Amelia estaba firmemente decidida a abandonar a Pierre, pese a que no tenía dinero propio y dependía en todo de él. Esa circunstancia le sirvió para darse cuenta de la importancia de disponer de sus propios medios a fin de poder organizarse su propia vida. Ella había pasado de la tutela familiar a la de su marido, y de la de éste a la de Pierre. Nunca había carecido de nada pero tampoco había tenido nada específicamente suyo, y entendió que para seguir el consejo de Krisov de hacerse con las riendas de su propia vida no tenía más remedio que trabajar. Pierre no le daría dinero para comprar un pasaje de regreso a Europa, y ella no se sentía capaz de pedir dinero prestado, de manera que decidió trabajar.
Al día siguiente de la discusión Amelia se presentó en la galería de Gloria Hertz.
—Necesito trabajar. ¿Puedes ayudarme?
—¿Qué sucede? ¿La librería no va bien?
—Todo lo contrario, marcha estupendamente, mejor de lo que Pierre había previsto, pero no se trata de la librería, sino de mí, quiero ser independiente y disponer de mi propio dinero.
No le costó mucho a Gloria darse cuenta de que aquella petición era fruto de una crisis entre Amelia y Pierre.
—¿Te has peleado con Pierre? —Quiso saber Gloria.
—Quiero separarme de él y regresar a España, y para eso necesito trabajar —respondió con sencillez.
—Perdona que me entrometa, pero ¿no será una pelea pasajera? Después de todo lo que habéis pasado por estar juntos…
—Quiero regresar a mi país. No puedo quitarme de la cabeza la guerra, cómo estará mi hijo, qué será de mi familia.
—¿Has dejado de querer a Pierre?
—Puede ser… En realidad, si miro hacia atrás me sorprende haber tomado la decisión de fugarme con él, incluso de haberle querido. Pero no puedo lamentarme por lo que hice en el pasado porque no tengo poder para cambiarlo, pero sí para ser dueña de mi futuro.
A Gloria le impresionó escuchar a Amelia hablar de aquella manera; de pronto le pareció una mujer madura y no la chiquilla dulce y amable cuya compañía todos buscaban.
—¿Qué dice Pierre? —insistió Gloria.
—No quiere que me vaya, pero es una decisión que no depende de su voluntad sino de la mía. La decisión está tomada, pero necesito dinero para regresar.
—Él… Bueno… ¿Él no te quiere ayudar?
—Pierre no facilitará mi regreso, de manera que dependo de mí misma. Necesito un trabajo. ¿Puedes ayudarme a encontrar uno?
—No es fácil… pero quizá nosotros podamos prestarte el dinero.
—No, eso no. No quiero contraer ninguna deuda. Prefiero trabajar.
—Pero ¿qué podrías hacer?
—Lo que sea, me da igual, sólo quiero ganar el dinero suficiente para comprar un pasaje.
—Hablaré con Martin, puede que se le ocurra algo… Pero… ¿estás segura? Todas las parejas nos peleamos, incluso yo a veces he tenido ganas de separarme, pero al final lo que cuenta es el amor, si hay amor en una pareja, todo lo demás no tiene importancia.
—Tú lo has dicho, tiene que haber amor, y yo ya no lo siento para seguir con Pierre. Quiero regresar a España —insistió Amelia.
El resto de la mañana lo pasó caminando por la ciudad en busca de algún aviso que pudiera ser una oferta de trabajo. Cuando ya regresaba a su casa, vio un cartel en la puerta de una pastelería: SE NECESITA DEPENDIENTE, rezaba.
Amelia no se lo pensó dos veces y entró. La pastelería era pequeña, decorada con sencillez y buen gusto, y sus propietarios eran un matrimonio ya entrado en años. Ambos eran españoles. Habían emigrado desde una aldea de Lugo a finales del siglo XIX y trabajado mucho hasta conseguir aquella pequeña tienda, de la que se sentían orgullosos porque era el fruto de sus esfuerzos y desvelos. No tenían hijos, y, aunque al principio doña Sagrario se lamentaba, al final había aceptado resignadamente lo que ella decía que eran los designios del Señor. En cuanto a don José, sí los echaba en falta, aunque nunca se lo dijo a su mujer.
Don José estaba enfermo, había sufrido dos ataques al corazón, y el último le había afectado también al cerebro dejándole paralizado el lado izquierdo del cuerpo. A doña Sagrario le faltaban horas para atender a su marido y el negocio que les daba de comer, y por eso había decidido emplear a alguien para que se encargara de la pastelería.
Las dos mujeres simpatizaron de inmediato, y doña Sagrario se alegró al saber que Amelia era buena cocinera y sabía algo de repostería.
—Me podrás ayudar también a hacer las tartas y pasteles, además de a venderlas —le dijo la buena mujer.
El salario no era muy alto, pero Amelia calculó que en unos meses habría ahorrado lo suficiente para sacar un pasaje en cualquier barco que fuera a Francia y de allí a España. No le importaba en esta ocasión viajar en la cubierta de tercera clase, sin lujos ni comodidades.
Doña Sagrario le propuso que se quedara ese mismo día a trabajar y Amelia aceptó de buen grado. Atendió el mostrador, y cuando no había clientes entraba en la cocina que comunicaba con la tienda para ayudar a doña Sagrario con la masa de los pasteles. Don José las observaba sin decir palabra, aunque doña Sagrario aseguraba a Amelia que estaba contento de que la hubieran contratado.
Anochecía cuando Amelia volvió a su casa, donde Pierre, nervioso, la estaba esperando.
—¡Pero dónde te has metido! ¡Me has tenido muy preocupado! Gloria llamó hace un rato para decirme que a lo mejor tenía un trabajo para ti. ¿Quieres explicarme que es eso de que vas a trabajar? No lo has consultado conmigo, y desde ahora te digo que ni lo sueñes.
Pero Amelia ya no era la dulce joven que había conocido Pierre y le respondió con brusquedad, defendiendo su recién iniciado camino hacia la independencia.
