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En el Parador de Haparanda, el coronel Kemppainen preguntó en la recepción si había algún mensaje para él, pero Korpela y su tropa aún no habían dado señales de vida. Al coronel le asaltó una terrible sospecha. ¿Y si a aquellas horas todos yacían ya en el fondo del océano Ártico, con el lujoso autocar a modo de féretro común? Atormentado por la duda, reservó una habitación doble y le pidió a Uula que subiese el equipaje.

Al llegar la noche, los temores del coronel se revelaron infundados. El autocar de La Veloz de Korpela hizo su entrada en el jardín del Parador y pronto el bullicioso grupo invadió la recepción. El reencuentro estuvo lleno de alegría. Los aspirantes a suicida le contaron entusiasmados lo bien que se lo habían pasado en su semana de vacaciones en Noruega.

Parecían tranquilos y en plena forma, y nadie mencionó la muerte para nada. La jefa de estudios abrazó con fuerza al coronel delante de todos. Rellonen se quedó discretamente rezagado cuando Helena Puusaari y Kemppainen se fueron a pasear por la ciudad. Visitaron el modesto cementerio de Haparanda y constataron que, a diferencia de los camposantos finlandeses, allí no había ningún monumento a los caídos.

Al día siguiente, el coronel llevó su coche a un negocio de segunda mano de Tornio. El precio no era ni mucho menos satisfactorio, pero como ya no le hacía falta tenía que deshacerse de él.

En Haparanda compraron víveres y artículos de primera necesidad: treinta y tres toallas, treinta y tres peines con sus correspondientes espejos, quince brochas de afeitar, doscientos pares de medias, setenta kilos de patatas, un kilo de betún y mil salchichas de Frankfurt. El capitán en dique seco, por su parte, hizo una expedición a una licorería y adquirió cien botellas de vino y doce cajas de botellines de cerveza. El coronel lo pagó todo.

Por la tarde volvieron a tomar rumbo al sur. Empezó a llover y las carreteras se vaciaron de turistas, con lo que la circulación era escasa y avanzaron a buen ritmo. Korpela y el furriel en la reserva Korvanen se turnaron al volante a través de Suecia, y de madrugada llegaron a Malmö.

Durante el viaje, el aguatragedias Seppo Sorjonen se encargó del entretenimiento de los viajeros, recitando sus poemas al micrófono y contándoles historias divertidas. Al sur de Estocolmo les confesó que había escrito un libro de cuentos que ningún editor había aceptado publicar, a pesar de que, según él, el tema era de lo más interesante y la historia, magnífica.

Le permitieron que contase su cuento, ya que en ese momento por la radio sueca se estaba emitiendo un programa de rock duro que nadie quería escuchar, y por otra emisora sólo se escuchaban los comentarios de algún acontecimiento deportivo.

Sorjonen les contó que ya hacía un par de años que había escrito el libro. Un día, leyó por casualidad cierto artículo que hablaba de las condiciones de vida de las ardillas finlandesas, a las que, al parecer, no les había ido muy bien en los últimos años. La proliferación de aves de presa suponía un pesado tributo para los pobres roedores y, además, había menos piñas comestibles que antes. Pero lo peor de todo era que en los bosques ya no se encontraba liquen, un material del todo indispensable para la construcción de sus nidos. Ésta penuria era debida a la contaminación del aire, que había hecho desaparecer el liquen en todo el sur del país. La situación era también preocupante en el este de Laponia, en la zona de Salla, a causa de los vertidos tóxicos de la península de Kola. Las ardillas se veían obligadas a tapizar sus nidos con las escamas que arrancaban de la corteza de los enebros. En las zonas urbanas se las habían ingeniado para sustituir el liquen por tejido de fibra de vidrio, un aislante térmico que se utilizaba en la construcción. Sin embargo, aquellos sucedáneos carecían de la calidad del liquen natural: las crías de las ardillas pasaban frío en aquellas nuevas madrigueras húmedas e insalubres. Además, la fibra aislante podía provocarles cáncer de pulmón. Los pobres animalillos no habían aprendido a empapelar sus nidos con los restos que abundaban en las obras.

Sorjonen el cuentacuentos se puso profundizar sobre la precariedad de las viviendas de las ardillas desde un punto de vista literario, y se le ocurrió que podría escribir un libro para niños sobre el tema. La historia comenzaba cuando el protagonista leía por casualidad el artículo en cuestión. Érase una vez un pescador cincuentón llamado Jaakko Lankinen, que estaba a cargo de un puente transbordador; tenía un par de hijos ya adultos y acababa de quedarse viudo. Vivía desahogadamente y, sobre todo durante los largos inviernos, tenía mucho tiempo libre. Era hombre de buen carácter y vivía solo a orillas de un gran lago, practicando a pequeña escala la protección de la naturaleza.

