4

No me había terminado de leer el libro de Pamuk, pero tenía suficiente oficio como para escribir una crítica de aliño, que es lo que hice. Telefoneé a Pepe para preguntarle si había recibido ya el artículo y así quedarme tranquilo. Me insistió en que entrevistara al profesor Soler y me comprometí a intentarlo. Luego llamé a mi madre.

—Pero, hijo, ¿dónde estás? Llevo toda la mañana llamándote al móvil y lo tenías apagado.

—Estoy en Barcelona, viendo a una persona que conoció a la bisabuela.

—¿A tu bisabuela? Pues será un vejestorio, porque de vivir tu bisabuela tendría más de noventa años.

—Bueno, él era un niño cuando la conoció, aunque ahora también tiene sus años.

—¿Y quién es?

—No te lo digo, madre, no voy a soltar prenda hasta que no termine la investigación, pero sí te diré que tu abuela, o sea mi bisabuela, tuvo una vida bastante agitada, os vais a sorprender.

—Tu tía Marta me ha llamado quejándose, dice que no le quieres informar de cómo va la investigación y que no sabe si de verdad estás trabajando o dándote la gran vida a su costa.

—Tienes una hermana encantadora.

—¡Guillermo, que es tu tía y te quiere mucho!

—¿A mí? Supongo que habrá hecho un cursillo de disimulo, porque nunca se le ha notado.

—Guillermo, no te pongas pesado.

—Vale, madre, no me meteré más de lo imprescindible con la tía Marta. Bueno, yo te llamo para saber cómo estás y si me invitas a cenar esta noche.

—Claro, hijo, estoy deseando verte.

—Pues a las diez me tendrás como un clavo llamando a tu puerta.

Colgué el teléfono y pensé que mi madre tenía una paciencia infinita conmigo.

Después llamé a doña Laura; quería que me contara qué había pasado con Amelia en aquellos días previos a la guerra civil o que me indicara quién podía darme esa información, porque estaba claro que yo no tenía otro hilo de dónde tirar.

El ama de llaves dudó cuando le dije quién era y que deseaba hablar con doña Laura o con doña Melita. Me dejó al teléfono y al cabo de unos minutos escuché la voz de doña Laura, que me pareció más apagada que la vez anterior.

—No me encuentro bien, he tenido una bajada de azúcar —me explicó en apenas un murmullo.

—No quiero molestarla, pero el profesor Soler me ha dicho que Amelia estuvo en Madrid dos o tres días antes de que estallara la guerra civil y que su intención era ponerse en contacto con su familia. El profesor me ha indicado que usted podría contarme qué pasó en aquellos días, antes de continuar él con su relato. Pero si se encuentra mal… en fin, puedo esperar o usted podría indicarme con quién debo hablar del asunto.

Doña Laura me insistió en que no se encontraba muy bien y en que el médico le había recomendado guardar cama. En cuanto a doña Melita, tampoco estaba bien, de manera que lo mejor era que hablara con Edurne.

—En realidad fue a Edurne a quien Amelia vio aquellos días. Conmigo apenas estuvo una hora. Venga usted mañana por la mañana, pero procure no cansar mucho a Edurne, es muy mayor, y para ella recordar supone un gran esfuerzo.

—Le prometo que intentaré abreviar al máximo la conversación.

Me daba cuenta de que mis «fuentes» eran personas ancianas, que se encontraban en el último cuarto de hora de su vida. O trabajaba con cierta celeridad o podía encontrarme con que cualquiera de ellas desapareciera de la noche a la mañana. Tomé la decisión de concentrarme en la investigación y quitarme horas de sueño para no perder mi precario empleo en el periódico digital.

Cuando llegué al aeropuerto, en el puente aéreo a Madrid sólo quedaban billetes en business. Dudé si debía esperar al siguiente avión, pero decidí que mi tía Marta no se iba a arruinar por pagar un poco más por un billete.

Al llegar subí a un taxi. Iba camino de casa cuando el zumbido del móvil me sacó de mi ensimismamiento.

—Guillermo, guapo, ¿dónde te metes? Llevas más de quince días sin llamarme.

—Hola, Ruth, acabo de aterrizar en Madrid, llego de Barcelona.

—Te llamaba por si te apetecía venirte a cenar a casa, tengo un foie gras estupendo que compré ayer en París.