—No soy de tu propiedad. Que yo sepa, estás en contra de ella, de manera que mucho menos vas a ser propietario de un ser humano, en este caso de mí. He decidido trabajar, ganar dinero y comprar un pasaje en cualquier barco que me lleve a Francia. Le pregunté a Gloria si sabía de algún trabajo, pero he tenido suerte y lo he encontrado sola, y ya he comenzado a trabajar.
Pierre la escuchó en silencio y cada palabra la fue sintiendo como un puñetazo en el estómago.
—Amelia, te he pedido perdón… Te he explicado hasta lo que, por tu propia seguridad, no deberías saber… ¿Qué más quieres? ¿Ya no te basta con que te ame? Me decías que era lo único que te importaba, que yo te quisiera…
—Tienes que aceptar que las cosas han cambiado, que yo he cambiado. No puedes pretender haberme engañado como lo has hecho y que no suceda nada. ¿Tan poco me valoras, Pierre? Claro que… seguramente tienes motivos sobrados para pensar en mí como en una idiota. Me has manejado como un títere, te he seguido ciegamente, sin pensar, pero me he despertado, Pierre; tu amigo Krisov me ha devuelto a la realidad, y no creas que te culpo más de lo que lo hago a mí misma. Me desprecio por todo lo que he hecho, de manera que acepta que te desprecie también a ti.
—¿Y nuestros ideales, nuestros sueños?, íbamos a cambiar el mundo.
—Eran tus sueños y tus ideales, pero ya no son los míos, Pierre; ahora mi único sueño es regresar a mi país y estar con los míos. Sé que ni mi padre ni mi tío habrán secundado a quienes se han levantado contra la República y temo por ellos, al igual que por Santiago y por mi hijo.
—No me dejes, Amelia —le suplicó Pierre.
—Lo siento, pero en cuanto pueda, me iré.
Gloria y Martin insistieron en invitarles a cenar. Estaban preocupados por la pareja y convencidos de que sus desavenencias serían pasajeras. Amelia se resistía pero al final cedió y, una noche después de terminar su trabajo en la pastelería, se reunió con Pierre y los Hertz.
A Amelia le gustaba hablar con Martin porque siempre lo hacían en alemán. Él había insistido en que practicaran el idioma para que no se le olvidara.
—Me sorprende el buen acento que tienes —comentó Martin.
—Eso me decía mi amiga Yla, pero si no fuera por ti lo terminaría olvidando.
—Sabes, he recibido carta de un tío mío que ha logrado llegar a Nueva York. Si quieres le digo que busque a Yla y a sus padres, pero deberías darme algún dato para saber por dónde han de empezar a buscar.
—No lo sé, Martin, no lo sé, mi prima Laura sólo me dijo que herr Itzhak se había rendido a la evidencia del peligro que Hitler supone para los judíos y que estaba preparando el viaje de Yla a Nueva York. ¡Ojalá lo haya conseguido!
Hablaron de todo y de nada, pero a pesar de los esfuerzos de los Hertz por animar la charla, ni Amelia ni Pierre estaban de humor ni conseguían disimular la enorme fisura que había entre ellos.
Poco a poco, Pierre se fue acostumbrando a la nueva rutina impuesta por Amelia. Dormían separados, él en el sofá y ella en el cuarto que habían compartido hasta la noche que apareció Igor Krisov.
Amelia se levantaba rayando el alba, dejaba el almuerzo preparado a Pierre y se marchaba a la pastelería, donde doña Sagrario le iba enseñando todo su saber de repostera. En ocasiones Amelia tenía que hacerse cargo sola del negocio, porque don José no se encontraba bien o, como había sucedido en un par de ocasiones, porque tenían que hospitalizarle.
Cuando regresaba a casa saludaba a Pierre pero no se entretenía a conversar con él, ni siquiera le preguntaba cómo le había ido la jornada. Solía acabar exhausta y deseosa de poder descansar.
Pierre, por su parte, había continuado su relación amorosa con Natalia. La visitaba más a menudo ahora que Amelia y él dormían separados.
Informó a Natalia de que la relación con Amelia no iba bien y la mujer se aplicó con esmero para cubrir todos los huecos que pudiera dejar libres la española. Natalia se arriesgaba cada vez más sustrayendo documentos de la Casa de Gobierno para demostrar a Pierre que estaba dispuesta a cualquier locura por él.
Miguel López seguía siendo una fuente de información privilegiada, ya que le suministraba los informes cifrados de los embajadores de Argentina en todas las partes del mundo.
El controlador de Pierre, que ejercía como secretario del embajador, le felicitaba de cuando en cuando asegurándole que en Moscú estaban satisfechos con su trabajo, y aunque no le había vuelto a mencionar que debía viajar allí, Pierre no podía dominar la inquietud que le producía el que se lo volviera a decir, porque las advertencias de Krisov habían anidado en su ánimo llenándole de temor.
No fue hasta las Navidades de 1937 cuando se produjeron novedades en la vida de Amelia y de Pierre.
Amelia se carteaba con Carla Alessandrini y guardaba sus cartas como joyas preciosas. La diva le comentaba sus éxitos o se explayaba sobre los inconvenientes de alguno de sus ajetreados viajes, pero sobre todo le daba su opinión sobre la marcha de la guerra civil en España, donde Carla tenía algunos amigos.
Amelia le había pedido en su última misiva que intentara ponerse en contacto con su prima Laura Garayoa para saber de su familia.
Pierre, sin que Amelia lo supiera, leía estas cartas cuando ella salía a trabajar. Temía perder totalmente el control sobre ella y se excusaba ante sí mismo diciéndose que si leía las cartas de Carla era para proteger a Amelia, no fuera a ser que ésta le confiara a la diva lo que no debía.
Siempre esperaba a que Amelia las hubiera leído para rebuscar en la cómoda donde las guardaba.
