Tras la falta de Pierre los días comenzaron a hacerse eternos. Amelia aprendió a disimular sus sentimientos, a fingir ante Mijaíl y Anushka. Nunca daba su opinión en ninguna de las discusiones que entablaban Irina y Giorgi con su hijo Mijaíl. Se mantenía distante, como si no le interesara nada de lo que sucedía a su alrededor. También evitaba caer en las provocaciones de Anushka, que parecía no fiarse de ella.
Una semana más tarde volvió a reunirse con Iván Vasiliev. Éste parecía más inquieto que en la ocasión anterior.
—He venido temiendo que usted intentara ponerse en contacto conmigo, pero he de decirle que no nos veremos más, creo que la vigilan, y puede que a mí también.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Se olvida que trabajo en la Lubianka? Tengo amigos, escucho conversaciones, leo algún que otro documento… Hace unos días pidieron su expediente, puede que Pierre les haya dicho algo sobre usted.
—No tiene nada que decir, yo nunca he estado al tanto de sus actividades, me enteré por casualidad de que era un agente.
—En la Lubianka la gente es capaz de confesar cualquier cosa.
—Dígame, ¿qué sabe de Pierre?
—Poco más de lo que le dije la semana pasada. Lo interrogan, lo llevan a la celda, lo vuelven a interrogar… Así, hasta que les diga lo que quieren.
—No puede decir lo que no sabe. Krisov no le dijo dónde pensaba ocultarse.
—Tanto da la verdad, continuarán interrogándole hasta que se cansen.
—¿Qué sucedería si me presentara en la Lubianka a preguntar por Pierre?
—Podrían detenerla.
—¿Le ha podido ver?
—No, ni lo he intentado. Sé… Bueno, puede imaginarse que lo están torturando y que no se encuentra en muy buen estado. Ahora, debemos irnos. Salga usted primero, yo me quedaré aquí un buen rato.
—¿Cuándo le volveré a ver?
—Nunca.
—Pero…
—Ya me he arriesgado bastante, no puedo hacer nada más. Si las cosas cambiaran sé dónde encontrarla.
Pierre intentaba protegerse la cabeza con las manos en un intento vano de evitar la porra de caucho que con tanta precisión utilizaba su interrogador.
¿Cuántos golpes había recibido aquella madrugada? El interrogador parecía especialmente enfurecido. El aliento le olía a vodka, y se mezclaba con el hedor que desprendían sus axilas cada vez que el matón levantaba el brazo para golpearle.
—¡Habla, perro, habla! —le gritó.
Pero Pierre no tenía nada que decir y sólo podía dejar escapar aquellos aullidos de dolor que hasta a él le sonaban infrahumanos.
Cuando el interrogador se cansó de golpearle con la porra de caucho, le empujó al suelo y le colocó un trapo largo entre los dientes; luego, agarrando los extremos de éste por detrás de los hombros le ató las puntas a los tobillos.
No era la primera vez que le sometían a aquella tortura que le convertía en una rueda, con la espalda doblada hacia atrás, mientras recibía las patadas furiosas de sus interrogadores.
Si hubiera sabido dónde estaba Krisov lo habría confesado, en realidad hubiera dicho cualquier cosa, pero nada de lo que sabía interesaba a aquellos hombres, salvo saber dónde estaba Krisov.
El nombre de éste le martilleaba las sienes y maldecía el día en que le había conocido. También se maldecía a sí mismo por haber creído en aquel dios que para él había sido el comunismo.
Llevaba dos días enteros sin beber agua, y sentía la garganta seca y tenía la lengua hinchada. No era la primera vez que le castigaban sin agua. A sus carceleros les complacía especialmente hacer comer a sus víctimas anchoas saladas del mar de Azov y negarles el agua durante varios días.
No sabía si era de noche o de día, ni qué día era, ni cuánto tiempo llevaba soportando aquel infierno, pero sí había comprendido la infinitud del tiempo ahora que deseaba con ansia la muerte. Rezaba, sí, rezaba, para que alguno de los golpes de su interrogador le dejara inconsciente y no tener que despertar nunca jamás.
Al principio pensaba en Amelia y se lamentaba de haberla arrastrado a abrazar una causa que había resultado ser una pesadilla infernal. Pero ya no le importaba Amelia, ni sus tíos, ni sus padres, ni nadie a quien conociera. Lo único que anhelaba era la muerte, dejar de sufrir.
El tío Giorgi solía contarle a Amelia la marcha de la guerra en España. Tenía información de primera mano, puesto que la Unión Soviética ayudaba al bando republicano. Y así, a finales de abril, Amelia supo que Franco había lanzado una gran ofensiva por el valle del Ebro hasta el Mediterráneo y que había dividido en dos el territorio en poder de las tropas de la República. Además, el tío Giorgi le explicó que, desgraciadamente, Franco disponía de una clara ventaja y de superioridad aérea y naval respecto a las tropas republicanas.
Amelia se preguntaba qué habría sido de sus padres, de sus tíos, y sobre todo de su hijo. Javier formaba parte de todas sus pesadillas, en las que veía al niño morir aplastado entre casas derruidas. De vez en cuando escribía largas cartas a su prima Laura y se las entregaba al tío Giorgi, con la esperanza de que él supiera cómo hacerlas llegar hasta el Madrid sitiado por la guerra.
Odiaba con todas sus fuerzas a Franco y a quienes se habían sublevado contra la República, al tiempo que sentía un desprecio frío hacia el comunismo.
Ella, que había profesado con tanto ardor e inocencia aquella fe, que había abandonado a su hijo, a su marido y a su familia por Pierre, sí, pero también convencida de que estaba destinada a contribuir a la puesta en marcha de una nueva sociedad, había descubierto la brutalidad del sistema de quienes se decían comunistas. Y ella no era como Krisov, no separaba a los hombres de las ideas, porque éstas se le habían presentado con una brutalidad inimaginada a través de fanáticos como Mijaíl o Anushka, o algunos de sus compañeros de trabajo. Pero lo peor había sido ver con sus propios ojos que el paraíso prometido por la revolución era sólo una pesadilla.
Estaba decidida a marcharse, aunque le pesaba la situación de Pierre. No podía hacer nada por él, pero irse de Moscú se le antojaba una traición imperdonable a un hombre que estaba en la Lubianka.
En junio la llamaron al despacho del supervisor de su departamento. Amelia acudió temerosa preguntándose qué error había podido cometer.
El hombre no la invitó a sentarse, sólo le dio una orden.
