El inspector jefe de la policía secreta Ermei Rankkala hojeaba con desgana una carpeta con los datos que había ido acumulando sobre el caso más peculiar del verano, un asunto complicado por el que se había visto obligado a posponer sus vacaciones. Aquélla calurosa tarde estaba sentado en su miserable despacho de la calle Ratakatu, pensando que en su trabajo no había nada de lo que alegrarse.
Cada nuevo caso era aún más asqueroso, siniestro, secreto y difícil que el anterior.
Rankkala, a punto de cumplir los sesenta años, estaba hasta las narices de su desagradecido trabajo de policía secreto. Nadie lo valoraba; los rencorosos ciudadanos, y especialmente la prensa, hacían todo lo que estaba en su mano para degradar el importante y en parte inevitable trabajo de los investigadores. Cualquier periodista de pacotilla podía escribir con desfachatez sus disparates en el periódico sin que la policía secreta se dignase a exigir una rectificación de aquella basura. Cuando un trabajo es secreto, da lugar a todo tipo de conjeturas, que no se pueden desmentir, precisamente porque es secreto. Ésta paradoja era el motivo de que el inspector jefe Ermei Rankkala estuviese asqueado de su trabajo y del mundo entero. Se sentía como la mano invisible y protectora que se extiende sobre los ciudadanos, y que éstos, desagradecidos, muerden sin piedad, ignorando a su benefactor.
Rankkala soltó una risita cínica. Las naciones cometían estupideces a la vista de todo el mundo, cuyas consecuencias dañinas había que corregir después en secreto. La policía secreta podía ser ubicua, pero no pública.
El caso que tenía entre manos le había parecido en un principio una simple bagatela. A su mesa había ido a parar un recorte de prensa referido a gente con intenciones suicidas. Por pura rutina, quiso aclarar el asunto en profundidad. Los suicidios no eran especialmente competencia de la policía secreta, pero el hecho de que éstos se anunciasen en la prensa exigía una investigación. El inspector jefe se enteró enseguida de que detrás del anuncio estaba un hombre de negocios, Onni Rellonen, que contaba con varias quiebras sin aclarar en su haber. Habían seguido sus pasos desde la lista de correos hasta una casa situada en Häme.
Descubrieron que tenía intención de organizar una reunión secreta en Helsinki y que en el caso estaba involucrado incluso un coronel de las fuerzas armadas.
Rankkala infiltró a uno de los suyos en la reunión de Los Cantores, la cual resultó ser más importante de lo previsto, pero no ilegal, sino más bien enfocada a objetivos terapéuticos. Estaba claro que aquel seminario de suicidiología no suponía ninguna amenaza para la seguridad nacional. Y ahí se habría quedado la cosa, si después de la reunión no se hubiese producido una extraña muerte que había despertado las sospechas del inspector jefe. Lo preocupante del asunto era que el deceso había tenido lugar en la residencia oficial del embajador de Yemen del Sur. El grupo, por lo tanto, había complicado las relaciones entre Finlandia y un país extranjero. El asunto exigía una investigación, y eso era terreno de la policía secreta. Tal vez aquel rebaño no fuera tan inocente como podía parecer.
La maquinaria de la policía secreta puso al descubierto que el grupo estaba dirigido por el coronel Kemppainen y el arriba citado Rellonen, quienes habían reclutado a una joven de Toijala, la jefa de estudios Helena Puusaari. Las actividades del grupo se habían extendido con gran rapidez a escala nacional. Habían recaudado una importante suma de dinero y disponían de un autobús de lujo completamente nuevo. Estaba claro que el grupo —que ya contaba con varias decenas de miembros— intentaba librarse de las autoridades. Al parecer, su objetivo era llevar a cabo un suicidio colectivo.
La policía le había perdido la pista en la casa de Rellonen, cuando ésta fue puesta bajo embargo por las autoridades. El inspector jefe Rankkala la visitó en compañía del administrador judicial al día siguiente de hacerse efectivo dicho embargo. El lugar estaba desierto y en el jardín sólo quedaban los restos humeantes de un cenador de ramas.
Las pistas se hubieran acabado allí, de no ser porque un tal Taavitsainen, de profesión electricista, llamó desde Savonlinna para denunciar el secuestro de su mujer. Taavitsainen había intentado primero que la policía local se ocupase de la investigación, pero allí le habían dicho que su esposa había hecho bien en marcharse con aquel grupo de extraños. Tras hacer las correspondientes comprobaciones, se estableció que la citada señora había participado en el seminario de suicidiología celebrado en Helsinki. Pero antes de que la policía secreta les echara el guante, el grupo itinerante de suicidas desapareció de Savonlinna.
El autocar de lujo fue visto posteriormente en Kotka.
