Llegué a Roma aquella misma noche y me instalé en el hotel d’Inghilterra, en el corazón de la ciudad, a pocos pasos de la piazza di Spagna y de la embajada española ante el Vaticano.
El hotel era carísimo, pero Ruth me lo había aconsejado. No sé si mi amiga lo utilizaba muy a menudo ya que su compañía de lowcost no destacaba, precisamente, por su generosidad a la hora de alojar al personal en hoteles de categoría. Pensé en llamarla para saber qué estaba haciendo en ese momento, pero decidí no hacerlo porque eso sería tanto como comportarme como un novio celoso y paranoico. Como se dice siempre en estos casos, ojos que no ven, corazón que no siente.
Cuando a la mañana siguiente telefoneé a Francesca Venezziani, conseguí una cita para verla esa misma tarde. El profesor Soler había hablado con ella recomendándome.
Puestos a llevarme sorpresas, la verdad es que tuve una bien grande al ver a Francesca: guapísima, alta, morena, de unos treinta y cinco años y vestida de Armani, o sea que el traje de chaqueta que llevaba valía una pasta. Me recibió en su casa, un precioso ático en via Frattini, a pocos metros de mi hotel.
—Así que está usted investigando la vida de Amelia Garayoa…
—Era mi bisabuela —respondí a modo de excusa.
—¡Qué interesante! ¿Y qué quiere saber que desconozca habida cuenta de que fue su antepasada?
—Aunque le parezca extraño, en la familia no sabemos nada sobre ella, desapareció un buen día dejándolos a todos plantados, incluido a su hijo de pocos meses, mi abuelo.
—Yo sólo le puedo hablar de Amelia Garayoa en relación con Carla Alessandrini. En realidad, su bisabuela sólo me ha interesado en la medida que la gran Carla la trataba como a una hija.
—Si fuera usted tan amable de contarme todo lo que sepa, se lo agradeceré.
—Haré algo mejor, le regalaré mi libro sobre la Alessandrini. Usted se lo lee y si tiene alguna duda me llama.
—Me parece bien, pero ya que he venido a Roma, me gustaría no irme sin nada…
—Se va a ir usted con mi libro. ¿Le parece poco?
—No, no, me parece estupendo, pero ¿no podría contarme algo de la relación entre Carla y Amelia?
—Le estoy diciendo que está todo escrito en este libro. Mire, hay incluso algunas fotos de Carla con Amelia. ¿Ve?, ésta es en Buenos Aires, esta otra en Berlín, y éstas en París, en Londres, en Milán… Y en el entierro de Carla, Amelia leyó un poema de despedida. Carla Alessandrini fue una mujer excepcional, además de la más extraordinaria cantante de ópera de todos los tiempos.
—¿Por qué congenió con Amelia?
—Porque lo único que Carla no había tenido era un hijo. Lo sacrificó todo por su carrera, y cuando conoció a Amelia estaba en esa edad, pasados los cuarenta, en que las mujeres se preguntan qué han hecho con su vida. Amelia hizo que aflorara en ella un fuerte sentimiento de protección; era la hija que habría podido tener, y la veía tan desvalida que, emocionalmente, la adoptó. La protegió, la ayudó en distintos momentos de su vida, y nunca le pidió nada excepto lo que Amelia le daba, un inmenso cariño, un afecto sincero. Carla le tendía siempre la mano cuando la veía a punto de naufragar. Se convirtió en un refugio seguro para Amelia, y Carla, que era una mujer generosa, nunca le hizo preguntas que no pudiera responderle. En el fondo no quería saber más allá de lo que veía en la joven española.
—Y el marido de Carla, Vittorio Leonardi, ¿qué opinaba de esa relación maternofilial?
—Vittorio era un caradura, buena persona pero un caradura muy guapo y simpático además de listo. Era el mánager de Carla, sabía cuidar de sus intereses, la mimaba hasta el infinito y la conocía muy bien. Sabía que en algunos asuntos era inútil oponerse a sus deseos. De manera que aceptó con naturalidad a Amelia, de la misma forma que en otras ocasiones cerraba los ojos a las aventuras amorosas de su esposa. Vittorio tenía lo puesto cuando conoció a Carla y pasó de ser un gacetillero que no llegaba a fin de mes a vivir rodeado de todos los lujos imaginables junto a una mujer a la que todos deseaban y adoraban. Pasó del cero al infinito y nunca puso en juego su relación con Carla; curiosamente él siempre le fue fiel.
—¿Y qué opinaba Carla Alessandrini de Pierre Comte?
—Precisamente eso es lo que quería saber el profesor Soler cuando me telefoneó hace un par de años; estaba preparando una reedición de su libro sobre los espías soviéticos en España. Realmente me sentí muy halagada de que una autoridad académica como Soler me pidiera mi opinión. Bueno, respondiendo a su pregunta, a Carla no le gustaba mucho Pierre Comte, y ayudó a Amelia cuando ésta decidió romper con él. Creo que desconfiaba del francés, que por lo que he leído en los libros del profesor Soler, era nada menos que un espía soviético. Desde luego Carla nunca lo supo, o al menos no hay ningún testimonio ni documento que nos haga pensar que lo sabía. En todo caso no simpatizaba con él, no porque fuera comunista, sino porque Amelia no era feliz; no sé si sabrá que Carla Alessandrini fue una mujer notable que además se mantuvo firme contra Mussolini y que no se recataba de despreciar a Hitler en público. En una ocasión en que actuó en la ópera de Berlín y Hitler quiso ir a felicitarla al camerino, Carla se negó a recibirle objetando un fuerte dolor de cabeza. Como comprenderá, en aquel entonces nadie se atrevía a contrariar a Hitler por mucho que le doliera la cabeza. Lo que sí sabía Carla es a qué se dedicaría Amelia años después. Y no porque ésta se lo dijera, sino porque era una mujer inteligente.
