5

Durante varios días Amelia continuó reuniéndose con Pierre en casa de Lola. Me dejaba acompañarla, pero en ocasiones, cuando llegábamos a la casa, me enviaba a hacer algún recado para quedarse a solas con él.

Los padres de Santiago fueron una tarde a ver a su nieto y decidieron esperar a que llegara Amelia. Como tardábamos, y eran más de las diez, Águeda y las otras criadas no tuvieron más remedio que confesar que a veces llegábamos pasada la medianoche.

Don Manuel y doña Blanca se fueron escandalizados, y Águeda nos contó que doña Blanca le iba diciendo a su marido que tenían que hablar con Santiago en cuanto éste regresara, antes de que su matrimonio se fuera a pique.

Mientras tanto, don Manuel decidió hablar con el padre de Amelia, y le instó a que metiera a su hija en cintura.

Don Juan y doña Teresa enviaron un recado a Amelia para que no saliera de casa porque irían a visitarla.

—¿Por qué se meterán en mi vida? —se lamentaba Amelia—. ¡No soy una niña!

—Son tus padres y te quieren —intenté calmarla.

—¡Pues que me dejen en paz! La culpa es de mis suegros, que lo lían todo. ¿Por qué se presentan a ver a Javier sin avisar?

—Te llamó doña Blanca —le recordé.

—Bueno, da lo mismo, son unos entrometidos, no sólo no ayudan a mi padre sino que además le piden que hable conmigo. ¡Pero quién se han creído que son!

Don Juan y doña Teresa acudieron a merendar, y mientras doña Teresa se entretenía con el pequeño Javier, don Juan aprovechó para hablar con Amelia.

—Hija, los padres de Santiago están preocupados y bueno… nosotros también. No quiero entrometerme en tus asuntos, pero comprenderás que no está bien que entres y salgas de casa como si no tuvieses ninguna obligación. Eres madre de familia, Amelia, y eso implica que no puedes hacer lo que te venga en gana, que tienes que pensar en tu marido y en tu hijo. Entiende que con tus salidas nocturnas dejas a Santiago en evidencia.

—¿Y cómo me deja Santiago a mí con sus desapariciones? Hace diez días que se marchó y no sé dónde está. ¿Es que él no tiene obligaciones para conmigo y su hijo? ¿Es que por ser hombre todo le está permitido?

—Amelia, ya sabes que Santiago tiene esa costumbre de irse de viaje de improviso, también su madre se lo recrimina. Pero, hija, te guste o no, no es lo mismo; él es un hombre y no pone en juego ni su reputación ni la tuya.

—Papá, sé que no puedes entenderlo, pero el mundo está cambiando, y las mujeres conseguiremos los mismos derechos que los hombres. No es justo que vosotros podáis entrar y salir de casa sin dar explicaciones y nosotras estemos sujetas a la maledicencia.

—Aunque no sea justo, es así, y hasta que las cosas no cambien tú deberías ser prudente, por respeto a tu marido, a tu hijo y a nosotros. Sí, hija, tu comportamiento también nos perjudica a nosotros.

—¿En qué puedo dañaros yo por ir a una reunión política?

—Creo que te estás implicando demasiado y, además, con los comunistas. Nosotros siempre hemos defendido la justicia pero no compartimos las ideas de los comunistas, y tú, hija, no sabes dónde te estás metiendo.

—¡No soy una niña!

—Sí, Amelia, sí lo eres. Aunque te hayas casado y tengas un hijo, aún no has cumplido los diecinueve años. No creas que ya lo sabes todo y no te confíes tanto a los demás, eres un poco ingenua, como corresponde a tu edad, y yo creo que esa tal Lola te utiliza.

—¡Es mi mejor amiga!

—Sí, no dudo que tú seas amiga de ella, pero ¿de verdad crees que ella te considera su mejor amiga? ¿Qué pasa con tu prima Laura? Antes erais inseparables y ahora apenas encuentras tiempo para verla. ¿Por qué?