No vacilé ni un instante. Llamaría a mi madre para disculparme: una velada con Ruth se me antojaba más emocionante, sobre todo si empezábamos a mirarnos a los ojos a través del foie. Ruth era azafata de una compañía de bajo coste, y solía encargarse del vuelo de París, de manera que estaba seguro de que al foie le acompañaría un estupendo vino de Borgoña. Así que se prometía una noche la mar de feliz.

Mi madre refunfuñó, pero no se enfadó. La verdad es que cuando me dijo el menú que me había preparado, me reafirmé en mi decisión de cenar con Ruth. Mi madre estaba convencida de que me alimentaba fatal, así que cada vez que almorzaba o cenaba con ella se empeñaba en que comiera verdura de primer plato y un pescado a la plancha sin pizca de sal de segundo.

La noche resultó ser memorable. No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos a Ruth hasta que estuve con ella. La verdad sea dicha, ella tenía una paciencia infinita conmigo y no me presionaba para que nos casáramos. Me dejaba ir a mi aire, no sé si porque me tenía como chico-objeto para de vez en cuando o porque realmente intuía que yo no estaba maduro para comprometerme. En todo caso era la relación ideal.

Llegué a las once de la mañana a casa de las Garayoa. El ama de llaves me informó de que doña Laura seguía en cama y doña Melita estaba en el médico, haciéndose unas pruebas. La había llevado su sobrina nieta, Amelia María.

Edurne me esperaba sentada en la biblioteca. No se alegró de verme.

—¿No ha tenido suficiente con todo lo que le conté?

—Le prometo no molestarla mucho, pero es que me gustaría saber qué pasó cuando Amelia vino con Pierre a Madrid. Me parece que fue en torno al catorce o quince de julio del treinta y seis. Doña Laura me ha dicho que usted la vio.

—Sí, la vi —respondió Edurne con un hilo de voz—. Cómo olvidar aquello…

Amelia y Pierre llevaban un par de días en Madrid. Él le pidió a un matrimonio amigo que se ocupara de Amelia y no la dejara sola. Por más que ella se resistió a la compañía del matrimonio, no tuvo más remedio que ceder, pero al mismo tiempo se sentía tan agobiada por la falta de libertad y la desconfianza que Pierre manifestaba hacia ella, que comenzó a darle vueltas a la idea de abandonarlo. Pero Amelia en aquel entonces sólo sentía confusión, y lo mismo decidía poner punto final a su relación con Pierre que cambiaba de opinión al verlo aparecer sonriente con una rosa en la mano.

Llegó un momento en que él se dio cuenta de que no podía retrasar por más tiempo el encuentro de Amelia con su familia, que no podía seguir dándole largas. El diecisiete por la mañana, en presencia de Pierre, Amelia telefoneó a Laura. La señorita Laura no estaba en casa; había salido con sus hermanos, Melita y Jesús, y con su madre, doña Elena. Tampoco estaba don Armando. Amelia, angustiada, preguntó por mí. Quería ver a sus padres, pero no se atrevía a presentarse en su casa sin antes saber con qué iba a encontrarse, sobre todo si iban a recibir a Pierre.

Yo me volví loca de alegría cuando escuché su voz, y ella me pidió que me acercara a la pensión La Carmela, donde estaba alojada. Llegué en menos de diez minutos, y no puede usted imaginar cómo corrí hacia allí, porque la distancia no era grande.

Fue vernos y empezar a llorar de emoción. Estuvimos un buen rato abrazadas sin que Pierre lograra separarnos.

—¡Vamos, vamos, dejad de llorar! ¿No teníais tantas ganas de veros? Pues en fin…

Amelia me pidió que le contara con detalle cómo estaban los suyos.

—Don Juan está mejor, se ha recuperado bien del ataque al corazón; doña Teresa no le deja ni a sol ni a sombra. Tu madre se pegó un buen susto, porque don Juan estaba con ella cuando sufrió el desmayo. Menos mal que tuvo presencia de ánimo para llamar al chófer y que trasladara de inmediato a don Juan al hospital. Eso le salvó la vida. Pero tu padre está triste, no es el mismo desde que te has marchado. Doña Teresa ha envejecido de repente, pero no desfallece, ella es el soporte moral de la casa. Tu hermana Antonietta también lo ha pasado mal, ha estado semanas enteras sin dejar de llorar.

—¿Crees que si voy a casa mis padres me perdonarán?

—¡Pues claro! Les darás una gran alegría.

—¿Y qué dirán de Pierre?

