Cuando el coronel Kemppainen y el criador de renos Lismanki partieron hacia Ivalo, el resto de la tropa decidió hacer un poco de turismo por el Finnmark de Noruega.
Desde que en el último segundo habían decidido por unanimidad renunciar al suicidio colectivo, el ambiente se había vuelto alegre y distendido. Disponían de una semana para disfrutar del verano en los magníficos paisajes de montaña del Ártico. Más o menos lo que tardarían los trámites del pasaporte de Uula.
Convencieron a Korpela para que les llevase a ver los lugares más hermosos de la región. La primera noche la pasaron en el Cabo Norte, pero cuando se les terminaron los víveres decidieron volver al continente. En el estrecho de Porsangerhalvøya compraron unos cuantos salmones a los pescadores del lugar y luego desvalijaron la tienda del pueblo de Svartvik. Instalaron su campamento a la orilla de un lago de montaña, en Øvre Molviktvatn, visitaron Seljenes y pescaron en el río Cinajohka una enorme cantidad de truchas. También pasaron una noche en un hotel de Lakselv, donde aprovecharon para asearse en condiciones y dormir en una cama decente, para variar. Sin embargo, el ruido de la vecina base aérea de Banak les obligó a ponerse de nuevo en movimiento. Pasaron los dos días siguientes en pleno páramo, a orillas del río Gakkajohka, adonde llegaron por un estrecho camino secundario de diez kilómetros que se desviaba de la carretera general de Porsanger.
La profesora de economía doméstica Elsa Taavitsainen se encargó de las tareas de intendencia de la tropa. Como estaban en Noruega y había truchas y salmones a mansalva, el grupo se deleitó con los más deliciosos platos de pescado. La señora Taavitsainen y sus ayudantes sabían preparar el salmón de diferentes maneras: marinado o a la cazuela. Las truchas más pequeñas se cortaban en filetes y se asaban sobre el fuego de leña. En el monte recolectaron cebolleta silvestre para la sopa de pescado, que aderezaban con mantequilla de granja y acompañaban de patatas. Para que no se cansasen de tanto salmón, la profesora Taavitsainen consiguió un queso fresco de cabra de la región, cordero y carne de reno seca, y con todo ello preparaba espectaculares sopas y calderetas. Sobre las mismas piedras en que las asaba, les servía tostás de carne de reno cubiertas de queso de cabra fundido. También recolectaron por los pantanos arándanos árticos con los que resaltaba aún más el sabor silvestre del estofado de reno.
Durante aquellas felices noches se dedicaron a descansar tranquilamente en la naturaleza y a charlar sobre lo divino y lo humano. Evocaron con gravedad su gran carrera hacia la muerte en el Cabo Norte y el aplazamiento del suicidio colectivo les pareció a todos una sabia decisión. Alguien dijo haber leído que el miedo a la muerte en su forma más espantosa era el que experimentaban los recién nacidos. Era la sensación de pánico al ser arrojados fuera de su planeta, del útero materno, hacia el vacío insondable del espacio exterior, el mismo terror que ellos habían padecido en el Cabo Norte durante la aceleración.
Todos se lamentaron de que no hubiese entre la tropa suicida un auténtico genio, un filósofo capaz de revelarles los secretos de la vida y la muerte. Tal vez existiesen personas así, pero, por el momento, no les quedaba más remedio que contentarse con sus experiencias cotidianas y los sentimentalismos de Sorjonen. En cualquier caso, el viaje les había proporcionado muchas y nuevas perspectivas de reflexión sobre la existencia.
Tras una de aquellas conversaciones alguien propuso que fundasen una asociación de suicidas, o más exactamente, que hiciesen oficial la creada después del día de San Juan por la jefa de estudios Puusaari, el director Rellonen y el coronel Kemppainen. El objetivo no era, naturalmente, registrarse como club, sino sellar un pacto que concluiría, a más tardar, en los Alpes suizos, cuando diesen a Korpela la última oportunidad de precipitarlos con su costoso autobús por algún abismo insondable.
Al Club le pusieron de nombre Asociación Libre de Suicidas Anónimos y no escribieron norma alguna, sino que acordaron simplemente que los miembros actuarían siempre llevados por el espíritu de la hermandad y unidos por un frente común. Evocaron las duras pruebas de la guerra de invierno, durante la Segunda Guerra Mundial, y decidieron tomar ejemplo de la heroica lucha de los soldados finlandeses, que habían peleado hasta morir. Al camarada no se le dejaba ni solo ni vivo. Los soldados de la guerra de invierno cayeron codo con codo, y lo mismo harían los Suicidas Anónimos, sólo que en aquel caso el enemigo era aún más feroz que la temible Unión Soviética: se trataba de toda la humanidad, del mundo y de la vida misma.
En su situación, las diferencias sociales no tenían ninguna importancia. Muchos de los miembros del grupo eran pobres y desdichados, pero también los había ricos e incluso millonarios, como la señora Grandstedt, Uula Lismanki y algunos más. Llegaron a la conclusión de que los finlandeses se suicidaban al margen de su fortuna, fuese la falta de recursos la razón principal para unos o, para otros, la única razón.
La jefa de estudios Puusaari tuvo la oportunidad de visitar un par de cementerios noruegos y pasear por sus sombrías arboledas, aunque esta vez del brazo del director Rellonen, ya que el coronel estaba en Ivalo.
