A la mañana siguiente La Muerte Veloz salió escopetada de las alturas de Münster para llegar a Ginebra antes de las nueve. Korpela aprovechó para repostar allí. El coronel y Helena Puusaari abandonaron el autobús, con el fin de coger un avión a Lisboa. Kemppainen tenía sus motivos para hacer ese viaje por su cuenta: deseaba quedarse a solas con la jefa de estudios.
Acordaron encontrarse todos a la semana siguiente en el cabo del fin del mundo. Korpela quiso saber el lugar exacto donde el coronel y la jefa de estudios esperarían a los Suicidas Anónimos. Kemppainen contestó que se alojarían en el hotel que estuviera en el extremo del continente europeo, porque seguro que alguno tenía que haber.
De manera que el coronel y la jefa de estudios volaron primero vía Londres hasta Lisboa, y desde allí, en un autobús turístico, fueron a Sagres, que quedaba a unos trescientos kilómetros al sur de la capital. La pareja se hospedó en el Riomar, exactamente lo que andaban buscando.
A la caída de la tarde, cuatro días después, La Muerte Veloz hizo su entrada en el aparcamiento del hotel. Fue un reencuentro lleno de júbilo. El coronel había organizado una comida de bienvenida en el patio, donde les sirvieron una selección de pescados y mariscos variados, todo ello regado con un delicioso vinho verde.
Los viajeros estaban en plena forma a pesar de los tres mil quinientos kilómetros que llevaban a sus espaldas. Korpela dijo que el furriel en la reserva Korvanen y él se habían turnado para conducir. Habían ido hasta Barcelona vía Lyon, luego hasta Madrid y de allí a Lisboa, de donde habían salido muy de mañana hacia Sagres. En Madrid habían conseguido algunos periódicos finlandeses en la embajada y en uno de ellos se hablaba de Uula Lismanki. Al parecer, estaba en busca y captura en Finlandia. La policía había descubierto que él era el culpable del robo de varios cientos de miles de dólares de un equipo de rodaje norteamericano. Después de leerlo, Uula había declarado que pensaba suicidarse con los demás.
Por el contrario, el resto del grupo había empezado a dudar sobre la utilidad de un suicidio colectivo. Más de uno se había dado cuenta de que el mundo era un lugar bastante agradable y que los problemas que en la madre patria les habían parecido insuperables, les parecían ahora realmente nimios vistos desde aquel rincón, el más alejado de Europa.
El largo peregrinar con sus compañeros de infortunio les había devuelto las ganas de vivir. La fraternidad había reforzado su autoestima y el hecho de distanciarse de sus pequeños y cerrados mundos les había proporcionado nuevos horizontes. La vida empezaba a mostrar un nuevo rostro: el futuro se anunciaba más luminoso de lo que hubiesen podido imaginar al comienzo de aquel verano.
El mérito de aquella recuperación emocional era de Seppo Sorjonen, el aguatragedias. Durante el viaje había entretenido, como de costumbre, a los Suicidas Anónimos con sus deliciosas historias. Mientras atravesaban las llanuras de olivares de España, se puso a evocar los platos de la gastronomía finlandesa de los cuales él había disfrutado en su trabajo de camarero por horas y durante su infancia en Carelia.
Sorjonen les contó la historia de un tal Suhonen, un granjero hacendado de la región de Nurmes, que sólo había tenido, para su disgusto, una hija a la que legar su finca. Para más inri, la heredera era canija y no demasiado agraciada, además de patizamba y malcarada, como era habitual en las hijas de los hacendados. Mandaba a paseo a los pretendientes uno tras otro, hasta que a finales de los años cincuenta, un jornalero atinó a dejarla embarazada.
Suhonen, a quien no le había apenado demasiado el contratiempo, organizó la boda del siglo para su hija y el seductor de ésta. Los invitados llegaron de todos los rincones de Carelia del Norte, y se habló en todo el país de aquella fiesta que duró tres días con sus noches.
