hitler. Y los comunistas, aunque perseguidos en Alemania, se encuentran con que su jefe, Stalin, ha pactado con Hitler. Los socialistas no tienen fuerza por sí solos para derrocar el régimen. En mi opinión habría que convencer a todos los grupos de oposición para que trabajaran coordinadamente. El jefe del grupo de Max von Schumann es el profesor Karl Schatzhauser, que además de ser un médico prestigioso, también es un respetado profesor universitario. Creo que deberías tenerle en cuenta.

—¿Te has comprometido a algo?

—Sólo a transmitiros su petición de ayuda y a dar mi opinión de que son merecedores de ella.

—Bien, tendré en cuenta lo que me dices, aunque sólo puedo prometerte que lo comunicaré a mis superiores. Ahora quería hablaros de otro asunto… es un tema delicado y espero contar en cualquier caso con vuestra discreción.

Tanto Amelia como Albert le aseguraron que así sería.

—Las guerras no se ganan sólo en el frente, necesitamos información y ésta hay que recogerla detrás de las líneas enemigas, para lo cual son necesarios hombres y mujeres valientes. Mi departamento en el Almirantazgo va a preparar a algunos hombres y mujeres para que lleven a cabo esa labor, civiles todos ellos y con unas cualidades específicas, como las que usted tiene, Amelia.

—¡Tío Paul, qué pretendes! —le interrumpió Albert.

—Sólo saber si estáis dispuestos a colaborar para que esta guerra termine cuanto antes.

—Soy periodista y mi única manera de colaborar contra la guerra es contándole a la gente lo que sucede.

—Ya te lo he dicho, Albert, en esta ocasión no podrás ser neutral. Por más que la política de Chamberlain ha sido la de contemporizar con Hitler, nos hemos visto abocados a la guerra. Desgraciadamente Hitler no se va a conformar con Polonia, sin olvidarnos de que los soviéticos, como supongo sabes, han decidido quedarse con Finlandia. Me temo que aún no sabemos realmente la dimensión que va a alcanzar esta guerra, pero mi obligación es suministrar a mis superiores información para que tomen las decisiones adecuadas. Tras la declaración de guerra hemos tenido que abandonar Alemania, pero necesitamos ojos y oídos allí.

—Y si no me equivoco, pretendes invitarnos a formar parte de esos grupos que estás organizando.

—Sí, así es. Tú eres estadounidense y puedes ir por todas partes sin despertar sospechas, y la señorita Garayoa es española. Su país es aliado de Hitler, y con su pasaporte puede viajar por Alemania sin despertar sospechas. Antes me hablabas del barón Von Schumann, cuyo papel como integrante de la oposición no me interesa tanto como el hecho de que es un militar de alta graduación bien considerado en el Ejército. Tiene acceso a información que puede sernos vital.

—Max von Schumann nunca traicionará a Alemania. Sólo quiere acabar con Hitler —terció Amelia.

—Pero eso, querida señora, no lo podrá hacer sin romper unos cuantos platos. Me temo que en estas circunstancias todos terminaremos haciendo lo que no nos gusta.

—Lo siento, tío Paul, no puedo ayudarte —declaró Albert.

Paul James miró a su sobrino con disgusto. Esperaba que la guerra le hubiera abierto los ojos pero Albert continuaba teniendo un sentido romántico del periodismo.

—Dígame, lord James, si Gran Bretaña gana la guerra a Alemania ¿qué efecto tendrá en el resto de Europa? —preguntó Amelia.

—No entiendo…

—Quiero saber si el fin de Hitler puede suponer que las potencias europeas decidan restablecer la democracia en España. Quiero saber si van a seguir apoyando y reconociendo a Franco.

A lord James le sorprendió la pregunta de Amelia. Era evidente que la joven sólo colaboraría si creía que eso podía beneficiar a España, de manera que se tomó unos segundos mientras buscaba las palabras adecuadas para responder a Amelia.

—No puedo asegurarle nada. Pero una Europa sin Hitler sería diferente. La posición del Duce no sería la misma en Italia, y en cuanto a España… es evidente que para Franco supondría un duro revés no contar con el apoyo germano. Su posición sería más débil.

—Bien, si es así, creo que estaría dispuesta a colaborar contra Hitler.

