Durante los siguientes días intenté poner sobre el papel de manera ordenada todo lo que me había contado Edurne. Esperaba que las ancianas Garayoa me telefonearan, puesto que sin ellas difícilmente podía llevar a cabo la investigación.
Se me ocurría que debía intentar buscar a la tal Lola, pero la pobre estaría ya en el otro mundo; en cuanto a Pierre, realmente me intrigaba. «¡Menudo pájaro! —pensé—, hay que echarle mucha cara para birlarle a otro la mujer en nombre de la revolución». Era difícil que Pierre viviera aún, a no ser que fuera centenario, algo harto improbable, ya que había creído entender a Edurne que cuando Pierre conoció a Amelia le sacaba a ésta unos cuantos años. Ella tenía dieciocho y él pasaba de los treinta; por tanto, las probabilidades de que Pierre estuviera vivo eran nulas.
Cuando por fin me llamó Amelia María Garayoa suspiré aliviado; la verdad es que había llegado a temer que las ancianas se arrepintieran de su oferta y hubieran decidido impedir que continuara mi investigación.
—Mi tía quiere verle —me espetó a modo de saludo.
—¿Cuál de ellas?
—Mi tía Laura.
—¿Y su tía Melita?
—Está muy resfriada y no se encuentra bien.
—Oiga, una curiosidad: doña Amelia y doña Laura, ¿son hermanas? Por lo que leí en el diario de mi bisabuela y me contó Edurne, la mejor amiga de Amelia era su prima Laura. Me hago un poco de lío —intentaba resultarle simpático.
—A lo mejor todo esto es demasiado para usted —respondió ella, dejando clara su poca confianza en mí.
—Reconocerá que la existencia de tantas Amelias sorprende a cualquiera —me defendí yo.
—Pues, no, verá, una de las bisabuelas de mis tías abuelas se llamaba Amelia, una mujer al parecer muy guapa y querida por toda la familia; tanto, que sus nietos decidieron que si tenían hijas les pondrían el nombre de su abuela. Y eso es lo que hicieron Juan y Armando Garayoa, poner el nombre de Amelia, el de su abuela, a sus primogénitas.
—¡Vaya lío!
—Será un lío para usted, para nuestra familia las cosas están muy claras.
—Que yo sepa, algo tengo que ver con su familia…
—Eso está por ver.
—¡Pero si le enseñé la partida de bautismo de mi abuelo Javier!
—Mire, tengo mis dudas sobre usted; pero es que, además, aunque usted sea nieto del hijo de Amelia Garayoa, ¿a qué viene aparecer de repente con esa estúpida historia de que va a escribir un libro sobre su bisabuela?
—Yo no he dicho que vaya a escribir un libro sino un relato que mi tía Marta encuadernará y lo regalará a toda mi familia en Navidades.
—¡Conmovedor! —Amelia Garayoa lo dijo en un tono de burla que me fastidió.
—Escuche, entiendo sus reticencias, pero yo he sido sincero desde el primer momento y, además, le guste o no, somos familia.
—¡Ah no! En eso se equivoca. Usted y yo no somos nada por más que se empeñe en buscar parentescos. ¿No pretenderá que ahora de repente los Garayoa nos reencontremos con los Carranza como si se tratara de un folletín?
—Oiga, en eso tiene razón, porque la verdad es que lo de mi bisabuela huele a folletín… pero no, no tengo la más mínima intención de proponer que celebremos las Navidades juntos.
—Ni se le ocurra la idea de que debamos conocernos las dos familias.
—No es mi intención, bastante tengo con sobrevivir a la mía para tener que soportar a otra familia con usted incluida.
—¡Es usted un grosero!
—No, no lo soy, simplemente quiero decirle que estoy de acuerdo en que el pasado, pasado está.
—Dejemos esta discusión inútil. Mi tía lo espera mañana a las doce. Sea puntual.
Amelia María Garayoa colgó el teléfono sin despedirse. Realmente le caía mal.
Al día siguiente acudí puntual a la cita con un ramo de rosas de color rosa. El ama de llaves me acompañó a la biblioteca donde me esperaba doña Laura.
Estaba sentada y tenía un libro sobre las rodillas.
—Ya ha llegado… siéntese —me ordenó mientras señalaba un sillón cercano al suyo.
—¿Cómo está su hermana? —pregunté con un tono de voz preocupado al tiempo que le daba el ramo de rosas—. Le he traído estas flores…
—¿Mi hermana? —inquirió con un deje de extrañeza.
—Su sobrina Amelia María me dijo ayer que doña Melita estaba resfriada…
—¡Ah sí! Claro que está resfriada, pero ya se encuentra mejor, desde ayer no tiene fiebre. Somos muy mayores, ¿sabe? Y cualquier cosa nos afecta… y la gripe de este año ha venido muy mala. Pero está mejor. Le diré que ha preguntado usted por ella.
Hizo un gesto para indicar al ama de llaves que se llevara las flores y le pidió que trajera café para los dos.
—Bien, ¿qué opina de lo que le contó Edurne? —me preguntó sin más preámbulos.
—En realidad su prima me parece que era una joven bastante atolondrada, con ansias de convertirse en una heroína —respondí a modo de conclusión.