—Pero ¿va a ir contigo?

—Pues sí, Pierre es… es… Bueno, es como si fuera mi marido.

—¡Pero no lo es!

—Ya lo sé, pero da igual. En cuanto pueda me voy a divorciar para casarme con él, es sólo cuestión de tiempo.

—Pero tus padres están muy afectados por lo sucedido, ¿no podrías ir tú sola a verles?

A Amelia le hubiera gustado hacerlo así, pero Pierre no estaba dispuesto a dejarla encontrarse con su familia sin estar él presente. Temía perderla. En realidad, estaba a un paso de que así fuera.

—¿Y mi hijo? ¿Cómo está Javier?

—Sólo sabemos de él por Águeda. Don Santiago no quiere saber nada de tu familia. Les ha dicho que prefiere poner distancia y que en el futuro ya se verá si les permite ver al niño. Pero es un buen hombre, porque consiente que tus padres llamen a Águeda cuando él no está para preguntar por el niño.

—¿Tú no has vuelto a ver a mi hijo?

—No, no me he atrevido. Pero puedes estar tranquila, Águeda se ocupa bien de él, quiere al niño como si fuera su propio hijo, ya lo sabes.

Amelia rompió a llorar, se sentía en deuda con Águeda por los cuidados que prestaba a su hijo, pero al mismo tiempo le dolía que estuviera haciendo el papel de madre de Javier.

—¡Pero es mi hijo! ¡Es mío!

—Sí, claro que es tu hijo, pero tú no estás.

Aquellas palabras fueron peor que si la hubiese abofeteado. Me miró con rabia y con dolor.

—¡Quiero a mi hijo! —gritó.

Pierre la abrazó temiendo que se dejara llevar por la histeria, lo que no le convenía, dado que en La Carmela los tenían por un matrimonio.

—Cálmate, Amelia, nadie pone en duda que Javier es tu hijo, y lo recuperaremos, ya lo verás, pero todo a su debido tiempo. En Buenos Aires pondremos en marcha los trámites de tu divorcio, y luego vendrás a por Javier.

—¿Te vas a Buenos Aires? —pregunté.

—¡No lo sé! ¡No quiero ir a ninguna parte!

A Pierre se le notaba harto de la situación, y creo que a punto estuvo de decirme que me llevara a Amelia.

—No tienes que venir si no quieres. En realidad, yo he propuesto que nos marchemos para iniciar una vida nueva, lejos de nuestro pasado, pero si no me quieres…

—¡Sí, sí te quiero! ¡Pero creo que me voy a volver loca!

—Lo mejor es que se marche, Edurne, ya sabe dónde estamos. Dígaselo a los tíos de Amelia, y si lo consideran oportuno iremos a su casa o a la de los padres de Amelia. Quiero pedirles humildemente perdón a don Juan y doña Teresa por el daño ocasionado, y que sepan que quiero más que a mi vida a Amelia y sólo aspiro a hacerla feliz.

Regresé a casa vivamente impresionada. Yo admiraba a Pierre desde el momento en que lo había visto en casa de Lola. Era tan convincente, parecía tan seguro… Y no dudaba que estaba perdidamente enamorado de Amelia. Aunque me daba cuenta que ella no era feliz, que estaba arrepentida del paso dado, que si hubiera podido volver atrás, lo habría hecho sin dudar. Pero yo no sabía cómo ayudarla, me sentía tan perdida como ella.

Doña Elena y sus hijas no llegaron hasta mediodía, y en cuanto les expliqué que Amelia estaba en Madrid, que parecía muy desgraciada y que quería verlos, la señorita Laura no lo dudó un momento.

—¡Ahora mismo vamos a por ella!

—¡Pero, hija, no podemos presentarnos en esa pensión donde está con ese hombre!

—¿Y por qué no? ¿No comprendes que ella no se atreve a venir aquí?

—Aquí es bienvenida, pero sin ese hombre. Eso es lo que Edurne le tiene que decir. Queremos verla y la acompañaremos a casa de sus padres, pero tendrá que venir sola. Sería una vergüenza que se presentara con ese hombre. Tu tío Juan se moriría del disgusto. Amelia tiene que comprenderlo.

—¡Pero, mamá, no seas así! —protestó la señorita Laura.

—¡No voy a recibir a ese hombre en mi casa! ¡Jamás! Es un sinvergüenza, se ha aprovechado de la inocencia de Amelia, y no quiero tratos con gentuza como él.