—Laura tiene novio.

—Lo sé, pero eso no quita para que hayas dejado de ir a casa de los tíos y estar con tus primas como siempre has estado; ni siquiera vienes a casa a ver a tu hermana Antonietta, y ella cuando viene a visitarte nunca te encuentra. Me duele tener que decirte esto, pero creo que no estás siendo una buena madre, antepones la política a tu hijo, y eso, Amelia, no lo hace ninguna mujer de bien.

Amelia rompió a llorar. Las últimas palabras de su padre la habían herido profundamente. Tenía mala conciencia por no ser capaz de darle a su hijo lo que sí daba a su actividad política.

—¡Vamos, no llores! Sé que quieres a Javier, pero tu hijo pasa más tiempo con Águeda que contigo, y eso no está bien.

Los sollozos de Amelia se hicieron más intensos porque sabía mejor que nadie que no era una buena madre y se dolía por ello aunque se veía incapaz de rectificar.

En ocasiones entraba en el cuarto de Javier, lo sacaba de la cuna y lo besaba y apretaba contra su pecho como si quisiera transmitirle lo mucho que le quería, pero sólo conseguía que el pequeño se asustara y se pusiera a llorar, la sentía como a una extraña, y alzaba las manitas buscando a Águeda.

Doña Teresa también hizo un aparte con su hija y repitió los argumentos de su marido, pero no consiguió mucho más que él, tan sólo que Amelia se sintiera culpable y no dejara de llorar. Cuando se iban, escuché cómo doña Teresa le decía a su marido: «Creo que Amelia está enferma, parece que la han embrujado… Esa Lola es un mal bicho, nos ha quitado a nuestra hija».

Dos días más tarde, Amelia envió recado a su prima para que fuera a verla, y Laura no se hizo de rogar y acudió de inmediato a visitarla. Las dos primas se seguían queriendo y confiando la una en la otra.

Yo estaba cosiendo ropa, sentada junto al balcón, y como no me pidieron que me fuera, fui testigo de su conversación.

—¿Qué está pasando, prima? —preguntaba Laura.

—Estoy desesperada y no sé qué hacer… Necesito tu consejo, eres la única que me puede entender.

—Pero ¿qué sucede? —Laura estaba alarmada, sobre todo al ver a Amelia más delgada y en ese estado febril en el que se encontraba.

—Me he enamorado de otro hombre. ¡Soy muy desgraciada!

—¡Dios mío! Pero cómo es posible… Santiago te adora y tú… bueno, yo creía que estabas enamorada de tu marido.

—Creía estarlo, pero no es así, es el primer hombre que conocí, que no me trató como una niña, y además… Bueno, tú ya lo sabes porque te lo confesé, Santiago me gustaba pero también quería ayudar a papá, el pobre no se ha recuperado de la pérdida del negocio en Alemania.

—Lo sé, lo sé… pero me dijiste que le querías, que te casabas con Santiago por ayudar a tu padre pero que también le querías.

A Laura le angustiaba descubrir de repente que su prima no quería a su marido; ella simpatizaba con Santiago, en realidad era muy difícil no sentir afecto por él. Santiago era todo un caballero, siempre atento y galante, educado, y además tan guapo…

—No sé qué voy a hacer, pero tengo que decidirme.

—¿Decidirte?

—Sí, Laura, el hombre al que quiero me ha pedido que me vaya con él. No sabe que estoy enamorada, sólo me pide ayuda para nuestra causa, para que triunfe el comunismo, y creo que puedo servirle de ayuda… yo, que no soy nadie… pero él cree en mí…

—¿Y él te quiere?

—No me lo ha dicho, pero… yo sé que sí… lo noto por cómo me mira, porque se estremece lo mismo que yo cuando nos rozamos, lo leo en sus ojos… Pero es un caballero, no creas que ha intentado propasarse conmigo, todo lo contrario.

—Si fuera un caballero no te pediría que dejaras a tu familia para ir a hacer la revolución —protestó Laura.