—Camarada Garayoa, como usted sabe, estaba previsto que se celebrara un gran congreso de intelectuales en Moscú, que hemos tenido que retrasar hasta septiembre. Vendrán varias decenas de periodistas, escritores y artistas de todo el mundo, y queremos que se lleven una imagen real de la Unión Soviética. Se les llevará a visitar fábricas, hablarán con nuestros artistas, viajarán por todo el país, con toda libertad, pero guiados por personas competentes que les puedan explicar y hacer ver los logros de la revolución. La camarada Anna Nikolaievna Kornilova ha hablado en favor de usted. Como usted sabe, la camarada Nikolaievna Kornilova forma parte del comité organizador del congreso y ha pedido que usted se incorpore al grupo de camaradas que deberán apoyar al comité en todo cuanto necesiten: acompañar a nuestros invitados, facilitarles la información que demanden, enseñarles lo que deseen ver… naturalmente previo acuerdo del comité. Usted habla español, francés y alemán, y su nivel de ruso es aceptable, de manera que está capacitada para el nuevo trabajo. Trabajará a las órdenes directas de la camarada Nikolaievna Kornilova. Preséntese mañana en su despacho en el Ministerio de Cultura.
Amelia asintió a cuanto le decía el hombre, mientras ocultaba el asombro que le producía enterarse de que Anushka era una persona relevante del Ministerio de Cultura. La tenía por una actriz de total confianza del partido y poco más, pero la realidad es que Anushka era una desconocida para ella. Además, nunca hubiese imaginado que hablara a favor suyo. ¿Por qué lo habría hecho?
Cuando llegó al apartamento le contó a tía Irina el encargo recibido por mediación de Anushka.
—Es una persona muy especial. Yo tampoco sé muy bien lo que hace. Creo que antes era actriz, pero ahora es directora de teatro o algo así. Me parece que trabaja en un departamento que se encarga de decidir las obras que podemos ver. Me alegro de que haya hablado en tu favor, si lo ha hecho se ha comprometido por ti.
Amelia pensó que a lo mejor Anushka no era tan mala persona como ella creía, aunque no lograba quitarse el sentimiento de desconfianza.
Aquella noche Mijaíl y Anushka parecían animados, incluso contentos. Amelia le agradeció a ella que hubiera hablado a su favor, pero la joven le quitó importancia a su gestión.
—El congreso es muy importante, queremos que los intelectuales se lleven la mejor imagen de la Unión Soviética. Necesitamos gente con la que puedan sentirse cómodos, que les hablen en su idioma. Tú lo harás bien. Mañana en el despacho te daré los detalles, no me gusta hablar de trabajo en casa.
A mediados de septiembre, Amelia se encontraba junto a otro grupo de funcionarios aguardando en el aeropuerto la llegada de los vuelos que traían a los invitados al congreso. Estaba nerviosa, anhelaba encontrarse con aquellos desconocidos que para ella suponían una puerta abierta hacia el mundo que había abandonado pero al que ansiaba regresar.
El congreso se inauguró el 20 de septiembre con asistencia de algunos ministros y varios miembros del Comité Central. Estaba previsto que durante quince días los intelectuales europeos y rusos debatieran sobre música, arte, teatro, etcétera.
Los invitados extranjeros acudirían a representaciones de teatro y ballet, y visitarían fábricas y granjas modelo. Entre los asistentes se rumoreaba que en algún momento Stalin haría acto de presencia.
A Amelia le encargaron que acompañara a un grupo de periodistas a un encuentro con colegas rusos para debatir sobre los límites de la libertad de expresión.
Mientras se dirigía con ellos a la sala donde se iba a celebrar el encuentro escuchó que la llamaban por su nombre.
—Pero si es… ¿Amelia? ¿Amelia Garayoa?
Ella se volvió y se encontró frente a un hombre a quien al principio no reconoció. Le hablaba en francés y la miraba sorprendido.
—Soy Albert James, nos conocimos en París, en La Coupole. Nos presentó Jean Deuville, y usted estaba con Pierre Comte. ¿Se acuerda?
—Sí, ahora sí, perdone que no le haya reconocido a la primera, es usted la última persona que pensaba encontrarme aquí —respondió Amelia.
—Bueno, yo tampoco esperaba encontrarla en Moscú, y mucho menos trabajando para los soviéticos. ¿Ya ha visto a Jean Deuville?
—No, no le he visto, no sabía que estaba invitado a este congreso.
—Bueno, es un poeta, y además comunista, no podía faltar, pero dígame ¿Y Pierre? ¿Está aquí con usted?
Amelia palideció. No sabía qué responder. Notaba las miradas de algunos periodistas, pero sobre todo la de los funcionarios soviéticos, muy atentos a la conversación que mantenía con Albert James.
—Sí, está aquí.
—Estupendo, supongo que podremos verle. Además de Jean hay unos cuantos amigos de Pierre que también han sido invitados a este congreso.
Durante el encuentro entre los periodistas rusos y europeos Albert James se mostró especialmente combativo. Frente a sus colegas soviéticos, que defendían la intervención del estado en los medios de comunicación como garante de los intereses generales, Albert James defendía la libertad de expresión sin límites ni tutelas. Sus posiciones incomodaban a los soviéticos y en algún momento el debate adquirió tintes de crispación.
Cuando terminó la sesión, Albert James se acercó a Amelia, que no había dejado de mirarle ni un solo momento.
—Con quién está de acuerdo, ¿con ellos o conmigo? —le preguntó él, sabiendo que la ponía en un aprieto.
—Prefiero la libertad absoluta —respondió ella, sin ignorar que los otros funcionarios soviéticos no perdían palabra de lo que decían.
—¡Menos mal! Aún no la han echado a perder.
—Vamos, señor James, es la hora del almuerzo —le apremió ella—, y luego deben continuar debatiendo.
—¡Uf, es demasiado para mí! Preferiría pasear por Moscú. Ya he discutido bastante durante la mañana. ¿Por qué no me acompaña?
—Porque no está previsto que ni usted ni nadie pasee ahora por la ciudad, sino que continúen trabajando después del almuerzo, de manera que cumpla con el programa —respondió Amelia.
—No sea tan rígida… comprenderá que venir a Moscú ha sido una oportunidad que no podía dejar pasar, pero este congreso me aburre, ya me he dado cuenta de que no va a servir de nada.
Por la noche Amelia volvió a encontrarse a Albert James en el teatro durante una representación de El Lago de los Cisnes. Albert estaba junto a Jean Deuville y los dos hombres estaban buscándola.
Jean la abrazó y le dio dos besos. Se alegraba de verla pero, sobre todo, quería saber de su amigo.
—¿Dónde está Pierre? Quiero verlo cuanto antes. Cuando termine la representación podemos acompañarte a casa, se llevará una sorpresa —propuso Jean.
—No, no es posible. Ya lo veréis en otro momento —respondió Amelia, incómoda.
—Quiero darle una sorpresa —insistió Jean.
—Hoy no, Jean, quizá mañana.
Varios funcionarios soviéticos no dejaban de fijarse en la familiaridad que Amelia tenía con aquellos dos hombres, de manera que, en medio de la representación del ballet, Amelia sintió una mano que se apoyaba en su hombro, y al volver la mirada se encontró con Anushka, que le susurró que saliera del palco.
—¿Quiénes son esos hombres? —le preguntó.
—Albert James es periodista y Jean Deuville, poeta, pero tú deberías conocerlos, son vuestros invitados.
—¿De qué los conoces?
—Son unos amigos de Pierre que conocí en París. Insisten en verlo. Pero no sólo ellos, hay unas cuantas personas más que lo conocen en este congreso, y al verme todos me preguntan por él.