—¡Estupendo! Una decisión muy atinada, querida Amelia.

—¡Pero Amelia, no puedes hacerlo! Tío, no debes engañarla…

—¿Engañar? No lo hago, Albert, no lo hago. Amelia ha hecho una ecuación y el resultado puede ser el que anhela. No se lo puedo garantizar, pero si ganamos esta guerra habrá consecuencias inmediatas en la política europea, naturalmente también en España.

—Para mí es suficiente que haya una sola posibilidad. ¿Qué quiere que haga? —dijo Amelia.

—¡Oh! Por lo pronto prepararse. Necesita entrenamiento y seguramente reforzar las lenguas que habla. ¿Cuáles son? ¿Ruso, francés, alemán?

—Hablo francés igual que español; en alemán no tengo problemas, incluso dicen que mi acento es bastante bueno; en cuanto al ruso, la verdad es que sólo me defiendo. Tengo cierta facilidad con los idiomas.

—¡Perfecto!, ¡perfecto! Trabajará sus conocimientos de ruso y pulirá aún más su alemán. Además aprenderá a enviar y descifrar mensajes y también algunas técnicas imprescindibles en el negocio de la información.

—Amelia, te pido que reconsideres el compromiso que estás adquiriendo. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Y tú, tío Paul, no tienes derecho a embaucar a Amelia y a ponerla en peligro por una causa que no es la suya. Los dos sabemos que España no es una prioridad para la política exterior de Gran Bretaña, incluso Franco os molesta menos en el poder que si hubiera un gobierno comunista. No permitiré que engañes a Amelia.

—¡Por favor, Albert! ¿Crees que la estoy engañando? No lo haría aunque sólo fuera por ti. Alemania se ha convertido en un gran peligro para todos, tenemos que ganar esta guerra. Yo no he dicho que si ganamos eso signifique la caída de Franco, sólo que sin Hitler las cosas no serán igual. Amelia es inteligente, sabe lo que da de sí la política.

—Es una apuesta, Albert, en la que en mi caso a lo mejor hay algo que ganar y nada que perder; ya lo he perdido todo —les interrumpió Amelia.

—Si trabajas para el tío Paul vivirás en un submundo del que no podrás escapar.

—No quiero tomar esta decisión sabiéndote en contra. Ayúdame. Albert, entiende por qué he dicho que sí.

Cuando se marcharon, lord James se tomó otro oporto. Estaba contento. Sabía que Amelia Garayoa era un diamante a la espera de pulir. Llevaba demasiado tiempo en la Inteligencia para saber quién tenía potencial para convertirse en un buen agente, y estaba seguro de las cualidades de aquella joven de frágil y delicada apariencia.

Aquella noche lord James durmió de un tirón pero Amelia y Albert la pasaron en vela, discutiendo.

A las siete de la mañana del día siguiente un coche del Almirantazgo pasó a recoger a Amelia.

Lord James llevaba uniforme de marino y pareció alegrarse al verla.

—Pase, pase, Amelia. Me satisface que no haya cambiado de opinión.

—Usted piensa en Inglaterra y yo en España, espero que podamos conciliar nuestros intereses —respondió ella.

—Desde luego, querida, también es mi deseo. Ahora le presentaré a la persona que se encargará de su instrucción, el comandante Murray. Él la pondrá al tanto de todo. Antes debe firmar un documento comprometiéndose a una total confidencialidad. También fijaremos sus honorarios, porque esto es un trabajo.

El comandante Murray resultó ser un cuarentón afable que no ocultó su sorpresa al ver a Amelia.

—Pero ¿cuántos años tiene usted?

—Veintidós.

—¡Si es una niña! ¿Lord James sabe su edad? ¡No podemos ganar la guerra con niños! —protestó.

—No soy una niña, se lo aseguro.

—Tengo una hija de quince años y un hijo de doce, casi tienen su edad —respondió él.

—No se preocupe por mí, comandante, estoy segura de que podré hacer lo que me pidan.

—El grupo que está a mi cargo está formado por hombres y mujeres de más edad, el que menos tiene treinta años, no sé qué voy a hacer con usted.

—Enseñarme todo lo que yo sea capaz de aprender.

