Al ingeniero de caminos retirado Jarl Hautala y a la enferma de sida de Espoo Tarja Haltunen les gustó tanto el Hotel del Correo de Münster, que decidieron alquilar una habitación del último piso para pasar el resto de sus días.
Subieron allí su escaso equipaje y luego volvieron al restaurante para despedirse de sus compañeros.
Hautala expresó su agradecimiento a los Suicidas Anónimos por los cuidados y la amistad recibidos durante el viaje. Se emocionó sobremanera al evocar su duro destino y la brevedad de la vida. Fue un momento tan conmovedor que muchos de los presentes tuvieron que enjugarse las lágrimas.
Tampoco en el pequeño pueblo alpino había suficientes plazas para albergar al grupo entero, así que tuvieron que volver a organizar el campamento tras la tapia del cementerio de Münster, donde encontraron un pequeño prado lo suficientemente grande y llano para poder plantar su tienda.
La jefa de estudios y el coronel fueron a visitar el camposanto, que estaba situado en una ladera bastante empinada desde la cual se divisaba el imponente paisaje del valle del Ródano. Allí descansaba una infinidad de fallecidos con el apellido Bacher. Josef, Maria, Adolf, Frida, Ottmar… A juzgar por las tumbas, no parecía haber otra familia en aquel pueblo.
A Helena Puusaari el lugar le pareció idílico. A ella también le hubiera gustado que la enterrasen en un pequeño cementerio como aquél. ¿Accederían los suizos a enterrar allí a un grupo entero de turistas? Tal vez Jarl Hautala pudiera encargarse de hacer inhumar allí los suicidas. Tendría que hablarlo con él.
Korpela fue a preguntarles si pensaban quedarse en el pueblo a pasar la noche, o si podía agrupar a la tropa en el autocar y precipitarse de una vez por todas al vacío, como habían acordado. El coronel dijo que todavía se tomarían un día de reflexión, y que a la mañana siguiente ya decidirían. El transportista respondió que, en ese caso, él se volvía al hotel a pillarse una buena tajada.
Mientras tanto, en el restaurante del Hotel del Correo, el capitán en dique seco, ya bastante achispado, se había estado jactando delante de la clientela del lugar de formar parte de una expedición que pasaría a los anales de la historia de Suiza. Heikkinen había revelado el objetivo de su grupo. En un principio los lugareños se tomaron las fanfarronadas de Heikkinen como el delirio de un borracho, pero abandonaron el lugar a toda prisa cuando los demás finlandeses confirmaron su propósito.
Por la tarde comieron truchas y bebieron vino en el restaurante del hotel. Si bien la comida era excelente, y en cuanto al vino no había nada que reprocharle, el ambiente siguió siendo lúgubre.
Del exterior llegaba el sonido de un acordeón. El coronel y la jefa de estudios se preguntaron quién estaría tocando y se asomaron a la terraza del hotel. Vieron al capitán en dique seco metiéndole monedas a un viejo muñeco de madera que sostenía un acordeón entre sus manos y cuya cabeza se meneaba al compás de la música, impulsada por un resorte. Mikko Heikkinen llevaba tal curda que se puso a conversar con el autómata músico, confesándole que jugando había perdido su alma al póquer y jactándose de que pronto iba a morir. Hablaba con desconsuelo. El coronel le sugirió que dejase ya de empinar el codo y se metiese en la tienda a descansar. El capitán en dique seco hizo lo posible por rehacerse, miró al coronel con ojos vidriosos y se fue tambaleándose hacia el campamento, instalado tras la tapia del cementerio.
Las golondrinas trinaban, un gato perezoso estaba repantingado en el césped del jardín del hotel. El tiempo había aclarado desde su regreso del paso de Furka y el aire era fresco y veraniego. Kemppainen le confesó a la jefa de estudios que no tenía ganas de tirarse a la mañana siguiente por ningún barranco. La tomó de una mano, se arrodilló frente a ella y carraspeó para aclararse la garganta. Se disponía a pedirla en matrimonio. Pero justo en ese instante el reloj de la iglesia católica de Münster dio seis campanadas y el coronel se hizo un lío con la petición de mano. Se levantó azorado y dijo que iba a echar un vistazo al campamento. La jefa de estudios suspiró irritada mientras le miraba alejarse.