—¿Y a qué se dedicó Amelia años después? —pregunté, mosqueado.
—¡Ah! Eso tendrá que ir descubriéndolo. El profesor Soler me ha dicho que tiene usted que ir paso a paso, que así se lo han pedido a él. No sé de qué se trata, pero al parecer alguien quiere que sea usted el que junte el rompecabezas de la vida de Amelia Garayoa, que como ya le he dicho para mí tiene un interés relativo, puesto que el objeto de mis investigaciones ha sido Carla Alessandrini. Por cierto, ¿le gusta la ópera?
—No he ido en mi vida a ver ninguna, y si le soy sincero, no tengo ni un CD de ópera.
—¡Una pena! Usted se lo pierde.
—¿Y cómo es que a usted le interesa tanto?
—Quería ser cantante, me imaginaba como una nueva Carla Alessandrini, pero… la verdad es que no tengo ni la voz ni el talento de ella ni de ninguna de las grandes. Me costó aceptarlo, pero decidí que si no podía ser la mejor entonces era preferible dejarlo. Estudié musicología al tiempo que iba a clases de canto, y actué como parte del coro en tres o cuatro obras, por las que pasé sin pena ni gloria. Mi tesis se centró en la figura de Alessandrini, investigando aspectos poco conocidos de su vida. El profesor que dirigió mi doctorado tiene relaciones con el mundo editorial, y estaba convencido de que mi tesis podía convertirse en un libro interesante. Y así fue. Ahora me dedico a escribir libros sobre música, pero sobre todo de ópera, y colaboro en periódicos de medio mundo. He logrado ser alguien, que es de lo que se trataba. Bueno, ya lo sabe casi todo de mí, cuénteme ahora algo sobre usted.
—Soy periodista, sin trabajo a causa de los avatares de la política. No sé cómo serán las cosas en Italia, pero en mi país si quieres escribir sobre política o estás con la derecha, o estás con la izquierda o eres nacionalista de algo, o de lo contrario estás en el paro. Yo estoy en el último caso.
—¿No es usted de nada?
—Sí, me considero de izquierdas, pero tengo la manía de pensar por libre, y de no repetir las consignas de nadie, lo que me convierte en un individuo poco de fiar.
—No se crea que en Italia es muy distinto… Yo de usted me dedicaría a escribir de otras cosas que no fueran de política.
—En eso estoy, lo malo es que ya me he creado fama de díscolo y ni siquiera se fían de mí para escribir reseñas culturales.
—Pues sí que lo tiene usted mal.
—Sí, la verdad es que sí.
Francesca se apiadó de mí y me invitó a quedarme a cenar para seguir hablando de Carla y Amelia.
—Ellas se conocieron en una travesía hacia Buenos Aires. Dígame, ¿qué pasó cuando llegaron allí?
—Puede imaginarse el revuelo que se organizó en el puerto cuando el barco atracó. Decenas de periodistas esperaban impacientes a Carla Alessandrini. Ella nunca defraudaba a sus seguidores, de manera que bajó del barco envuelta en un abrigo de martas cibelinas agarrada del brazo de su marido, el guapísimo Vittorio. Se instalaron en una suite en el hotel Plaza, y durante los cuatro días siguientes se dedicó a participar en los ensayos, conceder entrevistas y acudir a algunos actos sociales. El embajador de Italia ofreció un cóctel en su honor al que acudieron todas las personas relevantes de la ciudad, así como miembros del cuerpo diplomático de otros países, y por cierto, por indicación de Carla, Amelia y Pierre también fueron invitados. Ya le he dicho que Carla no simpatizaba con el régimen de Mussolini, pero cuando viajaba al extranjero solía aceptar el homenaje que se le tributaba en todas las embajadas de Italia. Permítame insistirle en que ha de leer mi libro. Creo que el profesor Soler le ha recomendado que vaya a Buenos Aires para hablar con el profesor Muiños y, en mi opinión, entre lo que le cuente Muiños y lo que lea en mi libro, podrá escribir su propio relato.
Acepté la propuesta de Francesca.
Mi madre me despertó a las ocho de la mañana sacándome de un sueño profundo.
—¡Pero mamá que no son horas…! —protesté.
—Es que no puedo dormir pensando en ti. Mira, hijo, creo que debes terminar con esa tontería de investigar el pasado de la abuela. Por muy interesante que resulte, lo que no puede ser es que estés perdiendo tu carrera.
—¿Qué carrera, madre?
—¡Vamos, no seas cabezota! Eres muy orgulloso y crees que los demás tienen que llamar a tu puerta, pero las cosas no funcionan así, de manera que no te queda más remedio que ir a llamar a la puerta de las empresas para encontrar trabajo.
—¡Son las ocho, estoy en Roma, me he acostado tarde y te he explicado mil veces que me duelen los nudillos de tanto llamar a la puerta de las empresas!
—Pero hijo…
—Mira madre, ya hablaremos, ya te llamaré luego.
Colgué el teléfono malhumorado. Mi madre no me daba ni un respiro a cuenta del trabajo. Decidí irme ese mismo día a Buenos Aires, allí al menos me llamaría menos dado el coste de las llamadas transoceánicas.
Enchufé el ordenador y me conecté a internet para ver si tenía algún correo que responder. Para mi sorpresa allí estaban las respuestas del profesor Soler. Me dije que a pesar de mi madre el día no empezaba nada mal. De manera que me puse manos a la obra, escribí una entradilla para la entrevista y un final, puse los titulares y se la envié a Pepe, el jefe de cultura del periódico digital, recordándole el compromiso asumido con el profesor Soler.
Me enamoré de Buenos Aires en el trayecto entre el aeropuerto y el hotel. ¡Qué ciudad! Al final iba a tener que agradecer a la tía Marta el encargo que me había hecho, porque, la verdad sea dicha, estaba viviendo una experiencia la mar de interesante conociendo a personas insospechadas y visitando una ciudad como la que se abría a mis ojos en esa mañana del otoño austral. Mientras en España caminábamos hacia el verano, en Buenos Aires se estaban instalando en el otoño. Pero la de mi llegada era una mañana soleada y tibia.