Lankinen se empezó a preocupar por las crías de las ardillas y quiso mejorar sus condiciones de vida. Intentó enterarse de si existía algún material adecuado que pudiese sustituir al liquen, pero los expertos le explicaron que sólo el auténtico liquen servía para tal propósito. Pero éste ya no crecía en la naturaleza, ni en los bosques finlandeses y, por lo tanto, habría que diseminarlo por el bosque de manera artificial para que las ardillas pudiesen utilizarlo.

Entonces le vino a la cabeza que Siberia era el lugar donde más abundaba el liquen. Claro que no en todas partes, pero sí en las regiones en las que aún no existía una industria contaminante. Hizo una visita de reconocimiento del otro lado de los Urales y comprobó con sus propios ojos que estaba en lo cierto. Durante, el viaje trabó amistad con los habitantes de un koljós y les contó su idea, proponiéndoles comprarles grandes cantidades de liquen en fardos. Los convenció diciéndoles que les pagaría la mercancía en divisas. Durante los largos inviernos, tanto aquel koljós como los de los alrededores, estaban llenos de miles de agricultores ociosos, con tiempo de sobra para dedicarlo a su recolección.

Pero en realidad la cuestión era mucho más complicada: había que desarrollar un método, sacar adelante un largo proceso burocrático que incluía todo tipo de permisos, etc., para, al final, obtener las licencias pertinentes en la oficina de comercio exterior, así que Jaakko Lankinen regresó a Finlandia para ocuparse de todo ello y además conseguir la financiación para el proyecto.

El hombre se puso manos a la obra, negoció una financiación, solicitó los correspondientes permisos y estableció contactos.

Por fin el proyecto se puso en marcha. En Siberia se empezó la recolección del liquen y los árboles se llenaron de abuelas trepadoras. Los veteranos sin empleo de la guerra de Afganistán también fueron llamados a filas para la gran tarea. Entre una feliz algarabía, los montones de liquen empezaron a crecer. La mercancía se amontonaba en grandes almiares y luego era acarreada hasta los graneros de los koljoses, donde la empacaban. Los fardos eran enviados a unos almacenes intermedios situados a lo largo de la ruta del Transiberiano y, una vez inspeccionados, se los cargaba en vagones de tren y viajaban hasta el puesto fronterizo de Vaalimaa, donde Lankinen los recibía acompañado por un funcionario de la Compañía Nacional de Ferrocarriles de Finlandia. Tras pagar los derechos de aduanas, Lankinen descargaba los vagones y llevaba los fardos a algún lugar apropiado, donde eran de nuevo almacenados.

Lankinen alquiló un helicóptero de carga equipado con un sistema para desmenuzar los fardos. Se trataba de una idea que había desarrollado en colaboración con el Centro de Investigaciones Científicas del Estado. Luego, desde el helicóptero, se procedía a arrojar el liquen Siberiano por todo el sur de Finlandia y Salla, que eran las regiones donde según los investigadores existía la mayor cantidad de ardillas faltas de materiales de construcción. El sistema instalado dosificaba las cantidades necesarias de copos y éstos caían flotando sobre los bosques. Los animalitos, llevados por su instinto de nidificación, encontraban sin problema el liquen llovido del cielo y lo cargaban hasta sus madrigueras. El proyecto tuvo un gran éxito. En los bosques finlandeses se construyeron miles de cálidas madrigueras en las cuales las hembras podían parir tranquilas sus enternecedoras crías. Éstas crecían sanas y su piel era brillante y espesa, ya que por fin tenían viviendas en condiciones.

Sorjonen les dijo que su historia hablaba de manera compleja e imaginativa sobre la mejora de las condiciones de vida de las ardillas. Además de los ingredientes fantásticos, a los niños se les proporcionaba gran cantidad de conocimientos sobre la sociedad actual: su legislación, las investigaciones sobre animales, la Unión Soviética, la política comercial, el ferrocarril, los asuntos referentes a la economía bancaria, los helicópteros, el ejercito, la cartografía aérea, etc.

Al parecer, Seppo había enviado su manuscrito a numerosas editoriales, pero ninguna se había mostrado interesada en publicarlo.