Gloria y Martin les invitaron a cenar el 24 de diciembre para celebrar la Nochebuena. Aunque Martin era judío, no había dudado en incorporar a su vida cotidiana las fiestas católicas y solía bromear con su mujer al respecto diciéndole que ellos disfrutaban de más fiestas que el resto de la gente.
Aunque Amelia no tenía ningunas ganas de celebrar la Navidad, no quiso desairar a sus amigos y aceptó acudir con Pierre a la cena.
Los Hertz habían invitado a una docena de personas, entre los que se encontraba el doctor Max von Schumann, amigo de la infancia de Martin, además de médico como él.
—Amelia, quiero que conozcas a Max, mi mejor amigo —les presentó Martin, dirigiéndose a Amelia en alemán.
Ella respondió en el mismo idioma y los tres iniciaron una conversación que parecía molestar a Pierre, puesto que no les entendía.
—¿Quién es ese amigo vuestro? —preguntó el francés a Gloria.
—Nuestro querido Max… el barón Von Schumann. Martin y él se conocen desde niños, y estudiaron medicina juntos; Max es cirujano y, según Martin, el mejor.
—Así que es un aristócrata…
—Sí, es barón y médico militar por tradición familiar. Pero sobre todo es una gran persona.
—¿Y su esposa?
—No se ha casado aún, pero no tardará mucho en hacerlo. Está comprometido con la hija de unos amigos de sus padres, la condesa Ludovica von Waldheim.
—¿Y qué hace en Buenos Aires?
—Visitar a Martin. Max hizo lo imposible para que él pudiera salir de Alemania, y ha ayudado a su familia cuanto ha podido, y también a sus numerosos amigos judíos. Se quieren como hermanos y para nosotros es una gran alegría que haya venido a visitarnos.
Pierre no dejaba de observar a Amelia, que parecía encantada hablando con el barón Von Schumann, y se sintió fastidiado cuando Gloria, con la excusa de que así podrían hablar en su idioma, indicó a Amelia que se sentara junto al alemán durante la cena.
Amelia impresionó a Max von Schumann. Le conmovía su fragilidad, la tristeza que emanaba de toda su persona.
Estuvieron toda la velada hablando y a Gloria la reconfortó ver a su amiga animada, y sobre todo verla reír, pero se sintió en la obligación de advertir a Amelia.
—Hacía mucho tiempo que no te veía tan contenta —le dijo en voz baja en un momento en que Max era requerido por Martin.
—Sabes, no me apetecía venir, pero ahora me alegro de haberlo hecho —le confesó Amelia.
—¿Te gusta Max? —le preguntó Gloria, sonriendo al ver cómo Amelia se ponía roja.
—¡Qué cosas dices! Es muy amable y simpático, y… bueno, me hace sentir bien.
—¡Me alegro! Pero… bueno… te recuerdo que está a punto de casarse con la condesa Ludovica von Waldheim. Martin dice que es una joven muy bella y que hacen muy buena pareja.
Gloria no quería que Amelia pudiera llegar a sentirse atraída por Max y de nuevo se llevara una decepción, de manera que había preferido situar a su amiga en la realidad.
—Gracias, Gloria —respondió Amelia, molesta por la advertencia de su amiga.
—Sólo quería que lo tuvieras en mente… En fin… Parece que Max y tú habéis simpatizado.
—Puesto que me habéis sentado a su lado porque hablo alemán, he procurado ser amable.
—¡No quiero que sufras!
—No veo por qué voy a sufrir por hablar con tu invitado —respondió Amelia con voz cortante.
—Max pertenece a una vieja familia prusiana y tiene un acusado sentido del deber.
—Sí, eso deduzco de la conversación que hemos mantenido durante la cena.
Martin y Max se acercaron a las dos mujeres y de inmediato iniciaron una nueva charla sobre la difícil situación por la que atravesaba Alemania.
—¡Es Navidad y deberíamos hablar de cosas más alegres! —se quejó Gloria.
—¡Han desaparecido tantos amigos! Por lo que Max cuenta el país se está dejando arrastrar aún más por la locura de Hitler… —se lamentó Martin.
—Lo peor es que Chamberlain está empeñado en una política de distensión con Hitler y Mussolini, y eso hace que el Führer se sienta cada vez más seguro.
—Pero los ingleses no pueden apoyar a los nazis —respondió Amelia.
—El problema es que Chamberlain no quiere problemas y eso engorda los sueños de Hitler —apuntó Max.
—¿Cómo puede usted servir en el Ejército de Hitler? —preguntó Amelia sin ocultar un cierto enfado.
—Yo no sirvo en el Ejército del Führer, sirvo en el Ejército de Alemania, como lo hizo mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo… La mía es una familia de soldados, y el deber para con los míos es continuar la tradición.
—¡Pero usted me ha dicho que aborrece a Hitler! —respondió Amelia en tono quejoso.
—Y así es. Siento un profundo desprecio por ese cabo austríaco cuyos sueños de grandeza no sé dónde van a terminar, y temo por mi patria.
—¡Entonces, deje el Ejército! —le instó Amelia.
—Me han educado para servir a mi país por encima de las coyunturas. No puedo marcharme porque no me guste Hitler.
—Usted mismo me ha explicado la persecución de la que son víctimas los judíos…
Max se sentía incómodo con la conversación y Martin decidió cambiar de tema.
—Amelia, a veces nos vemos obligados a hacer cosas que no nos gustan y, sin embargo, somos incapaces de escapar, no podemos hacerlo por más que lo deseemos. La vida de todos los hombres está llena de claroscuros… Dejemos a mi amigo Max disfrutar de la Navidad o nunca más querrá volver a compartirla conmigo.
—Lo siento, pero es que siento un odio inmenso hacia Hitler —confesó Amelia.
—Hace un tiempo precioso, y he pensado que hagamos alguna excursión fuera de Buenos Aires; si Pierre y tú os queréis unir a nosotros nos encantaría que mañana nos acompañarais… —terció Gloria.