La agencia de viajes me había reservado un hotel en la zona céntrica de la ciudad. Una vez instalado telefoneé al profesor Muiños, que ya había recibido la llamada pertinente del profesor Soler. Me dio cita para el día siguiente por la tarde, se lo agradecí porque eso iba a permitirme superar el desfase horario y conocer un poco la ciudad.
Con un plano que me dieron en la recepción del hotel me lancé a la calle dispuesto a descubrir los mejores rincones de la ciudad. En primer lugar me dirigí a la plaza de Mayo, que tantas veces había visto en televisión porque allí es donde se reúnen esas valerosas mujeres, las Abuelas de Mayo, para protestar por la desaparición de sus hijos y nietos, víctimas de la dictadura militar.
Estuve un buen rato en la plaza, sin perder detalle, sintiendo la fuerza de aquellas mujeres que con sus pañuelos blancos y pacíficamente habían plantado cara de la manera más eficaz a aquel atajo de asesinos que formaron parte de la Junta Militar.
Luego visité la catedral, y me dejé llevar por el tránsito humano de las calles porteñas hasta que a eso de las seis de la tarde el jet lag me impidió seguir avanzando. Paré un taxi y regresé al hotel, me metí en la cama y no me desperté hasta el día siguiente.
Lo primero que hice fue llamar a mi madre, convencido de que si no daba señales de vida era muy capaz de llamar a la Interpol para denunciar la pérdida de su querido hijo, o sea, yo. Son los inconvenientes de ser hijo único, y de haber crecido sin padre, puesto que el mío murió cuando yo era un niño.
La casa del profesor Muiños estaba situada en el elegante barrio de Palermo, y tenía dos plantas. Nada más abrirme la puerta respiré el aroma de la madera encerada y de los libros que se apilaban a lo largo y ancho de las paredes, que no eran sino una enorme biblioteca que ocupaba toda la casa.
Me abrió la puerta una mucama boliviana, de aspecto tímido, que me condujo de inmediato al despacho del profesor.
Andrés Muiños era lo que uno esperaba que fuera un viejo profesor. Vestía de manera informal, con chaqueta de punto, llevaba el cabello blanco peinado hacia atrás y tenía ese aire distraído de los sabios y la afabilidad de quien ya lo ha visto todo y nada puede sorprenderle.
—¡Así que usted es el periodista español! —me dijo a modo de saludo.
—Pues sí… Muchas gracias por recibirme —respondí.
—Me lo ha pedido Pablo Soler, un buen amigo y colega. Coincidimos en Princeton.
—Sí, eso me contó don Pablo.
—Puestos a escribir sobre vidas extraordinarias, la de Pablo lo es, pero sé que el objeto de su investigación es Amelia Garayoa, su bisabuela, si no he entendido mal.
—Pues sí, Amelia Garayoa fue mi bisabuela, aunque en la familia se sabe muy poco sobre ella, prácticamente nada.
—Sin embargo, fue una mujer importante, mucho más de lo que usted se pueda imaginar; la suya fue una vida de aventuras y peligros, digna de una novela de Le Carré.
—La verdad es que me voy llevando alguna que otra sorpresa. Pero he de decirle que lo que sé de ella hasta ahora no la convierte en una mujer interesante, más bien me parece alguien que se dejaba dominar por los acontecimientos sin que ella pudiera controlarlos.
—Por lo que me ha contado Pablo, usted sabe de Amelia hasta que se vino con Pierre Comte a Buenos Aires. En aquel entonces era una joven de unos veinte años, y no sé usted, pero yo no conozco a nadie interesante de esa edad, ni siquiera de la edad que tiene usted ahora: ¿treinta, treinta y tantos, quizá?
¡Caramba con el profesor! No tenía pelos en la lengua. Con una sonrisa estaba diciéndome que nunca me habría elegido como compañero de conversación. Pero no era el momento de hacerme el ofendido, así que puse cara de tonto.
—Creo que ha hablado también con la señora Francesca Venezziani, ¿me equivoco?
—Vengo de Roma, de estar con ella. Me ha regalado su libro sobre Carla Alessandrini.
—He visto a la señora Venezziani en dos o tres ocasiones, tiene su interés, es lista; sabía que no sería una gran cantante, sin embargo se ha hecho un nombre contando historias de los grandes divos del bel canto. Y sus libros no están mal, hay que reconocer que están bien documentados. ¿Ha leído ya el libro sobre la Alessandrini?
—No del todo, empecé a hacerlo en el avión.
—Carla Alessandrini también fue una mujer notable al margen de su talento para cantar. Era fuerte, valiente, decidida, de las que se ponen el mundo por montera, pero por decisión propia, no como su bisabuela, que se dejó arrastrar por Pierre Comte. Sabe, joven, no tengo grandes cosas que hacer, así que he preparado un plan de visitas para llevarle a algunos lugares relacionados con su bisabuela; así entenderá mejor sus andanzas en esta ciudad y de paso conocerá usted Buenos Aires, ciudad a la que emigraron mis padres nada más terminar la guerra civil. Mi padre era capitán del Ejército republicano, y pudo huir cuando acabó la guerra. ¡Menos mal! De lo contrario le habrían fusilado. Yo tenía entonces cinco años, de manera que, aunque nací en Vigo, me siento de aquí. Pero vayamos a lo nuestro. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Me gustaría saber qué pasó cuando Pierre y Amelia llegaron aquí.
—De acuerdo —dijo Muiños sonriendo mientras me observaba encender el magnetófono.
Se instalaron en el Castelar, que está situado en la avenida de Mayo. Iremos a visitarlo, porque allí se alojó también Federico García Lorca entre octubre de 1933 y marzo de 1934.