—Tú no lo entiendes, prima. Ser comunista es… es… es como una religión… no se puede conseguir el paraíso sin sacrificios, y quienes creemos no tenemos derecho a anteponer nuestros intereses personales a los de la humanidad.

—¡Por Dios, Amelia, qué cosas dices! Mira, la caridad empieza por uno mismo…

—¡Pero no se trata de caridad, sino de justicia! Todas las manos son pocas para ayudar a la revolución, debemos conseguir que el mundo sea la patria de los trabajadores, seguir el ejemplo de Rusia.

—Sabes que en casa no gustan las derechas y que mis padres como los tuyos son de Azaña, que trabaja porque el país sea mejor, pero el comunismo… Le pedí a papá que me explicara bien todo lo que él sabe sobre los comunistas y la verdad, Amelia, yo no estoy segura de que sea tan buena la revolución.

—¡Pero qué dices! Eso es porque no ven todo lo bueno que nos puede traer el comunismo. Mira lo que está pasando en Alemania con Hitler.

—Pero ni una cosa ni la otra, ¡siempre has sido un poco exagerada, prima! Pero bueno, cuéntame quién es él.

—Se llama Pierre, es francés, sus padres tienen una librería cerca de Saint-Germain, y él les ayuda, y además escribe en algunas publicaciones de izquierdas. Está muy comprometido con el comunismo y viene de vez en cuando a Madrid a ver a los camaradas, a saber cómo están las cosas, a evaluar la situación. También viaja por otros lugares, y además aprovecha para comprar libros para la librería de su padre, ediciones especiales, alguna joya bibliográfica… Pero sobre todo es comunista.

—Sí, ya me lo has dicho, es comunista. ¿Y qué quiere de ti?

—Que le ayude, que viaje con él a visitar a camaradas de otros países, conocer sus dificultades, sus necesidades, elaborar informes para la Internacional Comunista, trabajar para llevar la revolución a todas partes…

—¿Y para eso tienes que dejar a tu marido y a tu hijo?

—¡No me lo digas así! No soportaría que tú también me lo reprocharas, que no me entendieras. Estoy enamorada, no sabes cuánto. Sólo cuento los minutos para estar con Pierre.

—¡Amelia, no puedes abandonar a tu hijo!

Cada vez que le mencionaban a Javier, Amelia se ponía a llorar. Pero aquella tarde había escuchado lo suficiente para saber que a pesar de las lágrimas, Amelia ya había decidido abandonar su casa, a Santiago y a su hijo, y marcharse con Pierre. Aquella fiebre que parecía que no la abandonaba nada tenía que ver con la gripe sino con la pasión que sentía por aquel hombre. Su suerte estaba echada y la mía también.

Aunque Laura le pidió que recapacitara, le juró a su prima que, hiciera lo que hiciese, siempre podría contar con ella. Amelia se sintió más tranquila al saber que su prima nunca le volvería la espalda.

—¿Está casado? —Quiso saber Laura.

Amelia se sobresaltó. No había considerado la posibilidad de que Pierre estuviera casado. Ella no se lo había preguntado y él nada le había dicho al respecto.

—No lo sé —respondió Amelia, apenas con un murmullo.

—Deberías preguntárselo, aunque, por tu bien, espero que no lo esté. ¿Sabes? Siempre he temido que terminaras enamorándote de Josep y eso diera al traste tu amistad con Lola.

Amelia bajó la cabeza, avergonzada. Laura la conocía bien y por tanto se había dado cuenta de que en algún momento también se había sentido atraída por Josep.

—Admiro a Josep, pero no me he enamorado de él.

—Creo que sientes una atracción especial por los comunistas. No sé qué cuentan, pero a mí no puedes engañarme, te fascinan.

—A ti nunca te engañaría, y sí, tienes razón, siento atracción por esos hombres, los veo tan fuertes, tan seguros, tan convencidos de lo que hay que hacer, dispuestos a cualquier sacrificio… No sé cómo no sientes lo mismo…

—Bueno, no he conocido ninguno que me haya impresionado, bien es verdad que los que conozco son… bueno… la verdad, no me veo enamorándome del mecánico que arregla el coche a papá. ¿Qué tengo yo que ver con él?

