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No fue un verano fácil para el inspector jefe Ermei Rankkala. Se había visto envuelto en un extraño y complicado caso que le había dejado sin tiempo ni energías. Aquél asunto le había echado a perder las vacaciones, pues no había dejado de darle vueltas a sus implicaciones e incluso tuvo que renunciar a sus últimos días libres porque tuvo que continuar con la investigación.

El motivo que obligó al inspector jefe a interrumpir sus vacaciones de final de verano fue una información proporcionada por el guarda fronterizo Topi Ollikainen del puesto situado entre Enontekiö y Kautokeino. El funcionario había informado a la secreta de que el autobús que estaban buscando se hallaba ya fuera de los límites del país.

El vehículo correspondía a la descripción, al igual que la matrícula, que, como de costumbre, había sido anotada.

Ollikainen dijo también haber reconocido a un tal Uula Lismanki, criador de renos de Utsjoki, quien, por cierto, le había gritado desde la puerta abierta del autocar algo referido a la muerte. Conociéndolo, el funcionario de aduanas pensaba que se trataba de una broma de mal gusto, algo muy típico de Lismanki.

De Inari llegó un informe del comisario rural sobre el coronel Kemppainen, donde se decía que éste le había visitado y comentado sus intenciones de visitar el Cabo Norte con un grupo de turistas. Durante su estancia en Ivalo se había ocupado de tramitar el pasaporte de cierto amigo suyo, un criador de renos llamado Uula Lismanki.

El inspector jefe Rankkala voló a Noruega y se dirigió al Cabo Norte. Allí encontró el rastro del autobús desaparecido: un par de alemanes aficionados a la ornitología, que viajaban acompañados por un amigo finlandés, habían hablado a los lugareños de una extraña escena a la que habían asistido en los acantilados del cabo. Según los rumores, un autobús con matrícula de Finlandia había intentado lanzarse al Ártico desde allí, pero en el último momento, el conductor había cambiado de opinión, llevando el vehículo hasta un lugar seguro. Por desgracia los testigos ya se habían marchado de la zona. Rankkala se recorrió de parte a parte el norte de Noruega, pasando por varios lugares donde había estado el grupo. El rastro le llevó hasta el sur, a Haparanda, para desaparecer de nuevo.

Rankkala se apresuró a volver a Helsinki. En base a sus investigaciones estaba convencido de que se trataba de una organización muy peligrosa que, a juzgar por los datos, se disponía a cometer un suicidio colectivo a gran escala.

Eran treinta los finlandeses en peligro de muerte. Si la expedición secreta tenía o no otras intenciones criminales, lo ignoraba aún. De todos modos, el caso había adquirido tales dimensiones que debía advertir a sus superiores.

El superintendente Hunttinen de la policía secreta estudió el expediente con las informaciones que su subordinado había ido recopilando durante el verano. Pronto concluyó que se trataba de un caso de grandes dimensiones, con muchas características inquietantes. Según los datos recogidos por el inspector jefe, por el mundo andaba suelto un autocar turístico finlandés cuyos pasajeros estaban en peligro de muerte. Parte de los miembros de aquella organización secreta de suicidas, o tal vez todos ellos, podían estar involucrados en sospechosos proyectos políticos y militares con ramificaciones en el extranjero. Hunttinen decidió llevar a cabo una reunión extraoficial y convocar a representantes de diferentes instancias, como el Ministerio de Asuntos Exteriores, la policía judicial central, la Policlínica de Salud Mental del Hospital Central Universitario, la Oficina Nacional de Turismo y, naturalmente, los representantes de la policía secreta a cargo de la investigación.

El comité adquirió la costumbre de reunirse en el bar Ateljee, del Hotel Torni. Al comisario de la policía secreta le hubiese valido perfectamente cualquier otro lugar más modesto, pero el representante de la Oficina Nacional de Turismo declaró que sólo frecuentaba lugares de alto standing. Además, prometió cargar los gastos a cuenta del organismo que representaba.

