Tomás Jiménez resultó ser de verdad sorprendente. Con cerca de cien años, conservaba la mirada viva y una memoria extraordinaria. Vivía en Coyoacán con uno de sus hijos y su nuera, que me parecieron casi tan mayores como él. Me aseguró que tenía más de veinte nietos y una docena de bisnietos.
Había dedicado su vida a la pintura, y frecuentado a algunos amigos del grupo de Diego Rivera y Frida Kahlo, aunque no formó parte del círculo de amigos íntimos de la pareja.
La casa donde vivía don Tomás era una vieja casona solariega, con un patio interior que olía a jazmín y gozaba de la sombra de varios árboles frutales. La verdad es que quedé prendado de Coyoacán, un oasis de belleza en medio del caos de la capital mexicana.
Doña Raquel, la nuera de don Tomás, me avisó de que no debía cansarle.
—Mi suegro tiene buena salud, pero tampoco está para muchos trotes, de manera que confío en su buen juicio —me advirtió.
—De manera que es usted bisnieto de Amelia Garayoa. Guapa mujer, sí señor, muy guapa —me dijo don Tomás al verme.
—¿La conoció usted?
—Sí, por casualidad. Ella llegó a México en marzo de 1939 con un periodista gringo. Por aquel entonces yo era un trotskista que procuraba estar al tanto de cuanto sucedía alrededor de mi líder.
—¿Trató usted a Trotski?
—Un poco. Tenía miedo, Stalin había intentado matarle unas cuantas veces y desconfiaba de todos. Llegar hasta él no era fácil, y eso que aquí tenía muchos partidarios, yo entre ellos. Tiene usted que visitar la Casa Azul.
—¿La Casa Azul?
—Sí, allí vivió Trotski con su mujer, Natalia. La casa era de Frida Kahlo, ahora es un museo. Cuando su bisabuela y el periodista llegaron a México, las cosas no iban bien entre Trotski, Diego Rivera y Frida. Diego era un genio y tenía un carácter endiablado. Actuaba por impulsos y tan pronto se declaraba un trotskista convencido como discutía abiertamente con Trotski. Se enfadaron porque Diego no apoyó a Lázaro Cárdenas, al que, claro, Trotski tenía mucho que agradecer. En realidad Trotski no confiaba demasiado en Diego, le admiraba como artista pero no le veía como un político. Se enfadaron y Trotski y Natalia dejaron la Casa Azul, pero se quedaron aquí en Coyoacán, en una vivienda que hoy se ha convertido en el Museo León Trotski.
—¿Cómo conoció a Amelia Garayoa?
Don Tomás se tomó su tiempo antes de responder. Sacó un cigarro, lo encendió y aspiró el humo, después continuó su narración.
En aquel mes de marzo de 1939 unos amigos galeristas me invitaron a participar en una exposición colectiva. Como puede imaginar para mí era muy importante. A la inauguración vinieron muchos amigos, camaradas trotskistas sobre todo, y uno de ellos lo hizo acompañado de Amelia Garayoa y el periodista norteamericano Albert James. Este amigo mío, Orlando, que es mi compadre, también era periodista y dirigente del partido; formaba parte del círculo de Trotski y al parecer había sido el intermediario de James para conseguirle la entrevista.
Verá usted, a su bisabuela era imposible no verla porque era bellísima. Parecía muy frágil, casi etérea; despertó de inmediato mi curiosidad y la de mis «cuates», y eso que en este país no tenemos predilección por las mujeres flacas, pero ella parecía especial. También le diré por qué no la he olvidado y es porque tuvo el valor de reconocer que en mi pintura no había nada genial. Se puede imaginar que aquel día yo sólo recibía parabienes y elogios nada sinceros, pero su bisabuela no tuvo el menor empacho en decirme la verdad. Mi amigo Orlando nos presentó pero omitió decir que yo era el autor de aquellos cuadros que no dejaba de alabar. A mí me pareció que Amelia torcía el gesto y miraba con indiferencia las pinturas.
—¿No le gustan los cuadros? —le pregunté.
—Creo que el pintor domina la técnica del retrato, pero le falta «alma»; no, no creo que sea un genio.
Nos quedamos todos callados sin saber qué decir. Albert James miró molesto a Amelia, y el bueno de Orlando se quedó igual de desconcertado que yo.
—¡Ah, las mujeres! Ahora opinan de todo. Pues mire chiquita, Tomás es uno de los mejores aunque usted no entienda mucho de pintura —le recriminó mi compadre.
—No soy una experta en pintura, pero reconocerá conmigo que todos somos capaces de saber cuándo estamos ante una obra maestra y genial. Sin duda estos cuadros no están mal, pero no son nada especial —insistió Amelia, que parecía seguir sin enterarse de que yo era el autor de las pinturas.
Yo quedé molesto con los comentarios de la española, así que los dejé plantados y me fui a seguir escuchando alabanzas de mis otros invitados. ¡Era mi día!, y ella me lo acababa de fastidiar.
La volví a ver tres días más tarde, en casa de mi compadre Orlando, que había organizado una cena a la que nos dijo que acudiría Trotski. Yo fui deseoso de poder hablar con Trotski, pero al final no acudió. Ya le he dicho que vivía obsesionado con la seguridad porque Stalin había intentado matarle en más de una ocasión, y como sabe al final lo consiguió.
Albert James estaba eufórico. Había conseguido la entrevista con Trotski mucho antes de lo previsto.
—Pensaba que me iban a tener varios días esperando, pero ha sido llegar y hacerla. Es un personaje muy interesante, lástima que siga empeñado en defender los excesos de la revolución —dijo James.
—¿Excesos? ¿Cree que es posible derrocar un régimen sin sangre? ¿Quiere decirme cómo se libraron los norteamericanos de la Corona británica? ¿Y qué tuvo que hacer su admirado Lincoln para acabar con la esclavitud? Mi querido amigo, sin derramar sangre la historia no avanza —dije yo convencido y jaleado por mi compadre Orlando.
—En Rusia no hubo más remedio que acabar con los zaristas y con todos los elementos contrarrevolucionarios, de lo contrario habría sido imposible que los trabajadores se hicieran con el país. El problema no es la revolución, sino que el camarada Stalin no quiere compartir el poder con nadie. Ha ido desterrando de su lado a los viejos camaradas bolcheviques —añadió Orlando.
Además del gringo, Amelia era la única que conocía bien la Unión Soviética, y ¿sabe?, fue mucho después cuando pensé en lo prudente que fue en sus apreciaciones. Por más que le preguntamos cómo se vivía en Moscú, Amelia no hizo ninguna crítica ni dijo nada que pudiera darnos una sola pista sobre la realidad. Nos describió Moscú como si lo hiciera para una guía turística pero poco más.
Le pregunté qué le había parecido Trotski, puesto que había acompañado a Albert James a la entrevista.
—Creo que está sufriendo mucho. No debe de ser fácil vivir en el exilio sin saber en qué momento van a intentar asesinarte. Eso le hace ser profundamente precavido, desconfiado; pero claro, tiene razón para serlo. Me ha impresionado más su esposa Natalia.
—¿Sí? Pues yo no la encuentro nada especial —respondí, asombrado de que le hubiera llamado la atención la esposa de Trotski.
—Supongo que a simple vista Natalia no parece una mujer especial, pero lo es; ha seguido fielmente a su marido al exilio, le cuida, le mima, le protege, le perdona —afirmó Amelia.
—¡Ah, ya le han contado chismes sobre Trotski! —exclamó Orlando—. No se crea que es un mujeriego, aunque pueda haber tenido alguna aventura como cualquier hombre.
—A mí me parece que vivir con un hombre como él y en estas circunstancias es un acto de heroicidad —sentenció Amelia.
Ya sabe que se dijo que Trotski y Frida Kahlo mantuvieron un romance. Algo sin importancia para ambos, puesto que para Frida no existía nadie más que Diego y seguramente Trotski necesitaba a Natalia. Pero las mujeres no comprenden a los hombres y les juzgan muy alegremente. Frida era muy especial y Trotski, un hombre que no tenía por qué resistirse a una mujer así, ¿no cree?