Amelia y Pierre no fueron a la excursión planeada por Gloria, porque cuando, de madrugada, regresaron a su casa, se encontraron una nota debajo de la puerta. El controlador de Pierre le conminaba a ponerse en contacto con él de inmediato.
A las nueve de la mañana Pierre salió de casa para dirigirse hacia el edificio Kavanagh, un rascacielos de treinta pisos inaugurado en 1935 del que los porteños se sentían especialmente orgullosos.
Detrás del edificio, un pequeño pasaje se abría a la calle San Martín, donde estaba situada la iglesia del Santísimo Sacramento; éste era el lugar de la cita de Pierre con su controlador.
El ruso estaba sentado en la última fila y parecía leer un breviario siguiendo la misa que en ese momento estaba oficiando un sacerdote ante una treintena de personas, cuyos rostros reflejaban el cansancio fruto de los excesos gastronómicos de la Nochebuena.
Pierre se sentó junto a su controlador y aguardó a que éste le hablara.
—Tiene que ir a Moscú —le anunció el ruso.
—¿Cuándo? —En la respuesta de Pierre se traslucía el temor.
—Pronto, el Ministerio de Cultura está organizando un congreso de intelectuales europeos y norteamericanos para que conozcan la gloriosa realidad de la Unión Soviética. Usted formará parte del comité encargado de organizar este evento. La visita es muy importante, ya sabe que hay grupos fascistas empeñados en desprestigiar la revolución. Nuestros mejores aliados son los intelectuales europeos.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Usted conoce a muchos intelectuales franceses, españoles y británicos, a algún alemán… En fin, siempre se ha movido en esos ambientes. Necesitamos información personal sobre ellos… Todo el mundo tiene algún punto débil…
—¿Punto débil? No le entiendo…
—Se lo explicarán en Moscú. Prepárese para el viaje.
—¿Y qué diré a la gente de aquí?
—Sus colaboradores tendrán que pasarme a mí la información, en cuanto a sus amigos… ya se le ocurrirá algo, al fin y al cabo usted siempre ha viajado en busca de ediciones especiales.
—¿Y Amelia?
—Lo acompañará.
—Pero podría no querer hacerlo… Últimamente está muy preocupada por la marcha de la guerra en España. Sufre por su familia…
—Un comunista no piensa en sus deseos personales sino en lo que conviene a la revolución, a nuestra causa. Creía que ella era una buena comunista…
—¡Y lo es! ¡No lo dude!
—Entonces no habrá ningún problema con la camarada Garayoa. Lo acompañará. Para ella será un honor conocer Moscú.
Cuando Pierre regresó a casa, Amelia le estaba esperando sentada ante una taza de café. Antes de que él le dijera nada ella pudo leer la angustia que emanaba de su mirada, la crispación en la sonrisa con que la saludó.
—¿Qué te han dicho? —preguntó ella sin esperar a que Pierre se sentara.
—Me han ordenado ir a Moscú. Tengo que ir en quince o veinte días.
—Krisov dijo…
—¡Ya sé lo que dijo ese traidor! —El tono de voz de Pierre delataba su preocupación, mezclada con miedo.
—¿Por qué quieren que vayas?
—Están preparando un congreso de intelectuales, van a invitar a escritores, periodistas y artistas del mundo entero. Los intelectuales son los mejores propagandistas de la revolución. Tienen autoridad moral en sus países. En Moscú quieren que colabore con el comité que está organizando el congreso.
—Ya. Te sacan de Buenos Aires, donde has establecido una base de espionaje, y te llevan a Moscú a formar parte de un comité… No vayas, Pierre.
—No puedo negarme.
—Sí puedes, diles que no irás y… deja todo esto, recupera tu vida.
—¿Mi vida? ¿A qué vida te refieres?
—Diles que no quieres continuar siendo un agente, que estás cansado, que ya has hecho bastante…
—¿Crees que es tan fácil? No, Amelia, de esto no se entra y se sale cuando uno quiere. Una vez dentro tienes que llegar hasta el final.
—Tienes derecho a vivir otra vida.
Pierre la miró con aire cansado, se sentía viejo, apesadumbrado.
—He dedicado mi vida al comunismo. Nunca he tenido otro horizonte que servir a la revolución. Amelia, no sabría hacer otra cosa.
—Krisov te avisó sobre lo que te podía pasar si ibas a Moscú.
Él se encogió de hombros. No se sentía capaz de otra cosa que enfrentarse con el destino que había elegido.
—Quieren que vengas conmigo —musitó.
—Sí, lo imagino. No quieren dejar piezas sueltas.
—Pero no vendrás. He venido pensándolo, les haré creer que me acompañarás, pero el día de nuestra marcha te pondrás enferma, diremos que has sufrido un ataque de apendicitis y te ingresaré en un hospital. Les diré que te reunirás conmigo más adelante. Te daré dinero para que regreses a España o adonde quieras; quizá estarías más segura con tu amiga Carla, al menos durante un tiempo. A mis jefes de Moscú les irritará que no vayas y…
—Y podrían decidir eliminarme, ¿no?
—No me fío de lo que pudiera sucederte en España, ya sabes que allí hay establecido un mando soviético ayudando a la República.
—Krisov me dio un consejo que he seguido a rajatabla desde la tarde que vino a esta casa. Ahora soy yo quien lleva las riendas de mi vida.
—No quiero que te suceda nada, te amo, Amelia. Sé que no me crees, que no quieres perdonarme, pero al menos déjame que te ayude.
—Yo decido, Pierre, yo decido por mí.
Los días siguientes Pierre los dedicó a reunirse con Natalia y con Miguel para anunciarles su viaje a Moscú y cómo debían ponerse en contacto con el controlador soviético.
Natalia tuvo un ataque de nervios cuando Pierre le anunció que debía viajar a Moscú y que tardaría meses en regresar.
—¡No puedes dejarme! —se lamentó Natalia—. ¡Quiero ir contigo!