Anushka se lamentó de haber elegido a Amelia para aquel trabajo, puesto que su presencia se había convertido en un problema.
—¿Qué les has dicho?
—Quieren acompañarme a casa para darle una sorpresa a Pierre, pero les he dicho que hoy no es posible, que le verán en otro momento.
Y al pronunciar esas palabras Amelia se dio cuenta de que podía crear un problema a los soviéticos si los amigos de Pierre insistían en verle y no lo conseguían.
—Diles que está fuera de Moscú, que ha regresado a Buenos Aires —le ordenó Anushka.
—Lo siento, les he dicho que está aquí, y que podrán verle en cualquier momento, no se me ha ocurrido otra cosa —respondió Amelia, intentando parecer inocente.
De vuelta a su palco se dedicó a mirar descaradamente a Albert James intentando llamar su atención. Éste notó su mirada y le sonrió; poco antes de que terminara la representación se presentó en su palco. Anushka, que no les perdía de vista, también acudió de inmediato. No sabía por qué, pero le inquietaba la relación de Amelia con aquel hombre.
—¿Ha cambiado de opinión y me enseñará Moscú, aunque sea de noche?
—Imposible, mañana tienen que empezar a trabajar temprano.
—Noto algo raro en usted, Amelia, y no sé qué es…
Ella lo miraba intentando hablarle sin palabras, pero Albert James no lograba captar lo que quería decirle.
—¿Es usted feliz? —le preguntó de manera espontánea.
—No, no lo soy.
A él le sorprendió la respuesta, y no supo qué decir. Anushka los escuchaba, malhumorada. Al igual que Amelia, hablaba francés a la perfección, de manera que no había perdido detalle de la conversación, y decidió intervenir.
—¡Qué cosas dice nuestra querida Amelia! Claro que es feliz, todos nosotros la queremos bien.
Albert James se volvió para ver quién les había interrumpido y se encontró con una mujer joven y atractiva, rubia, alta, delgada y con unos inmensos ojos verdes. De inmediato se dio cuenta de que era una de las organizadoras del congreso.
—¡Ah, usted es…!
—Anna Nikolaievna Kornilova, directora del Departamento de las Artes del Ministerio de Cultura.
—Y actriz y directora de teatro —apostilló Amelia.
—¡He oído hablar de usted! Creo que mañana por la noche asistiremos a una obra que ha dirigido, ¿me equivoco? —preguntó Albert James.
—Así es, para mí será un honor que ustedes vean mi trabajo.
—Chejov, creo…
—Efectivamente. Y ahora que la obra ha terminado, nosotras tenemos trabajo, hemos de acompañarlos al hotel. Amelia, creo que tu grupo debe de estar ya saliendo hacia donde están los autobuses.
—Yo formo parte de su grupo —dijo Albert James.
—Bien, pues no se retrasen. A ti, Amelia, te veré en el hotel y regresaremos juntas a casa. Mijaíl nos acompañará. ¿Te parece bien?
Amelia asintió y se dirigió junto a Albert James hacia el vestíbulo junto al resto de los periodistas.
—Una mujer importante y muy bella. La veo a usted muy bien relacionada.
—Está casada con el primo de Pierre. Vivimos todos juntos.
—¡Ah, sí! Creo recordar que la madre de Pierre es rusa, ¿no?
—Sí, y su hermana Irina nos ha acogido en Moscú.
—Perdone mi insistencia, pero la veo rara y su confesión de que no es feliz… La verdad, me ha sorprendido.
—Quiero marcharme de la Unión Soviética pero no puedo, quizá usted podría ayudarme —murmuró Amelia mirando a un lado y a otro temiendo que alguien les escuchara.
—¿De qué tiene miedo? —Quiso saber él.
—Tendría que explicarle tantas cosas para que lo entendiera… Pierre me dijo que usted no era comunista.
—Y no lo soy. No se preocupe, tampoco soy fascista. Me gusta demasiado la libertad para que dirijan mi vida. Creo en los individuos por encima de cualquier otra cosa. Pero le confieso que sentía curiosidad por conocer la Unión Soviética.
—No se irá decepcionado —sentenció Amelia.
—¿Tan segura está?
—Usted, como los otros, verá lo que ellos quieren. Pero no se imagina usted lo que sucede aquí.
Interrumpieron la charla al subir al autobús. Amelia se sentó lejos de Albert James. Temía que si la veían demasiado junto al periodista decidieran que se encargara de otro grupo de invitados y entonces no tendría la oportunidad de llevar adelante el plan que empezaba a germinar en su cabeza.
De regreso al apartamento, flanqueada por Mijaíl y Anushka, Amelia intentaba dominar su nerviosismo.
—¿Quién es ese periodista? —le insistió Anushka.
—Se llama Albert James, es un antifascista norteamericano amigo de Pierre. En París eran inseparables —mintió Amelia— y está empeñado en verlo.
—Eso va a ser un problema —afirmó Mijaíl.
—Lo sé, pero ni él ni los otros invitados se conformarán con la excusa de que Pierre no quiere verles por trabajo o porque ha tenido que viajar repentinamente. Las cosas no suceden así en Europa. Vais a tener que hacer algo.
Anushka guardó silencio, consciente de que, efectivamente, el caso de Pierre podía terminar dando al traste la operación de imagen montada por los ministerios de Exteriores y de Cultura. Tenía previsto hablar con sus superiores a primera hora, pero sabía que ella misma quedaría comprometida al ser Pierre primo de Mijaíl, y, sobre todo, al haber propuesto a Amelia para ese trabajo.
A la mañana siguiente, tal y como temía Amelia, cuando llegó al congreso, su superior le había adjudicado otro grupo, esta vez de pintores. No protestó y lo aceptó con aparente indiferencia, pero estaba decidida a buscar a Albert James en cuanto pudiera. La ocasión se le presentó a la hora del almuerzo, cuando los distintos grupos de trabajo coincidieron ante un surtido bufet.
Amelia pensó que si los ciudadanos soviéticos pudieran ver aquella comida harían cualquier cosa por conseguirla, pues soportaban con estoicismo la escasez y el hambre y en aquel congreso parecía que en la Unión Soviética sobraban los alimentos.
—Nos ha abandonado —le dijo Albert James en cuanto la vio.
—Me han asignado a otro grupo, les preocupa que hable con usted o con Jean Deuville. Puede que incluso decidan apartarme de este trabajo, de manera que no tengo mucho tiempo para explicaciones. Sé que usted y Pierre no simpatizaban demasiado pero le pido que salve su vida.
—¿Cómo dice? —Albert James la miraba con asombro.
—Está detenido en la Lubianka y de allí sólo se sale muerto o en dirección a un campo de trabajo del que no se suele regresar jamás.
—Pero ¿qué ha hecho? —Había un tono de incredulidad y nerviosismo en la pregunta de Albert James.
—Le juro que no ha hecho nada, le suplico que me crea. Quieren una información que Pierre no tiene sobre… sobre una persona que él conoció y al parecer era un agente que ha desertado. Le han declarado enemigo del pueblo.