En las largas mesas del jardín de la mansión, a la sombra de los abedules, se sirvieron todos los manjares finlandeses habidos y por haber. Una gran variedad de pescados: tímalo a la cazuela, corégonos en su salsa, salmón marinado, arenques en salsa de mostaza o enrollados, tímalo ahumado, lucioperca asada al horno, budín de lucio y graten de salmón. En grandes fuentes había huevas de pescado y crema agria, pepinos encurtidos, miel, cebolletas dulces, gachas de harina de cebada, avena y guisantes, cardo, setas saladas, remolacha en vinagre, tomates, nabo rallado y ensaladilla de arenques.
Se calculó que durante los tres días que duró el banquete fueron trescientos los invitados que allí comieron. ¡Y hubo de sobra para todos!
Además de pescado, también se sirvió todo tipo de carne al estilo tradicional: paletillas asadas de cordero, cerdo y reno ahumados, carnero con patatas asado a fuego lento en el horno del pan en grandes artesas de madera. Jamones enteros de cerdo asados, estofados de liebre y de reno, perdices, faisanes y otras aves preparadas de diferentes maneras. Redondo de cerdo entreverado de tocino, sopa de cordero y col, queso al horno, gratén de colinabos, blinis… y, naturalmente, montones enormes de pasteles de arroz al estilo de Carelia, acompañados de mantequilla y huevos revueltos. Pastas de todo tipo, pasteles y galletas, gelatinas de frambuesa y otras frutas se sirvieron como acompañamiento con el café, así como coñac y demás licores. Detrás del establo de las vacas había un tonel de quinientos litros de cerveza a disposición de los invitados.
El pueblo comió, bebió y festejó a la joven pareja durante tres días enteros. Nunca se habían visto bodas tan imponentes. El anfitrión lo pagó todo con una sonrisa en los labios y dijo que tratándose de la llegada de un yerno a una hacienda como la suya, no había motivo para escatimar en gastos. Que el yerno se enterase de dónde estaba, porque cuanta más juerga se hacía, tanto más se trabajaba los otros días. El jornalero asentía con la cabeza escuchando el discurso del anfitrión, y no era para menos, porque éste le estaba transfiriendo la administración de toda su hacienda ante los ojos de la provincia entera.
Gracias a aquella boda se apañaron, entre Nurmes y alrededores, más de treinta futuros matrimonios. Eso es lo que pasa cuando trescientas personas se dedican a comer, beber y bailar durante casi media semana. Sorjonen recordó que aquel año no hubo ni un suicidio en toda Carelia del Norte, y todo debido a aquella boda.
El aguatragedias repartió entre los Suicidas Anónimos las recetas de los manjares de la fiesta, por si aún llegaban a necesitarlas en vida y a todos les pareció bien, menos a Uula Lismanki, que dijo haberse zampado en los últimos tiempos tajadas demasiado grandes de cosas que no le correspondían.
El largo viaje desde Suiza a Portugal había dado ocasión a que surgiesen varios romances entre el grupo de suicidas. Se sabe quien es amigo en las situaciones desesperadas, y el hecho de compartir destino une a hombres y mujeres. Rellonen y Aulikki Grandstedt empezaron a sentarse juntos. Dijeron que iban a casarse en cuánto el director gerente se divorciase de su mujer. También el mecánico Haikkinen y la operaria de cadena de montaje Leena Mäki-Vaula, el director de circo Sakari Piippo y la empleada de banco Hellevi Nikula se habían comprometido en Madrid. El guardia fronterizo Rääseikköinen, el vendedor de coches Lämsä, el furriel en la reserva Korvanen y el funcionario de ferrocarriles Utriainen también habían puesto en marcha proyectos similares, y todos los demás tenían planes de algún tipo.
Helena Puusaari tenía una noticia para todos: había decidido aceptar la proposición de matrimonio de Kemppainen. La noticia pilló por sorpresa al coronel; aún no había tenido tiempo de pedirle la mano a la jefa de estudios, ya que la única vez que lo había intentado la cosa se le quedó a medias por culpa de las campanadas del reloj de la iglesia de Münster. El coronel se aturdió y se puso rojo como un tomate, cosa que no le pasaba desde hacía decenas de años. En su felicidad, empezó a hacer reverencias de un lado a otro, hasta que Helena Puusaari le cogió de la mano para que el pobre se tranquilizase.