Por la noche encendieron una fogata con los últimos leños ensangrentados. Total, ya no los necesitarían más. Y ardieron muy bien. La sangre de los cabezas rapadas alemanes se quemó en la hoguera nocturna de los Suicidas Anónimos con un sonido siniestramente familiar. El ambiente era extraño en muchos aspectos. Uula sacó del fondo del tonel los últimos corégonos de Inari en salmuera y se los ofreció a sus compañeros. Para acompañarlos, partieron unos panes suizos de cebada. Alguien observó que aquello parecía la Última Cena, sólo que en vez de Jesús de Nazaret, el pan lo repartía un criador de renos y los Suicidas Anónimos hacían el papel de apóstoles.
La mujeres se pusieron a cantar en voz baja, tarareando melancólicas canciones del folklore del sur de Ostrobotnia. El coronel se dio cuenta de que aún se las sabía. «En la copa del abedul el viento susurraba…».
A la puesta de sol se presentaron en el campamento cinco robustos suizos, que dijeron ser los representantes del cantón del Valais. Estaban muy serios y parecía que querían hablar de algo importante. El coronel los invitó a sentarse junto a la fogata y a acompañarles en su frugal cena a base de corégonos, pan y vino.
Los representantes del cantón habían tenido aquella misma noche una reunión de urgencia y les habían encargado la tarea de parlamentar con los finlandeses. La cuestión, bien simple, era que los habitantes del cantón del Valais no podían aceptar las intenciones del grupo de suicidarse en aquella zona. En opinión de los enviados, si el suicidio en sí ya era abominable, más aún lo era un suicidio colectivo. Dios no había creado al hombre para que éste decidiese por sí mismo cuándo acabar con sus días. Al contrario, la intención divina era que los hombres crecieran y se multiplicasen, no que abandonaran este mundo por sus propios medios en cuanto les viniese en gana. Además, las leyes suizas prohibían los suicidios colectivos.
Kemppainen agradeció a los representantes del cantón su preocupación, pero les explicó que los finlandeses no solían aceptar consejos de desconocidos, sobre todo en cuestiones tan importantes. Les preguntó cómo se habían enterado del proyecto del grupo y ellos le dijeron que la información era de primera mano y provenía de uno de los miembros de la expedición, que también se había jactado de haber perdido el alma apostando con el diablo la noche anterior, en Zurich. Nunca en su vida habían oído nada tan terrible. Prohibieron terminantemente a los finlandeses que causasen más desórdenes en Münster y los invitaron a abandonar el cantón a la mañana siguiente como muy tarde.
Las peticiones de aquellos caciques empezaron a irritar seriamente al coronel. Parecía mentira que un finlandés de viaje por el extranjero no pudiera suicidarse sin que se entrometieran en sus asuntos. Kemppainen agradeció las advertencias a los enviados, pero no prometió nada. Dijo que los finlandeses eran un pueblo testarudo que terminaba siempre aquello que empezaba. Tenían la cabeza extremadamente dura y no se dejaban convencer por nada ni por nadie. Finlandia era un Estado soberano y sus ciudadanos tenían el derecho constitucional de decidir ellos mismos sobre sus propios asuntos, dondequiera que estuviesen.
Los representantes del cantón declararon que tenían derecho a prohibir el suicidio colectivo en su propio territorio, y el coronel tenía que entenderlo. Añadieron que, en su opinión, los finlandeses eran un pueblo de chalados.