Era un hotel cómodo donde solían hospedarse algunos artistas y escritores a su paso por Buenos Aires. Pierre Comte no tenía intención de alargar demasiado la estancia en el hotel, sino la de encontrar una casa desde donde poder desarrollar su doble actividad, como librero y espía.
Puede que usted no lo sepa pero a principios del siglo XX Buenos Aires era una ciudad llena de glamour, que había entrado en la modernidad mirando a Francia, al París del barón Hausman. No había artista que se preciara que no actuara en el Teatro Colón. Fue un empresario italiano el que puso en marcha el proyecto, que contó con varios arquitectos hasta su finalización en 1908. En el Colón han actuado auténticas leyendas como Caruso, Toscanini, Menuhin, María Callas y, por supuesto, Carla Alessandrini. Tenga usted en cuenta que muchos de los grandes de la ópera aseguran que después de la Scala de Milán, el Colón es el teatro con mejor acústica del mundo.
De manera que en aquella época era del todo lógico que una gran cantante como Carla Alessandrini actuara en el Colón.
Pierre consideraba una bendición la amistad que parecía estar surgiendo entre Amelia y Carla. La diva era la mejor tarjeta de visita en esta ciudad, que estaba rendida de antemano ante la gran Alessandrini.
Nuestro hombre no perdió tiempo y al día siguiente de desembarcar ya estaba buscando un lugar adecuado donde instalarse. En su equipaje traía varios baúles con libros raros y ediciones especiales, que sin duda iban a ser de interés para bibliófilos. Muchos de ellos los había adquirido en España una vez que empezó a fraguar la idea de convertir a Amelia en su coartada para instalarse en Buenos Aires.
Moscú no regateaba el dinero a sus espías pero tampoco les dejaba dilapidarlo; éstos tenían que dar cuenta hasta del último céntimo que gastaban y desconfiaban de los manirrotos. No se podía gastar en balde el dinero del pueblo.
Al segundo día de su llegada, Carla les envió recado de que estaban invitados al cóctel que se ofrecía en su honor en la embajada de Italia. Pierre no podía estar más satisfecho de cómo se desarrollaban las cosas y se preguntaba a sí mismo si había sido un acierto hacerse acompañar por Amelia.
Aunque Pierre le llevaba quince años a ella hacían una buena pareja. La joven tenía una figura frágil, casi etérea, tan rubia y delgada. Él tenía un porte elegante y era un hombre de mundo.
Carla abrazó a Amelia en cuanto la vio entrar en la embajada.
—Pero ¿cómo no me has llamado? Te he echado de menos, no tengo con quién hablar.
Amelia se excusó alegando que esos dos primeros días los habían pasado buscando casa y que no les estaba resultando fácil encontrar lo que Pierre necesitaba.
—¡Pero yo puedo ayudarte! ¿Verdad, Vittorio? Seguro que conocemos a alguien que sabe dar con lo que necesitáis. Déjalo de mi cuenta.
Los invitados al cóctel, la alta sociedad porteña, tomaban buena nota del afecto de Carla por Amelia.
Si la gran Alessandrini tenía bajo su protección a aquella pareja, es que era importante. Esa noche Pierre y Amelia recibieron invitaciones diversas para almuerzos, cenas, veladas musicales o acudir a las carreras de caballos. Pierre desplegó todo su encanto, su charme francés, y más de una dama se quedó prendada de aquel hombre galante que tanto prometía con la mirada.
Tanto Pierre como Amelia estaban ávidos de noticias sobre la situación en España, y les proporcionó respuestas a casi todas sus preguntas un bullicioso napolitano, Michelangelo Bagliodi, casado con una de las secretarias de la embajada de Italia.
—Franco aún no ha entrado en Madrid pero lo hará de un momento a otro. Tengan en cuenta que los mejores generales españoles están al frente del alzamiento, nada menos que Sanjurjo, Mola y Queipo de Llano. No tengo la menor duda de que triunfarán por el bien de su patria, señorita Garayoa.
Pierre apretaba con fuerza la mano de Amelia para evitar que ésta respondiera de manera airada. La había aleccionado en la conveniencia de ver, escuchar y hablar poco, pero ella se sentía demasiado afectada para mantener la compostura.
—¿Y cree usted, señor Bagliodi, que Italia y Alemania colaborarán con los militares que se han puesto en contra de la República? —preguntó Pierre.
—¡Amigo mío, qué duda cabe de que cuentan con la simpatía del Duce y del Führer! Y que si es necesario… Bueno, estoy seguro de que Italia y Alemania ayudarán a nuestra gran nación hermana que es España.
Michelangelo Bagliodi estaba encantado de ser objeto de atención de aquella pareja que le había presentado la gran Carla. Además, parecían apreciar sus opiniones, lo que encontraba natural, habida cuenta de su posición de hombre enterado de las vicisitudes de la política mundial gracias a su matrimonio con la secretaria del embajador, su dulce Paola. Él, que había emigrado muchos años atrás desde su Nápoles natal, había trabajado duro hasta convertirse en un comerciante próspero que además había progresado en la escala social casándose con una funcionaria de la embajada, lo que le proporcionaba nuevos contactos y sobre todo la posibilidad de codearse con lo más granado de la orgullosa sociedad porteña en los cócteles o las cenas de la embajada.
—¿Y qué hace el presidente Azaña? —preguntó Amelia.
—Un desastre, señorita, un desastre. La República está dejando que se armen los civiles para su defensa, porque más de la mitad del Ejército está con los generales que se han rebelado contra la situación. Los expertos dicen que las fuerzas están muy igualadas, pero en mi opinión, señorita, no se puede comparar el genio y la valentía militar de unos con la de los otros. Además, ¿cómo se van a poner de acuerdo republicanos, socialistas, anarquistas, comunistas y toda esa gente de izquierdas? Ya verá cómo terminan peleándose entre ellos. Yo auguro un buen final para este conflicto con el triunfo de Franco, lo mejor que le puede suceder a España.