—Sí, algo de eso hay, pero no sólo eso. Mi prima Amelia siempre fue una chica inteligente, inquieta, sólo que se equivocó de siglo; si hubiera nacido hoy, se habría convertido en una mujer notable, habría podido desarrollar todo su talento, pero en aquella época…
—Eso de largarse con el tal Pierre creyendo que debía sacrificarse por la revolución… en fin, que me parece una excusa pueril. Se fue con él porque se enamoró, y se habría ido igual con revolución o sin ella —concluí ante la mirada de espanto de doña Laura.
—Joven, me parece que usted no ha entendido nada. Juzga con mucha ligereza a Amelia. Puede que usted no sea capaz de entender… que no sea la persona adecuada para escribir su historia…
Estaba claro que había metido la pata. ¡Quién me mandaría soltar de sopetón mi opinión sobre mi bisabuela! Intenté arreglarlo como pude.
—¡Por favor, no me malinterprete! A veces los periodistas somos así de impulsivos, decimos las cosas a lo bruto, olvidándonos de los matices, pero le aseguro que a la hora de escribir esta historia lo haré con ecuanimidad y cariño, al fin y al cabo fue mi bisabuela.
Temí que me dijera que me marchara, pero no dijo nada. Esperó a que el ama de llaves, que acababa de entrar, nos sirviera el café.
—Bien, usted dijo que tenía unas cuantas preguntas que hacernos. ¿Qué más quiere saber?
—En realidad son ustedes quienes me tienen que decir de qué hilos debo tirar. Reconozco que sin su ayuda sería muy difícil poder desentrañar la historia de mi bisabuela. También me gustaría que me contara qué sucedió cuando regresó Santiago, mi bisabuelo.
—No le compadezca. Santiago fue un hombre de una pieza, que sufrió, sí, por la pérdida de Amelia, pero que supo sobreponerse con enorme dignidad.
—Pues de eso quería que me hablara, al fin y al cabo ustedes eran la familia más cercana de Amelia.
—Bien, le contaré algunos detalles, pero no tome por costumbre que seamos nosotras quienes le demos información; ése no es el trato. Además, hay cosas que aunque quisiéramos no podríamos contarle porque las ignoramos. Aunque, como usted dice, sabemos de qué hilos tirar. Le tengo preparadas un par de entrevistas más.
Me acomodé en el sillón dispuesto a escuchar a doña Laura, que se había quedado en silencio, como si estuviera pensando por dónde comenzar…
Al día siguiente de la fuga de Amelia, Edurne me trajo la carta que había escrito mi prima. Era un domingo de finales de marzo de 1936 y todos estábamos en casa. La tengo aquí para enseñársela. En ella, Amelia me decía que se había enamorado de Pierre, que no soportaba la idea de que él se marchara y no volver a verlo, que prefería morir antes que perderlo. También me suplicaba que fuera yo quien explicara a sus padres y a Santiago su ausencia; insistía en que la verdadera causa no era Pierre, sino sus ideales revolucionarios. Pedía perdón a todos y me rogaba que hiciera lo posible para evitar que su hijo la odiara; también decía que algún día regresaría en busca de Javier. Y me pedía que cuidara de Edurne, porque temía que Santiago la pudiera despedir.
Se puede imaginar mi estado de conmoción cuando leí aquella carta. Me sentía desolada, perdida, e incluso traicionada, porque Amelia, además de mi prima, era mi mejor amiga. Desde pequeñas habíamos compartido hasta las confidencias más intrascendentes, estábamos más unidas la una a la otra que a nuestras propias hermanas.
Edurne estaba aterrorizada. Pensaba, y no le faltaba razón, que podía quedarse sin trabajo, que tendría que regresar al caserío. Lloraba pidiéndome que la ayudara. Yo me sentía desbordada por la situación, puesto que con dieciocho años, y en aquella época, se puede usted imaginar lo poco que sabíamos del mundo, y mi prima se había fugado delegando en mí una responsabilidad para la que no estaba preparada. Lo primero que hice fue tratar de tranquilizar a Edurne y prometerle que nada le sucedería, y le dije que regresara a casa de Amelia, y si alguien le preguntaba por Amelia tenía que responder que no sabía dónde había ido. Luego fui a ver a mi madre, que en aquel momento estaba con la cocinera dándole instrucciones porque esa noche teníamos invitados.
—Necesito hablar contigo.
—¿No puedes esperar? No creas que es fácil organizar una cena para doce comensales.
—Mamá, es muy urgente, necesito hablar contigo —insistí.
—¡Cómo sois las niñas de hoy de impacientes! Los mayores tenemos que dejarlo todo para complaceros. En fin, vete a la salita que ahora voy.
Mi madre tardó aún un buen rato en reunirse conmigo; para cuando lo hizo, yo ya me había mordido todas las uñas.
—¿Qué pasa, Laura? Espero que no sea ninguna tontería de las tuyas.
—Mamá, Amelia se ha ido.
—¿Tu hermana? Claro que se ha ido, ha ido a visitar a su amiga Elisa.
—No me refiero a mi hermana Melita sino a mi prima.
—Si no la has encontrado es que habrá salido a casa de sus padres o a visitar a alguien, lo mismo está con esa Lola…
—Se ha ido para siempre.