—¡Dios mío, Amelia, en qué lío se ha metido!
—¡Por favor, hable bajo! No creo que me permitan volver a hablar con usted. Sólo si usted, Jean y otras personas empiezan a insistir en que quieren ver a Pierre, puede suponer una oportunidad para que se salve. Insistan en ello por favor. En cuanto a mí, si pudiera pensar algo para convencerles de que debo marcharme con ustedes… Aquí me estoy muriendo.
—Todo lo que me está contando es tan extraño…
—No puedo darle más detalles, sólo le pido que confíe en mí, sé que no me conoce, pero le aseguro que no soy mala persona…
Un funcionario del departamento de Amelia se acercó con cara de pocos amigos.
—Camarada Garayoa, está descuidando su trabajo —le advirtió.
—Lo siento, camarada.
Amelia se alejó con la mirada perdida en el suelo.
Albert James no sabía qué hacer. La confesión de Amelia le había dejado perplejo. No entendía lo que estaba sucediendo y mucho menos por qué Pierre estaba preso. En realidad no sabía por qué éste y Amelia se habían venido a vivir a Moscú. Todo su círculo de amigos parisino les hacía en Buenos Aires. Pese a tantas preguntas como se hacía para las que no hallaba respuesta, le impresionaba la angustia de Amelia, que ella dominaba y parecía convertir en una calma fría. Pensó en contarle todo a Jean Deuville, pero su amigo poeta era un enamorado de la revolución y para él sería un duro golpe saber que Pierre estaba preso y, sobre todo, que las autoridades le consideraban un «enemigo del pueblo». Sintió las manos húmedas por el sudor y buscó una silla donde sentarse y poder pensar.
—¿Satisfecho por el trabajo de esta jornada?
Anushka se había plantado delante de él y le sonreía amigablemente. Pensó que aquella belleza rubia parecía más una princesa de cuento que una funcionaria del Partido Comunista.
—Quiero ver a Pierre —respondió él, comprobando cómo a ella se le helaba la sonrisa y quedaba desconcertada.
—¿A Pierre? Bueno, eso no va a ser posible, está de viaje. ¿No se lo ha dicho Amelia?
—No, Amelia nos dijo que estaba aquí. Comprenderá que nos parece muy raro que nuestro amigo no se haya acercado a vernos. A este congreso asisten más de veinte o treinta personas que lo conocen.
—¡Ah! ¿Y no pueden entender que por muy amigo de ustedes que sea él tiene su trabajo? Desafortunadamente ha tenido que salir de viaje. Si regresa antes de que termine el congreso, sin duda querrá verles.
—Pero Amelia…
—Ha debido de confundirse. Pierre lleva unos días fuera de casa por motivos de trabajo.
—Sabe, no sé por qué, pero no la creo…
—¿Cómo dice?
—Que no la creo, camarada Nikolaievna Kornilova, ni yo, ni los amigos de Pierre que estamos aquí.
—Me está ofendiendo, nos está insultando…
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Pone en duda mi palabra.
—Me temo que si no vemos a Pierre van a resultar inútiles sus esfuerzos para que nos dediquemos a loar los logros de la revolución…
Anushka dio media vuelta, llena de ira. Estaba decidida a que Amelia pagara caro el no haber dicho lo que se le había ordenado respecto a Pierre.
Buscó a Amelia y cuando la encontró se la llevó aparte.
—¿Qué pretendes? —gritó Anushka.
—¿Yo? ¿A qué te refieres?
—Te ordené que dijeras que Pierre había tenido que salir de viaje.
—Y te dejé claro que no pensaba hacerlo. No, Anushka, no voy a mentir, no es que me importe demasiado hacerlo, es que si miento en esto seré yo quien esté alargando la situación de Pierre.
—No tengo poder para sacarle de la Lubianka.
Amelia se encogió de hombros y la miró desafiante.
—Podrás hacer algo. Sólo pretendo salvarle la vida e irme de aquí.
—¿Con Pierre? ¡Estás loca! Nunca le dejarán marcharse. En cuanto a ti… Podrás irte, creo que eso sí sería posible arreglarlo.
—No hay trato, Anushka, no estoy pidiendo mi libertad por la de Pierre, quiero la de los dos. ¿Sabes qué sucederá si sus amigos no lo ven? Imagina los titulares de los periódicos: «Conocido intelectual francés desaparece en Moscú». Y París, Londres y Nueva York nada tienen que ver con Moscú, allí existe la libertad de prensa. No os va a gustar lo que se va a contar de este congreso, te lo aseguro.
Al día siguiente, a la secretaria del ministro de Exteriores Maxim Litvinov le llegó un escrito firmado por una veintena de los intelectuales invitados al congreso solicitando ver de inmediato a Pierre Comte. El escrito no dejaba lugar a dudas: sabían que el librero parisino estaba en Moscú, y ante las reiteradas peticiones para reunirse con él, recibían todo tipo de evasivas que les hacían sospechar que algo raro sucedía, por lo que solicitaban al ministro una explicación coherente, además de poder encontrarse con monsieur Comte.
Albert James se había empleado a fondo pidiendo que firmaran aquella carta algunos de sus amigos. Habló con Jean Deuville y éste tachó a Amelia de loca encantadora, negándose a considerar la posibilidad de que Pierre estuviese detenido y mucho menos que lo hubieran declarado «enemigo del pueblo». Fue tal la insistencia de James y, sobre todo, la velada amenaza de que estaba dispuesto a publicar en los periódicos norteamericanos la «extraña desaparición de Pierre Comte», lo que logró convencer a Jean Deuville para que firmara aquella carta y le ayudara a convencer a otros escépticos.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Albert, lo que te ha dicho Amelia parece muy raro… Ojalá no estemos siendo utilizados en ninguna maniobra de desprestigio de la Unión Soviética. Sabes que soy comunista y tengo responsabilidades en París.
—Lo sé, Jean, pero también sé que pese a tu fe sin fisuras aún conservas cierta autonomía de pensamiento. Si fuera una trampa, yo asumo toda la responsabilidad.
—Mis camaradas nunca me perdonarían que, aunque fuera involuntariamente, sirviera a los intereses de los fascistas.
Al congreso asistían casi doscientos invitados, y fue un éxito conseguir que veinte firmaran el escrito.
Los responsables del congreso se vieron obligados a buscar una solución y Anushka fue la encargada de llevarla a la práctica.
El torturador entró en la celda y Pierre se despertó e intentó encogerse, al tiempo que rompía a llorar temiendo una más de aquellas interminables sesiones en las que ansiaba morir. Le acababan de llevar a la celda y se había quedado profundamente dormido después de haber estado cuarenta y ocho horas sentado en una silla, atado de pies y manos; distintos torturadores se habían ido turnando a lo largo de las horas sometiéndole a todo tipo de crueldades mientras le preguntaban por el camarada Krisov.
Sintió que el torturador le levantaba del suelo y dándole patadas le obligaba a caminar.
