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Llegó la noche y la tormenta quedó atrás, en Finlandia. Korpela cruzó Kautokeino, rumbo al Ártico. En Noruega brillaba el sol, aunque faltaba poco para la medianoche. Sorjonen les explicó que el motivo de que el sol nunca se pusiera en Laponia era que los lapones no tenían tierra propia. En invierno el sol desaparecía tras el horizonte, pero era porque la tierra estaba cubierta de hielo y nieve.

Korpela les preguntó a los viajeros si alguno de ellos tenía tanta prisa por morir como para tener que ir de un tirón hasta el destino final. Estaba cansado, había conducido cientos de kilómetros desde Kuusamo, así que les propuso que pasasen aquella última noche sin noche en el desierto altiplano.

Ninguno de los aspirantes a suicida se opuso a la sugerencia del transportista. Para morir siempre había tiempo.

Aparcaron a la orilla de unas pequeñas lagunas. En esa meseta barrida por el viento, situada por encima del nivel del mar, apenas había bosques, pero sí extensos pantanos donde crecían camemoros[4].

Uula encendió una hoguera, prepararon café y levantaron la tienda a la orilla de una de las lagunas. Una trucha salió del fondo para volver a zambullirse, produciendo en la superficie unas ondas que se fueron extendiendo calmosamente.

Bajo el brillo rojizo del sol de medianoche, surgió la conversación sobre la patria que habían dejado atrás. Nadie echaba mucho de menos Finlandia; había tratado mal a sus hijos.

Llegaron a la conclusión de que la sociedad finlandesa era fría y dura como el acero y sus miembros eran envidiosos y crueles los unos con los otros. El afán de lucro era la norma y todos trataban de atesorar dinero desesperadamente. Los finlandeses tenían muy mala leche y eran siniestros. Si se reían, era para regocijarse de los males ajenos. El país rebosaba de traidores, fulleros, mentirosos. Los ricos oprimían a los pobres, cobrándoles alquileres exorbitantes y extorsionándolos para hacerles pagar intereses altísimos. Los menos favorecidos, por su parte, se comportaban como vándalos escandalosos, y no se preocupaban de educar a sus hijos: eran la plaga del país, que se dedicaban a pintarrajear casas, cosas, trenes y coches. Rompían los cristales de las ventanas, vomitaban en los ascensores e incluso hacían sus necesidades en ellos.

Los burócratas, mientras tanto, competían entre sí por ver cuál de ellos inventaba un nuevo formulario con el que humillar a los ciudadanos haciéndolos correr de una ventanilla a otra. Comerciantes y mayoristas se dedicaban a desplumar a la clientela y a arrancarles de los bolsillos hasta el último céntimo. Los especuladores inmobiliarios hacían las casas más caras del mundo. Si te ponías enfermo, los indiferentes médicos te trataban como ganado que se lleva al matadero. Y si un paciente no soportaba todo esto y sufría una crisis nerviosa, un par de brutales enfermeros le colocaban la camisa de fuerza y le ponían una inyección que dejaba a oscuras hasta el último resto de lucidez que le quedase.

En su amada patria, la industria y los dueños de los bosques destruían sin piedad la naturaleza, y lo que quedaba en pie era devorado por los xilófagos. Del cielo caía una lluvia ácida que envenenaba la tierra haciéndola estéril. Los agricultores echaban en sus campos tal cantidad de fertilizantes químicos, que no era de extrañar que en los ríos, lagos y bahías proliferasen las algas tóxicas. Las chimeneas de las fábricas y los tubos colectores de residuos arrojaban sustancias que contaminaban el aire y el agua.

Los peces morían y de los huevos de los pájaros salían polluelos prematuros que inspiraban lástima. Por las autopistas circulaban temerariamente insensatos que se vanagloriaban de su manera de conducir y que iban dejando tras de sí un triste reguero de víctimas en cementerios y hospitales.

En las fábricas y oficinas se obligaba a los trabajadores a competir con las máquinas y, cuando se agotaban, se los hacía a un lado. Los jefes exigían un rendimiento ininterrumpido y trataban a sus subordinados de forma vil y humillante. Las mujeres eran acosadas, siempre había algún gracioso que se creía con derecho a pellizcar traseros que ya tenían suficiente con soportar la celulitis. Los hombres vivían bajo la presión constante del éxito, algo de lo que no se libraban siquiera en los pocos días libres que pudiesen tener. Los compañeros de trabajo se acechaban unos a otros, acosando a los más débiles hasta llevarlos al borde de una crisis nerviosa, o cosas peores.