Mi madre se quedó callada intentando digerir lo que acababa de oír.
—Pero ¿qué dices? ¡Qué tontería es ésa! Ya sé que está enfadada con Santiago por su último viaje… la verdad es que Santiago debería ser más considerado y no marcharse así por las buenas… pero Amelia ya sabe cómo es su marido…
—Mamá, Amelia ha dejado a Santiago.
—¡Pero qué dices, niña! ¡Basta de tonterías!
Mi madre se había puesto roja del sofoco. Le costaba asimilar lo que le estaba diciendo.
—Se ha marchado porque… porque cree en la revolución, y se va a sacrificar para construir un mundo mejor.
—¡Dios mío! ¡No puedo creer que Lola le haya lavado el cerebro hasta esos extremos a tu pobre prima! Vamos, dime dónde está, llamaré a tu padre, tenemos que ir a buscarla de inmediato… imagino que se habrá ido a casa de esa Lola.
—Se ha ido a Francia.
—¿A Francia? ¡Qué estás diciendo! Explícame qué ha pasado, pero ¿cómo puedes decir que Amelia se ha ido a Francia…?
Mi padre entró en la salita alertado por los gritos de mi madre. Se asustó al verla moviéndose de un lado para otro haciendo aspavientos.
—Pero ¿qué pasa? Elena, ¿qué sucede? ¿Te encuentras mal? Espero, Laura, que no le hayas dado ningún disgusto a tu madre, y menos hoy, que tenemos invitados a cenar…
—Papá, Amelia se ha ido a Francia. Ha dejado a Santiago y a su familia aunque algún día volverá a por Javier.
Lo dije todo seguido, sin preámbulos.
Mi padre se quedó mudo, mirándome fijamente, como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Mi madre había roto a llorar desconsoladamente.
Les conté la fuga de Amelia a trompicones, intentando no traicionarla, sin nombrar en ningún momento a Pierre.
Mi padre no terminaba de creerse que su sobrina, por atolondrada que fuera, se hubiese ido a Francia a hacer la revolución.
—Pero ¿qué revolución? —insistía mi padre.
—Pues la revolución. Sabes que los comunistas quieren llevar la revolución a todas partes… —respondí sin excesiva convicción.
Durante más de una hora mi padre estuvo preguntándome sin darme tregua, mientras mi madre hablaba y hablaba de la influencia de Lola.
—Tenemos que llamar a Juan y a Teresa. ¡Qué disgusto les vamos a dar! Y tú, Laura, enséñame esa carta que te ha escrito Amelia —me reclamó mi padre.
Les mentí. Juré que, a causa de los nervios, sin darme cuenta la había roto. No podía entregársela puesto que en la carta Amelia contaba toda la verdad, es decir, que se había enamorado de Pierre.
—¡No te creo! —dijo mi padre reclamando la carta.
—Te aseguro que la he roto sin darme cuenta —protesté llorando.
Mis tíos Juan y Teresa llegaron a mi casa apenas media hora después. Mi padre les había insistido en que era urgente que vinieran. Para él suponía un gran sufrimiento tener que decirle a su hermano que su hija se había escapado.
Mi padre me pidió que les contara cuanto sabía, y yo, entre lágrimas, fui diciendo lo que podía.
Mi tía Teresa se desmayó y mi madre tuvo que atenderla, lo que propició que mi padre, mi tío Juan y yo nos refugiáramos en su despacho, donde ambos me insistieron en que les contara cuanto sabía.
No di mi brazo a torcer, y achaqué a la revolución la causa de la fuga de mi prima Amelia.
—Bien —aceptó mi tío Juan—, entonces iremos a ver a esa Lola, que ha sido la causante de meter en la cabeza de Amelia estas ideas extremistas. Ella sabrá dónde está, no creo que le haya dado tiempo a llegar a Francia; en todo caso, nos tendrá que decir dónde encontrarla. Pero primero iremos a casa de Amelia, hay que procurar no alertar al servicio sobre lo que está sucediendo. Espero que Edurne no diga ni una palabra.
Mientras mi madre atendía a mi tía Teresa, fui con mi padre y mi tío a casa de Amelia. Pero aquél no era nuestro día de suerte y cuando llegamos a casa de Amelia nos encontramos con la sorpresa de que Santiago había regresado del viaje por la mañana.
Santiago estaba hablando con Edurne, o mejor dicho, Santiago hablaba y Edurne lloraba.
Él se sorprendió al vernos y yo me puse a temblar. Enfrentarme a mis padres y a mis tíos era una cosa, pero enfrentarme a Santiago…
Mi tío Juan estaba igualmente nervioso. No iba a ser fácil para él decirle a Santiago que su mujer se había marchado.
—¿Qué sucede? —preguntó Santiago con un tono de voz helado.
—¿Podemos hablar en privado? —solicitó mi tío Juan.
—Sí, naturalmente. Acompañadme al despacho, y tú, Edurne… luego continuaremos hablando.
Lo seguimos hasta el despacho, yo rezando por lo bajo, pidiéndole a Dios que hiciera un milagro y Amelia apareciera de repente. Pero aquel día Dios no me escuchó.
Santiago nos invitó a sentarnos, pero mi tío Juan estaba tan nervioso que se quedó de pie.