—¡Mamá, Amelia se enamoró de Pierre!

—Vaya, ahora nos dices que se fue por amor y no para hacer la revolución… Santiago tenía toda la razón.

—Pero, mamá…

—Basta, se hará lo que yo digo. Edurne, vete a ver a Amelia y dile que la esperamos. En cuanto a ese hombre, debe entender que una familia decente no lo puede recibir. Tu padre está al llegar y estará de acuerdo conmigo.

Volví corriendo a la pensión La Carmela sin darme cuenta de que la señorita Laura me seguía a corta distancia. Había decidido desobedecer a su madre para encontrarse con Amelia; pues temía que ésta rechazara verlos si no iba acompañada de Pierre. Cuando estaba a punto de entrar en el portal me alcanzó. Juntas subimos a la pensión, situada en el primer piso. Amelia y Pierre estaban almorzando en el pequeño comedor. Aún hoy recuerdo que la dueña de la pensión les había servido huevos fritos con pimientos.

Si Amelia había llorado al verme, cuando se encontró con la señorita Laura, las lágrimas le fluyeron a borbotones. Las dos primas se fundieron en un abrazo interminable.

Pierre estaba incómodo por la situación, puesto que doña Carmela no perdía la ocasión de entrar en el comedor para enterarse de todo lo que allí sucedía. Propuso que nos fuéramos a la calle, a algún sitio donde pudiéramos hablar sin testigos. Nos llevó a un café de la plaza de Santa Ana, y allí nos acomodamos los cuatro.

—Amelia, tienes que venir a casa, mamá llamará a tus padres y te acompañaremos, pero debes venir sola. Tiene usted que comprender que no es bienvenido en estos momentos, quizá más adelante… —dijo Laura.

Amelia parecía dispuesta a dejarse convencer por su prima, pero la reacción de Pierre se lo impidió.

—Haré lo que Amelia quiera, pero debo decirle, señorita, que tampoco fue fácil para mi familia aceptar mi relación con una mujer casada, y pese a lo mucho que quiero a mi madre, le he impuesto esta situación, dejándole claro que si tengo que elegir entre Amelia y ella, no tengo dudas: mi elección es Amelia.

Tras escuchar, Amelia se sintió en la obligación de ponerse de su parte.

—Si no queréis que venga conmigo, yo tampoco iré —respondió ella llorando.

—¡Pero, Amelia, tienes que entenderlo! Tu padre ha sufrido un ataque al corazón, si te presentas con Pierre, no sé lo que puede pasarle. Desde luego, a tu madre le puede dar algo… Es mejor ir poco a poco, primero que te vean a ti y después, entre las dos, los convencemos para que reciban a Pierre. No puedes pedir a tus padres que, de buenas a primeras, acepten a otro hombre que no es tu marido; ya sabes que tu padre aprecia mucho a Santiago…

Pierre abrazó a Amelia mientras le acariciaba el cabello.

—¡Saldremos adelante! —le dijo con voz apasionada—. No te preocupes, todo se arreglará, pero tenemos que demostrarles a todos que nuestro amor es de verdad.

Amelia se deshizo del abrazo y se secó las lágrimas con el pañuelo de Pierre.

—Diles a tus padres que no iré a ningún sitio sin él. Mi deseo es divorciarme de Santiago y convertirme en la esposa de Pierre. Si buenamente podéis ayudarme para que mis padres me reciban, seré la mujer más feliz del mundo; de lo contrario me doy por satisfecha con haber podido abrazarte. Confío en que puedas convencerlos, pero si no es así… al menos prométeme que nunca me olvidarás y que harás lo imposible para que algún día me perdonen. Ahora te pido que regreses a casa con Edurne y que pongas todo tu empeño en lo que te he pedido.

Se abrazaron de nuevo entre lágrimas, y la señorita Laura le prometió que intentaría convencer a sus padres.

—Al menos espero que papá nos ayude; a lo mejor es más comprensivo que mi madre. Ni ella ni tu madre están a favor del divorcio, pero si saben que tenéis intención de casaros, a lo mejor ceden un poco.

Quién nos iba a decir que cuando regresáramos a casa nos encontraríamos a don Armando en un estado de gran agitación por culpa de las noticias que llegaban desde el norte de África, donde se decía que un grupo de militares se había sublevado.