El napolitano, satisfecho de su conversación con Amelia y Pierre, se ofreció a ayudarlos en lo que precisaran.
—Ustedes acaban de llegar y no conocen bien la ciudad, de manera que no duden en solicitar mis servicios para lo que necesiten. Mi esposa y yo nos sentiríamos muy honrados si quisieran visitarnos en nuestra casa, podríamos invitar a algunos amigos y organizar una velada… —se atrevió a proponer Bagliodi.
—Estaríamos encantados de visitarles —aseguró Pierre.
Bagliodi les entregó su tarjeta y apuntó en un papel el hotel donde la pareja se alojaba prometiendo mandarles recado pronto para celebrar esa velada.
—¡Es un imbécil! —dijo Amelia apenas se hubieron separado de él—. ¡Y no pienso ir a casa de ese fascista! ¡No entiendo cómo le has dicho que iremos!
—Amelia, si el primer día que llegamos proclamamos nuestras ideas nos haremos vulnerables. No conocemos a nadie en esta ciudad, y necesitamos que se nos vayan abriendo puertas. Te he dicho en alguna ocasión que colaboro cuanto puedo con la Internacional Comunista, y nunca viene mal saber qué piensan los enemigos.
—¡Ni que fueras un espía! —exclamó Amelia.
—¡Qué tonterías dices! No se trata de espiar, pero sí de escuchar, porque lo que ingenuamente dicen los enemigos nos sirve para estar preparados, para ir un paso por delante de ellos. Aspiro a la revolución mundial, a acabar con los privilegios de quienes todo lo tienen, pero naturalmente no van a dejar que les despojemos de ellos, y por eso es necesario que sepamos cómo piensan, cómo se mueven…
—Sí, ya me lo has dicho. Aun así, yo no estoy dispuesta a tratar con ese hombre insoportable y con su insípida mujer.
—Haremos lo que tengamos que hacer —sentenció Pierre, fastidiado por el malhumor de Amelia—. Además, ¿quién mejor que ese hombre para informarnos de la situación en España? Creía que ansiabas tener noticias fidedignas de tu país.
Al día siguiente Amelia recibió una llamada de Carla invitándola a merendar en el Café Tortoni.
—Pero ven sola, que quiero que hablemos tranquilas. Termino los ensayos a eso de las seis. Creo que encontrarás fácilmente el café. Está en la avenida de Mayo y en Buenos Aires todo el mundo lo conoce.
Pierre no puso ningún inconveniente a la cita y dedicó la jornada a continuar buscando ese lugar ideal que hasta ese momento sólo existía en su imaginación.
Amelia encontró a Carla nerviosa; siempre lo estaba antes de un estreno, pues no se dejaba engañar por los halagos.
—Todos son muy amables pero si llego a soltar un gallo, me crucificarían y me darían la espalda con la misma naturalidad con que hoy se inclinan ante mí. No puedo permitirme un fallo, me quieren sublime, y así he de estar.
La noche del estreno, invitados por Carla, Amelia y Pierre ocuparon un palco. Amelia lució bellísima según contaron en los ecos de sociedad los periódicos del día siguiente, en los que se referían a ella como «la mejor amiga de la gran Carla».
Carla estuvo sublime, si nos atenemos a esas mismas crónicas. Los espectadores, puestos en pie, aplaudieron durante más de media hora y ella tuvo que salir al escenario varias veces para agradecer los aplausos.
Vittorio había organizado para después de la función una cena con varios potentados porteños, algunas personalidades del mundo de la cultura y los directores de los principales diarios, y naturalmente allí estuvieron presentes Amelia y Pierre.
Quiso la suerte ponerse del lado de éste aquella noche, cuando un caballero con fuerte acento italiano le preguntó dónde estaban instalados y él le explicó que estaba buscando un lugar donde poder compaginar una vivienda con una pequeña tienda en la que exponer sus joyas bibliográficas.
El hombre se presentó como Luigi Masseti, propietario de varios edificios y locales comerciales, y se ofreció a ayudarle a encontrar el lugar adecuado.
—Precisamente tengo un lugar que les puede servir. Está ubicado en la planta baja de un edificio viejo muy bien situado, en la calle Piedras. Aunque es un bajo, tiene mucha luz porque cuenta con un gran ventanal que da al exterior. El problema es que como vivienda no tiene salida y como local comercial, tampoco. No es muy grande, pero creo yo que es suficiente para albergar a una pareja y el negocio de los libros. ¿Por qué no se pasa mañana por mi oficina y uno de mis empleados le acompaña a verlo?
Pierre aceptó agradecido. Amelia, por su parte, tenía a su alrededor un buen número de galanteadores. Para ese momento ya se sabía, porque Pierre se había encargado de anunciarlo, que habían huido de sus respectivas familias, ella abandonando marido e hijo y él un próspero negocio, para vivir una apasionada historia de amor. Algunos de aquellos hombres creyeron que la española podía ser presa fácil para sus escarceos amorosos e intentaban tomarse libertades que sorprendían y herían a Amelia a partes iguales.
Carla Alessandrini, que se daba cuenta de la situación, intervino en un par de ocasiones manifestando que cualquiera que molestase a su amiga la estaría ofendiendo a ella.
Pierre prefería ignorar la situación, ya que su objetivo era ir haciéndose con un buen número de conocidos en la cerrada y exquisita alta sociedad porteña. Y allí estaba representado lo mejor de lo mejor. No podía haber tenido mayor suerte.
Carla les presentó a un matrimonio con el que parecía unirle una vieja amistad.
—Amelia, quiero que conozcas a Martin y Gloria Hertz. Son los mejores amigos que tengo en Buenos Aires.