Amelia y Albert James se quedaron unos días más en México. El periodista quería conocer algo de la política mexicana, e incluso consiguió una entrevista con el presidente Lázaro Cárdenas, pero además entró en contacto con españoles que habían llegado meses atrás. Precisamente fui yo quien les puse en contacto con algunos de estos exiliados, entre ellos con mi amigo José María.
José María Olazaga era vasco, y había escapado a través de la frontera con Francia poco después de que las tropas de Franco derrotaran a las fuerzas republicanas y de que cayeran en sus manos Asturias, Santander y el País Vasco.
Llegó a México en compañía de su mujer y su hijo, además de un joven que hacía las veces de secretario. Eran nacionalistas del PNV, no habían ocupado puestos importantes en ese partido pero ambos estaban significados.
Le propuse al norteamericano Albert James que se reuniera con José María, porque él podía contarle cómo se estaba organizando el exilio español en México. James aceptó de inmediato y yo lo acompañé a la cita con mi amigo que, como Trotski, también se había instalado en Coyoacán.
Hoy Coyoacán es un barrio más del Distrito Federal, pero entonces era una pequeña población a diez kilómetros del centro de la capital. Mi amigo había instalado una imprenta que funcionaba bien y que se había convertido en un lugar donde la gente del exilio imprimía su propaganda y sus carteles.
José María nos esperaba expectante, le habían dicho que al periodista norteamericano le acompañaba una española. No sabe usted el susto que nos llevamos cuando, nada más entrar en la casa de mi amigo, Amelia soltó un grito tremendo. Era un grito de sorpresa, de alegría. Junto a José María estaba un chico, su secretario, llamado Aitor. Amelia y él se conocían; según contaron después, la hermana de Aitor había sido la criada de Amelia.
—¡Dios mío! ¡No puede ser! —gritó Amelia.
Se abrazaron y Amelia rompió en lágrimas, mientras que Aitor reprimía las suyas.
—¡Pero qué haces aquí! Te hacía con tu madre en el caserío… —le dijo Amelia.
—Tuve que huir. Ayudé a don José María y a su familia a pasar la frontera. ¿Recuerdas que me pediste que te enseñara los caminos de pastores que pasan a Francia? Pudimos salir de allí de milagro. Una vez en Francia pensé en volver, pero…
—Pero yo le aconsejé que no lo hiciera —intervino José María—, era peligroso. La gente sabía que trabajaba con nosotros y corría peligro. Ya sabe usted lo que está pasando, llegan los falangistas a los pueblos y siempre hay alguien dispuesto a denunciar a algún vecino. Están matando a mucha gente, no crea que todas las bajas se producen en el frente.
—Y tú, ¿qué haces en México? Edurne nos contó… Bueno, sé que te fuiste a Francia —dijo Aitor, un tanto azorado.
—Sí. Supongo que te lo habrá contado todo.
Aitor bajó la cabeza y murmuró un «sí» que apenas escuchamos. Parecía avergonzado de saber lo que sabía y Amelia también se sintió incómoda.
—Mi hermana sigue con tu prima Laura —explicó Aitor—. Creo que estaban bien, aunque hace mucho que no sé de ellas.
—¿Y tu madre, y tus abuelos? —Se preocupó Amelia.
—Sé que continúan en el caserío. Los llevaron para interrogarles al cuartelillo de la Guardia Civil, pero los soltaron. Tú los conoces, sabes que nunca se habían metido en política.
—Dime lo último que sepas de mi familia…
—Lo están pasando mal. Tu marido… bueno, sí, tu marido está con las tropas republicanas, y hasta donde sé fue herido pero se recuperó y volvió al frente; ahora no sé qué ha sido de él. Tu padre y tu tío también estaban movilizados, las mujeres se quedaron en Madrid. Mi hermana quiso quedarse con tu prima Laura, además… Tú sabes que se hizo socialista o comunista…
—Sí, lo sé. ¿Sabes algo de mi hijo?
—Lo último que nos contó Edurne es que de vez en cuando acompaña a tu prima Laura a verlo cuando su ama, creo que se llama Águeda, lo saca a la calle. Tu marido no quiere saber nada de tu familia, pero parece que esa tal Águeda es una buena mujer y que a escondidas ha permitido que tus padres y tus tíos vieran a Javier. Como el niño ya habla y Águeda teme que se lo diga a su padre, han acordado que ella lo saca a pasear y ellos le ven de lejos, pero ya no se acercan porque saben que si tu marido se entera despedirá a la buena de Águeda.
Amelia contenía las lágrimas a duras penas. No hacía falta ser un lince para saberla humillada. Le temblaba el labio inferior y tenía entrelazadas las manos con fuerza.
—¿Vas a regresar a España? —preguntó Aitor.
—¿Regresar? ¿Cómo? Es imposible, puede que me tengan fichada como comunista, no lo sé.
—¿Eres del partido? —Quiso saber José María.
—Bueno, soy del Partido Comunista Francés, en España nunca me hice ningún carnet.
—Entonces no estás fichada. Puede que te permitan regresar —respondió José María.
Creo que en ese momento aquella posibilidad se abrió pasó en la cabeza de Amelia.
—¿Y tú? ¿Vas a quedarte a vivir en México?
Aitor calló, pero José María habló por él.
—Supongo que son personas de confianza, de manera que creo que podemos hablar con sinceridad. Por ahora es mejor que nos quedemos aquí; además, por lo que sabemos el Gobierno francés se está portando mal con los españoles, pero la gente de aquí no es así. Pensamos que deberíamos intentar ayudar a los de dentro, incluso ayudar a salir a los que quieran hacerlo ahora que Francia ha decidido cerrar la frontera. De eso hablamos ayer, porque Aitor conoce bien los pasos y aunque correría un gran riesgo a lo mejor es más útil en la frontera con España. Pero no hemos decidido nada. Primero tenemos que saber qué pasa exactamente y si de una vez termina esta maldita guerra.
—Los fascistas están ganando —aseguró Amelia.
Todos miramos a Albert James, esperando que fuera él quien corroborara lo que decía Amelia y nos informara de la situación real.
—Amelia tiene razón, la República ha perdido la guerra. Es cuestión de semanas que termine —sentenció el periodista.
—¿Qué cree que va a pasar? —preguntó José María.
—No lo sé, pero es difícil pensar que Franco sea generoso con quienes han luchado por la República. Los que hayan sobrevivido en los dos bandos tendrán que enfrentarse a un país arrasado y librar otra batalla, esta vez contra la miseria y el hambre.
—¿Y las potencias europeas? —preguntó Aitor.
—Nunca han considerado la guerra de España como su problema. Francia y el Reino Unido ya han reconocido el Gobierno de Burgos; Alemania e Italia son aliados de Franco. No, no se engañen: España está sola, lo ha estado durante la guerra y lo estará a partir de ahora. No constituye una prioridad para nadie —dijo James.
—Entonces quizá debamos cambiar de planes y que Aitor regrese cuanto antes. Tenemos amigos, nuestra gente en el otro lado de la muga, en Francia; allí no tendrá problemas, y podrá ayudar a pasar gente o acaso se organice alguna resistencia dentro… —reflexionó José María.
Nos habíamos quedado anonadados por la crudeza de la exposición de Albert James. No es que José María y Aitor fueran ingenuos, pero al fin y al cabo no podían dejar de tener un resquicio de esperanza de poder salvar a España de Franco, y salvarse ellos mismos.
Durante los siguientes días Amelia y Aitor compartieron todas las horas que pudieron. José María se llevó una sorpresa al escucharles hablar en vasco. Ninguno les entendíamos, tampoco él. El euskera entonces se hablaba en los caseríos y no era una lengua que los burgueses quisieran hablar, más bien al contrario, por eso resultaba extraño que Amelia lo hubiera aprendido.
—Veo que no se te ha olvidado —le dijo Aitor.
—La verdad es que no sabía que lo recordaba, hace tanto que no lo hablo…
—Mi madre decía que tenías don de lenguas.