Si uno se ponía a beber, el hígado y el páncreas empezaban a fallar. Si comía bien, el colesterol se le ponía por las nubes. Si fumaba, se le incrustaba un cáncer asesino en los pulmones. Pasara lo que pasase, los finlandeses siempre se las arreglaban para echarle la culpa a otro. Unos se dedicaban a hacer ejercicio, correteando por ahí a riesgo de su vida, hasta caer derrumbados en la pista de footing, reventados como caballos. Si uno no corría, se llenaba de grasa, se anquilosaba, venían los problemas de espalda. Al final, el resultado era siempre el infarto.

Hablando de estas cosas, los aspirantes a suicida empezaron a sentir que en realidad estaban en una situación privilegiada comparados con sus compatriotas, a los que no les quedaba más remedio que continuar con su existencia gris en su miserable país. Éste descubrimiento les llenó de felicidad por primera vez después de mucho tiempo.

Pero siempre tiene que haber un aguafiestas. El camarero por horas Seppo Sorjonen, sin preguntar si le interesaba a alguien, empezó a referir sus recuerdos de Finlandia.

Y lo peor es que eran todos positivos. Les puso como ejemplo la sauna finlandesa. Según él, su sola existencia implicaba que ningún finlandés tuviese derecho a suicidarse bajo ninguna circunstancia, al menos no sin antes darse un buen baño de vapor en ella.

Con voz tranquila y suave, les describió cómo era una sauna de humo al estilo del norte de Carelia, donde por desgracia no había tenido la suerte de nacer pero sí había pasado algunos de los mejores momentos de su vida. Aquélla sauna era una construcción muy sencilla, un armazón de troncos. Acudía allí con su padre y con su madre, y toda la familia colaboraba para calentarla: el padre hacía leña con los alisos cortados el verano anterior, la madre fregaba y hacía pasteles de arroz y Seppo era el encargado de acarrear el agua. El padre bebía una pizca de aguardiente y la madre refunfuñaba por costumbre. Las urracas que estaban posadas tras el estercolero miraban ladeando la cabeza el ventanuco de la sauna, del que salía un espeso humo de aliso que se extendía alrededor como una nube. Sorjonen recordaba aún su aroma.

El pequeño se sentaba entre su padre y su madre en la grada más alta de la ennegrecida sauna, sin hablar y con el cuello encogido, sumergido en el calor. Le dejaban que él solito arrojase agua a la estufa. «Muy bien, así se hace, hijo», le decía su padre, y su madre: «Hala, mi amor, pero sin pasarte».

Su padre contemplaba con una mirada cargada de intención los pesados pechos de su madre y entonces Seppo comprendía que él era hijo de aquellos dos seres adultos.

La madre le daba entonces unas ramas de abedul pidiéndole que le diera un poco en la espalda con ellas, pero flojito, ¿eh?

—Y no te me quedes mirando así, cariño.

Su madre era de Uura y su padre era un jornalero de Ostrobotnia.

Tras sudar un buen rato, Seppo salía corriendo hacia la orilla del lago para zambullirse hasta el fondo, aunque todavía no sabía nadar bien. Su padre le enseñaba a hacerlo al estilo de los perros, mientras su madre enjuagaba su ropa interior de color rosa detrás del embarcadero. Luego volvían corriendo a la sauna y el padre se azotaba con las ramas de abedul, todo lo fuerte que podía. La sauna estaba completamente llena de aire caliente, pero Seppo no quería sentarse en la grada más baja, aunque su madre le tenía allí preparado un barreño de agua para que se bañase.

—No olvides lavarte bien la cholilla —le decía la madre al salir.

Su padre y él se quedaban aún largo rato y después, caminando como dos adultos por la hierba del patio, volvían a la casa, donde olía a pasteles de arroz recién sacados del horno. La madre llenaba un gran vaso de leche para Seppo, pero dejaba vacío el del padre. El olor de las toallas de lino envolvía a padre e hijo. Seppo quedaba casi oculto en la suya. Luego la madre sacaba de la del padre la botella de aguardiente, la misma de la que éste había bebido en la leñera. La madre le servía un poco en el vaso y se llevaba el resto riéndose. Seppo la entendía.

Salía entonces de la casa con su vaso de leche y su pastel aún caliente y se sentaba en las escaleras. Contemplaba el lago, que estaba tan en calma como aquel desconocido estanque del páramo, decenas de años después, lejos, en Noruega. En aquella evocación el sol se ocultaba, pero en el presente empezaba a salir.

Con el espíritu sensibilizado por los cálidos recuerdos, el camarero por horas Seppo Sorjonen confesó que a veces escribía poemas. Les recitó algunos versos que tampoco resultaron precisamente dolorosos.

«Es un aguatragedias», pensaban los demás de Sorjonen.

Poco a poco la conversación se fue apagando. Un sueño ignorante del destino que se avecinaba invadió al grupo. El coronel cerró la lona de la entrada de la tienda y se acostó allí mismo. Los soldados son como los perros, siempre están de guardia por instinto, aunque no sea necesario. En su duermevela el coronel creyó notar que la jefa de estudios se acurrucaba junto a él.