—Siento lo que voy a decirte… estoy desolado… y te aseguro que no lo entiendo, pero…
—Don Juan, cuanto antes me diga a lo que ha venido, mejor —cortó Santiago.
—Sí… desde luego… lamento lo que ha pasado… pero, en fin, no tengo más remedio que informarte de que Amelia ha huido.
Agarré la mano de mi padre como si fuera un refugio, porque el rostro de Santiago reflejaba una ira sin límites.
—¿Ha huido? ¿Dónde? ¿Por qué? —Santiago intentaba controlarse, pero era evidente que estaba a punto de estallar.
—No lo sabemos… bueno sí… al parecer se ha ido a Francia.
—¿A Francia? ¡Pero qué locura es ésta! —Santiago había elevado el tono de voz.
—Amelia le ha escrito a Laura para explicárselo —acertó a decir mi padre.
—¿Ah, sí? Bien, leamos esa carta —y me miró fijamente mientras tendía la mano a la espera de que le entregara la misiva de Amelia.
—No la tengo —musité—, con los nervios la he roto…
—¡Ya! ¿Y pretendes que me lo crea?
—¡Es la verdad! —Me di cuenta de que a pesar de mi protesta Santiago siguió sin creerme.
La verdad es que siempre se me ha dado mal mentir.
—¿Y qué es lo que Amelia te ha autorizado a decirnos? —Santiago seguía haciendo un esfuerzo por contenerse.
—Pues que se ha ido a Francia a colaborar con la revolución, allí están más preparados para ayudar a extender a todas partes la Revolución soviética.
Lo dije de corrido, me había aprendido la lección.
—Laura, ¿con quién se ha ido Amelia? —El tono de voz de Santiago era duro y cortante.
Me mordí el labio hasta hacerme sangre y se me escaparon las lágrimas.
—Responde, hija —me pidió mi padre.
—No lo sé…
—Sí, sí lo sabes. Tú y Edurne sabéis exactamente lo que ha pasado, cuándo y con quién se ha marchado —afirmó Santiago.
Don Juan y mi padre se miraron con espanto, mientras Santiago clavaba sus ojos en los míos hasta hacerme bajar la cabeza, avergonzada.
—Laura, no le haces ningún favor a Amelia ocultándonos la verdad. Tu prima, mal aconsejada, ha cometido un error, pero si nos dices todo lo que sabes aún lo podemos enmendar —insistió mi padre.
—Es que sé que se ha ido a hacer la revolución… —respondí casi sollozando.
—¡No digas tonterías! —me interrumpió Santiago—. No nos tomes por estúpidos. Mía ha sido la culpa por permitir a Amelia participar en esas reuniones de las Juventudes Socialistas de España a las que la llevaba Lola. Y más aún de haberme hecho hasta gracia que Edurne se tomara su militancia tan en serio. ¿Amelia una revolucionaria? Sí, una revolucionaria acompañada de su criada para que, naturalmente, la señorita no tuviera que molestarse ni en hacerse la cama.
—Amelia no se ha llevado a Edurne —protesté sacando algo de valor.
—No, no se la ha llevado, porque no se lo han permitido. Edurne me ha contado que ella quería acompañarla, pero que Amelia le dijo que no le autorizaban a ir con nadie. Bien, me habéis venido a contar lo que ya sabía, que Amelia se ha ido. Cuando llegué a casa esta mañana pregunté por mi mujer y nadie supo darme razón, y Edurne se puso a llorar cuando le pregunté por ella. Sólo ha alcanzado a decirme la misma tontería que tú, Laura, que Amelia se ha ido a Francia a hacer la revolución.
De pronto Santiago parecía cansado, como si toda la furia que estaba conteniendo se estuviera transformando en resignación.
—Santiago, estamos contigo, dispuestos a ayudarte en lo que sea, pero quiero pedirte que perdones a mi sobrina, es una chiquilla sin ninguna mala intención. —Las palabras de mi padre parecieron revivir la ira en Santiago.
—¿Ayudarme? ¿En qué pueden ayudarme? No se engañe, don Armando, si Amelia se ha ido es que… es que lo ha hecho con otro hombre.
—¡No, eso sí que no! —Mi tío Juan se plantó ofendido delante de su yerno—. No permitiré que faltes el respeto a mi hija. Amelia es una niña, sí, ha cometido un error, pero irse con otro hombre, ¡jamás! No quiero reprocharte nada, pero tus viajes sin avisar no han sido precisamente una manera adecuada de cuidar un matrimonio.
Santiago apretó los puños. Creo que si no hubiese sido por su exquisita educación y, sobre todo, porque era un hombre que sabía controlarse, habría golpeado a mi tío Juan.
—Quiero creer que Amelia sólo nos habría abandonado a su hijo y a mí por una gran pasión. ¿Abandonar a Javier sólo por la revolución? No, usted no conoce a Amelia. Bien es verdad que nunca se ha comportado como una madre solícita con Javier, pero yo sé que le quiere; en cuanto a mí… también lo creía.
—Hemos pensado en ir a casa de Lola —intervino mi padre—, espero que nos acompañes.
—No, no, don Armando, no les voy a acompañar. No voy a ir a buscarla. Si se ha marchado, ella sabrá por qué y tendrá que asumir las consecuencias.