Murray le presentó al resto del grupo: cuatro hombres y una mujer, todos británicos.

—Todos ustedes comparten una misma cualidad: el conocimiento de idiomas —les dijo Murray.

Dorothy, la otra mujer del grupo, había sido maestra hasta su reclutamiento. Morena, no muy alta, rondaba los cuarenta, tenía una sonrisa franca y abierta y enseguida simpatizó con Amelia.

Del resto de los integrantes, Scott era el más joven, tenía treinta años, Anthony y John pasaban de los cuarenta.

El comandante Murray les explicó el programa de entrenamiento.

—Aprenderán cosas en común y otras específicas en función de sus cualidades. Se trata de sacar lo mejor de ustedes mismos.

El comandante Murray les fue presentando a sus instructores y a la hora de comer los despidió, citándolos para el día siguiente a las siete en punto.

—Váyanse y descansen, lo van a necesitar.

—¿Quieres que tomemos una taza de té? —propuso Dorothy a Amelia.

Amelia aceptó complacida. Deseaba regresar para hablar con Albert pero temía volver a discutir con él.

Dorothy resultó ser una persona muy agradable. Le contó a Amelia que era de Manchester pero que había estado casada con un alemán, de manera que hablaba con fluidez el idioma.

—Vivíamos en Stuttgart, pero mi marido murió hace cinco años de un ataque al corazón y decidí regresar a Inglaterra. Nada me ataba allí, porque no tuvimos hijos. No puedes imaginar cómo le echo de menos, pero así es la vida. Al menos creo estar haciendo lo que a él le hubiera gustado, no soportaba a Hitler.

También le puso al tanto de quiénes eran los integrantes del grupo.

—Scott está soltero, es hijo de un diplomático y nació en la India, aunque naturalmente es británico. Creció en Berlín porque su padre estuvo destinado allí. Ha estudiado lenguas clásicas en Oxford, ya sabes, hebreo, arameo… Además domina el alemán y también el francés, creo que por relaciones familiares. Pertenece a una familia distinguida. Anthony es profesor de alemán y está casado con una judía. En cuanto a John, estuvo en el Ejército y cuando se licenció montó un negocio: una academia de idiomas. Parece que tiene una facilidad asombrosa para hablar cualquier lengua. Un tío suyo se casó con una exiliada rusa que le ha enseñado su idioma, pero además habla español, pues estuvo con las Brigadas Internacionales durante la guerra de España, donde aprendió algo de húngaro, y también habla bastante bien el alemán. John no está casado, pero al parecer sí comprometido desde hace tiempo.

Cuando Amelia regresó a casa no encontró a Albert. Le esperó impaciente. Le necesitaba, sobre todo necesitaba su aprobación. Dependía de él más de lo que ella misma admitía, y aunque sabía que su relación no tenía futuro, se decía que mientras pudiera estaría con él.

Albert llegó más tarde de lo habitual, pero parecía de mejor humor que la víspera.

—Lo he conseguido: el primer ministro me recibe mañana, tengo que preparar la entrevista. La van a publicar varios periódicos, en Estados Unidos hay mucho interés por conocer cómo va a afrontar el Reino Unido esta guerra. Y a ti, ¿cómo te ha ido el día?

—Bien, supongo que lo duro comenzará mañana. Hoy he conocido al grupo con el que voy a trabajar, parecen buenas personas.

—Nunca perdonaré al tío Paul que te haya convencido para trabajar para él. La decisión que has tomado te marcará el resto de tu vida.

—Lo sé, pero no puedo quedarme cruzada de brazos después de lo que hemos visto en Alemania.

—No es tu guerra, Amelia.

—No, no es mi guerra, me temo que va a ser la de todos.

Durante los tres meses siguientes el comandante Murray preparó a Amelia para convertirla en una agente. Recibió clases exhaustivas de alemán y ruso, aprendió a preparar explosivos, a descifrar claves y a utilizar armas. Ella y el resto del grupo comenzaban el entrenamiento a las siete de la mañana y no regresaban a casa hasta bien entrada la noche.

Albert estaba preocupado porque la veía agotada, pero sabía que nada de lo que él dijera serviría para que ella diera marcha atrás. Amelia se había convencido a sí misma de que si Hitler era derrotado, Inglaterra ayudaría a España a deshacerse de Franco.

