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Los Suicidas Anónimos, desposeídos sin saberlo de sus almas, levantaron el campamento y lo cargaron todo en el buque insignia de La Muerte Veloz de Korpela S. A., para ponerse en marcha a primera hora de la mañana. Salieron rumbo a la última etapa de su viaje a los Alpes suizos.

En menos de una hora llegaron a Lucerna, una antigua y bella ciudad rodeada de bellas montañas que se alzaba a ambos lados del río Reuss. Sobre éste cruzaban todavía los puentes de madera cubiertos, construidos en el siglo XIV, cuyos techos estaban decorados con frescos representando escenas de la vida de aquella época. Los Suicidas Anónimos se pasearon por ellos en silencio y contemplaron meditabundos las aguas azul turquesa que bullían en los rápidos. La jefa de estudios le dijo al coronel que tenía la impresión de que cuanto más se acercaban a los Alpes, más taciturno y silencioso se volvía el grupo. Todos estaban pensativos, concentrados en sus terribles problemas y la cercanía del suicidio colectivo confería a sus rostros una expresión grave.

El coronel también se había fijado en la melancolía de la tropa. Pero tal vez fuese normal. ¿Quién encontraría motivo de alegría en un mundo que, de todos modos, se dispone a abandonar?

—No se trata de eso. Me refiero a que son muchos los que han empezado a arrepentirse de participar en el proyecto. Ni siquiera yo estoy segura de querer morir, después de todo —confesó Helena Puusaari con voz melancólica, para añadir después que la fraternidad del grupo de suicidas había despertado en ella las ganas de vivir.

Kemppainen le rogó a la jefa de estudios que recordase los tiempos vividos en Toijala. ¿Acaso todo aquello se había convertido ahora en algo maravilloso?

Ella no le contestó. Vista desde Lucerna, su existencia en Toijala le parecía muy lejana. Los problemas de antes le parecían ahora minucias.

Korpela gritó para agrupar a su rebaño:

—¡Los que van a morir! ¡En marcha!

Contemplaron el bucólico paisaje suizo por las ventanillas del autocar: los verdes y empinados prados de las laderas, en los que pastaban vacas de recias patas, las montañas de cumbres nevadas, el cielo azul de agosto. La autopista se hundía de vez en cuando en algún túnel que discurría durante más de diez kilómetros por las entrañas de los Alpes. Korpela conducía como un poseso se diría que tenía una prisa especial por librarse de su vida. La carretera comenzó a ascender y a hacerse más estrecha y sinuosa. La belleza de los paisajes aumentaba con la altitud.

Pronto llegaron a tales alturas que los prados y los bosques desaparecieron de su vista.

Al pie de una colina, una barrera cerraba el paso, vigilada por dos soldados; éstos les informaron de que más arriba, en el paso de Furka, el punto más elevado de la zona, se había desencadenado una tremenda tormenta de nieve. No podían permitir el paso a los turistas. Korpela le pidió al coronel que les tradujese a los soldados que, con prohibición o sin ella, él pensaba subir hasta el paso de Furka, y más lejos, si le daba la gana. Su autocar era nuevo y él sabía muy bien cómo conducir por una carretera de montaña, nevase o granizase. El coronel lo tradujo todo.

Los soldados contestaron que tenían orden de cerrar la carretera por completo en media hora, habida cuenta de las condiciones meteorológicas, pero levantaron la barrera a regañadientes. El autobús de La Muerte Veloz de Korpela S. A. continuó su camino, más y más arriba, hacia la cima de las montañas. Daba la impresión de que se dirigían al mismo cielo. Y así era, en el supuesto de que a alguno se le permitiese la entrada después de su muerte.

Finalmente el pesado autobús llegó con sus silenciosos viajeros al paso de Furka, en el cual se levantaban varios edificios de aspecto frío, azotados por el viento. Uno de ellos albergaba un lúgubre café donde sólo había dos turistas americanas, viejas y arrugadas. Éstas se quejaban porque habían quedado atrapadas en el tramo más alto del camino, a causa de la tormenta de nieve, y los soldados les habían prohibido continuar el viaje.

De repente se presentaron en el café dos militares para hablar con Korpela, y a grandes voces exigieron que se les explicase por qué el conductor había desafiado los elementos para subir hasta allí. La carretera tenía que estar cerrada, ¿acaso los guardias de abajo no le habían impedido el paso? El coronel les dijo que habían seguido adelante bajo su propia responsabilidad y que, ya que estaban allí, de nada servía que les gritasen.

Los militares les informaron de que la velocidad del viento alcanzaba los dieciocho metros por segundo. Y era de creer, porque afuera se hacía difícil mantenerse en pie, la nieve le azotaba a uno la cara y la temperatura era probablemente de diez grados bajo cero. Estaban a más de 2400 metros sobre el nivel del mar, y con aquel tiempo era imposible divisar el valle, allá abajo. Se encontraban junto al nacimiento del Ródano. La masa de sus aguas salía del glaciar y caía con tal furia por la garganta de la montaña, que ni siquiera el aullido de la tormenta podía tapar su rugido.

Korpela declaró que habían llegado al final de su viaje. Ordenó a los Suicidas Anónimos que saliesen del café y volviesen al autobús y le pidió al coronel que les tradujese a los dos militares que tenía intención de continuar el viaje unos cuantos kilómetros. Éstos pensaron que Korpela estaba loco y él les confirmó que estaban en lo cierto, pero añadió que no era el único en su especie, porque todos los finlandeses del grupo estaban como cabras. A los dos militares no les costó creerlo.