—¡Pero es tu esposa! —protestó mi tío Juan.
—Una esposa que me ha abandonado.
—¡Pero precisamente tú acabas de regresar de un viaje y cuando te fuiste ni siquiera te despediste de ella…!
Santiago se encogió de hombros. Para él era perfectamente natural el ir y venir sin dar explicaciones, como si fuera una prerrogativa por la que no tenía que excusarse.
—Nos gustaría que nos acompañaras a casa de Lola —insistió mi padre.
—Ya le he dicho que no, don Armando. Y tú, Laura…
No me dijo ni una palabra más, pero me hizo sentir como una malvada.
Salimos de casa de Santiago destrozados. No habíamos podido hablar con Edurne, y yo me alegré porque no sé si habríamos podido seguir manteniéndonos firmes en nuestra versión si nos hubieran presionado a ambas.
Les indiqué dónde vivía Lola. Caminamos deprisa hasta la calle Toledo, hasta dar con el piso que Lola compartía con Josep y donde vivía con su hijo Pablo.
Lola ocupaba una buhardilla a la que llegamos a través de una escalera oscura. Yo sólo había estado en aquella casa en una ocasión acompañando a mi prima. En realidad, ni a mí me caía bien Lola ni yo a ella, de manera que solíamos tratarnos con una frialdad que apenaba a Amelia. A ella le hubiera gustado que fuéramos amigas y, sobre todo, poder compartir conmigo sus andanzas con Lola.
No funcionaba el timbre, así que mi tío Juan golpeó la puerta. Nos abrió Pablo, el hijo de Lola. El chiquillo estaba resfriado, y parecía tener fiebre.
—¿Qué quieren?
—Pablo, estamos buscando a Amelia —acerté a decir antes de que mi tío o mi padre hablaran.
—Pero Amelia se ha ido con Pierre, se fueron anoche en tren —respondió.
Mi tío Juan palideció al escuchar lo que acaba de decir el niño.
—¿Podemos pasar? —preguntó, al tiempo que lo apartaba y entraba.
Pablo se encogió de hombros mientras me miraba extrañado por la situación.
—Es que no está mi madre, ni tampoco Josep.
—¿Quién es Josep? —preguntó mi tío Juan.
—Mi padre.
—¿Y le llamas Josep? —La pregunta de mi tío no pareció sorprender al niño.
—Sí, todos le llaman Josep, aunque a veces también le llamo papá, depende de cómo me dé.
A estas alturas de la conversación ya estábamos en la pequeña estancia que hacía las veces de sala y de dormitorio de Pablo. La buhardilla sólo tenía dos piezas: una era en la que estábamos y la otra, aún más pequeña, donde solían dormir Lola y Pablo cuando no estaba Josep, además de un minúscula cocina iluminada por un tragaluz. Carecían de cuarto de baño; al igual que el resto de los vecinos, tenían que utilizar un retrete situado en el descansillo.
Mi tío Juan buscó con la mirada una silla donde poder sentarse. Mi padre y yo nos quedamos de pie, mientras Pablo se sentaba en otra silla esperando a que le dijéramos qué queríamos.
—Bien, dinos exactamente dónde está Amelia —ordenó mi tío.
—Ya se lo he dicho: en Francia, con Pierre.
—¿Y quién es Pierre? —insistió mi tío.
—El novio de Amelia… bueno, no sé si es su novio, porque Amelia está casada, pero si no lo es, es algo parecido. Se quieren y Amelia le va a ayudar.
Mi tío Juan empezó a sudar, mientras mi padre, atónito por lo que Pablo decía, decidió sentarse.
—Pablo, no digas esas cosas… Amelia y Pierre son sólo amigos… Amelia le va a ayudar a hacer la revolución —intervine yo mirando angustiada a Pablo, intentando decirle con los ojos que no dijera una palabra más.
—¡Cállate! —El tono de voz de mi padre me cortó en seco—. Y tú, niño —añadió—, nos vas a decir todo lo que sepas.
Pablo pareció asustarse de repente, y comprendió que había hablado más de la cuenta.
—¡Yo no sé nada! —Alcanzó a decir, angustiado.
—¡Claro que sabes! Y nos lo vas a decir. —Mi padre se había levantado plantándose delante del niño, que le miraba asustado.
—Cuanto antes nos cuentes lo que sabes, antes nos iremos —lo apremió mi tío Juan.
—¡Pero si no sé nada! ¡Por favor, Laura, diles que me dejen en paz!
Bajé los ojos avergonzada. No podía hacer ni decir nada, ni mi padre ni mi tío iban a permitirme intervenir para evitar que el niño hablara.
—Mi madre dice que no soy un esclavo, que no tengo que humillarme ante los capitalistas de mierda —dijo Pablo, intentando darse valor a sí mismo.
—Si no nos cuentas lo que sabes, te llevaremos a la comisaría, la policía buscará a tu madre y luego ya veremos lo que pasa —amenazó mi padre.
Pablo, al que cada vez le brillaban más los ojos por la fiebre y el susto, empezó a gimotear.
—Mi madre es una revolucionaria, y ahora no gobiernan los fascistas. —Fue el último intento de Pablo antes de comenzar a hablar.