Ya en la primera reunión llegaron a la conclusión de que había que detener aquel autobús sin pérdida de tiempo. Era de temer que treinta finlandeses pudiesen perder sus vidas. La imagen de Finlandia en el extranjero sufriría en ese caso un duro golpe, como les hizo notar el representante de la Oficina Nacional de Turismo. Si alguien se enteraba de que un grupo de finlandeses, dirigidos por un miembro de las fuerzas armadas y un hombre de negocios, se había suicidado, eso no sólo perjudicaría al turismo, sino al comercio y la exportación. ¿Qué se podía esperar de una nación cuyos ciudadanos se mataban en manada y que, encima, se iban a hacerlo al extranjero?

En opinión de la policía, por el momento no había ocurrido nada ilícito y por eso no podían solicitar la colaboración de la lnterpol. De acuerdo con la ley, la policía sólo se encargaba de buscar criminales, no gente rara.

Todas las miradas se volvieron hacia el psiquiatra. ¿Podía echarles una mano en el asunto? Los integrantes de la expedición desaparecida estaban claramente como cabras y no sólo representaban un peligro para el estado, sino para ellos mismos. Si un médico dictaminaba su internamiento colectivo en el psiquiátrico más cercano, se quitarían el muerto de encima. El psiquiatra les dio la razón, pero se temía que no fuera posible declarar enajenados mentales a todo un grupo de turistas.

—Sería en nombre de la reputación nacional —insistieron el superintendente Hunttinen y el inspector jefe Rankkala.

Pero el médico no se dejó convencer por el argumento. Murmuró que en la Alemania nazi ya se habían esgrimido razones semejantes para internar a la gente en los campos de concentración.

Lo peor de todo era que nadie sabía por dónde andaba el autobús de la organización secreta de suicidas.

Las reuniones tenían lugar normalmente a la hora del almuerzo o de la cena, que en ese caso solía ser ligera. El inspector jefe Rankkala se conformaba con una sopa o verduras y nunca tomaba vino. Se quejó al médico que se sentaba frente a él de que aquel verano había tenido molestias estomacales desde que le había caído encima aquel caso. El superintendente Hunttinen comentó que tales síntomas eran muy habituales entre los funcionarios de la policía secreta, ya que el trabajo, además de estresante, era poco agradecido. En comparación con los funcionarios que trabajaban en las labores normales de la policía, los investigadores de la secreta sufrían el doble de problemas de estómago. El psiquiatra admitió que aquella profesión provocaba a menudo enfermedades psicosomáticas.

El Comité decidió aconsejar al Ministerio de Asuntos Exteriores que alertase a todas las embajadas y consulados de Finlandia en Europa para que estuviesen atentos a la presencia de cualquier grupo de turistas que se comportase de manera extraña. La descripción del autocar fue enviada a todas las representaciones diplomáticas.

El inspector jefe Ermei Rankkala se presentó en la tercera reunión del Comité con noticias alarmantes. La organización suicida se había visto envuelta en una pelea de grandes dimensiones en la pequeña ciudad de Walsrode, situada en la República Federal de Alemania. La información les había llegado de la Oficina Comercial de Finlandia en Hamburgo, donde la policía alemana había intentado recabar información sobre los finlandeses. La policía secreta había indagado sobre el motín y, cuanto más profundizaron en sus investigaciones, más se convencieron de que no era una pelea habitual. Según el agregado militar de la embajada en Bonn, cuya presencia fue requerida de urgencia, la pelea podía más bien denominarse una guerra en miniatura. El frente finlandés había estado bajo las órdenes del coronel Kemppainen y varios suboficiales. La batalla se había saldado con la victoria nacional.

El Comité se reunió a partir de ese día dos veces por semana. La úlcera del inspector jefe Rankkala empezó a sangrar.