En aquellas primeras horas, las noticias eran confusas y se hablaba de que podía haber una rebelión militar encabezada por los generales Mola, Queipo de Llano, Sanjurjo y Franco.

—Papá, tengo que hablar contigo —le pidió Laura a don Armando.

—Hija, ahora no puedo, me voy a acercar a las Cortes, he quedado con un diputado del que soy abogado; quiero saber qué está pasando.

—Amelia está en Madrid.

—¿Amelia? ¿Tu prima?

—Sí, Armando, sí, tu sobrina está aquí, y Laura se ha escapado a verla. Te lo iba a decir pero no me ha dado tiempo, como estás tan agitado por lo de la sublevación… —añadió doña Elena.

La novedad desasosegó definitivamente a don Armando. De todos los días posibles, aquél era el más inadecuado para hacer frente a un drama familiar. El país hacía aguas y la familia tenía que prestar atención a la situación de Amelia.

—Hay que avisar a sus padres. Arréglate, Elena, nos tenemos que acercar a la casa de mi hermano. ¿Dónde está esa loca? —preguntó a su hija.

—En la pensión La Carmela, y está con Pierre.

—¡Con ese desgraciado! No importa, iremos a por ella. ¡Dios mío! ¡Tenía que aparecer precisamente hoy!

—¡Por Dios, papá, lo importante es que la prima está aquí! —le reprochó Melita, su hija mayor.

—Lo importante es que no sabemos si se está produciendo un golpe de Estado, y, como podéis imaginar, eso tendría consecuencias terribles. Bien, hagamos lo que tenemos que hacer, vamos a buscarla.

—No, papá, no podemos hacerlo salvo que estéis dispuestos a aceptar a Pierre —declaró Laura.

—¿Aceptar a ese sinvergüenza? ¡Jamás!

—Papá, Amelia dice que sólo vendrá aquí o irá a casa de sus padres si es con Pierre, de lo contrario…

—Pero ¿cómo se atreve a plantear tamaño desatino? No vamos a recibir a ese hombre, no, yo no pienso abrirle las puertas de mi casa —intervino doña Elena.

—Explícate, Laura —exigió don Armando muy serio.

—O les recibimos a los dos o Amelia no vendrá ni a esta casa ni a la de sus padres; lo ha dejado muy claro. Papá, te suplico que aceptemos a Pierre, de lo contrario perderemos a Amelia para siempre. Edurne me ha dicho que él piensa llevársela a Buenos Aires. Yo creo que si vamos a por ella y fingimos que lo aceptamos a él, podremos convencerla para que se quede; de lo contrario la perderemos para siempre.

Don Armando se sentía superado por los acontecimientos, tanto políticos como familiares.

—Hija, después de lo que ha hecho, Amelia no puede poner condiciones. Las puertas de esta casa siempre estarán abiertas para ella, y no dudo de que mi hermano dirá lo mismo si su hija llama a su puerta. Pero ella no puede exigir que aceptemos a un hombre que ha traído tanta desgracia a la familia. Y yo no me atrevo a ir a casa de tu tío y darle un disgusto poniéndole en la disyuntiva de que si quiere ver a Amelia tiene que ser junto a ese Pierre. Sería una crueldad con él.

—Lo sé, papá. He intentado razonar con Amelia, pero no ha sido posible. Es… es como si hubiera perdido su voluntad. Se deja llevar por Pierre.

—¿Qué vamos a hacer? —Quiso saber doña Elena.

—Edurne volverá a esa pensión y le explicará a Amelia que debe venir aquí sin ese hombre. Luego la acompañaremos a casa de sus padres —sentenció don Armando.

—¿Y si se niega? —Laura hablaba con un hilo de voz.

—Nos pondrá en una situación muy difícil. Tendré que ir a ver a mi hermano y explicarle lo que sucede, y temo que le voy a dar un disgusto que tendrá consecuencias para su salud.

—Papá, ¿por qué no vas tú a hablar con Amelia? —suplicó Laura.

—¿Yo? No, no, hija, me parece del todo inconveniente ver a ese hombre, que sólo se merece que se le rete a duelo por lo que ha hecho.

Tal como me indicaron, regresé a la pensión La Carmela, pero no encontré ni a Amelia ni a Pierre. La dueña me informó de que habían salido con cierta precipitación porque un joven se había acercado a la pensión a dar recado a Pierre de que se estaba produciendo una rebelión militar en el norte de África. La dueña me dijo que estaba asustada por la noticia de la rebelión, pero aun así no tuvo empacho en preguntarme qué pasaba entre Pierre y Amelia, y por qué ella no dejaba de llorar. No le respondí, sólo le pregunté si sabía adónde habían ido o cuándo volverían, pero no me supo dar razón, de manera que regresé a casa.