Durante aquellos meses Amelia mantuvo contacto permanente con su casa en Madrid. Puntualmente enviaba dinero a su tío Armando para ayudar a la manutención de su hermana Antonietta.

Amelia continuaba viviendo con Albert, pero pagaba sus gastos y eso le hacía sentirse independiente y casi feliz.

Mientras tanto, y tras una inopinada y heroica resistencia de los soldados fineses, el Ejército Rojo se hizo con Finlandia, lo que trajo como consecuencia la expulsión de la Unión Soviética de la Sociedad de Naciones.

Y aunque Inglaterra y Francia estaban oficialmente en guerra con Alemania desde la invasión de Polonia no fue hasta el año siguiente, hasta 1940, cuando de verdad comenzaron las hostilidades.

—Bien, llegados a este punto quizá debería hablar usted con el mayor Hurley —me dijo lady Victoria—. Aunque aún me quedan algunas cosas que contarle, el mayor le puede informar con más precisión sobre las actividades de Amelia Garayoa en el Servicio de Inteligencia. ¡Ah, se me olvidaba! Antes le dije que Amelia continuaba manteniendo un contacto permanente con su familia y parece que les visitó en febrero de 1940. No estoy segura de ello, pero he encontrado una carta de Albert a su padre en la que le cuenta, entre otras cosas, que Amelia está en Madrid.

Me despedí de lady Victoria tras su promesa de que me volvería a recibir para seguir buceando en la vida de Amelia Garayoa.

Estaba impresionado por lo que me había contado, tanto como para pasar por alto el correo electrónico que me había enviado Pepe. Éste me anunciaba que en vista de que no daba señales de vida ni respondía a sus correos electrónicos, el director había decidido prescindir de mis colaboraciones. En otras palabras: estaba despedido. La verdad es que no me importaba, sólo sentía la bronca que, seguro, mi madre no me ahorraría en cuanto se enterara.

Pese a mi insistencia en verle cuanto antes el mayor William Hurley me citó en su casa para una semana después.

Llamé a mi madre y tal y como me temía, me trató como si fuera un adolescente descarriado. Ya estaba al tanto de que me habían despedido porque Pepe, en vista de que yo no respondía a sus correos electrónicos, había llamado a casa de mi madre para preguntarle si seguía vivo.

—No sé lo que pretendes, pero te estás equivocando. ¿A quién le importa la vida de esa buena señora? —me volvió a reprochar.

—Esa buena señora era tu abuela, así que a ti misma podría interesarte.

—¡Pero qué dices! ¿Crees que tengo el más mínimo interés en lo que hizo la tal Amelia? No es mi abuela.

—¿Cómo que no es tu abuela? ¡Lo que me faltaba por oír!

—Esa señora abandonó a su hijo, a mi padre, y desapareció. Nunca oí hablar de ella, ni nunca me interesó el porqué lo hizo. ¿En qué va a cambiar mi vida por enterarme?

—Te aseguro que la vida de tu abuela es de lo más heavy.

—Pues me alegro por ella, espero que lo pasara bien.

—¡Vamos, mamá, no te enfades!

—¿Que no me enfade? ¿Debo alegrarme por tener un hijo que es un cabeza de chorlito que en vez de tomarse en serio a sí mismo se dedica a investigar una historia familiar irrelevante?

—Te puedo asegurar que la historia de Amelia no es nada irrelevante. Debería importarte, al fin y al cabo es tu abuela.

—¡Que no me hables más de esa señora! Mira, o dejas esa investigación o a mí no me vuelvas a llamar para que te saque de apuros. Tienes edad para ganarte la vida y si no lo haces es porque no quieres, de manera que ya estás avisado. De ahora en adelante lo único que haré por ti es ponerte un plato de comida cuando vengas a visitarme, pero no vuelvas a pedirme ningún préstamo para pagar la hipoteca del apartamento, no pienso darte ni un duro.

Desde su perspectiva de madre tenía razón, pero desde la mía yo no tenía más opción que continuar adelante. No sólo me había comprometido con doña Laura y doña Melita, sino que la investigación estaba resultando como un veneno al que era incapaz de resistirme.