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Por la mañana llegaron a la frontera de Alemania y a Uula le sellaron por primera vez en su vida el pasaporte.

Los aduaneros registraron el vehículo de cabo a rabo y se extrañaron de las brazadas de leña seca de abedul que había en el maletero. También hurgaron en la bolsa de la tienda de campaña e hicieron que sus perros la olisquearan, tras lo cual el grupo pudo continuar el viaje. Korpela, al volante en ese momento, eligió el camino más directo hasta Suiza, la autopista 45, cuyos seis carriles el transportista conocía como la palma de su mano.

A mitad de trayecto entre Hamburgo y Hannover empezó a llover a cántaros y se encontraron en medio de un atasco. Sintonizaron la radio en una emisora local y oyeron que se había producido un tremendo accidente en cadena.

Con las luces de emergencia encendidas, Korpela hizo una maniobra y tomó un desvío a la altura de Fallinghostel.

Dijo que no le apetecía que todos se matasen en aquella autopista, bajo aquella lluvia torrencial, así que mejor sería buscar algún motel y esperar a que escampase. El transportista estaba cansado porque Korvanen y el habían conducido sin parar desde el norte de Suecia hasta Alemania. Los viajeros también opinaban que ya iba siendo hora de dormir en una cama decente.

Al cabo de unos diez kilómetros, llegaron a la pequeña ciudad de Walsrode, en cuyas afueras encontraron un motel. Los Suicidas Anónimos corrieron bajo la lluvia hasta la recepción y con el pelo mojado y fatigados se dispusieron a registrarse. Había las suficientes habitaciones libres para hospedar a todo el grupo.

Justo cuando habían terminado de llenar los formularios y se dirigían a sus habitaciones, otro autobús hizo su entrada en el aparcamiento del motel. Unos cuarenta jóvenes borrachos con las cabezas rapadas y chaquetas de cuero invadieron la recepción y, vociferando, exigieron hospedaje para la noche. Por lo visto, habían asistido en Hamburgo a un partido de fútbol entre el equipo local y el de Múnich del que eran seguidores. Habían perdido y todavía estaban irritados. Y, claro, encima se habían pasado el día bebiendo cerveza y estaban como cubas.

Los propietarios del motel, una pareja de ancianos, intentaron explicarles que ya no quedaban habitaciones. Habían dado las últimas disponibles a un grupo de turistas finlandeses. Pero no sirvió de nada. Los recién llegados dijeron con insolencia que no tenían la menor intención de seguir su viaje con semejante tiempo y la autopista llena de atascos. Recordaban haber pasado la noche en aquel motel en otras ocasiones. En realidad eran casi clientes fijos. Además, no estaban de humor para que ningún extranjero les quitase lo que era suyo. Por algo eran hijos de Alemania, y de la Gran Alemania, nada menos.

El dueño recordaba muy bien que aquella panda ya se había hospedado en su motel con anterioridad, dejando todo tipo de destrozos y suciedad a su paso. Pero esta vez sería imposible, porque estaban al completo.

Los hinchas trajeron a rastras sus bolsas desde el autobús y algunos se instalaron en los sillones de la recepción a beber cerveza. En la planta baja del motel se creó una confusión indescriptible. Los cabezas rapadas daban empujones y codazos a los candidatos a suicida finlandeses para que se apartasen del mostrador de la recepción. Ésa fue la gota que colmó la paciencia de Uula Lismanki, que rugió de modo inquisidor al intruso que tenía más cerca:

—¿Esprejen das lapón? ¡Ajtún! ¡Ausfar!

Como toda respuesta, Uula recibió una sólida patada en la entrepierna que le hizo derrumbarse. El capitán en dique seco Heikkinen y el furriel en la reserva Korvanen corrieron en su ayuda. El coronel le pidió al dueño del motel que llamase a la policía y dejó claro que su grupo no pensaba marcharse. Habían viajado de un tirón desde el norte de Escandinavia, estaban fatigados y querían dormir en paz. Aquéllos violentos intrusos eran los que debían irse y dejar de escandalizar en un local público.

El dueño llamó a la comisaría de Walsrode, donde le dijeron que no tenían a nadie a quien mandar para poner orden: todos los efectivos habían sido enviados de urgencia a la autopista para despejar los restos del accidente en cadena. Por el momento, se las tendrían que apañar solos en el motel.