No quería andar, no podía, sólo deseaba morir y empezó a suplicar que le mataran. Pero le condujeron a la enfermería donde una recia mujer vestida de blanco le puso una inyección que le sumió en un sueño profundo.
Cuando se despertó, creyó ver el rostro borroso de un hombre observándole.
—¿Se encuentra mejor? —le preguntó.
Pierre no acertaba a hablar, ni siquiera a mover la cabeza. Creía estar en un sueño, tenía que serlo porque nadie le golpeaba.
—Ahora le ayudaré a levantarse, tiene que darse una buena ducha. Luego le arreglarán el cabello y le darán ropa limpia.
—¿Dónde estoy? —preguntó con un hilo de voz.
—En el hospital. Soy el médico encargado de cuidarle. No se preocupe, se recuperará.
—¿En el hospital?
—Sí, hombre, en el hospital. Tuvo usted un accidente, perdió la memoria, pero afortunadamente se está recuperando. Su familia vendrá a visitarle muy pronto, en cuanto le vea mejor.
—¿Mi familia?
Pierre pensó en su madre, en las manos suaves de Olga cuando, de pequeño, le acariciaba la frente antes de darle el beso de buenas noches. Su madre abrazándole, sonriéndole, apretándole la mano al cruzar cualquier calle. ¿Estaría allí su madre?
Por la tarde se encontraba más despejado, aunque no sentía algunas partes del cuerpo. El doctor le explicó que a causa del «accidente», tenía un brazo inutilizado que nunca más podría mover. Había perdido varios dedos. En cuanto al ojo derecho, desgraciadamente también lo había perdido. Y Pierre recordó la noche en la que uno de aquellos hombres le clavó un destornillador en el ojo y él se desmayó de dolor. ¿De qué accidente le hablaba el doctor? Pero no preguntó, no dijo nada, se sentía exhausto y feliz entre aquellas sábanas limpias, que olían a desinfectante.
En cuanto a los testículos, le advirtió el doctor, el golpe del accidente había sido tan fuerte que los había perdido. Pierre volvió a ver a su torturador con aquellas tenazas cogiendo primero un testículo y aplastándolo, y luego el otro. Pero el doctor le decía que los había perdido a causa del «accidente», y asintió confortado por las palabras del hombre vestido de blanco.
Habían pasado seis días desde que Amelia se había enfrentado a Anushka. Cuando se encontraban en casa, apenas se hablaban. Mijaíl tampoco le ocultaba su creciente hostilidad, incluso le había escuchado discutir con su madre, pidiéndole que echara a Amelia, pero la tía Irina se había enfrentado a él diciéndole que ella se quedaría en la casa hasta que hubiera aparecido Pierre.
Una noche Mijaíl y Anushka llegaron a casa poco después de Amelia. Se habían visto durante el día en el congreso, pero a ella le extrañó que Anushka desapareciera a primera hora de la tarde.
Mijaíl carraspeó y pidió a sus padres y a Amelia que se sentaran porque Anushka debía decirles algo.
Tía Irina se secó las manos en el delantal, y tío Giorgi guardó el periódico. Amelia intentó disimular el temblor que notaba desde el cuello a los pies. Se temía lo peor.
Anushka les miró a todos en silencio, bajó la cabeza, y luego la alzó moviendo su espléndida melena rubia. Todo aquel gesto parsimonioso aumentó la atención sobre ella.
—Pierre está vivo y está bien —anunció.
Tía Irina y Amelia preguntaron al unísono dónde estaba y cuándo le podrían ver.
—Tranquilas, tranquilas. Veréis, para nosotros ha sido muy doloroso ocultaros lo sucedido —dijo mientras cogía la mano de Mijaíl—, puesto que llegamos a pensar que no se recuperaría.
—¡Pero qué ha pasado! —gritó tía Irina.
—Pierre sufrió un gravísimo accidente, en el que casi pierde la vida. Lo peor es que ha sufrido amnesia hasta hace poco, y ha estado perdido; bueno no del todo, se encontraba en un hospital pero al no poder decir quién era…
—¿Un accidente? ¿Dónde? —preguntó Amelia sabiendo que mentía.
—Mi querida Amelia, lo que voy a decir va a ser especialmente duro para ti pero… Bueno, es mi obligación hacerlo. No creas que Mijaíl y yo no intentamos saber dónde estaba Pierre, pero es que lo que averiguamos, en fin, no era demasiado halagüeño para ti. Pierre tenía otra amante; una noche salieron juntos, iban en el coche de ella en dirección a su dacha, en las afueras de Moscú. Pierre pensaba telefonear excusándose diciendo que tenía mucho trabajo y llegaría tarde, pero desgraciadamente sufrieron un accidente. Al parecer, había obras en la carretera y una grúa se desplomó sobre el coche de la amiga de Pierre. Ella murió en el acto y él… Bueno, sufrió heridas considerables y además perdió la memoria. Durante este tiempo ha estado en un hospital y te aseguro que es un milagro que se encuentre vivo, aunque su estado… En fin, te puedes imaginar…
—No, no puedo, y quiero verle. —El tono de voz de Amelia era frío como el hielo. Le hubiese gustado llamar mentirosa a Anushka y sobre todo abofetearla, pero sabía que debía contenerse, que tenía que aceptar el papel de la amante humillada.
—Ya te digo que su estado es terrible, puede que ni te reconozca —afirmó Anushka.
—Quiero verle —insistió la joven española.
—De acuerdo, mañana te acompañaremos al hospital —asintió Anushka.
—Amelia, debes perdonarnos por no haberte dicho lo de la amante de Pierre, pero no queríamos ofenderte y aumentar tu sufrimiento por su desaparición —dijo Mijaíl, mirándola con pena.
—¡Pero yo no creo que Pierre tuviera una amante! —afirmó tía Irina—. ¡Eso es imposible! Sé lo mucho que dependía de Amelia. Tiene que haber otra explicación.
—No, madre, no la hay. Lo peor es que la mujer que lo acompañaba era… Da vergüenza saber que todavía hoy en la Unión Soviética hay prostitutas. Nadie reclamó el cuerpo de la mujer, al parecer no tenía parientes, y como Pierre no sabía decir quién era…
—¿Y cómo le han encontrado? ¿Cómo saben que es Pierre? —insistió tía Irina.
—Claro que es él. Mañana iremos todos a verle. No te preocupes por el trabajo, Amelia, ya he dicho que llegarás más tarde y, dadas las circunstancias, lo han comprendido. Además, mañana llevarán a nuestros invitados a recorrer algunas fábricas modelo.
Anushka y Mijaíl a duras penas podían responder a las innumerables preguntas de tía Irina. El tío Giorgi casi no pronunció una palabra. Había comprendido que, por alguna causa que se le escapaba, alguien había decidido hacer reaparecer a Pierre y no se atrevía a preguntar dónde había estado ni qué había sido de él. Se fueron a dormir pronto. Anushka alegó que le dolía la cabeza y Mijaíl que estaba cansado. En realidad no soportaban las preguntas de Irina, ni su charla interminable.