Aquella noche Amelia telefoneó a Laura. Don Armando y doña Elena habían ido a casa de don Juan y todavía no habían regresado. Laura intentó convencer a su prima de que viera a su familia sin la presencia de Pierre, pero fue inútil. Amelia le anunció que al día siguiente por la tarde regresaba a Barcelona y de allí se marcharía a Francia. No sabía si algún día volverían a verse.

Edurne se quedó callada, con la mirada perdida, como cuando hablamos en la anterior ocasión. Parecía como si aquellos recuerdos le golpearan el alma y no supiera cómo dominarlos.

—¿Eso es todo? —pregunté yo.

—Sí, eso es todo. Amelia se marchó. Doña Teresa fue a buscarla al día siguiente a La Carmela acompañada de Antonietta, pero la joven ya se había marchado. No fue una decisión fácil para doña Teresa presentarse allí, en una pensión, buscando a su hija, pero había decidido que tenía que arrancar a Amelia de las garras de Pierre: el amor a su hija era más fuerte que las convenciones sociales y familiares. No se lo dijo a don Juan, simplemente tomó la decisión y le pidió a Antonietta que la acompañara, pero llegaron demasiado tarde. Lloró mucho culpándose de no haber actuado con más premura, yendo de buena mañana o incluso la noche anterior.

Supongo que Pierre pensó que era mejor irse antes de que su familia decidiera presentarse para llevársela.

Me despedí de Edurne agradeciéndole sinceramente cuanto me había contado y asegurándole que esperaba no tener que volver a molestarla. La verdad es que yo mismo me sentía conmocionado por los acontecimientos que rodeaban a Amelia y me preguntaba qué habría sucedido después. Estaba claro que tenía que hablar de nuevo con Pablo Soler.

En el portal me encontré a Amelia María junto a su tía Melita. ¡Vaya lío de Amelias!

—Ya me voy —dije antes de que torciera el gesto.

—Sí, ya sé que venía usted hoy.

—¿Y usted cómo está? —le pregunté a la anciana, que andaba con extremada lentitud, acompañada además de por su sobrina nieta por una enfermera.

—Estoy en las últimas, hijo, pero esperaré hasta que lea su relato —me respondió sonriente—. Hoy parece que estoy un poco mejor, y los médicos dicen que no me encuentran nada; como si la edad no fuera una enfermedad, pero lo es, querido Guillermo, lo es. Lo peor es que te priva de los recuerdos.

—Vamos, tía, tienes que descansar. Acompañe a mi tía al ascensor —le pidió a la enfermera.

Amelia María se quedó unos segundos en silencio viendo cómo su tía entraba en el ascensor apoyada en la enfermera.

—Bueno, Guillermo, ¿cómo lleva su historia?

—Voy de sorpresa en sorpresa; mi bisabuela tuvo una vida bastante movidita.

—Sí, eso creo, pero ¿qué más?

—Pues nada en especial, que su tía Laura me está ayudando mucho dándome un montón de pistas. ¿Qué le ha dicho el médico a doña Melita?

—Que está bien; en general tiene buena salud, lo cual es un milagro dada su edad. Hace unos días contraté a una enfermera para que esté en casa y cuide de mis tías. No estoy tranquila dejándolas solas cuando voy a trabajar. Si pasa algo, la enfermera sabrá cómo reaccionar.

—Ha hecho usted bien. Bueno, encantado de verla, tía.

—¿Cómo dice?

—Aunque le disguste somos parientes, y usted debe de ser algo así como una tía lejanísima, ¿no?

—¿Sabe, Guillermo? No me hace usted ninguna gracia.

—Ni yo lo pretendo, se lo aseguro.

Me encantaba fastidiarla porque me recordaba mucho a mi tía Marta.

Fui a casa de mi madre a comer las verduritas de las que sabía que no podía librarme, luego me pasé por la redacción del periódico a recoger mi exiguo cheque y, de allí, fui directo al aeropuerto. A la mañana siguiente volvería a recibirme Pablo Soler. Al buen hombre le gustaba madrugar, porque la cita era otra vez a las ocho de la mañana.