Lo peor estaba por llegar. En Francia, las autoridades alsacianas se habían puesto en contacto con la embajada de Finlandia en París para informarles de que habían expulsado del país a tres mujeres finlandesas. Se comprobó que las expulsadas pertenecían a la organización. Por lo visto habían puesto patas arriba un valle entero, con sus viticultores y todo. El viaje en autobús había continuado desde Francia hasta Suiza. El Comité quedó horrorizado a la espera de nuevas informaciones sobre los movimientos de la organización. Y pronto las recibió.

El siguiente aviso de emergencia llegó de la embajada de Finlandia en Suiza. En el cantón del Valais se había detectado la presencia de un grupo de turistas que se había comportado de manera extraña y amenazante para su propia seguridad. Los finlandeses, a las órdenes de un oficial de alta graduación del ejercito, habían intentado llevar a cabo un suicidio colectivo en Münster, un pueblecito alpino. Gracias a la firme actuación de los representantes del cantón, se había conseguido impedir dicho intento. Sin embargo, uno de ellos había perdido la vida en circunstancias poco claras. El fallecido resultó ser un armador alcohólico de Savonlinna. Su cuerpo ya había llegado allí en un féretro de zinc y había sido enterrado. Según los datos de la autopsia proporcionados por las autoridades suizas, la causa de la muerte había sido una intoxicación etílica, unida a la rotura repentina de la columna vertebral.

A partir de Münster, la pista de la hábil organización secreta volvía a desaparecer. Se pensaba que intentarían ir hacia Italia o España.

Mientras tanto, la policía judicial había aclarado un caso de estafa que se había producido en Utsjoki a principios de verano. Se sospechaba que su principal implicado era un tal Uula Lismanki, criador de renos de profesión. El inspector jefe de la policía secreta Ermei Rankkala ya había oído hablar del citado individuo. Lismanki había robado cientos de miles de dólares a un equipo de rodaje norteamericano. Poco antes de los hechos referidos, se había construido en la tundra de Utsjoki, entre otras cosas, un campo de concentración auténtico. Para la realización del citado proyecto no se habían solicitado los permisos correspondientes al estado finlandés. Su construcción había quedado a medias y no se había encerrado en él a prisionero alguno. La implicación de Lismanki en la construcción del campo de exterminio no estaba clara del todo hasta el momento, pero tanto la policía judicial como la secreta tenían serias sospechas al respecto.

El estómago del inspector jefe Ermei Rankkala ya no pudo soportar estas últimas noticias. Su carga de trabajo, ya de por sí grande, no había cesado de aumentar a medida que avanzaba el verano. Dormía mal, apenas tenía apetito y el aguardiente no podía ni olerlo. Hasta el pelo se le estaba volviendo gris. Un sábado, mientras estaba sentado revisando su expediente, le echó un vistazo al reloj. Eran las once de la noche. Se encendió el enésimo cigarrillo y bebió de un sorbo el resto de agua, ya sin gas, que quedaba en su vaso. Se sentía agobiado, como si hubiese cometido algún crimen vil y esperase a ser interrogado.

El inspector jefe, cansado, pensó que cuando alguien era objeto de un interrogatorio se convertía en una cebolla y que interrogar a alguien era como pelar una cebolla. Cuando a la persona se le quitaba la capa de mentira, debajo aparecía la verdad con toda su blancura. Cuando se pelaba una cebolla, se descubría su carne, sana y sabrosa. En ambos casos los ojos del que pelaba se irritaban y se llenaban de lágrimas, así era la vida. Al final la cebolla siempre acababa cortada y friéndose en la mantequilla.

Rankkala sintió de repente una arcada ácida que le retorció hasta el corazón. Se mareó.

El competente funcionario cayó con estrépito al suelo, el cigarrillo quemándole los dedos y brotándole sangre de la boca. Pensó que había llegado su hora y de alguna manera se sintió aliviado. Ya no tenía que pensar en el suicidio. De todas formas, la muerte siempre acaba llevándose lo que es suyo.