—¿Te crees mejor que los obreros? —preguntó Amelia.

—Ni mejor ni peor, sólo que no tengo ningún interés en común. No me engaño, Amelia. Yo también quiero que el mundo sea más justo, pero eso no significa que tenga que casarme con el mecánico. Naturalmente que quiero que él viva bien, que no le falte de nada, pero…

—Pero él en su casa y tú en la tuya, ¿no?

—Sí, más o menos.

—Algún día desaparecerán las clases sociales, todos seremos iguales, nadie ganará más por el hecho de haber estudiado, de haber tenido una familia burguesa, porque haremos desaparecer a la burguesía, a todos aquéllos que nos diferencian.

—Pues tú eres tan burguesa como yo.

—Pero yo me he dado cuenta de que es una perversidad que haya clases sociales, y quiero renunciar a todos nuestros privilegios, no veo justo que haya quienes tengamos más oportunidades que otros, me parece injusto que no seamos todos iguales.

—Lo siento, Amelia, no puedo compartir tus ideas. Claro que creo que todos merecemos las mismas oportunidades, pero ¿sabes?, desgraciadamente los hombres nunca serán iguales.

—Eso ha sido así hasta ahora. Stalin ha demostrado que es posible una sociedad igual para todos.

—Bueno, bueno, no discutamos de política y llévame al cuarto de Javier, que quiero darle un beso antes de marcharme.

Por la noche Amelia fue a casa de Lola, o eso me dijo, porque no permitió que la acompañase. Me aseguró que Pierre acudiría a buscarla a la esquina de casa y que no andaría sola por la calle. No regresó hasta bien entrada la madrugada. No sé qué sucedió aquella noche, pero cuando llegó a casa no era la misma.

Pasó la mañana muy agitada, y se puso de malhumor cuando su madre le mandó el aviso de que iría a almorzar con Antonietta para pasar un rato con Javier.

Durante el almuerzo estuvo distraída, y a eso de las cinco rogó a su madre y a su hermana que se marcharan alegando que tenía que ir a hacer una visita. Me sorprendió que de repente las abrazara con efusión y reprimiendo las lágrimas.

Cuando doña Teresa y Antonietta se fueron, Amelia se encerró durante media hora en su habitación. Luego salió y se dirigió al cuarto de Javier. El pequeño dormía mientras Águeda, a su lado, hacía una labor de ganchillo.

Amelia cogió al niño en brazos despertándole, y se puso a llorar mientras le besaba susurrando «mi niño, mi niño querido, perdóname, hijo mío, perdóname».

Águeda y yo la observábamos en silencio, desconcertadas.

—Cuida bien a Javier, es mi tesoro más preciado —le dijo Amelia a Águeda.

—Sí, señora, sabe que le quiero como si de mi hijo se tratara.

—Cuídale, mímale.

Dejó el cuarto y yo la seguí sabiendo que iba a pasar algo. Amelia entró en su habitación y salió con una maleta, apenas podía con ella.

—¿Adónde vas? —le pregunté temblando, aunque sabía la respuesta.

—Me marcho con Pierre.

—Pero, Amelia, ¡no lo hagas! —Empecé a llorar mientras le suplicaba.

—¡Calla, calla!, o se enterará toda la casa. Tú eres comunista como yo y puedes entender el paso que voy a dar. Me voy donde me pueden necesitar.

—¡Déjame que te acompañe!

—No, Pierre no quiere, tengo que ir sola.

—¿Y qué será de mí?

—Mi marido es bueno y dejará que te quedes. Ten, toma, tenía algo de dinero reservado para ti.

Amelia me puso en la mano un fajo de billetes que yo me resistí a coger.