El coronel declaró con firmeza que su grupo no dejaría el terreno libre de manera voluntaria. Los agresivos hinchas se pusieron aún más violentos. Arrojaron los equipajes de los finlandeses afuera, bajo la lluvia, y acto seguido empezaron a sacarlos a todos a empellones. Ahí empezó el volar de los puños, el caer de las mesas, el ruido de vasos rotos. Las mujeres se pusieron a salvo, pero uno de aquellos desaprensivos agarró a la jefa de estudios Puusaari por los pelos y le dio una patada en el trasero.

Kemppainen retrocedió con su tropa ordenadamente.

Llevaron a las mujeres a un lugar seguro detrás del motel, donde había una zona industrial y de almacenaje y Korpela acercó el autocar hasta allí.

Tras un rápido cambio de impresiones, llegaron a la conclusión de que Los Suicidas Anónimos habían sido víctimas de un violento ataque y que su integridad corría peligro. Dadas las circunstancias, el coronel declaró el estado de guerra, tras lo cual se llevaron a cabo con suma diligencia los preparativos del equipo. Los hombres se repartieron los leños de abedul y Kemppainen recomendó que no tuvieran piedad con el enemigo cuando atacasen el motel:

—Golpead de preferencia en la espalda, y bien fuerte, ¡quiero ver cómo saltan las chispas!

Dividió sus efectivos en tres escuadrones de unos seis hombres cada uno. El jefe del primer grupo era el furriel en la reserva Korvanen, el del segundo, el guardia fronterizo Taisto Rääseikköinen y Korpela recibió el mando del tercero. Al capitán en dique seco Heikkinen lo pusieron a cargo de la intendencia y Uula Lismanki fue ascendido al grado de oficial de telecomunicaciones, con la orden —y la firme voluntad— de participar en el combate en caso de necesidad. Las mujeres organizaron en la zona industrial, al abrigo del autobús, una enfermería, por si había muertos o heridos. Todo era posible, ya que el enemigo los doblaba en número. Además los hinchas era más jóvenes, mientras que en la tropa del coronel Kemppainen había muchos hombres de avanzada edad a los cuales les hubiese correspondido más bien estar ya en la reserva. Pero desde el punto de vista militar, el pequeño ejército finlandés tenía más preparación, ya que se hallaba bajo el mando nada menos que de un oficial de alta graduación y sus suboficiales también tenían experiencia.

El campo de batalla les era favorable para el enfrentamiento que se avecinaba, ya que el motel estaba situado en un llano y los solares industriales que se hallaban tras el constituían una buena zona de apoyo. Al otro lado se extendían unos densos viñedos adonde podrían replegarse llegado el caso. Una carretera separaba el campo de batalla de un bosque que ofrecía otra posible vía de escape.

El estado del tiempo favorecía a la tropa atacante. Seguía lloviendo con fuerza y la visibilidad era escasa, ya que además estaba anocheciendo. El coronel miró el reloj. Eran las 18.55, la hora H. Dividió a su tropa para el ataque, situando al furriel en la reserva Korvanen en un rincón, junto a la puerta principal del motel. El grupo del guardia fronterizo Rääseikköinen se colocó al otro lado de la carretera, listo para entrar a saco en cuanto los hombres a las órdenes de Kemppainen les abriesen el camino. El transportista Korpela se quedó en reserva al borde del viñedo. El coronel en persona se ocupó de dirigir la lucha desde la esquina del motel, donde el encargado de comunicaciones y transportes Lismanki esperaba ya junto a unos cuantos leños más que tenía preparados, por si acaso.

Exactamente a la hora H, la punta de lanza al mando del furriel Korvanen irrumpió en el motel, armada con los leños de abedul y empezaron a dar palos a los sorprendidos cabezas rapadas en las partes del cuerpo sugeridas por el coronel. Dejaron las puertas abiertas de par en par y pronto el segundo grupo entró a la carga, bajo las expertas órdenes del guardia fronterizo Rääseikköinen. La llegada de los refuerzos fue motivo de pánico entre las filas del enemigo.