Martin Hertz era un judío alemán que había llegado tres años antes buscando un lugar tranquilo donde librarse de la presión nazi. Era otorrino, y había conocido a Carla años atrás, en Berlín, cuando la diva tuvo un problema en la garganta dos días antes de actuar en el teatro de la Ópera. Martin cuidó de su garganta haciendo posible que se subiera al escenario y conociera otra noche de aplausos. Desde entonces Carla era incondicional de este joven médico alemán que, recién llegado a la ciudad, se enamoró de una porteña de origen español, Gloria Fernández, con la que había contraído matrimonio.
Amelia simpatizó de inmediato con el matrimonio Hertz. Martin reflejaba en el rostro tal bonhomía que inspiraba confianza, y Gloria derrochaba simpatía y personalidad.
—Tienen que visitarnos en mi galería de arte —les invitó Gloria—. Ahora expone un joven pintor mexicano, al que yo le auguro un gran futuro. Intento que mi galería sea un referente de la nueva pintura, un lugar donde los jóvenes encuentren la oportunidad de exponer.
Pierre se comprometió de inmediato a visitar la galería de los Hertz. Y se decía a sí mismo que tal y como había intuido Amelia era un talismán valioso para abrirse paso en la sociedad porteña.
—Mi mejor amiga es alemana, de Berlín —comentó Amelia—, aunque ahora mismo no sé si estará en Nueva York. ¡Ojalá que sí! Yla es judía, y su padre, herr Itzhak Wassermann, es socio del mío, pero los nazis le han acorralado de tal manera que el negocio se ha ido a pique. Mi padre lleva tiempo intentando convencer a herr Itzhak de que salga de Alemania, y… bueno, antes de venir hacia aquí, me dijeron que estaban pensando en emigrar a Nueva York.
—Los nazis no nos dejan muchas opciones, están robándonos, despojándonos de nuestros bienes, y los hombres de las SS nos persiguen con saña. Primero nos fueron privando de algunos derechos ciudadanos, y luego con las Leyes de Nuremberg nos han convertido en apestados. Yo me marché en el treinta y cuatro, consciente de que, pese a lo que quieren creer las comunidades judías en Alemania, el nazismo no va a ser efímero. En mayo de 1933 fui testigo de aquel acto vergonzoso y terrible que fue la quema en público de libros, obras escritas por judíos, que pertenecen a la humanidad… Ese acontecimiento fue lo que hizo que me decidiera a marcharme, sabía que después de aquello iban a seguir acosándonos, como desgraciadamente ha sido. Mis padres no me han querido acompañar, tengo un hermano mayor, casado y con dos hijos, que tampoco ha querido emigrar. Rezo por ellos a diario, y me hierve la sangre cuando les imagino acosados por los vecinos.
—Vamos, Martin, estamos en una fiesta… —protestó Gloria, intentando levantar el ánimo de su marido.
—Lo siento, ha sido culpa mía… No debería haber…
—¡No diga eso! Me alegra saber que es usted una persona sensible que se lamenta por la situación de otros seres humanos —respondió Martin—, pero, efectivamente, Gloria tiene razón, no podemos apesadumbrarnos precisamente en la fiesta de Carla, ella quiere que seamos felices.
De regreso al hotel, Pierre se mostró cariñoso y solícito con Amelia. Cualquiera que se hubiera fijado en ellos podría haber pensado que aquel hombre estaba perdidamente enamorado de la frágil joven que caminaba a su lado.
Una semana más tarde, Amelia y Pierre se instalaron en el bajo que les había alquilado Luigi Masseti. Pierre lo encontraba el lugar perfecto: a la casa se entraba por un enorme portal, que se encontraba en la planta baja. Un pequeño vestíbulo daba paso a un salón de cincuenta metros que efectivamente estaba iluminado por un gran ventanal que daba a la calle. Al fondo, dos habitaciones, una pequeña cocina y un cuarto de baño completaban el que iba a ser su hogar. Las ventanas de esa parte de la casa daban a un patio comunal.
Amelia limpió a fondo el que iba a ser su nuevo hogar. Pierre demostró dotes de buen carpintero comprando madera, que convirtió en una gran biblioteca que cubrió todas las paredes del salón. En cuanto al resto de la casa, no se gastaron demasiado en la decoración, apenas compraron lo imprescindible.
—Esperaremos a ver cómo nos va el negocio, tiempo habrá para disponer de muebles como los que te mereces —le dijo Pierre a Amelia.
No les fue mal. Buenos Aires era una ciudad cosmopolita que se rendía ante los europeos que acudían buscando refugio en ella. Y Pierre era francés, y Amelia una mujer delicada y bella, de manera que no tenían problemas para que poco a poco se les fueran abriendo puertas. Lo único que a Amelia le sorprendía era que Pierre insistiera en relacionarse con Michelangelo Bagliodi, el marido de la secretaria de la embajada de Italia. Pierre y Bagliodi parecían haber hecho buenas migas, y no era infrecuente que almorzaran juntos, o que los cuatro pasaran la jornada del domingo en la casa de la pareja.
Si Martin y Gloria Hertz les habían ido presentando al mundillo intelectual de la ciudad, Bagliodi, a través de su esposa Paola, había logrado que fueran invitados a algunos eventos de la embajada de Italia, en los que Pierre se codeaba con gran naturalidad con embajadores y diplomáticos de otros países.
Amelia parecía ir acomodándose a su nueva situación y no era infeliz del todo, aunque vivía preocupada por la guerra civil en España. Lo peor para ella fue la marcha de Carla Alessandrini. La diva había cumplido con sus compromisos artísticos en Buenos Aires y debía regresar a Europa, donde en septiembre inauguraba la temporada en la Scala de Milán, con Aída, una ópera difícil y ambiciosa. Antes de marcharse se reunió de nuevo a solas con Amelia en el Café Tortoni, que se había convertido en el lugar favorito de ambas. Allí sentadas en las mesas de roble y mármol verde gustaban de intercambiar confidencias.