—Me gustaría, pero no puede ser. Tienes que comprenderlo. No estaré fuera más que cinco o seis meses…
—¿Y yo qué voy a hacer?
—Lo mismo que hasta ahora. No tendrás problemas para pasar al controlador la información que vayas consiguiendo.
—No me fío de nadie, sólo de ti. ¿Y si me siguen? Pueden sospechar de mí si me ven con un ruso…
—Te he explicado cómo evitar que te sigan, y ya te he dicho que no es necesario que os veáis salvo que suceda algo extraordinario. Cuando tengas algo relevante que transmitir, colocas este tiesto con geranios que te he traído en el lado izquierdo de la ventana. No lo muevas de esa posición durante tres días. Al tercer día metes entre las páginas de cualquier periódico el informe y a la hora del almuerzo te vas a pasear al parque zoológico, y, en la zona de las aves, siéntate en un banco para contemplarlas, y cuando te vayas, déjate olvidado el periódico.
—¿Y si lo coge quien no debe?
—Eso no sucederá.
A Pierre no le fue fácil convencer a Natalia de que continuara colaborando con los soviéticos. El interés de la mujer por la revolución era directamente proporcional a la relación con su amante.
Mientras él pasaba más tiempo que nunca con Natalia, Amelia continuaba trabajando y sus escasos ratos libres solía compartirlos con los Hertz.
Gloria y Martin eran conscientes de la atracción que Amelia y Max sentían el uno por el otro y les preocupaba propiciar una relación que sabían imposible. Amelia estaba casada; en España, pero al fin y al cabo lo estaba y, además, vivía con un amante. Y su querido amigo Max von Schumann era la clase de hombre que preferiría dejarse matar antes que incumplir con sus compromisos o mancillar lo que él llamaba el «honor familiar». Por muy enamorado que estuviera de Amelia jamás rompería su compromiso con la condesa Ludovica von Waldheim, de manera que su relación con la joven española no tenía ningún futuro. A la misma conclusión llegó Pierre, al principio preocupado por el interés que el médico alemán y Amelia eran incapaces de ocultar.
No obstante, Pierre procuraba acompañar a Amelia cuando sabía que ésta iba a reunirse con los Hertz, aunque en ocasiones ella no le avisaba de estos encuentros.
Una noche en la que Pierre tuvo que ir a cenar a casa de Natalia porque ella lo llamó hecha un mar de lágrimas, Amelia aprovechó para aceptar la invitación de Max.
—Me iré dentro de unos días y me gustaría que cenáramos a solas una vez; no sé si es correcto o si te creo un problema con… con Pierre, pero si pudieras… —le había pedido Max.
Cuando terminó su jornada de trabajo en la pastelería, se despidió de doña Sagrario con más premura de la que era habitual en ella. La pastelera se dio cuenta de que a Amelia la brillaban los ojos de manera especial.
—Veo que hoy estás contenta. ¿Acaso tienes una celebración especial con Pierre?
Amelia sonrió sin responder. No quería mentir a la buena mujer, que tan comprensiva se había mostrado al enterarse de que Pierre no era su marido legal, pero tampoco quería decirle que tenía una cita con otro hombre, por lo que pudiera llegar a pensar de ella.
Max la esperaba en el Café Tortoni y desde allí se fueron a cenar a un restaurante.
Si Amelia estaba nerviosa, Max no le andaba a la zaga. Los dos sabían que con aquel encuentro a solas estaban cruzando una raya que ninguno de los dos podía traspasar.
—Me alegro de que hayas aceptado cenar conmigo. Me voy dentro de una semana, no puedo alargar más mi estancia en Buenos Aires.
—Lo sé, Gloria me ha dicho que tienes que incorporarte a tu unidad.
—Soy un privilegiado, Amelia, he dispuesto de estas largas vacaciones en casa de mis mejores amigos, pero la influencia familiar no llega para poder ampliar mi estancia aquí —respondió Max riendo.
—¿Por qué has venido a Buenos Aires? ¿Sólo por ver a Martin?
—¿Te extraña?
—Bueno, en realidad, sí…
—¿No irías a Nueva York si supieras dónde encontrar a Yla? Me dijiste que era la mejor amiga de tu infancia, además de tu prima Laura.
—¡Sí, claro que iría!
—Pues es lo que he hecho yo, venir a ver a mi mejor amigo, que ha tenido que dejar nuestro país por culpa de unos locos. Necesitaba saber que estaba bien, que aquí… En fin, quería ver si era feliz. No es fácil abandonar tu patria, tu casa, tus amigos, dejar de respirar el aire que siempre has respirado. Tú lo puedes entender porque también has dejado tu país.
Amelia se entristeció. En los últimos meses cada vez que pensaba en España sentía un vacío en la boca del estómago que terminaba convirtiéndose en dolor.
—¡Pero no nos pongamos tristes! No quiero que la única ocasión que vamos a tener de estar a solas se convierta en un velatorio.
—No te preocupes, no me pondré triste.
Fueron a cenar y ambos hicieron un esfuerzo para que la conversación transcurriera por derroteros amables, aunque cuando estaban con el postre Amelia no pudo resistirse a preguntarle por su futuro en el Ejército.
—Dime: ¿cómo puedes soportar estar a las órdenes de alguien que cree que hay seres humanos de distinta categoría, que persigue a los judíos, que les roba cuanto tienen?
—De eso ya hemos hablado…
—Sí, pero es que… me cuesta tanto imaginarte bajo las órdenes de Hitler.
—Ahora es el canciller, pero no lo será para siempre, y Alemania continuará siendo Alemania. Yo no sirvo a Hitler, sino a mi país.
—¡Pero Hitler manda en Alemania!
—Desgraciadamente así es, pero ¿qué quieres que haga? Ganó las elecciones.
—Aun así…
—Soy un soldado, Amelia, no un político. Aunque yo quiero hablarte de otra cosa, sé que no debo, pero voy a hacerlo.