—Bien, vámonos a la comisaría; por lo que sé, tu madre tiene algunas cuentas pendientes con la policía, y por muy revolucionaria que sea, la ley es la ley para todo el mundo —afirmó mi padre.
Pablo volvió a buscar mi mirada solicitando ayuda, pero yo no podía decirle nada, aunque rezaba para que el niño no diera ninguna pista que pudiera frustrar la fuga de Amelia.
—Amelia vino anoche a casa, la estaba esperando Pierre. Dijeron que iban a coger el tren, que primero irían a Barcelona y luego a Francia.
—¿A Barcelona? —preguntó mi tío Juan.
—Pierre tiene que ver a unos amigos de mi padre —alcanzó a decir Pablo.
—¿Dónde vive tu padre? —Quiso saber mi tío Juan.
—En una calle del Ensanche.
—¿Y cuál es el apellido de tu padre? —insistió mi tío.
—Soler.
—Dime, ¿quién es Pierre? —Mi padre hablaba ahora con un tono de voz suave, intentando tranquilizar a Pablo.
—Es un amigo de mis padres, es un revolucionario de París. Trabaja para llevar la revolución a todas partes, y nos está ayudando.
—¿Es el novio de Amelia? —Mi padre hizo la pregunta sin mirarnos ni al tío Juan ni a mí.
—Sí —musitó Pablo—, ayer cuando Amelia llegó se besaron. Ella lloraba mucho, pero él le prometió que nunca tendría que arrepentirse por irse con él. Pierre la besaba todo el rato, y Amelia también a él. Se besaban como se besan mis padres… y Amelia le dijo que le seguiría hasta la muerte.
Empecé a toser. La mía era una tos nerviosa, lo único que quería es que Pablo se callara, que no dijera una palabra más, que mi padre y mi pobre tío Juan no siguieran oyendo aquellas cosas.
Mi tío Juan estaba pálido y con el cuerpo tan rígido que parecía un cadáver. Escuchaba a Pablo con los ojos muy abiertos, y en ellos no sólo había sufrimiento, también vergüenza y estupor. ¿Cómo podía imaginar a Amelia besándose con un hombre que no fuera su marido? ¿Era posible que ella se comprometiera con otro hombre hasta la muerte? Parecía como si lo que estuviera escuchando no fuera posible, que se tratara de una extraña, no de su propia hija. De repente parecía darse cuenta de que no la conocía, de que la mujer de la que le hablaban nada tenía que ver con su primogénita, con su hija del alma.
Mi padre se acercó a mi tío invitándole a marcharnos. A duras penas mi tío Juan se puso en pie. Parecía un autómata. Mi padre lo cogió del brazo, ayudándole a dirigirse hacia la puerta. Salieron sin despedirse de Pablo.
—Mañana me voy a Barcelona —me dijo el niño a modo de despedida.
—¿A Barcelona? ¿Y verás a Amelia? —pregunté en voz baja.
—No lo sé, pero mi madre dice que vamos a vivir con mi padre. Está muy contenta. A mí me da pena irme de Madrid, aunque aquí no tenemos a nadie. Bueno, a mi abuela, pero mi madre no se lleva bien con ella.
—Si ves a Amelia dile… dile… dile que sea muy feliz y que la quiero mucho.
Pablo asintió sin decir palabra, y yo salí deprisa, para alcanzar a mi padre y a mi tío Juan.
De regreso a mi casa, mi tía Teresa continuaba llorando. Mi madre le había dado dos tilas y un vasito de agua del Carmen, pero no le habían hecho ningún efecto. Mi madre había llamado a mi prima Antonietta, que estaba sentada, muy seria, sin decir palabra.
—¿La habéis encontrado? —preguntó impaciente mi madre.
Mi padre le contó sin mucho detalle que habíamos estado con Santiago y luego en casa de Lola, y que al parecer Amelia se había ido a Barcelona aunque su destino final era Francia.
Mi tía Teresa lloró con más fuerza y desconsuelo al escuchar el relato de las últimas horas, y sólo alcanzaba a pedir que le devolvieran a su hija.
No sabíamos qué hacer, ni qué decir; aquél fue el día más largo de mi vida.
A media tarde, mi padre, Melita y yo acompañamos a mis tíos y a mi prima a su casa. Estábamos de duelo, pero mi madre había decidido que no podía suspender la cena de aquella noche, ya que entre los invitados se encontraba un matrimonio con dos de sus hijos, uno de los cuales pretendía a mi hermana Melita, y sabíamos que aquella noche iba a pedir oficialmente permiso para cortejarla.
Yo me hubiese quedado de buena gana con mis tíos y Antonietta, pero ellos preferían estar solos.
La cena resultó ser una pesadilla. Mi padre estaba distraído; mi madre, nerviosa, y mi hermana, conmocionada por lo sucedido, apenas prestaba atención a su pretendiente. Bien es verdad que el chico no se desanimó por lo inusual del ambiente y, apoyado por su padre, terminó pidiendo permiso al mío para iniciar relaciones con mi hermana. Mi padre se lo dio sin mostrar ningún entusiasmo. Años después, le contamos a Rodrigo lo que había pasado aquel día. Aunque ahora no venga al caso, le diré que, poco después de comenzar la guerra civil, Rodrigo se casó con mi hermana Melita.