—¡Mi querida Amaya! Tu madre siempre fue tan buena y cariñosa conmigo…
Tomás Jiménez cerró los ojos y me asusté pensando que le pudiera haber pasado algo. Pero enseguida los abrió.
—No se asuste, Guillermo, no se asuste, es que si cierro los ojos recuerdo mejor y puedo ver a Amelia y a mis amigos. Aitor y José María le dieron a Amelia varios números de teléfono y direcciones de compañeros del PNV que habían logrado refugiarse en Francia. Aitor le dijo a Amelia que si regresaba la buscaría. Supongo que lo hizo porque dos meses más tarde se marchó. José María se quedó en México y nunca más regresó a España. Desgraciadamente murió antes de que lo hiciera Franco.
Doña Raquel me despidió haciéndome prometer que regresaría a verles antes de dejar México.
No cumplí con mi promesa, estaba tan atrapado en la vida de mi bisabuela que sólo pensaba en escribir el relato y en que alguien prosiguiera con la historia. Telefoneé a Victor Dupont, no sabía si Pablo Soler y Charlotte continuaban en la capital francesa. Me confirmó que habían regresado ya a Barcelona. Estaba claro que el hilo conductor de mi historia seguía siendo el historiador, de manera que mi siguiente destino era España.
—Le invito mañana a almorzar, y así dispondremos de toda la tarde para hablar —me propuso Soler cuando lo llamé.
Acudí puntual a la cita con el profesor. Reconozco que me caía bien, y que cada vez que nos veíamos me sorprendía con alguna revelación. Durante el almuerzo le conté mi peripecia en México y él esperó a los postres para contarme lo que sucedió cuando Amelia y Albert James regresaron a París…
Nos alegramos de volver a tener a Amelia entre nosotros. Danielle Dupont decía que se había acostumbrado a la «pequeña española» y que la casa parecía vacía sin ella. También el señor Dupont dijo que teníamos que celebrarlo. Creo que para Josep fue un alivio tenerla de nuevo, ella era su hada madrina, su protectora. Amelia quiso que la pusiéramos al corriente de lo que sucedía en España.
—En Madrid, el general Casado, apoyado por Julián Besteiro, se ha hecho con el control de la situación y ha puesto fin al Gobierno de Negrín. Parece que Casado está negociando con el Gobierno de Burgos para poner fin a la guerra y que la cosa es cuestión de días —relató Josep con un hilo de voz.
No fue cuestión de días, porque al día siguiente, 28 de marzo de 1939 las tropas de los nacionales entraron en Madrid. Para Amelia y Josep fue un mazazo. Aunque esperaban la noticia la verdad es que no estaban preparados para recibirla.
Lo peor fue cuando Albert James se presentó en casa el 1 de abril con un papel en la mano.
—Lo siento, acabo de conseguirlo: es el último parte de guerra.
—Léelo —pidió Amelia.
—«En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado». Lo firma el general Francisco Franco.
Amelia rompió a llorar y Josep tampoco pudo contener las lágrimas. Incluso la señora Dupont, Víctor y yo nos contagiamos. Sólo mi padre y Albert James fueron capaces de controlarse.
—Voy a ir a España —le dijo James a Amelia—. Pediré los permisos pertinentes para ir a Madrid.
—Iré contigo —respondió Amelia, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—No creo que sea sensato, no sabemos lo que podría pasar —respondió Albert James.
—Si no voy contigo iré sola, pero iré, quiero ir a mi casa, quiero saber de los míos. Tengo un hijo, unos padres, un marido… —dijo entre sollozos.
—Veré qué puedo hacer.
Albert James se marchó prometiendo regresar más tarde con más noticias y mi padre salió también para ver a algunos de sus camaradas y recabar información.
Aquella noche cenamos todos en casa de los Dupont y estuvimos hablando hasta bien entrada la madrugada.
Josep dijo que no tenía otra opción que apuntarse a la Legión Extranjera; no quería volver a uno de los campos de refugiados donde se hacinaban miles de españoles huyendo de la guerra. Le pidió a Amelia que me llevara a España e intentara encontrar a Lola.
—Con su madre estará mejor.
—Pero la pueden haber detenido, o a lo mejor ella también ha escapado —argumentó Amelia.
—Nos habría encontrado. Yo conozco a Lola, sé que se habrá quedado a luchar hasta el final. Es lo que me dijo. Ya os he contado que le pedí que cruzara la frontera con nosotros pero se negó. Pero el final ha llegado y tenemos que sacar adelante a nuestro hijo. Incluso si no encuentras a Lola, su madre se puede hacer cargo de Pablo. Vive en Madrid, en la esquina de la plaza de la Paja. Es una buena mujer y nunca se ha metido en nada, no creo que los fascistas la vayan a tomar con ella. Cuidará bien de Pablo. —Por el tono de Josep no había duda de que la decisión estaba tomada.
Yo dije que no quería separarme de mi padre para ir con mi abuela, y Danielle, que era una mujer muy generosa, se ofreció a cuidarme hasta que estuviera más clara la situación en España, pero Josep se mostró inflexible. Sabía que en aquel momento no había futuro para nosotros en Francia. Las noticias que nos llegaban sobre los campos de internamiento eran terribles, los franceses estaban desbordados por la avalancha de refugiados. En el campo de Bram metieron a los ancianos; en Agde y Riversaltes había milicianos, sobre todo catalanes; en Sepfonds y Le Vernet concentraron a una mayoría de obreros y también intelectuales, como en Gurs.
Albert James consiguió un permiso para viajar a España. Era peligroso porque aunque la guerra había terminado los franquistas estaban pasando factura a los que habían luchado en el bando republicano. James temía por Amelia, pero ella no dio su brazo a torcer. Le dijo a Danielle que si volvía acompañada de un periodista norteamericano los franquistas no le harían nada, pero lo cierto es que ni el propio Albert James las tenía todas consigo.
Amelia, Albert James y yo viajamos en coche hasta la frontera. Albert conducía un buen coche para la época, pero el viaje desde París se nos hizo eterno.
A las ocho de la mañana del 10 de mayo llegamos a Irún. Había soldados y guardias por todas partes. Dos guardias civiles del puesto fronterizo nos ordenaron que bajáramos del coche. Albert James chapurreaba poco el español, de manera que Amelia se hizo cargo de la situación.
—¿Adónde van ustedes? —preguntó el guardia.
—A Madrid.
—¿Y qué van a hacer allí? —preguntó el guardia mientras su compañero examinaba nuestros pasaportes.
—El señor James es periodista norteamericano y quiere escribir un reportaje sobre España ahora que ha terminado la guerra.
—Ya, eso él, pero ¿y usted quién es?
—Soy la ayudante del señor James, su intérprete. Ya le he dicho que es norteamericano, lo puede ver en su pasaporte.
—¿Y el chaval éste? ¿Por qué va con ustedes?
—Verá, soy amiga de sus padres, y como yo vivía en París le enviaron conmigo para que no sufriera los estragos de la guerra; ahora le traigo con los suyos, que espero estén vivos.
—¿Los padres son de nuestro bando? —Quiso saber el guardia.
—Son excelentes personas, honrados y trabajadores, y han luchado por España como el que más.
—¿Y dónde tiene usted un papel que acredite que está a cargo del niño? —inquirió el guardia.
—Oiga, ¿usted cree que durante la guerra alguien pensaba en papeles? Bastante hicieron enviándole a París para que no pasara penalidades.
Los guardias hablaron entre sí un buen rato y al final debieron de pensar que un periodista norteamericano, una mujer joven y un niño no debían de ser peligrosos, así que nos dejaron pasar. Amelia, que había empezado a fumar hacía poco encendió un cigarrillo apenas nos subimos al coche.
—Eres muy hábil esquivando preguntas —le dijo Albert James.
—¿Cómo lo sabes, si tú no entiendes español?
—¡Oh! Entender lo entiendo bastante bien aunque me cueste más hablarlo. ¡Menudo aplomo tienes! Claro que ya me había dado cuenta en Moscú.