En cuanto todos ocuparon de nuevo sus asientos, el ingeniero jubilado Jarl Hautala pidió la palabra. Les contó que padecía un cáncer incurable que ya se había extendido por todo el cuerpo. Por ese motivo a comienzos del verano había tomado la decisión de unirse a la expedición de los Suicidas Anónimos. Sin embargo, había cambiado de idea.

Se había enamorado de los bellos pueblecitos alpinos. Durante el viaje, Hautala había hecho amistad con una joven de Espoo, Tarja Haltunen, la cual padecía también una enfermedad incurable. El ingeniero de caminos dijo que no pensaba seguirles a la muerte a bordo del autocar, sino que se quedaría en algún pequeño albergue al pie de los Alpes y pasaría el resto de sus días contemplando las cumbres nevadas.

El resto del grupo contempló estupefacto a Tarja, una muchacha que durante todo el viaje se había mantenido apartada y solitaria, sin hablar apenas con nadie. Ruborizada, les confesó que padecía de sida y que éste se hallaba en una fase tan avanzada que ya le daba lo mismo, así que pensaba quedarse con Hautala en algún albergue y esperar la muerte. Podrían cuidar el uno del otro.

La súbita revelación de la peligrosa enfermedad mortal confundió al resto del grupo. Algunos de ellos le reprocharon a la chica que no les hubiese advertido contra un posible contagio. Habían viajado juntos y dormido en la misma tienda quien sabía cuántas noches. Era una irresponsable por haber mantenido su enfermedad en secreto.

Helena Puusaari levantó la voz y les hizo notar que poco importaba que se hubieran o no contagiado, porque, a fin de cuentas, su objetivo era la muerte.

Las descarriadas de Alsacia dijeron que ellas tampoco tenían intención de morir, que pensaban acompañar a los demás hasta el borde del precipicio y volverse luego a Finlandia. Pero si Tarja las había contagiado…

El coronel Kemppainen replicó con brusquedad que se habían expuesto más al contagio por su propio comportamiento en Alsacia que por el hecho de viajar con Tarja, así que más les valía callarse. No había motivo alguno de alarma.

Uula Lismanki recordó que nunca había tenido intención de seguir al resto del grupo hasta la muerte. Y sorprendentemente fueron muchos los que dijeron que ya no deseaban morir, y exigieron a Korpela que llevase a los supervivientes hasta el pueblo más cercano, porque en esas alturas dejadas de la mano de Dios, no tenían ninguna posibilidad de conseguir alojamiento.

Examinaron el mapa. Mil metros más abajo y a menos de dos kilómetros en dirección norte se hallaba un pueblo llamado Münster. Korpela, furioso, emprendió el descenso. A una velocidad de espanto, el autobús iba dando bandazos por el camino helado y serpenteante. Los pasajeros chillaban aterrorizados y le rogaban que condujese con más cuidado, pero el no quiso saber nada. Agarró el micrófono y rugió:

—¡A morir es a lo que hemos venido!

Era un slalom vertiginoso con el autocar haciendo las veces de trineo. En las curvas más cerradas el morro del vehículo describía un arco en el vacío, mientras que barrancos de kilómetros de profundidad esperaban a su presa con las fauces abiertas.

Para relajar el ambiente, el aguatragedias Sorjonen quiso contarles algo divertido a sus compañeros, pero éstos no estaban de humor para oír historia ninguna. Con aquel loco al volante, ya habían recuperado las ganas de vivir. A Sorjonen le hervía la sangre, su dignidad de contador de historias había sido ofendida en un momento de angustia. Contó sin ganas y a la fuerza un cuento trágico y sórdido. Fue corto, pero en el frenesí de aquella carrera a tumba abierta, ni Sorjonen hubiese sido capaz de hacer más.

El aguatragedias contó la historia de una niña alemana monísima que había sido secuestrada a los diez años de edad por unos canallas. Los secuestradores la criaron hasta que tuvo quince en un refugio solitario de la montaña, donde organizaban infames orgías sexuales que habían filmado y fotografiado al mismo tiempo. Aquéllas repugnantes imágenes habían sido vendidas a la industria pornográfica a un precio altísimo. La crueldad había culminado en una sangrienta bacanal, durante la cual la niña fue violada repetidas veces y finalmente asesinada. Todo había sido filmado, como de costumbre. Tras enterrar detrás del refugio a la víctima de tan innoble crimen, los degenerados se dieron cuenta de no había película en la cámara. Llenos de cólera, asesinaron también al encargado de la filmación, delito por el que fueron detenidos.

Al escuchar tan siniestro relato, el transportista Korpela a punto estuvo de precipitar el autobús por un barranco. Consiguió dominarlo en el último segundo y por fin llegaron —jadeando, eso sí— a Münster y pararon frente al Hotel del Correo del pueblo alpino.

Los Suicidas Anónimos salieron en tropel del autobús y el capitán en dique seco fue el primero de la tropa que, a empellones, se metió en la taberna del hotel y pidió un aguardiente. Ésta vez todos los demás siguieron su ejemplo. Nadie quiso oír hablar de la muerte.