—Edurne, no te preocupes, no te pasará nada, Santiago cuidará de ti. Además, siempre puedes contar con mi prima Laura. Ten, quiero que le lleves esta carta. Le explico adónde marcho y lo que voy a hacer, y le pido que cuide de ti, pero no se la des a nadie que no sea ella, prométemelo.

—¿Y qué diré cuando vean que no regresas? Me preguntarán a mí…

—Di que salí a hacer una visita y te dije que llegaría tarde.

—Pero tu marido querrá saber la verdad…

—Santiago sigue de viaje y cuando regrese dile que hable con mi prima Laura, ella le explicará. En la carta que te he dado para Laura le pido que sea ella quien anuncie a la familia que me he ido para siempre.

Nos abrazamos llorando hasta que Amelia se separó, y sin darme tiempo a decir nada, abrió la puerta y salió cerrándola suavemente.

No volvería a verla en mucho, mucho tiempo.

Edurne suspiró. Estaba fatigada. Durante tres largas horas había hablado sin darse un respiro. Yo había permanecido sin moverme, atento a una historia que, a medida que avanzaba, me iba interesando más y más.

Estaba sorprendido, mucho de lo que había escuchado me parecía inaudito. Pero allí estaba aquella anciana, con la mirada perdida en algún lugar donde habitaban sus recuerdos, y en el rostro una mueca de dolor.

Sí, a Edurne aún le dolía recordar aquellos días que cambiaron su vida, aunque no me había explicado qué había sido de ella después.

Me di cuenta de que no podía forzarla a hablar mucho más, estaba demasiado agotada física y emocionalmente para insistir en que me aclarara algunos aspectos de su relato.

—¿Quiere que la acompañe a algún sitio? —dije por decir algo.

—No, no hace falta.

—Me gustaría ser útil…

Me clavó su mirada cansada al tiempo que negaba con la cabeza. Quería que la dejara en paz, que no la obligara a seguir exprimiendo aquella memoria donde habitaban los fantasmas de su juventud.

—Iré a decir que hemos terminado. No sabe lo mucho que le agradezco todo lo que me ha contado, me ha sido usted de una gran ayuda. Ahora sé mejor quién era Amelia, mi bisabuela.

—¿De verdad?

La pregunta de Edurne me sorprendió, pero no respondí, sólo acerté a sonreír. Era muy anciana; me di cuenta de que tenía esa cerúlea palidez que precede al último viaje, y me puse a temblar.

—Avisaré a las señoras.

—Le acompaño.

La ayudé a ponerse en pie, y esperé a que se afianzara en el bastón que llevaba en la mano derecha. No imaginaba cómo había sido Edurne en el pasado, pero ahora era una anciana extremadamente delgada y frágil.

Amelia María Garayoa estaba con sus tías. Parecía inquieta, y cuando nos vio entrar saltó del sofá.

—Ya era hora, ¿es que no se ha dado cuenta de que Edurne es muy mayor? Si hubiese sido por mí no le habría permitido quedarse tanto tiempo.

—Lo sé, lo sé…

—¿Le ha sido provechosa la conversación? —Quiso saber doña Laura.

—Sí, realmente estoy sorprendido. Necesito pensar, poner en orden todo lo que Edurne me ha contado… No me podía imaginar que mi bisabuela hubiera sido comunista.

Se quedaron en silencio y me hicieron sentir incómodo, lo que empezaba a ser un hábito en ellas.

Amelia María ayudó a sentarse a Edurne mientras doña Laura me miraba expectante, y la otra anciana, doña Melita, parecía perdida en sus pensamientos. A veces parecía desentenderse de lo que sucedía a su alrededor, como si no le interesara lo que estaba viviendo.

Yo también estaba cansado, pero sabía que para continuar mi investigación tendría que hablar con ellas.

—Bien, ustedes me dijeron que iban a guiar mis pasos. ¿Cuál es el siguiente? Aunque, bien mirado, yo necesitaría hablar con usted, doña Laura, y que me explicara qué ocurrió cuando…

—No, ahora no —me cortó la anciana—, es tarde. Llame mañana, y ya le diré por dónde seguir.