Amelia no pudo dormir en toda la noche. Daba vueltas sobre el colchón imaginando el día siguiente. ¡Cómo habían podido inventar que Pierre había sufrido un accidente!, se decía a sí misma, al tiempo que sentía alivio al saberle vivo.
El médico les acompañó a través de un largo pasillo y se detuvo ante una habitación. Abrió la puerta y les invitó a entrar. Antes les había aleccionado sobre cómo debían comportarse con el enfermo. Nada de hacerle preguntas. Pierre estaba recuperando la memoria y su estado mental era de absoluta confusión.
Al principio no lo reconocieron. Amelia se adelantó hacia la cama pensando que les habían engañado, llevándolos ante un hombre que no era Pierre. Pero era él, solamente que parecía un anciano. Apenas le quedaban cabellos en la cabeza, y los pocos que conservaba eran completamente blancos. Le faltaban dedos en las manos y una parte del cuerpo parecía paralizada. Una venda le cubría el hueco que un día había ocupado su ojo derecho.
Amelia rompió a llorar, y tía Irina tampoco pudo contener las lágrimas. Incluso Mijaíl pareció impresionado por el aspecto de Pierre.
—Es un milagro que haya podido sobrevivir al accidente —afirmó el médico—. Menos mal que no se acuerda de lo que le sucedió.
—¿No se acuerda de nada? —preguntó tía Irina.
—No, no lo recuerda. Además, le estamos tratando para que supere los pensamientos negativos.
—¿Tratando? ¿Qué le están haciendo? —preguntó Amelia, alarmada.
—Intentamos aliviar su sufrimiento, nada más. —Al médico le parecía improcedente la pregunta de Amelia.
Ella cogió una de las manos de Pierre y le acarició la mejilla. Él abrió el ojo izquierdo y la miró, pero su mirada estaba vacía, parecía no reconocerla.
—Pierre, soy yo, Amelia —susurró ella a su oído sin que él respondiera.
—No la reconoce —afirmó el médico, intentando apartar a Amelia del lado del francés.
Pero ella sintió que los tres dedos que le quedaban en aquella mano se aferraban a la suya. Le volvió a contemplar pero la mirada de su ojo continuaba perdida.
—No importa que no me reconozca, sé que le gusta sentirme cerca.
—No debemos cansarle —insistió el médico.
—Vamos, Amelia, ya lo has visto, puedes estar tranquila, aquí le están cuidando —dijo Anushka, mientras la agarraba del brazo.
—Quiero estar a solas con Pierre. —Amelia no lo estaba pidiendo, sino que daba por hecho que nadie le podría impedir quedarse junto a él.
—Eso es imposible —aseguró el médico.
—No, no lo es. Pierre ha sufrido muchísimo, sé que no me reconoce, pero estoy segura de que le vendrá bien sentir una mano amiga.
Anushka miró al médico. Ambos salieron de la habitación y ella regresó unos minutos después.
—He convencido al doctor para que te deje quedarte un rato, pero debes comprender que Pierre necesita descansar. Prométeme que no le forzarás a hablar.
—No haré nada que pueda perjudicarle.
Tía Irina besó suavemente a Pierre, el tío Giorgi parecía no atreverse a tocarle. Mientras salían de la habitación, Anushka le anunció que volvería a buscarla en unos minutos.
Amelia acariciaba la cabeza de Pierre y creía ver dibujarse una leve sonrisa en sus labios. De vez en cuando abría el ojo izquierdo, pero no la buscaba con la mirada, sino que parecía perderse en el blanco de la pared que tenía enfrente.
—He sufrido mucho por tu ausencia, aunque viéndote sé que mi sufrimiento ha sido una nimiedad con lo que has debido pasar… ¡Dios mío, qué te han hecho! Te sacaré de aquí, volveremos a París, allí te recuperarás, ya verás, confía en mí —le decía en voz muy baja, temiendo que alguien la pudiera escuchar.
De vez en cuando una enfermera entraba en la habitación y se acercaba a la cama mirando con desconfianza a Amelia, como si el estado en que se encontraba Pierre fuera culpa de ella.
Más tarde, Anushka regresó a la habitación acompañada del doctor.
—Amelia, querida, debemos regresar al trabajo. Esta noche podrás visitar de nuevo a Pierre.
Le besó en los labios y los sintió fríos como si fueran los de un cadáver.
—No te preocupes, volveré —le dijo pero él no parecía escucharla.
Salieron al pasillo y Anushka le anunció que el doctor quería hablar con ellas. Fueron hasta su despacho. Éste las invitó a sentarse y luego miró a Amelia con desconfianza.
—Camarada Garayoa, siento tener que decirle que el camarada Comte está muy grave —afirmó el médico.
—Eso es evidente —respondió Amelia con un deje de ironía.
—Es un hombre fuerte pero aun así… En el accidente perdió los testículos —le dijo mirándola fijamente e intentando que ella se sintiera avergonzada.
—¿Ah, sí? Bueno, por lo que sé se puede vivir sin testículos.
—Los golpes recibidos… Ya sabe que se le cayó una grúa encima… En fin, le han producido lesiones irreversibles.
—Soy consciente de su estado, camarada doctor.
—Tiene el cerebro afectado, en cuanto a sus facultades mentales… No creo que vuelva a ser una persona normal. Tiene que estar preparada para lo peor, camarada —sentenció el médico.
—¿Lo peor? ¿Puede haber algo peor que lo que le ha sucedido?
—Le aseguro que hemos hecho cuanto hemos podido —insistió el médico—, pero debe tener en cuenta que… En fin, no había sido debidamente atendido.
—Quiero llevarle a París, con sus padres —anunció Amelia con voz desafiante.
—¡Imposible! —exclamó Anushka.
—¿Por qué? No tiene sentido que continuemos aquí ninguno de los dos. Pierre necesita unos cuidados especiales, necesita a su familia.
—Nosotros somos su familia, Amelia —le reprochó Anushka.
—Sus padres están en París, y allí es donde Pierre quiere y debe estar.
—No sé si será posible trasladarle en su estado… —El médico miraba a Anushka con preocupación.
—Le aseguro que mejorará notablemente en cuanto salgamos de aquí —respondió Amelia, conteniendo la ira que a duras penas lograba dominar.
—He pensado que quizá puedan venir a verle ese periodista, Albert James, y también el poeta, Jean Deuville —apuntó Anushka.
—Muy considerada por tu parte. Pero además te pido, camarada Anna Nikolaievna Kornilova, que consigas los permisos necesarios para trasladar a Pierre a París. Mi intención es regresar junto a los intelectuales invitados, precisamente con sus dos grandes amigos, Albert James y Jean Deuville.
Anushka apretó los dientes endureciendo la expresión del rostro. Le irritaba la actitud de Amelia, pero sabía que no era el momento de discutir con ella.
Por más que ésta intentó que la dejaran permanecer al lado de Pierre, el médico se mostró inflexible. Hasta el día siguiente no podía ir a visitarle ya que tenían algunas pruebas pendientes que hacerle. Podía acudir por la mañana temprano junto a los amigos de Pierre.
Esa noche Amelia acudió a la cena de despedida que el Comité Central ofrecía a los intelectuales participantes en el congreso.