Los hombres caían como fichas de dominó por los suelos de la recepción. Las espaldas de las chaquetas de cuero resonaban que daba gusto bajo los leñazos y por todo el motel se escuchaban los gritos de socorro y las palabrotas en alemán de los cabezas rapadas, algunos de los cuales saltaron por las ventanas despavoridos, llenos de cardenales y cojeando. Unos veinte intentaron escapar en dirección a las viñas, pero allí se dieron de manos a boca con las tropas finlandesas de refresco al mando de Korpela, que saliendo de su escondite los derribaron sin esfuerzo alguno.

Al darse cuenta de que la retirada en dirección al viñedo estaba cortada por el enemigo, parte del contingente alemán intentó huir a través de la zona industrial. Allí el recibimiento no fue menos caluroso. A la sombra de la fábrica, el comando femenino conducido por la jefa de estudios Puusaari pulverizó a una media docena de teutones.

El enemigo, aturdido aún por el ataque sorpresa, fue incapaz de organizar su defensa. No disponían de mandos adiestrados ni de táctica concertada. La partida estaba, pues, ganada de antemano. Hasta el último alemán fue apaleado. Llenos de chichones y sangrando salieron huyendo hacia su autocar, ayudándose unos a otros, y el vehículo se perdió bajo la lluvia. Los equipajes de los cabezas rapadas se quedaron en el motel y el propietario los confiscó como compensación por los desperfectos en las ventanas y el mobiliario.

Korpela, enardecido por el fragor de la batalla, exigió que emprendiesen la persecución. Estaba seguro de que con su potente vehículo podrían alcanzar fácilmente a los fugitivos, desviarlos a una zanja con una maniobra de bloqueo y darles a aquellos gamberros hasta en el carnet de identidad, e incluso matarlos, si fuese necesario.

El coronel, sin embargo, consideraba que el objetivo de la ofensiva se había cumplido. Prohibió que se emprendiese persecución alguna. La policía alemana podía ocuparse de ellos, suponiendo que el asunto les interesara.

Luego realizó con sus tropas una visita de inspección al campo de batalla. Varias ventanas estaban rotas y algunas de las puertas colgaban de sus goznes. El suelo de la recepción estaba lleno de manchas de sangre. Los daños materiales eran escasos, después de todo, si se tenía en cuenta la ferocidad del combate. El coronel acordó con la pareja de propietarios que él correría con los gastos de los cristales, si por su parte ellos les hacían un treinta por ciento de descuento en el precio de las habitaciones. La rebaja estaba justificada, ya que la tranquilidad del establecimiento no era precisamente de clase superior. Finalmente llegaron a un acuerdo satisfactorio para todos.

No vieron motivo alguno para apostar centinelas en el exterior del hotel. Más avanzada la noche supieron por la policía de Hannover que ésta había detenido en la autopista a un autobús que circulaba zigzagueando peligrosamente, con cuarenta cabezas rapadas apaleados de mala manera a bordo. El grupo había sido trasladado al calabozo de una comisaría y más tarde ya se presentarían cargos contra ellos por los disturbios ocasionados en Walsrode. No eran necesarios testigos, porque el estado de los hombres demostraba que habían participado en una violenta pelea. Seis de ellos habían tenido que ser enviados al hospital, con una intoxicación etílica y la cabeza llena de chichones.

Los agradecidos propietarios del motel prepararon una cena festiva en honor de los vencedores. Mandaron traer de la ciudad un cerdo, que mataron detrás del motel. La lluvia torrencial arrastró a su paso hacia el sumidero la sangre del cochino y la de los cabezas rapadas. Asaron el animal en el gran horno de la cocina y lo sirvieron adornado con una manzana en la boca.

Los dueños agradecieron al coronel y a los demás su lucha triunfal y valerosa, por la que esperaban haberse librado definitivamente de aquellos gamberros que no hacían sino estorbar la paz del establecimiento y expresaron vivos deseos de que los finlandeses volviesen al utilizar sus servicios.

Regaron la cena con un vino tinto ligero, que el anfitrión alabó, explicándoles que era uno de los mejores de la región. Su familia lo elaboraba desde hacía cientos de años.

Durante la comida, empezó a preguntarles que clase de gente eran los finlandeses. Le había sorprendido el ardor guerrero de sus huéspedes y se preguntaba que lo motivaba.

El coronel levantó su copa y dijo que dirigía una asociación de personas que van a morir, pero no quiso revelarle nada más acerca de su tropa.

—Por supuesto… todos vamos a morir —asintió el anfitrión.