A la mañana siguiente Edurne se presentó en mi casa con la maleta. Santiago le había dado una generosa cantidad de dinero para que regresara al caserío con su madre y sus abuelos.
—Yo no puedo regresar, señorita Laura; mi madre me mata si se entera que me ha despedido don Santiago.
—Pero si tú no tienes la culpa de lo que ha pasado, tu madre te comprenderá —le dije yo, poco convencida.
—En casa necesitan lo que gano, el caserío apenas da para vivir, y además mi madre me está haciendo el ajuar por si un día me caso.
—El ajuar puede esperar —terció mi madre— y tú allí siempre podrás echar una mano. Además tu hermano Aitor se está situando bien dentro del PNV; mi cuñada Teresa me ha dicho que le tienen muy bien considerado.
—¡Ay, doña Elena, usted no conoce a mi madre! No sabe cómo se va a enfadar. Ella me pidió que me comportara como ella lo había hecho siempre con la familia Garayoa, y ya ve usted lo que he hecho.
Edurne lloraba con desconsuelo y me agarraba la mano suplicando que no la abandonara. Yo me debatía entre lo que me había pedido mi prima Amelia, que cuidara de Edurne, y el peso de la responsabilidad que asumía. Pudo más la lealtad a mi prima.
—Mamá, ¿puedo hablar contigo a solas un momento?
Mi madre me miró con desconfianza; me conocía muy bien y sabía lo que iba a pedirle, así que se hizo la remolona.
—Mira, Laura, no puedo perder más tiempo, tenemos demasiados problemas encima…
—¡Pero si es sólo un momento! —supliqué.
Salimos de la sala y nos metimos en mi cuarto. Para entonces mi madre ya se había puesto de un humor pésimo.
—Laura, tienes que ser sensata —comenzó a decirme, pero la interrumpí.
—¿Qué quejas tienes de mí? ¿En qué te he disgustado?
—En nada, niña, en nada, pero tienes que entender que no podemos hacernos cargo de Edurne, que es precisamente lo que me vas a pedir.
—Pero, mamá, ¡ella no puede volver al caserío! Tú sabes que Amaya tenía mucho genio…
—Amaya fue siempre una sirviente leal. Ojalá Edurne fuera como su madre, no se habría metido en problemas ni se le habría llenado la cabeza de pájaros sobre la revolución.
—Te lo pido por favor, ¡habla con papá!
—No somos ricos, no podemos meter una boca más en casa. ¿Es que no te das cuenta de la situación? La política está revolviéndolo todo: hay huelgas, desórdenes, algunos locos están asaltando conventos; no sé qué va a pasar… Y tu padre es un bendito, apoya a don Manuel Azaña lo mismo que su hermano Juan, pero yo creo que Azaña no termina de hacerse con la situación…
—¡No me importa la política! ¡Lo que quiero es ayudar a Edurne! Y no me digas que no podemos hacerle un hueco en casa. Puede dormir en el cuarto de tu doncella, a Remedios no le importará. Además, Remedios está mayor, le vendrá bien que le ayuden.
—¡Que no! Que no quiero a una comunista como doncella, no quiero líos en mi casa. Bastante tenemos con lo que ha pasado con tu prima Amelia.
Mi padre golpeó suavemente en la puerta. Había escuchado la voz alterada de mi madre.
—Me voy al despacho, volveré para almorzar. Pero ¿qué es lo que pasa?
—Tu hija quiere que metamos a Edurne en casa, Santiago la ha despedido.
—¡Por favor, papá!
—Mira, lo que podemos hacer es hablar con tus tíos, yo misma iré a visitar a Teresa y le explicaré la situación. Deberían ser ellos quienes se hicieran cargo de Edurne. Al fin y al cabo, Edurne es hija de Amaya, que fue su sirvienta durante muchos años. Ellos sabrán qué hacer.
Mi madre se mostraba terca como las mulas.
—No creo que sea buena idea —dijo mi padre, para mi sorpresa y la de mi madre.
—¿Por qué no? Dime, Armando, ¿por qué no? Edurne no es nuestro problema.
—Amelia es mi sobrina y lo que ha hecho también tiene consecuencias para nosotros, no podemos lavarnos las manos. Mira, Elena, para mi hermano y para Teresa sería doloroso tener que acoger a Edurne. Lo harían, claro, por sentido de la responsabilidad, pero su presencia sería un recordatorio permanente del drama que tienen que afrontar. No, no quiero añadir más dolor a mi hermano y a mi cuñada, y Laura tiene razón, no podemos abandonar a esa chiquilla tonta.
—Es una comunista —respondió mi madre, y parecía que escupía la palabra «comunista».
—¿Crees que de verdad Edurne sabe lo que es el comunismo? Y aunque así fuera, ¿por qué no habría de serlo? ¿Qué le ha dado la vida para ser otra cosa?
—Tendría que estar agradecida a tu familia por lo que ha hecho por ella. La han tratado como si fuera de la familia, lo mismo que a su madre…
—¿Agradecida? No, Elena, las cosas no son como las planteas. La han tratado como a un ser humano y nadie tiene por qué agradecer que le traten como lo que es. Edurne ha hecho bien su trabajo, como lo hacía Amaya; no nos deben nada.