Tardamos casi doce horas en llegar a Madrid, no sólo por el estado de las carreteras, sino porque había tropas por todas partes yendo de un lado para otro.
Cuando llegamos a Madrid Albert James nos llevó a un hotel junto a la Gran Vía, el Florida, que le había recomendado un colega. El Florida había sido lugar de encuentro de los periodistas extranjeros que informaban desde el bando de la República. El hotel había sufrido los estragos de la guerra y no estaba en muy buenas condiciones, de manera que Albert James recordó otra dirección, la de una pensión no lejos de allí, donde había pasado buena parte de la contienda un fotógrafo norteamericano amigo suyo.
La patrona era una mujer bajita y tan delgada que parecía desnutrida. Recuerdo que nos recibió con cara de gratitud.
—No tengo ni un solo huésped, de manera que pueden elegir habitación. No les garantizo que pueda darles de comer porque no hay nada en la plaza, salvo que busque algo en el mercado negro. ¡Ah! Mi nombre es Rosario.
Las habitaciones estaban limpias y los balcones daban a la mismísima Gran Vía.
Una vez que Albert James le explicó a la patrona que habíamos llegado hasta ella recomendados por otro periodista estadounidense, doña Rosario pareció mirarnos con más simpatía.
—Es que hay que tener cuidado con quién mete una en casa, y sobre todo con lo que dice, porque ahora puedes terminar en la cárcel por el menor comentario.
Doña Rosario nos contó que su marido había sido funcionario en el Ministerio de Hacienda, y que hasta que estalló la guerra nada les había faltado.
—Vivíamos bien, ya ven ustedes lo cómodo que es este piso, pero mi marido se incorporó a filas y al pobrecillo lo mataron en el frente, ahí mismo, en la sierra de Guadarrama. Y ya ven ustedes, durante la guerra de algo había que vivir, de manera que empecé a coger huéspedes. Una prima me lo aconsejó, ella tenía alquiladas dos habitaciones a periodistas extranjeros y me mandó a algunos amigos de sus huéspedes, y ya ven, gracias a eso he sobrevivido.
—¿Usted estaba con la República? —le preguntó Amelia.
—¡Ay, hija, ya da lo mismo! Ahora tenemos que vivir con lo que tenemos y más vale no decir nada. Ya sabes que antes de terminar la guerra Franco aprobó la Ley de Responsabilidades Políticas, y están metiendo a mucha gente en la cárcel; vamos, que meten a todos los que sospechan que han estado con el otro bando. No perdonan ni una.
Eran alrededor de las diez cuando Amelia nos dijo que iba a acercarse a casa de sus padres.
—No puedo esperar a mañana, sería incapaz de dormir.
—Pero no deberías salir sola a esta hora —le aconsejó Albert—. Aún no sabemos cómo están las cosas, podrían detenerte. Es mejor que esperes.
Le costó convencerla, pero lo logró. Aquella noche Amelia no pegó ojo y al amanecer nos despertó.
Albert James dijo que lo primero que tenía que hacer era acreditarse como periodista ante las autoridades franquistas. James quería saber qué terreno pisaba, aunque no tenía la más mínima intención de dejarse someter por la censura franquista. Su objetivo era ver y oír para después escribir reportajes sobre la España de la posguerra.
Propuso a Amelia que le acompañara puesto que no hablaba bien español, y que después la llevaría a casa de sus padres y más tarde a buscar a Lola, pero ella se resistió, estaba nerviosa y quería presentarse en su casa, saber de los suyos. Al final él cedió y acordaron que yo la acompañaría a casa de sus padres mientras él se organizaba para empezar a trabajar en sus reportajes.
Aún recuerdo la impresión que me produjo el Madrid de entonces. Se palpaba la miseria y la desesperanza, pero también se apreciaba la euforia de los vencedores.
Fuimos andando Gran Vía abajo hasta Cibeles y de allí enfilamos hacia el barrio de Salamanca, donde vivían los padres de Amelia y también sus tíos.
La recuerdo temblando mientras apretaba el timbre de la casa de sus padres. Nadie contestó a sus timbrazos impacientes.
Bajamos las escaleras en busca del portero, al que no habíamos visto al entrar, pero allí estaba en el chiscón.
—¡Señorita Amelia! ¡Dios mío, qué sorpresa! —El hombre se quedó boquiabierto al verla.
—Hola, Antonio, ¿cómo está? ¿Y su mujer y sus hijos?
—Bien, bien, todos bien. Hemos sobrevivido y con eso nos damos por satisfechos.
—¿No hay nadie en mi casa?
El portero, nervioso, apretó las manos antes de responder.
—¿No lo sabe usted?
—¿Saber? ¿Qué he de saber?
—Bueno, en su familia han pasado algunas cosas —respondió incómodo el portero.
Amelia enrojeció, humillada por tener que recabar noticias de su propia familia.
—Explíquese, Antonio.
—Mire, es mejor que vaya a casa de su tío, de don Armando, y que allí le den razón.
—¿Dónde están mis padres? —insistió Amelia.
—No están, señorita Amelia, no están. Su padre… bueno, no lo sé a ciencia cierta, y su madre… Lo siento, pero doña Teresa murió. La enterraron hace unos meses.
El grito de Amelia fue desgarrador. Se dobló por la mitad y yo pensé que iba a caerse. La sujetamos entre el portero y yo. Se quedó inerte, temblando, y a pesar de que no hacía ni pizca de frío, le castañeteaban los dientes.
—¿Ve usted por qué no quería decírselo yo…? Estas cosas lo mejor es que uno se entere por la familia —se lamentó el portero, asustado por el estado de Amelia.
Con los ojos arrasados por las lágrimas, Amelia preguntó por su hermana.
—Y mi hermana, ¿dónde está?
—La señorita Antonietta se fue con sus tíos, supongo que estará con ellos. No andaba bien de salud.
El hombre nos hizo pasar al chiscón y ofreció un vaso de agua a Amelia, que parecía incapaz de rehacerse. Estaba tan fría, tan pálida, se la veía tan desvalida…
Fuimos andando hasta casa de sus tíos, a pocas manzanas de allí. Amelia, que no dejaba de llorar, me llevaba de la mano, y aún recuerdo la fuerza con la que me apretaba.
Subimos las escaleras deprisa. Amelia estaba ansiosa por saber qué les había pasado a los suyos. Esta vez nos abrieron la puerta al primer timbrazo y nos encontramos con Edurne, la hija del ama Amaya, la mujer que había cuidado a las niñas Garayoa desde su más tierna infancia. Edurne había sido la doncella de Amelia, su confidente y amiga, y a través de Lola también había militado en el Partido Comunista.
Fue emocionante el encuentro entre las dos mujeres. Amelia se abrazó a Edurne y ésta, al verla, rompió a llorar.
—¡Amelia! ¡Qué alegría!, ¡qué alegría! Menos mal que has vuelto.
Las voces de Amelia y Edurne alertaron a doña Elena, que se presentó de inmediato en el recibidor. La tía de Amelia casi sufrió un desmayo al ver a su sobrina.
—¡Amelia! ¡Estás aquí! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Laura, Antonietta, Jesús, venid aquí!
Doña Elena cogió a Amelia de la mano y la llevó hacia el salón. Yo las seguí asustado. Me sentía un intruso.
Antonietta entró en la sala seguida de sus primos Laura y Jesús. Amelia intentó abrazar a su hermana pero ésta no se lo permitió.
—No, no me beses, estoy enferma; he tenido tuberculosis y aún no me he recuperado.
Amelia la miró con horror y de repente se dio cuenta del lamentable estado en que se encontraba su hermana.
Presentaba una delgadez extrema. Su rostro estaba inmensamente pálido y en él sólo destacaban sus ojos grandes y brillantes. Pero tal y como era Amelia hacía falta algo más que la tuberculosis para impedirle abrazar a su hermana. Durante un buen rato no hubo manera de separarla de Antonietta, a la que besó y acarició el cabello sin dejar de llorar. Laura se acercó a sus primas uniéndose en su abrazo.