Kemppainen les recordó entonces un episodio de la historia helvética. Unos dos mil años antes, todos los habitantes de Suiza quemaron sus casas y de mutuo acuerdo bajaron de las montañas para dirigirse al sur. Fueron 570 000 los peregrinos. Su propósito era encontrar tierras más hospitalarias donde asentarse. Los helvéticos llegaron a lo que hoy era Italia. Sin embargo, las legiones romanas obligaron brutalmente a aquella masa de gente a volver sobre sus pasos. El regreso debió de ser funesto, habida cuenta de que al partir todos los hogares habían sido destruidos. Con estos precedentes, al coronel no le parecía razonable que los representantes del cantón viniesen a darles lecciones a los finlandeses sobre lo que era razonable y lo que no…
A punto estuvo de liarse una bronca, pero no dio tiempo, ya que un terrible grito de agonía rompió de repente el silencio de la noche alpina. El eco hizo que el horroroso aullido resonase por las laderas de las montañas y los barrancos. Había motivos para que a uno se le helara la sangre, y los suizos se arrodillaron para rezar, pensando que se trataba de la última señal. Los finlandeses también se sobrecogieron.
Pronto un mensajero llegó corriendo al campamento para anunciarles que uno de los suyos se había caído por uno de los barrancos del Ródano, desde una altura de varios cientos de metros. Necesitaban hombres para bajar a buscar el cadáver.
En el Hotel del Correo consiguieron unas parihuelas. Les indicaron el sendero que bajaba hasta el fondo del barranco. Iniciaron el descenso alumbrándose con linternas eléctricas, mientras desde arriba, los testigos de la desgracia les guiaban a gritos hacia la víctima. Al cabo de un rato hallaron al desgraciado. Se trataba del capitán en dique seco Mikko Heikkinen, esta vez seco de verdad. Se había partido la columna vertebral, pero la botella de vino, que aún sujetaba en su mano seguía inexplicablemente entera. El tiempo de los milagros no había terminado.
Subieron el cuerpo en las parihuelas y lo llevaron a la terraza del Hotel del Correo. No había médico en el pueblo, pero ¿qué hubiese podido hacer con un cadáver? Un muerto es un muerto.
El ingeniero retirado Jarl Hautala bajó de la habitación para ver a su amigo difunto, le cruzó las manos sobre el pecho y cerró sus párpados. La jefa de estudios le había quitado de la mano la botella de vino. Estaba recién abierta, un Riesling del ochenta y siete, buena cosecha. Se notaba que Heikkinen le había dado al menos un trago…, el primero y el último.
El coronel informó a los representantes del cantón que, dadas las circunstancias, se sentía obligado a cambiar los planes del grupo. El suicidio colectivo no se llevaría a cabo en Münster, los señores podían dormir tranquilos.
Añadió que, en Finlandia, al menos en caso de defunción, siempre se suspendían las fiestas de cualquier género.
Jarl Hautala sugirió que los Suicidas Anónimos embarcaran en La Muerte Veloz para atravesar Francia y España hasta Portugal.
—¿Y por qué precisamente Portugal, si puede saberse? —ladró Korpela. La sugerencia implicaba sentarse de nuevo al volante durante días y días.
El ingeniero retirado dijo que se le había ocurrido, porque en la provincia portuguesa del Algarve, en su extremo sudoeste, había un cabo llamado de Sagres, más conocido como «el fin del mundo», debido a que en tiempos se creía que la tierra acababa allí. Hautala había visto algunas postales de aquel vertiginoso promontorio. Si el autocar se lanzaba al mar desde allí, la muerte sería segura, afirmó Hautala.
El ingeniero prometió ocuparse del cadáver del capitán en dique seco, si es que el resto del grupo decidía irse de aquel desgraciado lugar y poner rumbo a Portugal, donde se encontraban las playas más soleadas del Atlántico.
El coronel decidió que así lo harían.
—Mañana por la mañana a las seis, después de desayunar, levantamos el campamento y nos ponemos en marcha.
Los embajadores del cantón se arrodillaron alrededor del cuerpo sin vida de Heikkinen, juntaron las manos y levantaron sus lacrimosos ojos al cielo estrellado. Dieron gracias al Dios misericordioso por la decisión del grupo de finlandeses de abandonar el pueblo y el cantón. Tal era su fervor, que prometieron comprar con los fondos cantonales un féretro de zinc, para que el cuerpo del desgraciado finlandés pudiese ser enviado al país que le había visto nacer.