El ambiente era de preocupación: aquel 30 de septiembre se había recibido la confirmación del pacto al que habían llegado en Múnich Édouard Daladier en nombre de Francia y Neville Chamberlain en el de Inglaterra con Hitler y Mussolini. Las dos potencias europeas habían cedido ante Hitler en su determinación de apoderarse de la región checa de los Sudetes.
—¡Es una vergüenza! —afirmaba Albert James—. Francia e Inglaterra pagarán caro su error. Están permitiendo que Hitler crea que puede hacer y deshacerlo todo a su antojo, y lo único que hacen es alimentar a un perro rabioso.
Los anfitriones soviéticos escuchaban las conversaciones de sus invitados pero contenían prudentemente sus comentarios. Preferían escuchar, pulsar la opinión de aquel grupo de hombres que representaban a una parte de la «intelectualidad» europea.
Amelia se acercó al grupo donde se encontraba Albert James y le hizo una indicación para hablar a solas.
—¿Qué sucede? —preguntó el periodista.
—Quiero agradecerle lo que han hecho con Pierre. Hoy he podido verle; a Dios gracias, está vivo aunque su estado es crítico.
—¿Dónde estaba? ¿Qué le sucede?
—Le verá mañana y… Bueno, le costará reconocerle. Le han torturado, pero a usted le dirán lo mismo que a mí, que ha sufrido un accidente, que se le cayó una grúa encima.
Le contó la historia que los soviéticos habían inventado para justificar el estado de Pierre, y le pidió que no dejara de acudir al día siguiente con Jean Deuville a verle al hospital.
—Anushka y yo vendremos a buscarles a las ocho en punto. Ahora quiero pedirle otro favor.
—¡Vaya! ¿Y ahora de qué se trata?
—Quiero que le diga a Anushka que Pierre debe regresar a París, y que usted y Jean Deuville me ayudarán a cuidar de él durante el viaje. Pero tiene que insistir en que hemos de ir con ustedes.
—Pueden negarse.
—Sí, pero si usted los aprieta… Se han visto obligados a hacerlo aparecer, y bueno, las autoridades soviéticas no quieren escándalos en este congreso, pretenden que todos ustedes hagan grandes alabanzas del sistema, para eso les han invitado. De ahí que no hayan tenido más remedio que acceder a su petición de ver a Pierre.
—Resulta increíble que le hayan tenido detenido tanto tiempo…
—Torturar y asesinar en nombre del pueblo es una práctica común. Si a uno le declaran enemigo de la revolución, a partir de ese momento se merece cuanto le pueda suceder. La gente tiene miedo, pasa hambre, hay censura, los hijos denuncian a los padres, los tíos a los sobrinos, y los amigos se observan con desconfianza. Stalin ha instalado un régimen de terror, aunque en realidad no es sólo suya la culpa, la semilla de esta barbarie la plantó Lenin.
—¿Ha dejado de abrazar la fe comunista?
—He vivido aquí el tiempo suficiente para querer huir de esto que llaman comunismo. Pero lo que yo piense no es importante, ahora de lo que se trata es de salvar a Pierre.
Jean Deuville no pudo contener una exclamación de horror cuando entró en la habitación de Pierre. Albert James también estaba impresionado pero, para alivio de Anushka, no dijo nada. El médico les explicó la gravedad de su estado insistiendo en que era un milagro que hubiera sobrevivido al accidente con la grúa.
—Pierre, amigo, ¿qué te ha sucedido? —preguntó Jean haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
El único ojo de Pierre permanecía abierto pero no parecía verlos. Amelia le notó más adormilado que el día anterior, y en su único ojo sano pudo leer el miedo que Pierre sentía.
—Lo llevaremos a París —afirmó Albert James—, vendrá con nosotros. Cuanto antes esté con su familia, más pronto se recuperará.
—No creo que… En fin, puede que su salud mental quede afectada para siempre. Ya ven ustedes, es poco más que un vegetal —afirmó el médico.
—Aun así vendrá con nosotros —replicó Jean Deuville con determinación—; su madre nunca me perdonaría que le dejara aquí.
—En ningún lugar tendrá los cuidados que en un hospital dedicado a la salud del pueblo —agregó Anushka.
—Discrepo, camarada Anna Nikolaievna Kornilova, en ningún lugar del mundo se está mejor que en casa —afirmó Jean.
—La Unión Soviética es la patria de Pierre, y la de todos los trabajadores. Además, le recuerdo que el camarada tiene familia aquí —afirmó Anushka.
—Nikolaievna Kornilova, como amigos de Pierre y representantes de sus padres, insistimos en llevarle a París. No entendemos su empeño en impedir que regrese… —dijo Albert James.
—El camarada Comte no está en condiciones de viajar —aseguró el médico—; ni siquiera me atrevo a decir… En fin…
—Aguantará el viaje —aseguró Jean Deuville—, sé que podrá hacerlo.
Albert James y Jean Deuville no dejaron opción ni al médico ni a Anushka, de manera que éstos optaron por decir que tramitarían los permisos necesarios, pero que si se lo llevaban y le sucedía algo sería bajo su responsabilidad. Amelia había permanecido en silencio, sabiendo que no era ella quien tenía que librar esa batalla.
Amelia se sentía feliz haciendo el equipaje. Por fin Anushka le había anunciado que podía regresar a París con el grupo de Albert James y Jean Deuville y llevarse a Pierre con ellos.
Tía Irina le ayudaba a guardar la ropa en la maleta; la buena mujer le daba consejos sobre cómo tratar al enfermo durante el viaje que iban a emprender.
—Mi hermana Olga nunca me perdonará lo que le han hecho a su hijo —se lamentaba—. Yo no he hecho por él lo que debía…
—Usted y tío Giorgi se han portado muy bien con Pierre y conmigo, no tienen nada que reprocharse, es este maldito sistema…
—Nunca fui una revolucionaria —aseguró la tía Irina—, pero Giorgi sí lo era y, bueno, llegué a creer que tenía razón, que el pueblo viviría mejor, que construirían una sociedad con más libertades, pero ahora hay más miedo que en tiempos del zar. Mijaíl se revuelve cuando lo digo, pero es la verdad.
—Cuídese, tía Irina.
—¿Crees que mi hijo sería capaz de denunciarme?
—No, no he dicho eso.
—Pero lo piensas, Amelia, sé que lo piensas. No, él no lo hará. Sé que muchos hijos han denunciado a sus padres, pero el mío no lo hará. Mijaíl posee una fe inquebrantable en el comunismo, pero es un buen hijo. No desconfíes de él.
Amelia no quiso contradecir a la mujer. Además, en ese momento lo único que le importaba era cerrar la maleta e ir al hotel Metropol, donde la esperaban Albert James y Jean Deuville. Anushka había prometido que un coche les llevaría al hospital para recoger a Pierre y de allí irían al aeropuerto.
La tía Irina derramó unas cuantas lágrimas al despedirla.
—Cuida a Pierre y dale mi carta a mi hermana Olga.