Finalmente, una mañana Korpela anunció que las vacaciones en Noruega habían terminado. Hacía ya una semana que disfrutaban de la vida silvestre del norte, y ya era hora de marcharse hacia el sur, a Haparanda, adonde también el coronel y Uula Lismanki llegarían pronto. La profesora de economía domestica Elsa Taavitsainen aún tuvo tiempo de poner en marinada unos veinte kilos de salmón y luego los suicidas levantaron el campamento, fueron a darse un baño y continuaron el viaje.
El coronel Kemppainen y Uula Lismanki habían llegado entretanto a Ivalo para ocuparse del pasaporte de este último. Uula se quedó en el hostal, de charla con algunos de sus conocidos, mientras el coronel se dirigía a la oficina del comisario rural.
Para su sorpresa, resultó que conocía al funcionario, ya que habían asistido juntos a un cursillo de oficiales en la reserva que se había celebrado en Hamina hacía muchos años. Aquél chico tímido y flaco como una anguila se había convertido en un robusto hombretón de cincuenta años que no había renunciado a su pasión por la ornitología. Armas Sutela se lamentó de no disponer de más tiempo para charlar con Kemppainen. En Utsjoki se había cometido un vergonzoso crimen en cuya investigación se le había ido medio verano, y aún no lo había esclarecido. Prometió ocuparse del pasaporte de Uula en cuanto le llegase del Registro Civil el certificado que habían solicitado y el criador de renos se hiciese las fotos. Lismanki tenía que presentarse para firmar los documentos.
El coronel le dijo que, mientras esperaban, tenían la intención de ir a pescar corégonos[6] en el lago Inari. ¿Por qué no les acompañaba el comisario, aunque sólo fuese un día o dos? Podría dedicarse a observar las aves acuáticas del lago con sus prismáticos, o lo que le apeteciera, y recordarían juntos los viejos tiempos en Hamina.
El comisario lamentó tener que rechazar la invitación, pero el caso de Utsjoki era realmente complicado y exigía toda su atención. El escandaloso crimen se había cometido en la zona pantanosa de Pissutsuollamvärri, en un páramo al noreste del parque nacional de Kevo, a unos diez kilómetros de la frontera de Noruega. A principios de verano un equipo de rodaje norteamericano formado por diez personas se había presentado en el lugar, con la intención de rodar una serie sobre la vida en los campos de prisioneros de Vorkuta, al noroeste de Rusia, en la época de Stalin. Los cineastas, a pesar de la glasnost, no habían conseguido permiso para filmar en Rusia —quién sabe si por las violentas huelgas mineras que en aquel momento estaban teniendo lugar en Vorkuta—, así que se les ocurrió reconstruir los miserables campos en un paisaje semejante, pero del lado de Finlandia. El equipo, con ayuda de un guía del lugar, había encontrado las localizaciones óptimas, justo en Pissutsuollamvärri, una desolada zona en medio de la tundra.
Hasta allí habían transportado en helicóptero material y herramientas y empezado a construir un gran campo de concentración al estilo soviético. Todo hubiese salido bien de no ser porque el guía local —que un rayo lo partiese— había resultado ser un criminal. Se había dado el piro con la caja del rodaje, que no era precisamente de bajo presupuesto. Según sus cálculos, la suma ascendía a medio millón de marcos. Hubo que suspender la construcción del campo, del cual sólo había dado tiempo a levantar un par de torres de vigilancia bastante chapuceras y cien metros de valla de alambre de espino. El contratiempo acabó con la paciencia de los americanos, que abandonaron el país tras presentar la pertinente denuncia ante las autoridades. Algunos periódicos de los Estados Unidos habían publicado artículos indignados sobre el criminal lapón que había abusado de la confianza de los cándidos artistas de cine. Al parecer, finalmente habían decidido seguir el rodaje en la zona pantanosa de Masuria, en Polonia, que era lo bastante desangelada para servirles de Vorkuta, casi tanto como el desolador páramo de Pissutsuollamvärri.
—Éste caso se ha convertido en un escándalo político y cinematográfico, demonios, con ramificaciones que van desde Vorkuta hasta California, pasando por Polonia, y yo aquí, con la lengua fuera y en medio del berenjenal. ¿Entiendes por qué te digo que no tengo tiempo de ir a pescar, Hermanni?
Al día siguiente, mientras recogían sus redes en el estrecho de Veskonniemi, en Inari, el coronel se quedó observando detenidamente a su compañero. No pudo evitar contarle a Uula el monstruoso crimen cometido en los apartados páramos de Utsjoki, cuyo ejecutor había sido un lapón del lugar. A Uula se le cayó la boya de la red al agua y palideció. Empezó a carraspear con cara de culpabilidad.
Consiguieron pescar grandes cantidades de corégonos, descansaron tumbados a orillas del lago Inari y contemplaron el cielo. Al cabo de una semana, Uula fue a recoger su pasaporte a la oficina del comisario rural. Al parecer, éste estaba ausente en una misión por las deshabitadas tierras de Utsjoki.
Y así, los dos amigos partieron hacia Haparanda en el coche del coronel. En el maletero llevaban dos toneles de grasientos corégonos en salmuera y Lismanki calculó que estarían en su punto cuando llegasen a los Alpes suizos. Serían el ingrediente ideal para la última cena de sus amigos.