—¡Cuánto has crecido, Jesús! Y sigues tan seriecito como siempre —dijo Amelia a su primo, que tendría más o menos mi edad y que parecía muy tímido.
—También ha estado muy malito. Tiene anemia. ¡Hemos pasado tanta hambre! Y la seguimos pasando —respondió doña Elena.
—¿Y papá? ¿Dónde está papá? —preguntó con apenas un hilo de voz.
—A tu padre lo fusilaron hace una semana —musitó doña Elena— y tu madre, mi pobre cuñada… lo siento Amelia, pero tu madre murió de tuberculosis antes de que terminara la guerra. Gracias a Dios, Antonietta parece que se está recuperando aunque está muy débil.
Amelia tuvo un ataque de histeria. Empezó a gritar llamando fascistas de mierda a los nacionales, maldiciendo a Franco, jurando que vengaría a su padre. Su prima Laura y Antonietta le pidieron que se calmara.
—¡Por Dios, hija, si alguien te oye te fusilarán también a ti! —le dijo angustiada doña Elena, suplicándole que bajara la voz.
—¡Pero por qué! ¡Por qué! ¡Mi padre era el hombre más bueno del mundo!
—Hemos perdido la guerra —respondió llorando Antonietta.
—Intentamos hacer todo lo posible para conseguir un indulto —explicó Laura—, pero fue inútil. No sabes cuántos escritos he presentado pidiendo clemencia; también pedimos ayuda a nuestros amigos que estaban con los nacionales, pero no han podido hacer nada.
Entonces Amelia se derrumbó, se tiró al suelo y, allí sentada, se abrazó las rodillas contra el pecho mientras lloraba aún más fuerte. Esta vez entre Laura y Jesús la pusieron en pie y la ayudaron a sentarse en el sofá. Doña Elena se secó las lágrimas con un pañuelo y yo me agarré a la mano de Edurne porque me sentí perdido en aquel drama que parecía no tener fin, ya que, según le explicó Laura a su prima, la abuela Margot también había muerto.
—La abuela no estaba muy bien del corazón, pero yo creo que enfermó de pena. Su criada Yvonne nos ha contado que murió mientras dormía, que se la encontró muerta en la cama.
Cuando Amelia pareció capaz de dominarse, doña Elena le explicó lo sucedido.
—Lo hemos pasado muy mal, sin comida, sin apenas medicinas… Antonietta cayó enferma y tu madre la cuidó día y noche y se contagió. Tu madre padecía de anemia, estaba muy débil, y además cuando había comida se la daba a Antonietta. Nunca se quejó, se mantuvo firme hasta el final. Además, tuvo que hacer frente al encarcelamiento de tu padre y eso fue lo peor. Todos los días se acercaba a la cárcel para llevarle algo de comida pero no siempre conseguía verle.
—¿Por qué le metieron en la cárcel? —preguntó Amelia, con voz ronca.
—Alguien lo denunció; no sabemos quién. Tu padre estuvo en el frente, lo mismo que tu tío Armando, y a los dos les hirieron y regresaron a Madrid —explicó doña Elena.
—Mi padre está en la cárcel —añadió Laura.
—¿En la cárcel? ¿Por qué? —Amelia pareció alterarse de nuevo.
—Por lo mismo que tu padre, porque alguien le ha denunciado por rojo —explicó Laura.
—Ni mi padre ni mi tío fueron nunca rojos, eran de Izquierda Republicana —respondió Amelia, sabiendo que lo que decía era una obviedad para todos.
—Da igual, ahora eso da igual, para Franco lo único que cuenta es de qué lado estaba cada uno —dijo Laura.
—Son unos asesinos —afirmó Amelia.
—¿Asesinos? Sí, en este país hay y han habido muchos asesinos, pero no sólo los nacionales, no, también los otros han matado a muchos inocentes —respondió doña Elena mientras buscaba un pañuelo para secarse las lágrimas.
Amelia se quedó callada, expectante, sin terminar de entender lo que había dicho su tía.
—Yo soy monárquica, como toda mi familia, lo sabes, lo mismo que lo era tu pobre madre. ¿Quieres saber cómo ha muerto mi hermano mayor? Te lo diré: ya sabes que mi hermano Luis estaba cojo y no le movilizaron. Un día llegó un grupo de milicianos al pueblo, preguntaron si allí había fascistas y le señalaron la casa de mi hermano. Luis nunca fue fascista, de derechas y monárquico sí, pero no fascista. Les dio lo mismo, llegaron a su casa y delante de su mujer y de su hijo lo maniataron, se lo llevaron y le pegaron un tiro en la cuneta. Su hijo Amancio oyó el disparo, salió corriendo de la casa y se encontró a su padre en el suelo con un tiro en la cabeza. ¿Sabes lo que le dijo a mi sobrino el jefe de ese grupo de milicianos? Pues que aquél era el destino que les esperaba a todos los nacionales y que anduviera con cuidado. Sí, eso le dijo a un chiquillo de doce años.
Doña Elena suspiró y bebió un sorbo de agua del vaso que Edurne había colocado en la mesita del salón.
—Pero te contaré más, Amelia, porque seguro que recuerdas a mi prima Remedios, la monja. Cuando erais pequeños os llevamos un día a verla al convento, cerca de Toledo. ¿Crees que mi prima le había hecho daño a alguien? Llevaba en el convento desde los dieciocho años… Una noche llegaron un grupo de milicianos, tropas irregulares, violaron a las doce monjas y luego las asesinaron. ¿Sabes por qué? Te lo diré: porque eran monjas, sólo por eso.
—No puedo creerlo —afirmó Amelia.
—Es verdad, lo que te cuenta mi madre es verdad —dijo Laura.
—Puedo explicarte más casos, de alguien más cercano a ti, de tu tía Montse, la hermana de tu madre.
Amelia dio un respingo y se puso tensa. Su tía Montse era la única hermana de su madre y tanto Antonietta como ella la querían mucho. Se había quedado soltera y solía pasar temporadas en Madrid con ellas. A Antonietta y a Amelia les gustaban las visitas de su tía porque las mimaba y las consentía más que sus padres.
—La buena de Montse se fue a Palamós, a refugiarse en la masía de unos primos. La pobre mujer pensaba que al menos en el campo no pasaría hambre. Porque tú no lo sabes, Amelia, pero hemos pasado mucha hambre, mucha necesidad. La desgracia de tu familia catalana es que no eran comunistas, ni socialistas, ni anarquistas, ni de Companys… ¡Pobres de ellos por ser de derechas! Sí, de derechas, pero buena gente, trabajadores y honrados. Pero eso no les importó a los que los fusilaron. Ya sabes, milicianos, que se presentaron en el pueblo y preguntaron a los de su cuerda si había nacionales por allí. Alguien señaló la masía de esos primos de tu madre y de Montse. Los mataron a todos allí mismo, al matrimonio de ancianos, a sus tres hijos y a tu tía Montse, a ella que había ido a refugiarse allí. Dime, Amelia ¿crees que eso fue un asesinato?
—¡Madre, no hables así! —protestó Laura por la dureza en el tono de doña Elena.
—Sólo quiero que sepa que aquí se ha matado mucho, que los nacionales han asesinado a los rojos y los rojos a los nacionales, más allá del campo de batalla, de la propia guerra. ¿A quién debo odiar yo Amelia? Dímelo. A mi marido lo tienen preso los nacionales, a mi hermano lo mataron los rojos, ¿a quién debo odiar más? ¿Sabes una cosa? Los odio a todos —sentenció doña Elena.
—¿Dónde está el tío Armando? —preguntó Amelia, que estaba impresionada por cuanto había escuchado.
—En la cárcel de Ocaña. Le han condenado a muerte lo mismo que a tu padre y hemos pedido un indulto, hemos elevado todo tipo de súplicas a Franco. Si es necesario, no me importa arrojarme a sus pies y suplicarle por mi marido; si eso es lo que quieren, lo haré.
—¡Madre, cálmate! —le pidió Jesús cogiéndole la mano.