No protesté, sabía que habría sido inútil, sobre todo porque Amelia María me estaba diciendo con la mirada que si insistía me despediría con cajas destempladas.

Cuando llegué a mi casa dudé en si llamar a mi madre para contarle todo lo que había descubierto sobre la bisabuela o, por el contrario, no decir ni media palabra hasta que no tuviera la historia completa. Al final opté por dormir y dejar la decisión para el día siguiente. Me sentía confuso; la historia de mi bisabuela estaba resultando ser más complicada de lo que yo había previsto, y no sabía si terminaría convirtiéndose en un folletín o en cambio aún me podía llevar unas cuantas sorpresas más.

Me quedé dormido pensando en que Amelia Garayoa, aquella misteriosa antepasada mía, había sido una romántica temperamental, una mujer ansiosa de experiencias, constreñida por las imposiciones sociales de su época; un tanto incauta y desde luego con una clara tendencia a la fascinación por el abismo.

Por la mañana llamé a mi madre mientras me tomaba el primer café del día.

—¡Menudo culebrón el de la bisabuela! —le solté a modo de saludo.

—De modo que ya te has enterado de lo que pasó…

—De todo no, pero de una parte sí, y desde luego era una señora muy peculiar para haber vivido en aquellos años. Vamos, que se puso el mundo por montera.

—Cuéntame…

—No, no te voy a contar nada, prefiero terminar la investigación y escribir la historia tal y como me ha pedido la tía Marta.

—Me parece muy bien que no se lo cuentes a la tía Marta, pero yo soy tu madre y te recuerdo que la primera pista te la di al decirte que fueras a hablar con don Antonio, el cura de nuestra parroquia.

—Ya sé que eres mi madre, y como te conozco, sé que no vas a poder resistir la tentación y se lo vas a contar a tus hermanos, de manera que no te voy a explicar nada.

—¡No confías en mí!

—Claro que confío en ti, eres la única persona en quien confío, pero para las cosas importantes; como esto no lo es, prefiero no decirte una palabra, al menos por ahora, pero te prometo que serás la primera en conocer toda la historia.

Discutimos un rato pero no tuvo más remedio que aceptar mi decisión. Luego llamé a la tía Marta, más que nada para que no creyera que me estaba gastando su dinero sin trabajar.

—Quiero que vengas al despacho y me informes de cómo va la investigación.

—No voy a contarte nada hasta que no te entregue la historia por escrito tal y como me pediste. Ya te he dicho que he podido encontrar el rastro de mi bisabuela, bueno, de tu abuela, y que por fin la familia se va a enterar de lo que pasó, pero necesito trabajar a mi aire y sin presiones.

—Yo no te presiono, yo te pago para que investigues una historia y por tanto tienes que rendirme cuentas de cómo estoy gastando mi dinero.

—Te aseguro que no he hecho ningún dispendio, y que te daré incluso el tique de los taxis, pero por ahora, te pongas como te pongas, no voy a desvelarte nada. Estoy empezando la investigación y sólo quería decirte que he conseguido los primeros frutos; vamos, que estoy sobre la pista de Amelia Garayoa. No creo que tarde demasiado en terminar la investigación, y entonces escribiré el relato y te lo entregaré.

No le dije a mi tía que había conocido a unas primas de la bisabuela y que había cerrado un acuerdo con ellas: su ayuda a cambio de leer el manuscrito y dar su visto bueno antes de entregárselo a mi familia. Ya afrontaría ese problema más adelante.

También me había comprometido con mi madre a que sería la primera en conocer toda la historia de nuestra antepasada, así que, llegado el momento, decidiría quién sería la primera o primeras en enterarse; hasta entonces, lo que necesitaba es que me dejaran tranquilo.

La tía Marta aceptó a regañadientes. Luego volví a llamar a mi madre, porque estaba seguro de que mi tía la iba a llamar presentándole una lista de quejas sobre mí.