—¡Cómo puedes hablar así! ¡A veces tú también pareces comunista!
—¡Vamos, Elena, no exageres! No confundas comunismo con justicia. Eso es de lo que adolece este país, por eso pasan las cosas que están pasando. Aquí se ha tenido a la gente esclavizada, y ahora muchos se asombran porque el pueblo está reclamando lo suyo.
—¿Y por eso tienen que quemar iglesias? ¿Justificas que los campesinos ocupen las fincas? ¡No son suyas!
—Mira, no vamos a seguir discutiendo, tengo que irme al despacho, y quiero acercarme a ver a mi hermano Juan. Están viviendo una tragedia con la huida de Amelia, y nuestra obligación es echarles una mano.
La firmeza de mi padre doblegó a mi madre.
—¿Y qué quieres que hagamos?
—Por lo pronto, que Edurne se quede en casa, al menos provisionalmente. Acomódala donde creas conveniente y dale trabajo.
—No quiero que contamine a mis hijas con sus ideas…
—Elena, no insistas, y haz lo que te he dicho —cortó tajante mi padre—. Y tú, Laura, espero que seas sensata. Sé lo unida que estabas a tu prima, pero debes reconocer que se ha portado mal, muy mal con todos: con su marido, con su hijo y también contigo. No quiero que vayas con Edurne a ningún sitio sin la autorización de tu madre. En esta familia ya hemos tenido bastantes disgustos con la política.
—Te prometo, papá, que no tendrás ni una queja de mí.
—Eso espero, tu hermana Melita es más sensata. Comparte el nombre con tu prima, Amelia, pero quizá el haberle añadido el María, Amelia María, la ha hecho diferente.
—¡Qué ocurrencia! ¿Qué tendrán que ver los nombres con lo que ha sucedido? —dijo mi madre.
Aquella discusión entre mis padres se saldó con Edurne en casa, y su estancia, que iba a ser provisional, se convirtió en permanente. Desde entonces Edurne siempre ha estado conmigo, hasta hoy.
Doña Laura suspiró. Los recuerdos parecían agobiarla, y se pasaba la mano por la cabeza como intentando ahuyentarlos.
—Quizá usted pueda reconstruir a través de su familia qué fue, a partir de aquel momento, de Santiago. Al fin y al cabo es su bisabuelo. Santiago rompió con los Garayoa para siempre.
—¿Nunca más le vieron? —pregunté desconcertado.
—No quiso saber nada de nosotros. Supongo que vernos le habría recordado permanentemente la humillación que sentía por el abandono de Amelia. Nunca nos permitió visitar a Javier, ni siquiera a mis tíos, que al fin y al cabo eran los abuelos del niño.
—¡Qué fuerte! ¿Y don Juan y doña Teresa lo aceptaron?
—¡Qué remedio! Se sentían avergonzados, y se culpaban del comportamiento de Amelia. No querían contribuir con su presencia al sufrimiento de Santiago, en realidad no se atrevieron a imponerle su presencia. Santiago rompió toda relación comercial con mi tío Juan, y le aseguro que eso supuso un duro revés para él. Mis tíos prácticamente se quedaron en la ruina cuando cerraron su negocio en Alemania, así que perder el apoyo de los Carranza fue un golpe del que nunca se recuperó mi tío Juan. Después vino la guerra y todo fue de mal en peor. Fueron tiempos difíciles para todos… En fin, le tengo preparada una cita para que continúe su investigación.
—¿Ah, sí? ¿Con quién? —pregunté sin disimular mi interés.
—Con Pablo Soler.
—¿El hijo de Lola?
—Sí, el hijo de Lola. Pero, puesto que usted es periodista, sabrá quién es Pablo Soler.
—¿Yo? Ni idea. ¿Por qué habría de saberlo?
—Porque es un historiador, ha escrito varios libros sobre la guerra civil, y en los últimos años ha participado en debates en televisión y escrito artículos en los periódicos.
—Sí, me suena, pero en realidad nunca me he interesado demasiado por conocer los entresijos de la guerra. En estos años se han publicado tantos libros, ha habido tantas polémicas… Aquello fue una salvajada, y yo, la verdad, es que paso de salvajadas.
—Una actitud estúpida.
—¡Caramba, doña Laura! No se muerde usted la lengua.
—¿Desconocer la historia le hace sentirse mejor? ¿Cree que por no conocerla no ha existido?
—Al menos yo me mantengo al margen de las polémicas de unos y de otros.
—Una actitud incomprensible en un periodista.
—Nunca he dicho que sea un buen periodista —me defendí.
—Bien, dejemos esta discusión. Tenga, aquí está anotado el teléfono de Pablo Soler; he hablado con él, y está dispuesto a recibirle. Tendrá que ir a Barcelona.
—Le llamaré enseguida, y en cuanto me dé cita, iré.
—Bien, entonces no tenemos más que hablar, al menos por ahora.
Doña Laura se levantó con torpeza. Me parecía que envejecía por días, pero no me atreví a ofrecerme para ayudarla a ponerse en pie. Sabía que habría rechazado mi ayuda. Me daba cuenta de que, a pesar de su edad, a las Garayoa les gustaba sentirse autónomas, independientes.