—Así lo haré, y usted tenga cuidado.
Jean Deuville estaba nervioso, y Albert James no parecía de muy buen humor.
—Si alguien me dice que iba a vivir todo esto le habría dicho que estaba loco —se lamentó Deuville.
Anushka apareció a la hora acordada con un coche grande para, según dijo, acomodar mejor a Pierre. Parecía intranquila y sin ganas de hablar.
Ya en el hospital, Anushka les pidió que esperaran a que ella buscara al director médico para que firmara el alta de Pierre.
Amelia asintió nerviosa. Sabía que en la Unión Soviética la burocracia podía resultar interminable.
Media hora después apareció Anushka con el médico que atendía a Pierre.
—Acompáñenme, por favor —pidió el médico—. El camarada Comte ha empeorado. Esta madrugada sufrió una crisis cardíaca aguda. Estamos haciendo todo lo posible para salvarle la vida y, desde luego, es imposible que pueda viajar.
Le siguieron nerviosos. Amelia sentía desbocarse los latidos del corazón mientras Jean Deuville y Albert James se miraban sorprendidos.
El médico abrió la puerta de la habitación donde se encontraba Pierre, y vieron a dos enfermeras y a otros dos médicos alrededor de la cama.
—Lo siento, camaradas, el enfermo acaba de sufrir una parada cardíaca —dijo uno de los médicos—, desgraciadamente no hemos podido hacer nada. Ha fallecido.
Amelia se acercó a la cama y les apartó. El rostro de Pierre estaba crispado, como si sus últimos momentos hubieran sido de gran sufrimiento. Comenzó a llorar, al principio sin emitir ningún sonido, luego dejando escapar un grito agudo. Se abrazó al cuerpo inerte de Pierre. El cuerpo de un anciano. El cuerpo de un hombre torturado.
Albert James se acercó a la cama e intentó que Amelia se soltara de Pierre, pero ella no quería hacerlo, necesitaba sentir aquel cuerpo pegado al suyo y murmurarle que nunca jamás volvería a querer a nadie como le había querido a él.
Con ayuda de Jean Deuville, Albert James pudo apartar a Amelia. Los dos hombres estaban impresionados por la escena.
—Lo siento —aseguró el médico.
—¿Lo siente? Creo que ustedes le han…
Albert James no permitió que Amelia continuara hablando. Sabía que iba a decir lo mismo que sospechaba él: que habían matado a Pierre.
—¡Por favor, Amelia! Debemos irnos. Ya no podemos hacer nada por Pierre —le dijo con dureza.
—¡Quiero que le hagan la autopsia! Quiero llevarme su cadáver a París, y que le hagan la autopsia allí para saber de qué ha muerto —gritaba Amelia.
—Amelia, no estás bien, quizá debas quedarte para recuperarte de la pérdida de Pierre —afirmó fríamente Anushka.
Sus palabras sonaron a amenaza.
—Es comprensible que esté así, póngase en su lugar —afirmó Albert James con voz neutra.
—Vamos, Amelia, aquí no tenemos nada que hacer —le dijo Jean Deuville mientras le pasaba el brazo por encima de los hombros.
—Tengan en cuenta que el accidente que sufrió fue terrible —dijo el doctor.
—Sí, lo tenemos en cuenta. Lo milagroso es que haya vivido hasta hoy —respondió Albert James con ironía.
Amelia se negó a despedirse de Anushka, y ésta se comprometió con Jean Deuville y Albert James a encargarse del entierro.
—No olvide que Pierre tiene familia aquí —insistía Anushka— y será enterrado como merece.
Durante un segundo Amelia dudó si debía quedarse para enterrarlo, pero Albert James le insistió en que debía marcharse con ellos.
—Acompáñenos, ya no tiene sentido que continúe aquí. Él no habría querido que se quedara.
Ella también rechazó la mano del médico que había atendido a Pierre. Abrazada a Jean Deuville no cesaba de repetir «asesinos» en español, idioma que ella creía que ninguno de los presentes conocía.
Salieron del hospital directamente hacia el aeropuerto. Era el 2 de octubre de 1938…
La profesora Kruvkoski se quedó en silencio. Mirando fijamente a Guillermo.
—Esto es todo lo que le puedo contar.
—Pues me ha dejado usted hecho polvo.
—¿Cómo dice?
—Que estoy muy impresionado. Los crímenes del estalinismo ponen los pelos de punta. Debió de ser una época terrible.
—Lo era, el sistema funcionaba a través del terror, así lograron dominar a todo el país. Sí, fue terrible, murieron millones de inocentes, a los que Stalin mandó asesinar.
—Dígame, ¿cómo puede usted saber con tanta precisión lo que sucedió? Lo digo porque no debe ser fácil averiguar lo que pasaba en la Lubianka.
—Algunos documentos y archivos han sido abiertos para los investigadores.
—Resulta increíble que no se rebelaran ustedes contra Stalin, y sobre todo que hoy en día haya gente que le añore.
—Pregúntele a sus padres por qué no se rebelaron contra Franco —respondió malhumorada la profesora.
El silencio se volvió a instalar entre ellos. Después la profesora Kruvkoski suspiró, y pareció relajarse.
—Es difícil que ustedes entiendan lo que pasó. En cuanto a lo de añorar a Stalin… No, no se equivoque, el pueblo ruso no tiene nostalgia de él, lo que no soporta es no ser una potencia, no tener el respeto de los demás países. La Unión Soviética fue una gran potencia, temida por todos, y eso era un motivo de orgullo para los rusos. La caída del Muro de Berlín nos dejó desconcertados. Éramos pobres, habíamos dejado de ser una potencia, todo se derrumbaba a nuestro alrededor… Occidente nos creía vencidos y los rusos se sentían humillados.
—Reconocerá que es mejor la democracia que la dictadura.
—Naturalmente, joven, eso está fuera de toda duda, pero los rusos somos orgullosos y no soportamos que se nos menosprecie. Occidente se ha equivocado con Rusia.
—Ustedes son parte de Europa.
—Ése es el error. Somos parte de Europa pero no del todo. Rusia es por sí sola un continente, con sus propias peculiaridades. Por eso ustedes no entienden que Putin tenga tanto predicamento aquí, y la respuesta es porque ha devuelto a los rusos el orgullo. En fin, no voy a darle ahora una lección de geopolítica ni a explicarle cómo somos los rusos.
—Le agradezco lo que me ha contado de mi bisabuela.
—Fue una mujer notable y muy valiente.
—Sí, supongo que sí.
No tenía excusa para continuar en Moscú, aunque lamentaba no poder alargar mi estancia un par de días. Además, me habría encantado ir a San Petersburgo pero teniendo en cuenta que ahora mis financiadoras eran las ancianas Garayoa, no me sentía capaz de abusar de su confianza; no obstante, aproveché el resto del día para recorrer Moscú. Por la mañana temprano debía regresar a España. Estaba expectante, porque no podía imaginar qué derroteros habría tomado mi bisabuela cuando regresó a París. Y me preguntaba a quién le encargaría ahora doña Laura que guiara mis pasos.