—Lo siento, lo siento… yo…
—Tú te marchaste y no tienes ni idea de lo que ha pasado aquí. No sé si has sido feliz o desgraciada, pero te aseguro que nada de lo que hayas pasado es peor de lo que hemos vivido nosotros.
Amelia bajó la cabeza, avergonzada ante el reproche de su tía. No era difícil adivinar que se sentía culpable por haber vivido en la seguridad de un Buenos Aires hasta el que sólo llegaban los ecos de la guerra.
—¿Y mi hijo? ¿Sabéis algo de Javier…? —preguntó mirando a Laura, porque no soportaba la mirada inquisitiva de su tía.
—Javier está bien. Águeda le cuida y le quiere mucho. Ahora está en casa de sus abuelos con don Manuel y doña Blanca. Ellos… bueno, ya sabes que eran más bien de derechas y ahora no corren ningún peligro, pero Santiago…
Laura parecía no atreverse a continuar. Sabía que su prima estaba al límite de sus fuerzas, que no soportaría continuar recibiendo malas noticias, y decirle que Santiago estaba en la cárcel, iba a suponer otro golpe para ella.
—Santiago también está preso —dijo al fin Laura.
—Ya ves, este país se ha vuelto loco. Las ideas políticas de Santiago, tu marido, eran como las de tu padre y las de mi Armando, nunca fue radical, ni comunista, pero eso no ha impedido que le metan en la cárcel —añadió la tía Elena.
—¿También está en Ocaña? —Quiso saber Amelia, que aún había palidecido más.
—Sí, allí está —respondió Laura.
—¿Y sus padres no pueden hacer nada? Ellos tienen amistades… —preguntó Amelia.
—¿Crees que no están moviendo Roma con Santiago? Puedes suponer que sí. A don Manuel lo llevaron preso a una checa y salió vivo de milagro. Parece ser que le torturaron. Su esposa, doña Blanca, logró enviar un mensaje a Santiago dándole cuenta de la detención de su padre. Santiago estaba en el frente con el grado de comandante, y al parecer era un oficial muy apreciado por sus superiores, que se movilizaron para conseguir la liberación de don Manuel. Pero no creas que fue fácil. Ya ves cómo han sido las cosas: el hijo en el frente luchando por la República y el padre encarcelado por quienes decían defenderla. Nosotros no sabemos nada directamente, pero Águeda nos ha ido contando lo que sucedía —explicó la tía Elena.
—Tu hijo está precioso y es muy simpático. Convencimos a Águeda para que nos dejara verle cuando salía con él a la calle, y ella accedió; solía traerlo cerca de la casa de tus padres, para que ellos se hicieran los encontradizos y pudieran ver a Javier. Pero ahora que el niño ha crecido y habla hasta por los codos sólo le vemos de lejos. Águeda tiene miedo de que Javier diga a sus abuelos que ve a otras personas. Y nosotros no queremos comprometer a la buena mujer. Javier está muy apegado a ella —explicó Laura.
—Quiero verlo, ¿podéis ayudarme? —suplicó Amelia.
—Enviaré a Edurne a que espere en los alrededores de la casa de tus suegros, y cuando vea a Águeda salir que le pregunte cuándo puedes ir a ver a tu hijo —propuso Laura.
Era la hora de la comida cuando doña Elena dio por terminada la conversación. Hasta ese momento yo había permanecido muy quieto junto a Edurne, sin atreverme a decir palabra. A pesar de que era sólo un adolescente era capaz de ver el enorme sufrimiento de Amelia.
Comimos patatas con un trozo de tocino. Amelia no probó bocado y tía Elena tuvo que obligar a comer a Antonietta.
—Niña, tienes que comer, de lo contrario no te curarás.
Amelia explicó que trabajaba con un periodista norteamericano y que gracias a él habíamos cruzado sin mayor problema la frontera. También les informó de que tenía que buscar a Lola para dejarme con ella.
—Esa mujer ha sido la fuente de todas tus desdichas —afirmó la tía Elena—. Si no la hubieras conocido y no te hubiera metido sus ideas revolucionarias en la cabeza nunca te habrías ido.
—No, tía, no, la culpa no es de Lola; yo soy la única responsable de mis actos. Sé que obré mal, fui egoísta, me puse el mundo por montera sin pensar en los míos ni en las consecuencias. Lola no me obligó a hacer lo que hice, fui yo.
—Esa mujer te metió los demonios en el cuerpo, es una resentida, una envidiosa, que siempre te odió, ¿o crees que sentía simpatía por ti, que representabas todo lo que ella combatía? —insistió doña Elena.
—No la culpo por ello —respondió Amelia.
Laura me miró y pidió a su madre que cambiara de conversación. Doña Elena aceptó a regañadientes.
—No he preguntado por la prima Melita, ¿dónde está?
—Tu prima mayor se ha casado. No estabas aquí y por tanto no lo sabías.
—¿Con quién?
—Con Rodrigo, ¿te acuerdas? Es un buen chico, la guerra le pilló en el bando nacional.
—Pero ¿cuándo se casaron?
—Al poco de comenzar la guerra. Se fueron a vivir a Burgos, de donde es él. Tiene tierras y una farmacia. Les irá bien.
—¿Y cómo dices que se llama el marido de mi prima?
—Rodrigo Losada.
—¿Tienen hijos?
—Sí, una niña.
—No le habrán puesto Amelia, ya seríamos demasiadas…
—La han llamado Isabel, como la madre de su marido. Aún no la conocemos, tiene un año —explicó Laura.
—Bien, y ahora, ¿qué piensas hacer tú? —Quiso saber doña Elena.
—No lo sé, todo lo que ha pasado es tan horrible… No podía imaginar que mis padres habían muerto, ni nada de lo que me habéis contado.
—Hemos vivido una guerra —contestó doña Elena, malhumorada.
—Lo sé, tía, y entiendo tu estado de ánimo. No creas que no me siento culpable por no haber estado aquí y haber compartido con vosotros todas las desgracias. Nunca me perdonaré que mi madre haya muerto y no haber hecho nada por evitar que fusilaran a mi padre. Me haré cargo de Antonietta; iremos a vivir a casa, supongo que seguirá siendo nuestra, ¿no?
—¿Crees que puedes hacerte responsable de tu hermana? Pues yo creo que no. Antonietta necesita cuidados, una atención permanente que no creo que tú puedas darle. —Doña Elena se mostraba dura como el acero.
—Trabajaré para sacar adelante a mi hermana, es lo que mis padres hubiesen querido.
—No, Amelia, no, tu madre me hizo jurar que cuidaría de Antonietta y que viviría aquí con nosotros. Se lo juré el día que murió. Yo le pregunté qué debía hacer si algún día regresabas y ella me dijo que, aunque volvieras, Antonietta debía seguir con nosotras, tener una familia que la protegiera.
Amelia se levantó de la mesa llorando. No era capaz de soportar las palabras de su tía, que sentía como cuchillos que le rasgaban la piel. Laura y Antonietta la siguieron y yo me quedé sentado muy quieto, sin atreverme a levantar los ojos del plato. Temía que en cualquier momento doña Elena arremetiera contra mí. Cuando regresaron, Amelia continuaba llorando.
—Tía, te agradezco todo lo que has hecho por nosotros. Entiendo que mi madre no confiara en mí y temiera por Antonietta, de manera que se quedará aquí hasta que yo pueda demostrar que soy capaz de hacerme cargo de mi hermana.
Doña Elena no respondió. Se la veía apesadumbrada porque se daba cuenta de que había herido a Amelia. Quería a su sobrina, pero sin duda los sufrimientos de la guerra la habían despojado de la dulzura de la que antaño hacía gala.
—Mamá, Amelia necesita nuestro apoyo, bastante tiene ya encima —dijo Laura.
—Lo siento, tenía que haberte hablado de otra manera. Has perdido a tus padres y estás destrozada, y yo… Lo siento de veras, Amelia. Ya sabes que te queremos y que cuentas con nosotros para lo que quieras…
—Lo sé tía, lo sé —respondió Amelia entre lágrimas.