—Por favor, preferiría que…
—Sí, lo correcto es no decirte esto, pero tengo que hacerlo. Me he enamorado de ti y te aseguro que he hecho lo imposible para que no sucediera. No quería marcharme sin decírtelo.
—Yo creo que a mí me ha pasado lo mismo. Pero no estoy segura… Siento una gran confusión…
—Creo que los dos nos hemos enamorado, y hemos hecho lo peor que podíamos hacer, puesto que no tenemos ningún futuro juntos.
—Lo sé —musito Amelia.
—No puedo romper mi compromiso con Ludovica, de hecho… en fin, la boda está prevista a mi regreso. Y tú has sacrificado mucho por estar con Pierre… y además no quiero engañarte, aunque rompiera mi compromiso con Ludovica, mi familia no te aceptaría, para ellos siempre serías una mujer casada.
Amelia sintió que le ardía el rostro. Se sentía avergonzada, como no había estado desde que abandonó a su familia para irse con Pierre.
—No he querido ofenderte… Perdona… Es que quiero ser sincero contigo, aun a riesgo de resultar brusco —se excusó Max.
—Es mejor hablar claro —respondió Amelia mientras con gesto distraído se estiraba la falda, como si con este gesto estuviera menos expuesta a la vergüenza que sentía por las palabras de Max.
—Necesito que me comprendas, que me digas lo que piensas, y si crees que tenemos alguna otra salida.
—No, Max, no la tenemos. La verdad hace daño, pero la prefiero a la mentira. No hubiera podido soportar que dieras alas a mis ilusiones y luego… Sé quién soy: una mujer casada que ha abandonado a su marido y a su hijo, a su familia, para huir con otro hombre. A los ojos de los demás eso me convierte en una mujer poco respetable, y entiendo que tus padres nunca me pudieran aceptar. Tampoco te pediría que rompieras tu compromiso con Ludovica, sé que tu sentido del honor sufriría de tal manera que, aunque no me lo dijeras, nunca me perdonarías haber faltado a tu palabra. Dejémoslo estar. Han sido unos días muy especiales éstos que hemos compartido, pero siempre he sabido que tenías que marcharte y que yo no tengo ningún papel en tu futuro. Sólo que… bueno, me has devuelto las ganas de vivir. Quería salir de trabajar para encontrarme con los Hertz y contigo, o esperaba que sonara el teléfono y escuchar a Gloria invitarme a pasar el fin de semana en el campo. Siempre te estaré agradecida por estos días, porque, sabes, creía estar muerta.
La acompañó a casa. Caminaron el uno junto al otro sin atreverse a rozarse, en silencio.
—Aún nos veremos antes de que me marche —le dijo Max.
—Claro que sí, sé que Gloria te está preparando una fiesta de despedida.
Para alivio de Martin y Gloria Hertz, no volvieron a verse a solas. Amelia no acudió a la fiesta de despedida de Max pero le envió una nota deseándole suerte.
Sin embargo, aquella breve e infructuosa relación con el barón Von Schumann dejó una muesca profunda en Amelia, otra más. Perdió la alegría que parecía haber recuperado al lado de Max, y sus amigos la encontraban cada vez más pensativa y taciturna.
El 5 de febrero era la fecha prevista para el viaje de Pierre a Moscú. Según se acercaba la fecha, él estaba más nervioso: la advertencia de Krisov había anidado en él con tanta fuerza que apenas podía dormir por la noche, porque en sueños se veía preso y torturado por sus camaradas. Algunas noches regresaba de sus pesadillas gritando, y Amelia acudía, solícita, y le ofrecía un vaso de agua. Él se agarraba a su mano como un niño que sabe que está a punto de perderse.
El temor de Pierre despertó el instinto protector en Amelia. Comenzó a preocuparse por él como si de un niño se tratara. Cuando terminaba su jornada de trabajo en la pastelería regresaba a su casa rápidamente para estar con Pierre. Seguían sin compartir la cama, pero ella le cuidaba con mimo. Era tan solícita la actitud de Amelia que los amigos de ambos pensaban que se habían reconciliado. Él, que era un sofisticado hombre de mundo, se dejaba llevar por ella y la miraba agradecido; además, parecía ponerse nervioso cuando no estaba a su lado. Durante aquellos días ella estableció un vínculo especial con Pierre.
Aunque Pierre le había dicho a Amelia que no viajaría con él, insistía en el plan inicial de que ella se fingiera enferma el día antes de la partida, oficialmente ambos habían anunciado a todos sus amigos que se iban de viaje a Europa, en el que seguramente recalarían en Moscú. A nadie le sorprendió que Pierre quisiera visitar a sus padres en París e ir en busca de esas ediciones especiales que después vendía tan caras.
El día anterior a la partida, Pierre observaba cómo Amelia se afanaba haciendo el equipaje.
—Te voy a echar mucho de menos —dijo en voz baja, creyendo que ella no le oía.
—Creo que no —respondió Amelia, mirándole fijamente.
—Sí, sí que te voy a echar de menos, eres parte de mí, lo mejor que he tenido en la vida aunque no haya sabido verlo hasta que ha sido demasiado tarde —se lamentó Pierre.
—No me vas a echar de menos porque voy contigo.
—¡Pero qué dices! Eso es imposible, no puedes venir.
—Sí, sí puedo. No te veo capaz de hacer frente a lo que se te viene encima.
—¿Qué quieres decir?
—Que tienes miedo y razones para tenerlo. Que tus gritos en la noche me producen miedo hasta a mí. No sabes a qué te vas a enfrentar en Moscú y necesitas a alguien a tu lado.
—Sí, temo lo que pueda suceder. Cuentan cosas terribles del camarada Yezhov.
—Como las contaban sobre el camarada Yagoda.
—Tú no tienes por qué correr ningún riesgo, bastante has sacrificado por mí. Es tu oportunidad de regresar a España, de ser libre.