—Te echaré de menos, cara Amelia… ¿Por qué no regresas a Europa? Si quieres puedo ayudarte…
—¿Y qué haría yo? No, Carla, tomé una decisión de la que a veces me he arrepentido, pero ya es tarde para volverme atrás. Mi marido nunca me perdonará, en cuanto a mi familia… les he hecho mucho daño, ¿qué harían conmigo si regreso? Sólo le pido a Dios que Franco pierda la guerra, y vuelva la tranquilidad. Temo por ellos, aunque Madrid aún resiste…
—Pero ¿y tu hijo? No te das cuenta de que si no regresas lo perderás… Aún es pequeño pero un día querrá saber qué fue de su madre, ¿y qué le podrán decir? Amelia, yo me ofrezco a llevarte de vuelta a Europa…
Pero Amelia parecía querer reafirmarse en la decisión de la que tantas veces se había arrepentido. Además, en aquel momento no se habría atrevido a enfrentarse a Pierre. Temblaba al pensar en su reacción si le decía que lo abandonaba.
—A mi hijo lo he perdido y sé que no me perdonará jamás. Soy la peor madre del mundo, acaso salga ganando con mi ausencia —se reprochó Amelia sin poder contener las lágrimas.
—Vamos, no llores, todo tiene arreglo; se trata de que tú lo quieras. Tienes mi dirección y la de la oficina de Vittorio donde siempre me puedes mandar un mensaje; en todo caso allí te dirán dónde estoy y cómo puedes encontrarme. Si me necesitas no dudes en escribirme, sabes que haré lo imposible por ayudarte.
Pierre trabajaba con ahínco, pero de vez en cuando también se dejaba llevar por la melancolía. Para el mes de octubre ya mantenía contactos regulares con su controlador, el secretario del embajador de la Unión Soviética, al que le iba pasando la información recogida entre los círculos intelectuales, y también entre los comerciantes y la clase alta de la ciudad. Sus informes eran minuciosos, y no dejaba de relatar nada, por insignificante que fuera.
Y solía someter a auténticos interrogatorios a Amelia cada vez que ella salía a merendar con sus nuevas amigas o compartía charla con alguna persona destacada, ya fuera en un cóctel, en un acto literario o en una cena de matrimonios.
Era un agente disciplinado con una misión que cumplir pero creía que su sitio no era Buenos Aires, donde al cabo de seis meses ya había «fichado» a un agente en el mismísimo Ministerio de Exteriores, tal y como le habían ordenado. Miguel López era un funcionario del ministerio, de convicciones comunistas aunque no estaba afiliado a ningún partido. Abominaba de la alta sociedad lamentándose de la situación de necesidad en que se encontraban muchos de sus compatriotas que vivían lejos de la capital, y aun en ella había quien sólo podía asistir como espectador al glamour de la ciudad.
Miguel López había conseguido su trabajo de oficinista gracias a un tío suyo que trabajaba como conserje en el ministerio. Éste era un hombre afable que un día habló a favor de su joven sobrino, que sabía mecanografía y taquigrafía y tenía conocimientos de contabilidad. Además, poseía un don especial para los idiomas porque sin haber podido ir a ninguna escuela había aprendido francés por sí solo. Debió de ser convincente porque a Miguel López le dieron un empleo de oficinista y, como era listo y discreto, al cabo de un año lo trasladaron como secretario del jefe del Departamento de Claves. López ocupaba su tiempo libre estudiando leyes, ya que soñaba con convertirse en abogado, circunstancia que parecía aumentar la buena opinión que sobre él tenían sus jefes.
Amelia simpatizaba con Miguel López, y no sospechaba de la amistad creciente entre los dos hombres. Para ella la amistad de aquel joven era una bendición, puesto que la tenía al día de las novedades en España, ya que por él pasaban los informes en clave del embajador de Argentina en Madrid.
Una de aquellas noches en las que Miguel acudió a cenar a casa de Amelia y Pierre les contó que la situación en España iba agravándose por momentos.
—Al parecer —dijo—, en la retaguardia los fascistas cometen todo tipo de barbaridades, fusilan a los militantes de izquierdas y se ensañan con los maestros republicanos. Pero lo más importante es que los trabajadores españoles han organizado una auténtica resistencia contra los fascistas, y además del Ejército de la República, hay unidades de milicias populares. Los milicianos del Batallón Abraham Lincoln ya están participando en la lucha, y comienzan a llegar hombres de todas partes para incorporarse a las Brigadas Internacionales. Por cierto —añadió—, el viaje de la delegación de mujeres antifascistas a México empieza a dar su fruto. Nuestro embajador allí dice que continúan recaudando fondos para los milicianos y para ayudar a la República. Desde el punto de vista de la propaganda, el resultado no puede ser mejor, la mayoría de los periódicos atacan a los golpistas y se alinean con el Gobierno de Azaña. ¡Y nosotros aquí sin poder hacer nada! ¡Siento vergüenza de nuestros políticos!
López sentía una íntima satisfacción por haberse convertido en agente de la Unión Soviética, y soñaba con el momento en que, en reconocimiento por sus servicios, le llamaran a la «patria de los trabajadores» para quedarse allí para siempre.
Pierre le había explicado que no debía llamar la atención, que tenía que desconfiar de todo el mundo y, sobre todo, continuar con su papel de funcionario gris.
A pesar de que Miguel López le había dicho en una ocasión que una de sus compañeras de trabajo parecía sentir la misma aversión que él hacia el régimen de su país e incluso había hecho un comentario negativo sobre el fascismo, Pierre le prohibió que confiara en ella.
No obstante el buen hacer de Miguel López, Pierre necesitaba otro agente situado en las entrañas del Ministerio de Exteriores o de la propia Presidencia, pues así se lo había indicado su controlador de la embajada.
Como quiera que la suerte parecía estar de su parte desde su llegada a Buenos Aires, Amelia le comentó una tarde que había pasado por la galería de Gloria y que ella le había presentado a una amiga que estaba atravesando un mal momento.