—Mañana iremos a visitar al tío Armando —dijo Antonietta intentando desviar la conversación.
—¿A la cárcel? —preguntó Amelia.
—Sí, a la cárcel, y yo también iré. Hasta ahora no he salido a la calle porque no me encontraba bien, pero tía Elena ha dicho que mañana me permitirá acompañarlas. Podrías venir tú también… —sugirió Antonietta.
—¡Sí, claro que iré!
Después, doña Elena se interesó por los planes de Amelia. Quería saber si se iba a quedar en Madrid y dónde y, generosa, le ofreció una habitación. Amelia le dijo a su tía que como trabajaba para un periodista norteamericano y éste no hablaba bien, español, seguramente no vería con buenos ojos que le dejara solo en la pensión. Fue Laura quien tuvo la idea de que Albert James también se alojara en la casa.
—Podemos alquilarle una habitación. El dinero que paga en la pensión que nos lo pague a nosotras. Nos vendría muy bien, ahora que a duras penas tenemos con qué mantenernos —propuso Laura.
Doña Elena pareció meditar la propuesta de su hija. Sin duda le incomodaba no poder recibir al periodista como invitado en su casa como hubiese sucedido antes de la guerra, pero la necesidad y los sinsabores pasados la habían convertido en una mujer práctica.
—Podría dormir en el cuarto de Melita, que tenemos cerrado desde que se casó… Y este crío puede dormir en la habitación de la doncella, al fin y al cabo ya no tenemos servicio, sólo a Edurne. Le pondría con Jesús, pero el niño aún no está bien del todo y necesita descansar. Sí, tenemos sitio de sobra para acomodaros a todos —aceptó doña Elena.
Amelia prometió proponérselo a Albert James. Para ella suponía un alivio estar con su familia, sobre todo en aquel momento en que la desgracia se había cebado con todos ellos.
Laura nos acompañó a la pensión de doña Rosario para ayudarnos con el equipaje. Allí encontramos a Albert James bastante enfadado.
—¡Llevo esperándote desde mediodía! —le reprochó nada más vernos.
—Lo siento… me han pasado tantas cosas en estas horas.
Amelia le contó entre lágrimas lo sucedido: el fallecimiento de sus padres, la enfermedad de su hermana, las desgracias que se habían cebado en su familia. Él pareció aplacarse, pero no recibió de buen grado la idea de trasladarse a casa de doña Elena.
—Ve tú, es normal que quieras estar con tu familia, pero yo prefiero mantener una cierta independencia y aquí estaré bien, o acaso me traslade a un hotel. Dado el estado del Florida, creo que me iré al Ritz.
Fue Laura la que, venciendo la vergüenza que sentía, le explicó a James que para ellos supondría una ayuda alquilarle una habitación, en la que le garantizó que nadie le molestaría y podría sentirse igual de independiente que en casa de doña Rosario.
Él vaciló, pero al final se dejó convencer por Laura. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que incluso familias que en el pasado no habían carecido de nada ahora apenas podían mantenerse.
De manera que con las maletas en la mano fuimos caminando de nuevo hasta la casa de los tíos de Amelia.
Ya era tarde cuando estuvimos todos acomodados, pero Albert James propuso que Amelia y él debían ir a casa de Lola para dejarme con ella.
Yo ansiaba encontrar a mi madre. Lola era una mujer fuerte, decidida, con la que estaba seguro de que nada me podría pasar. Además deseaba quedarme en España, no quería regresar a Francia donde, a pesar de todo, o mejor dicho, gracias a Amelia, mi padre y yo habíamos sobrevivido con dignidad.
Caminamos hasta la casa de Lola, pero allí nadie nos supo dar razón. Ella no había regresado allí desde que al comienzo de la guerra nos fuimos a Barcelona, de manera que Amelia propuso que fuéramos a la dirección que Josep le había dado de la plaza de la Paja, donde vivía mi abuela, la madre de Lola. Me puse a temblar, no me atrevía a decirlo pero prefería quedarme con Amelia que con mi abuela. Dolores, que era también el nombre de mi abuela, no se llevaba bien con mi madre y yo recordaba que cuando íbamos a verla siempre discutían a causa de sus ideas políticas.
No nos costó encontrar la casa de mi abuela. Llamamos al timbre sin que nadie respondiera y fue una vecina la que nos dio noticias de la buena mujer.
—A Dolores se la han llevado al hospital. Sufre de asma y tuvo un ataque en el que casi se ahoga. Está muy malita la mujer. Y además pasa tanta necesidad…
Amelia preguntó si sabía algo de Lola, pero la vecina aseguró que no se la veía por allí desde antes de la guerra.
—La Lola nunca se ha preocupado mucho de su madre, para ella lo primero era la revolución, y del sobrino de Dolores, el Pepe, lo que se sabe es que lo mataron los comunistas porque era del POUM —respondió en voz baja mirando hacia todos lados por si alguien la escuchaba.
Nos acercamos al hospital, donde una monja nos llevó hasta la sala donde estaba mi abuela. Yo apenas la recordaba y me impresionó saber que aquella anciana de cabello blanco y mirada perdida era ella.
La pobre mujer no me reconoció y se puso a llorar cuando Amelia le explicó quién era yo.
—¡Usted era la señorita amiga de mi Lola! ¿Y éste es mi nieto? ¡Qué alto está! ¿Dónde está tu madre? Hace meses que no sé nada de ella, espero que no la hayan fusilado; los nacionales fusilan a todo el mundo. Claro que los revolucionarios no se han quedado cortos. Se lo dije a Lola: no puedo perdonar que mataran a mi único sobrino, al Pepe, por ser del POUM. Ya ve usted: revolucionarios matando a revolucionarios ¿dónde se ha visto eso? Lola odiaba al POUM, decía que eran unos traidores.
La buena mujer se comprometió a hacerse cargo de mí en cuanto saliera del hospital.
—Soy vieja y estoy enferma, pero haré por mi nieto lo que sea necesario.
Doña Elena pareció resignada a que me quedara con ellas hasta que mi abuela Dolores saliera del hospital, sobre todo cuando Albert James aseguró que pagaría también por mi manutención mientras estuviéramos en la casa.
Al día siguiente por la mañana, Albert James acompañó a doña Elena, a Laura, a Amelia y a Jesús a la cárcel para visitar a don Armando.
James quería ver de cerca una cárcel española, y esperaba que no pusieran grandes inconvenientes a su presencia.
Tuvo que sobornar a un par de funcionarios para que les dejaran entrar a todos al largo pasillo, donde separados por unas rejas, familiares y presos disponían de unos minutos para verse. Don Armando se emocionó al ver a Amelia. Tío y sobrina no pudieron reprimir las lágrimas lamentándose de la pérdida del padre de Amelia, don Juan, y de su madre, doña Teresa.
—¡Es horrible, tío! Papá, mamá, la abuela Margot, la tía Lily… y tantas personas de la familia que hemos perdido. Aún no sé cómo voy a soportarlo —dijo llorando Amelia.
—Saldremos adelante, tu padre se mantuvo fuerte hasta el último momento, y cuando se lo llevaban me pidió que os besara de su parte y os dijera cuánto os quería a Antonietta y a ti.
—¿Crees que me perdonó?
—Desde luego que sí, tu padre te quería muchísimo y aunque nunca entendió lo que hiciste, te perdonó. Sobre todo lamentaba que hubieras dejado a tu hijo, ésa fue siempre una pena que tuvo. Le dolía tanto no poder disfrutar de su único nieto…
Don Armando les contó la incertidumbre y el miedo que sentían todos los que estaban allí presos.
—Todos los días se llevan gente para fusilar… y a veces pierdes la esperanza de que llegue el indulto. ¿Cuántas cartas habéis escrito pidiendo clemencia?
—Papá, no nos vamos a rendir —respondió Laura.
—No, no nos rendiremos ni cuando estemos muertos —respondió resignado don Armando.