El grupo tuvo la desfachatez de asistir al entierro de uno de sus miembros. El inspector jefe Rankkala se culpaba a sí mismo por no haber organizado un seguimiento con ocasión del sepelio. Ahora ya era demasiado tarde, y el autobús había seguido su camino.
En base a las investigaciones, se temía que las intenciones de la sospechosa organización fueran salir de Finlandia, pero en cuanto a sus objetivos, Rankkala no estaba seguro. En cualquier caso, si estaban pensando en un suicidio colectivo, el asunto era realmente grave. Quitarse la vida ya no era un delito, y menos aún intentarlo, pero tras aquella actividad a gran escala tal vez se escondiese algo mucho más serio. Tras reunirse con su jefe, el superintendente Hunttinen, Rankkala pidió la colaboración de la guardia fronteriza. Se envió a todas las aduanas la petición de comprobar todos los autobuses nuevos que saliesen del país, en especial aquellos cuyos pasajeros pareciesen más lúgubres de lo normal.
Los antecedentes del coronel Kemppainen habían sido comprobados y no se había encontrado nada que llamase la atención. El oficial se había presentado en el estado mayor tras la reunión de Los Cantores. Eso parecía muy sospechoso. También había hecho algunos arreglos para irse de vacaciones, e incluso mandado que cortasen la luz de su vivienda de Jyväskylä. Todo apuntaba a que se trataba de algo gordo. Pero cuál, eso era lo que él quería descubrir.
Al inspector jefe le había costado un gran trabajo averiguar la matrícula del autobús que el grupo estaba utilizando y la identidad de su propietario. Según los datos proporcionados por los testigos, el vehículo era completamente nuevo y de un modelo destinado al turismo de lujo.
En una fábrica de carrocerías les dieron varias pistas y, basándose en ellas, acabaron por identificar a un transportista de Pori, un tal Korpela, que había desaparecido con uno de sus vehículos. Rankkala puso de guardia a uno de sus hombres en los hangares de La Veloz de Korpela, S. A., en Pori y la cosa dio su fruto: el autobús pronto hizo una breve aparición en su puerto de origen, pero enseguida continuó rumbo al norte. Los detectives de la secreta sólo disponían de un viejo Lada para el seguimiento y el autocar de La Veloz los había dejado atrás nada más incorporarse a la autopista. El vehículo se esfumó definitivamente en Närpiö, se suponía que en dirección norte.
Durante todo aquel tiempo habían ido desapareciendo personas en diferentes lugares del país. El último informe hablaba de un guardia fronterizo de Kemijärvi, un tal Rääseikköinen. Rankkala estaba perplejo: ¿estarían también involucradas personas al servicio de la seguridad fronteriza en aquel caso en que ya se mezclaban cuestiones de la política internacional y de la defensa nacional?
A Ermei Rankkala empezó a asquearle aquel asunto.
Se arrepentía de no haber tirado a la papelera en su momento el anuncio que había desencadenado la investigación. Ya era demasiado viejo para meterse en semejante berenjenal. La policía secreta no disponía de hombres suficientes, los investigadores más jóvenes actuaban a menudo con negligencia, el presupuesto era escaso, las herramientas de trabajo obsoletas e inadecuadas. Lo había constatado por enésima vez. Rankkala empezaba a temer que aquella extraña cadena de sucesos le estallara en la cara. Todo indicaba que aquello era una auténtica bomba.
Uno de los casos más intrincados de la historia de la policía secreta había sido el de los depósitos secretos de armas en 1945. Lo que en un principio parecía un incidente sin importancia, fue creciendo poco a poco hasta adquirir dimensiones gigantescas, y sus consecuencias políticas y legales, que se prolongaron durante años, pusieron en peligro la estabilidad del país. El inspector jefe Ermei Rankkala sospechaba desde hacía unos días que el expediente que tenía entre manos contuviese otro caso de las mismas magnitudes que aquél, pero aún más confuso.
Le echó un vistazo a su reloj. Ya era la hora del almuerzo. Tenía acidez de estómago, sin duda había tomado demasiado café por culpa de aquel enredo. Apartó el expediente de un manotazo y se marchó. El sol brillaba, no por nada era verano. El inspector jefe caminó a lo largo de la calle Ratakatu, rumbo a la plaza del Mercado. Allí se compró un tomate, lo restregó contra la manga de la chaqueta para eliminar cualquier resto de pesticida y le pegó un buen bocado. El zumo y las pepitas le salpicaron la corbata. Como de costumbre, nada le salía bien por mucho que se esforzase. Rankkala le dio un pisotón al tomate, espachurrándolo contra los adoquines de la plaza y se paró a la orilla de uno de los andenes del puerto. Por un instante le pasó por la cabeza la idea de tirarse al mar y ahogarse en aquella agua aceitosa.