—No imaginas lo que tiene que soportar la pobre trabajando en la Casa de Gobierno y siendo una furibunda antifascista. Según Gloria, su amiga Natalia tiene ideas comunistas.
Pierre no pareció mostrar gran interés pero, unos días más tarde, insistió en invitar a cenar a Martin y a Gloria Hertz, y en el transcurso de la velada sacó a colación lo que le había contado Amelia.
—¡Oh, sí, la pobre Natalia! Para ella es muy difícil trabajar en la Casa de Gobierno. No es que ocupe un puesto importante, de hecho no trabaja directamente con el presidente, sino en el Departamento de Traducción. Se pasa el día traduciendo documentos, cartas, en fin, cualquier papel que esté escrito en inglés. Y si el presidente necesita una intérprete, naturalmente recurre a ella. Natalia habla perfectamente inglés, ya que su padre era diplomático y durante un tiempo estuvo destinado primero en Inglaterra, después en Estados Unidos, y más tarde en Noruega y Alemania. Ella tenía cinco años cuando su padre fue destinado a Inglaterra y allí permaneció hasta los nueve; el siguiente destino de su padre fue Washington, de manera que el inglés no tiene secretos para ella.
Pierre se las arregló para mostrar una pena que parecía sincera por Natalia y sugirió que debía acompañarlos la próxima ocasión que se vieran.
No fue hasta un mes después y por casualidad cuando Pierre conoció a Natalia Alvear en la inauguración de una exposición en la galería de Gloria.
Natalia resultó ser una cincuentona, de estatura media, cabello castaño y aspecto elegante, aunque desde luego no era ninguna belleza. Estaba soltera y aburrida, y frecuentaba ambientes intelectuales y artísticos donde se codeaba con gente de izquierdas. Su trabajo en la Casa de Gobierno le resultaba tedioso, y la falta de ilusiones personales la tenían amargada.
Desde el primer momento Pierre se dio cuenta de que podía convertirla en una agente y que esa actividad podía ser la razón de su vida. Pero decidió ir paso a paso hasta estar seguro de que la solterona estaba madura para asumir aquel trabajo.
Dos días más tarde, al pasar por delante de la Casa de Gobierno, se hizo el encontradizo a la hora en que ella le había comentado que salía para almorzar.
—¡Querida Natalia, qué sorpresa!
—Señor Comte, sí que es casualidad…
—No me llame señor Comte, creo que podemos tutearnos y llamarnos por nuestro nombre, ¿no le parece? He venido a ver a un cliente cerca de aquí, y ahora me dispongo a almorzar algo ligero porque tengo otra cita no lejos de este lugar. ¿Y usted, adónde va?
—Pues al igual que usted, a almorzar.
—Si no lo toma como un atrevimiento por mi parte, estaría encantado de invitarla.
—¡Oh, no! No puedo aceptar.
—¿Tiene otro compromiso?
—No, no es eso, pero, en fin, me parece que no debo hacerlo.
—¿No es costumbre en Buenos Aires que dos personas que se conocen almuercen juntas? —preguntó Pierre, haciéndose el inocente.
—Bueno, si son amigos, claro que sí.
—Usted es amiga de Gloria y nosotros tenemos a los Hertz entre nuestros mejores amigos, de manera que no veo dónde está el inconveniente… Vamos, permítame invitarla a almorzar. Amelia se enfadará si le cuento que me la he encontrado y he sido tan descortés que no la he invitado a almorzar.
Entraron en un restaurante próximo y Pierre hizo alarde de su savoir faire de hombre de mundo. Consiguió hacerla reír, e incluso coqueteó ligeramente con ella para lograr que se sintiera una mujer deseable.
Natalia estaba demasiado sola y hastiada de su gris existencia como para resistirse a un hombre como Pierre.
No fue la única ocasión en que él se hizo el encontradizo y ella se dejó invitar al almuerzo. Poco a poco fueron tejiendo una relación que a ojos de cualquier ingenuo parecía un mero amor platónico entre dos personas que por sentido del deber no se atrevían a dar un paso más.
Pierre se escudaba en que debía ser leal a Amelia, que había abandonado marido e hijo por él. Y Natalia le admiraba aún más por ello, aunque secretamente deseaba que Pierre decidiera cometer esa deslealtad.
Pierre confesó a Natalia que era comunista y que sólo ella podía comprender la importancia de su causa.
Sin que ella se diera cuenta fue convenciéndola de que no podían permanecer de brazos cruzados dejando que los fascistas del mundo se salieran con la suya, hasta que llegó el día en que le pidió que cualquier información que creyera relevante para la «causa» debía transmitírsela para que él la pudiera hacer llegar a las personas adecuadas.
Natalia dudó al principio, pero Pierre dio un paso más y una tarde se convirtió en su amante.
—¡Dios mío, qué hemos hecho! —se lamentó Natalia.
—Tenía que suceder —la consoló él.
—Pero ¿y Amelia?
—No quiero hablar de ella, permíteme disfrutar de este momento, el más feliz que he tenido en mucho tiempo.
—¡No está bien lo que ha pasado!
—¿Podíamos evitarlo? Dime, Natalia, ¿no nos hemos resistido todo este tiempo? No me digas que te arrepientes, porque no lo soportaría.
Ella no se arrepentía, y sólo le inquietaba el futuro, si es que podía haber uno para ambos.
—Vivamos el hoy, Natalia, lo que tenemos; el futuro… ¿quién puede saber lo que pasará? A nosotros no nos une la carne sino una idea, grande y liberadora para la humanidad. Y esa idea sagrada es más fuerte que nada. Da igual lo que sea de nosotros, lo que importa es que estaremos siempre en comunión porque compartimos una causa.
Natalia no conocía la existencia de Miguel, ni éste la de ella. Ambos eran controlados por Pierre, que a su vez reportaba ante su controlador, el secretario del embajador.