—Mañana iremos a ver a los Herrera. Pedro Herrera era amigo tuyo, fuiste su abogado y le ganaste un caso importante, ¿recuerdas? Pues ahora es un hombre con influencias cerca de Franco, parece que tiene un sobrino coronel en el Cuartel General del Ejército y un cuñado que es un alto cargo de Falange. Y a él mismo le va bien, creo que ya está haciendo negocios con el nuevo Gobierno. Me presenté en su casa y hablé con su mujer, Marita, y me prometió interceder ante su marido. Ella ha cumplido porque ayer me mandó recado de que nos recibe mañana a partir de las ocho de la tarde, que es cuando él regresa de trabajar. Ya verás como conseguimos algo —contó doña Elena.
Desolada al salir de la cárcel, Amelia acompañó a Albert James a las entrevistas que tenía concertadas para sus reportajes. No regresaron a casa de doña Elena hasta la noche. Para entonces yo ya había encontrado en Edurne la protección que hasta entonces me había brindado Amelia. Edurne me consolaba diciéndome que mi madre era una mujer valiente y que yo no debía olvidarla nunca. También hice buenas migas con Jesús; teníamos más o menos la misma edad, y aunque él era un chico tímido y procuraba pasar inadvertido, pronto descubrí que tenía mucho sentido del humor.
Dos días después de estar instalados en casa de doña Elena, Edurne regresó muy agitada de la calle.
—Águeda me ha dicho que vayamos esta tarde a eso de las cinco a la puerta principal de los Jardines del Retiro, que ella estará por allí paseando con Javier. También me ha dicho que a Santiago le van a soltar, que es cuestión de días. Se lo ha escuchado decir a don Manuel, que al parecer tiene amigos bien situados cerca de Franco.
Amelia lloró al saber que iba a poder ver a su hijo. Doña Elena decidió que Laura, Antonietta, Jesús, Edurne y yo debíamos acompañarla. Temía la reacción de Amelia cuando se encontrara con el niño.
A las cinco en punto estábamos en la puerta principal de los Jardines del Retiro. Esperamos impacientes hasta que media hora más tarde vimos a Águeda con Javier cogido de la mano.
Laura intentó detener a Amelia pero ella corrió hacia el niño y le abrazó llorando. No dejaba de besarle y el pequeño se asustó y comenzó a llorar.
—¡Por favor señora, déjele! —pidió Águeda, asustada de que algún conocido viera la escena, y sobre todo de que Javier le contara a sus abuelos que una señora le había besado y apretado hasta hacerle llorar.
Pero Amelia no escuchaba, apretaba a Javier y le llenaba de besos.
—¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Pero qué guapo estás! ¿Te acuerdas de mamá? No, pobrecito mío, cómo vas a acordarte. Pero yo te quiero tanto, hijo mío…
Con ayuda de Antonietta, Laura logró arrancar a Javier de los brazos de su madre y devolvérselo a Águeda.
—¡Ay, señora lo que va a pasar sin don Manuel y doña Blanca se enteran! —se lamentó Águeda.
—¡Pero soy su madre! No pueden negarme a mi hijo —respondió llorando Amelia.
Javier, asustado no paró de llorar.
—Lo mejor es que se vayan. Ya le volverán a ver otro día, pero ahora me lo llevo a pasear para que se tranquilice —añadió la mujer, que estaba francamente asustada.
Entre su prima Laura y Antonietta lograron alejar a Amelia de Águeda y del niño, que corrió asustado calle arriba.
Amelia no cesaba de llorar y no atendía a las palabras de consuelo de su prima y de su hermana. Edurne, Jesús y yo permanecimos callados, sin saber qué hacer ni qué decir.
Cuando regresamos a casa de doña Elena, Antonietta obligó a su hermana a tomarse una tila bien cargada, pero ni eso logró aplacarla, tanto era su dolor. Sólo Albert James fue capaz de hacerla reaccionar. Él solía tratarla con cierta distancia recordándole que estaban en Madrid para trabajar y que no se podía dejar abatir por las circunstancias. En aquel entonces yo le juzgaba como un hombre duro, sin corazón; ahora entiendo que su aparente rudeza despertaba en Amelia el miedo a quedarse sin trabajo, y eso le movía a reaccionar porque no se lo podía permitir, ni por ella, ni por Antonietta, ni por el resto de su familia.
Un ejemplo fue la decisión de Albert James de asistir al desfile que Franco había organizado para aquel 19 de mayo, pese a las protestas de Amelia.
—Yo estoy aquí para trabajar, y tú también —le recordó.
Amelia entonces calló, consciente de lo preciado que era para ella, y para todos nosotros, el dinero que recibía por su trabajo como traductora y secretaria del periodista.
El 19 de mayo fuimos todos al desfile. La decisión la tomó doña Elena, temerosa de que algún vecino denunciara que se habían quedado en casa en vez de mostrar su adhesión al Caudillo, como ya se le llamaba a Franco. Fuimos a regañadientes; yo, aunque era un adolescente, odiaba a Franco con todas mis fuerzas porque me había dejado perdido en el mundo, de manera que al igual que Amelia, Laura y Edurne, protesté, hasta que doña Elena, con la ayuda de Albert James, nos ordenó callar.
El Paseo de Recoletos, por donde iba a pasar el desfile, no estaba lejos de la casa, de manera que fuimos andando y con tiempo suficiente para coger sitio.
A lo lejos pudimos distinguir a Franco y Amelia murmuró que le parecía un «enano», lo que provocó que doña Elena le diera un pellizco en el brazo mandándole callar.
Aquel día a Franco le impusieron la Gran Cruz Laureada de San Fernando, que debía de ser la única condecoración que no tenía y la más apreciada en el estamento militar.
Albert James miró todo con interés y le pidió a Amelia que le tradujera los comentarios de la gente que teníamos alrededor. A James le sorprendió el entusiasmo mostrado por los espectadores del desfile. Más tarde nos preguntó cómo era posible aquel fervor por parte de una ciudad que había sido la última en resistir a las tropas de Franco. Doña Elena se lo explicó.
—Por miedo, hijo, por miedo, ¿qué quiere que haga la gente? La guerra se ha perdido, aunque yo ya no sé si la he perdido o la he ganado. El caso es que ahora mismo nadie se quiere significar, a ver quién es el guapo que se atreve a criticar a Franco. No sé si se lo han explicado, pero la Ley de Responsabilidades Políticas contempla penas para todos aquéllos que han tenido algo que ver con los rojos y te puedes imaginar que quien más y quien menos tiene parientes en ambos lados.
Amelia estaba muy afectada. Ver a su hijo la había conmovido y no paró hasta convencer a su tía para que enviara de nuevo a Edurne a hablar con Águeda para concertar una nueva cita.
Doña Elena accedió a regañadientes, pero mandó a Edurne a la hora en que sabían que Águeda salía a comprar.
Edurne regresó con buenas noticias. No había tenido que esperar mucho a que Águeda saliera de la casa y la había seguido discretamente hasta que estuvieron lo suficientemente lejos para que no las viera ningún conocido. Águeda le contó que Santiago había sido liberado el día anterior y que estaba más delgado y envejecido, pero al fin y al cabo sano y libre. Javier no se separaba de su padre y aquella noche había dormido con él.
Santiago había decidido regresar a su casa y no quedarse en la de sus padres. Ésas fueron las buenas noticias, las malas eran que Águeda no se atrevía a provocar otro encuentro con Amelia por miedo a que Javier se lo contara a su padre. No es que el niño pudiera explicar quién era aquella señora que le abrazaba, pero Santiago podría deducir que era Amelia y Águeda temía su reacción. A lo más que se prestaba es a que Amelia les mirara de lejos pero con el compromiso de no acercarse.
A Amelia las condiciones de Águeda le parecieron humillantes y tomó una decisión que nos asustó a todos.
—Voy a ir a ver a Santiago. Le pediré perdón, aunque sé que nunca me podrá perdonar, pero le suplicaré que me deje ver a mi hijo.
Doña Elena intentó disuadirla: temía la reacción de Santiago. Albert James también le aconsejó que meditara un poco más la decisión, pero Amelia se mantuvo en sus trece y en lo único que cedió fue en acudir a casa de Santiago acompañada.