—Tienes razón, es mi oportunidad, pero no voy a dejarte solo. Te acompañaré, veremos qué sucede en Moscú, y si Igor Krisov nos dijo la verdad, al menos estaré a tu lado; si no es así, en cuanto pueda regresaré a España.
—No, Amelia, no puedo pedirte eso.
—No me lo estás pidiendo tú, lo he decidido yo. Sólo estoy posponiendo unos cuantos meses más mis planes. Te he querido mucho, Pierre, y a pesar del daño que me has hecho, no soporto verte en el estado en que te encuentras. Mañana me iré contigo y quiera Dios que Krisov esté equivocado y ambos podamos regresar…
El profesor Muiños se quedó en silencio, perdido en sus pensamientos. Su silencio me trasladó al presente.
—¡Vaya con mi bisabuela! —dije asombrado, dándome cuenta de que la expresión se estaba convirtiendo en un latiguillo.
Llevaba tres días yendo de un lado a otro con el profesor Muiños, porque él estaba empeñado en enseñarme todos los rincones de la ciudad por donde se desenvolvió mi bisabuela: la verdad es que no me había dejado ni un segundo de respiro.
—Bien, hemos llegado al final de este trayecto, ahora tendrá que ir a Moscú —me dijo el profesor con aire ausente.
—¿A Moscú?
—Sí, hijo, sí. Yo le he contado cuanto conocía de la estancia de Amelia Garayoa en Buenos Aires, pero si quiere saber más tendrá que seguir investigando, y su próxima parada es Moscú.
—Pensaba que usted, en fin, que usted podía contarme el final de la historia.
El profesor rio sin disimulo, como si yo hubiera dicho algo gracioso.
—Veo que ni siquiera mi buen amigo el profesor Soler tiene demasiada información sobre Amelia Garayoa. Joven, no ha hecho usted más que empezar a saber qué fue de ella. Le aseguro que la vida de esta mujer fue apasionante y difícil, sobre todo difícil. Me temo que si quiere saber más sobre ella, tendrá que ir a buscar esa información a Moscú.
—¿A Moscú?
—Sí, ya le he dicho que su bisabuela siguió a Pierre Comte a Moscú. No ponga esa cara. Le he conseguido una cita con la profesora Tania Kruvkoski. Es una mujer notable y, a mi juicio, una historiadora independiente, toda una autoridad en lo que se refiere a la Cheka, la GPU, la OGPU, la NKVD y la KGB. La profesora Kruvkoski es la persona indicada para contarle todo lo referente a la estancia de Amelia en Moscú. Es una de las pocas personas a las que han dejado ver algunos archivos de la KGB, aunque con restricciones y el compromiso de no contar más allá de unos límites. O sea que le han permitido echar un vistazo a los archivos del pasado, de los años treinta y cuarenta, digamos que hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. La KGB es el esqueleto sobre el que se ha montado el nuevo estado, de manera que no le han permitido indagar nada de lo sucedido desde el cuarenta y cinco. La he telefoneado esta misma mañana y, aunque no tiene ningunas ganas de recibirle, lo hará, dada su amistad con el profesor Soler y conmigo. Eso sí, le aconsejo que sea prudente en el trato con ella; Tania Kruvkoski tiene un carácter endiablado y si no se gana su respeto le despedirá con cajas destempladas.
Regresé al hotel pensando en qué hacer. Estaba claro que el profesor Muiños daba por zanjadas sus conversaciones conmigo y además me había fijado una cita en Moscú para dos días después.
Decidí llamar a mi madre, al periódico y a mi tía Marta, por ese orden, para saber si podía coger ese vuelo a Moscú.
Estaba cansado; en menos de una semana había estado en Barcelona, Roma, y Buenos Aires, pero si tía Marta daba su visto bueno ya me veía rumbo a Moscú.
Tal y como me esperaba, mi madre me regañó. Llevaba cuatro días sin llamarla, y me reprochó que por mi culpa le doliera el estómago.
La conversación con Pepe, el redactor jefe del periódico, tampoco fue demasiado halagüeña.
—Guillermo, pero ¿dónde te has metido? Oye, una cosa es que la entrevista con el profesor Soler haya sido un puntazo y otra, que creas que te van a dar el premio Nobel. Te he enviado a casa tres libros para que hagas una crítica urgente y no has dado señales de vida.
—Vale, Pepe, no me eches la bronca. Mira, la crítica de los libros puede esperar, porque tengo algo mejor para el periódico. Te dije que tenía que venir a Buenos Aires, y precisamente se está celebrando la Feria del Libro, que ya sabes que, junto a la de Guadalajara en México, es de las más importantes de América Latina.
—¡Chico, qué nivel! De manera que estás en Buenos Aires.
—Sí, y te voy a enviar unas cuantas crónicas sobre la feria, incluso unas entrevistas con algunos autores, y además no te voy a pasar nota de gastos, pero quiero que me las paguéis mejor que las críticas literarias, ¿vale?
Pepe refunfuñó durante buen rato pero aceptó, eso sí, conminándome a que le enviara la primera crónica antes de una hora.
No le dije ni que sí ni que no, y llamé a mi tía Marta, a la que encontré con su malhumor habitual.
—¿Lo estás pasando bien? —me preguntó con ironía.
—Pues sí, la verdad es que sí. Buenos Aires es una ciudad asombrosa, deberías venir en vacaciones.
—¡Déjate de idioteces y dime qué estás haciendo!
Le resumí la marcha de la investigación sin darle grandes detalles, lo que le produjo mayor irritación, tanta que cuando le anuncie que debía viajar a Moscú, su respuesta fue fulgurante: me colgó el teléfono.
Decidí darme un descanso para pensar qué hacer y, mientras tanto fui a visitar la Feria del Libro para mandar las crónicas a las que me había comprometido. Lo difícil iba a ser convencer a algún escritor de que me diera una entrevista. Al fin y al cabo no tenía acreditación para la feria y nadie me esperaba.
Seguramente tengo un ángel de la guarda, porque fue llegar al recinto donde se celebraba el certamen y encontrarme con un par de jóvenes escritores españoles, invitados a participar en una de las mesas redondas organizadas por los responsables de la feria. Me pegué a ellos como una lapa, asistí al debate de la mesa redonda, que versaba sobre las últimas tendencias literarias, y les hice una docena de preguntas a cada uno, que me servirían como entrevistas; y a riesgo de que me consideraran un gorrón no me separé de ellos, de manera que terminé conociendo a cuatro escritores argentinos, un editor, un par de críticos literarios y unos cuantos plumillas como yo.
Cuando regresé al hotel tenía una «cosecha» suficiente para quedar bien con el periódico y ganar tiempo, si es que al final podía ir a Moscú.
Volví a llamar a mi tía por teléfono.
—¿Sabes qué hora es aquí? —me preguntó gritando.
—La verdad es que no…
No me lo dijo, simplemente colgó el teléfono. De manera que decidí despertar a mi madre y pedirle un préstamo para ir por mi cuenta a Moscú, pero ella tampoco se mostró predispuesta a ayudarme, ya que me seguía culpando de su dolor de estómago.
Fin del viaje, me dije a mí mismo. Lo cierto es que lo lamentaba profundamente, porque la historia de Amelia Garayoa se estaba convirtiendo en una obsesión, no porque fuera mi bisabuela, que eso tanto me daba, sino porque estaba resultando una historia apasionante.
Dejé pasar unas cuantas horas para no despertar a nadie más en España, y telefoneé a doña Laura.
El ama de llaves me hizo esperar casi diez minutos al teléfono y suspiré aliviado cuando escuché la voz de la buena señora.
—Dígame, Guillermo, ¿dónde está?
—En Buenos Aires, pero tengo que darle una mala noticia: no puedo continuar con la investigación.
—¿Cómo? ¿Qué ha sucedido? El profesor Soler me ha asegurado que le están marcando los pasos a dar y que tiene usted una cita concertada en Moscú.
—Precisamente ése es el problema. Mi tía Marta no quiere financiar más la investigación, de manera que no voy a poder ir a Moscú. En fin, lo siento, sólo quería decírselo. Mañana o pasado regresaré a España y si no le molesta, pasaré por su casa para agradecerle la ayuda que me ha prestado. La verdad es que sin ella no habría podido dar ni un paso.
Doña Laura no parecía escucharme. Se había quedado en silencio aunque a través de la línea creí escuchar su respiración agitada.
—Doña Laura, ¿me oye usted?
—Sí, claro que sí. Verá, Guillermo, quiero que continúe con su investigación.
—Ya, a mí también me gustaría, pero carezco de medios, de manera que…
—Yo pagaré los gastos.
—¿Usted?
—Bueno, nosotras. Al principio nos pareció… Bueno, no nos causó demasiada buena impresión, pero lo que está haciendo alguien tenía que hacerlo, y ahora creemos que es la persona adecuada. Tiene que seguir adelante. Deme un número de cuenta y le ingresaremos dinero para sus gastos. Pero eso sí, a partir de este momento trabaja para nosotras; eso quiere decir que la historia que escriba no se la podrá dar ni tampoco dejar leer a su tía Marta ni al resto de su familia.
—Pero… Yo, la verdad es que no sé qué decirle… No me parece bien que ustedes paguen esta investigación. No, no me sentiría cómodo.
—¡Bobadas!
—No, doña Laura, no puedo aceptar, bien que lo siento, pero no puedo.
—Guillermo, fue usted quien se presentó en nuestra casa pidiéndonos ayuda para poder escribir sobre Amelia. Nos costó tomar la decisión, pero una vez que decidimos confiar en usted no hemos dejado de ayudarle, de hecho… En fin, como bien dice, sin nosotras no habría podido averiguar nada. Lo que no sabe es que, bueno, ha desencadenado algo que ya no se puede parar. De manera que acepte trabajar para nosotras, escriba todo lo que averigüe sobre la vida de Amelia Garayoa, y luego olvídese de ella para siempre.
—Pero ¿por qué ese repentino interés en que investigue la vida de su prima? Usted debe de saber qué pasó…
—No me haga preguntas y responda: ¿trabajará para nosotras, sí o no?
Dudé unos segundos. La verdad es que no tenía ganas de dejar la investigación, aunque por otra parte no me gustaba tener que recibir dinero de las Garayoa.
—No lo sé, déjeme pensarlo.
—Quiero la respuesta ahora —me apremió doña Laura.
—De acuerdo, acepto.
Escribí un correo electrónico a tía Marta anunciándole que iba a continuar la investigación con otro «patrocinador» y, como imaginaba, poco después me llamó gritándome.
—¡Pero tú estás loco! ¡Has perdido la cabeza! ¿Crees que voy a permitir que un desconocido te pague por investigar la historia de mi abuela? Guillermo, vamos a acabar con esta historia. Tuve una idea que ha resultado más complicada de lo previsto; vuelve a Madrid, cuéntame lo que has averiguado y ya decidiré qué hacer, pero, como comprenderás, no puedo financiarte la vuelta al mundo.
—Lo siento, tía, ya me he comprometido con unas personas a seguir y entregarles el resultado de la investigación.
—Pero ¿quiénes son esas personas? No voy a consentir que los trapos sucios de la familia los airees ante no se sabe quién.
—En eso estoy de acuerdo contigo, pero verás, Amelia Garayoa, además de ser tu abuela, tenía otros parientes que están tan interesados como tú en saber qué fue de ella, de manera que todo quedará en la familia.
Mi madre me llamó a continuación diciéndome si es que quería amargarle la existencia. Acababa de tener una bronca a cuenta mía con su hermana. Pero yo también había tomado una decisión y empezaba a pensar que trabajar para doña Laura y doña Melita era lo más adecuado, al fin y al cabo, sin ellas no habría dado un solo paso a derechas. Además, estaba harto de tener que mendigar a la tía Marta cada euro que necesitaba.