Al volante de su autobús, Korpela cruzó el puente al este de Savonlinna y enseguida llegó al astillero de desmantelamiento. El oxidado vapor descansaba sobre unos caballetes. Los aspirantes a suicida examinaron la triste nave y llegaron a la conclusión de que nunca volvería a navegar, tal era el estado de su casco. Por suerte habían desistido de la idea de una última singladura a bordo del barco, porque eso hubiese acabado con toda la tropa en la misma botadura. La muerte repentina había dejado de interesarles.
Una furgoneta entró traqueteando en el patio del astillero. En ella iba Mikko Heikkinen, un hombre de cuarenta y cinco años, profesor de mecánica del Instituto de Formación Profesional de Savonlinna. Heikkinen aparcó su destartalado cacharro junto al lujoso autobús de Korpela y fue a saludar a los suicidas, que rodeaban su barco en pequeños grupos. Iba vestido con un mono lleno de grasa y llevaba una gorra en cuya visera se leía en letras grandes:
ASTILLEROS WÄRTSILÄ. Tenía el rostro bronceado por el sol y curtido por el viento. Daba la impresión de estar resacoso y su aliento olía a aguardiente mal digerido. Las manos le temblaban un poco cuando saludó al coronel.
Kemppainen le señaló a los presentes, precisando que era el mismo grupo de aspirantes a suicida que le había llamado desde Humalajärvi para preguntarle por su barco. Iban camino al norte, pero primero pensaban disfrutar un poco del verano finlandés y ocuparse de paso de varios asuntos. Heikkinen les enseñó su barco, que tenía un aspecto desolador apuntalado en los caballetes. Dijo que se trataba de un vapor de pasajeros de veintiséis metros de eslora por seis de ancho y ciento cuarenta y cinco toneladas de peso.
Tenía capacidad o, más bien, la había tenido, para ciento cincuenta viajeros. El motor tenía una potencia de sesenta y ocho caballos. Antes de la Primera Guerra Mundial, la nave había hecho la línea del lago Saimaa hasta San Petersburgo. Heikkinen la había adquirido en una subasta en el año 1973 y pagó por ella un precio irrisorio pensando que hacía un gran negocio. Pero con los años la adquisición había resultado una ruina.
Acercó una escalera de mano a la quilla de La Golondrina y subió al puente de un brinco, seguido por el coronel y algunos hombres más. El armador les enseñó las dependencias de los pasajeros. Se hallaban en pésimo estado, el barniz de los revestimientos se había desconchado hacía mucho y los tabiques estaban tan carcomidos en algunos puntos que a duras penas se tenían en pie. La verdad es que no invitaban a apoyarse en ellos. Heikkinen había arreglado poco a poco la cabina de mando. El timón era de latón pulido y también la bocina del tubo acústico, que comunicaba con la sala de máquinas, brillaba fruto de un intenso esfuerzo. La campana tintineó graciosamente cuando el armador tiró de la cuerda. Las reparaciones del puente superior se habían quedado ahí. De nada servía gritar por el tubo acústico. Heikkinen reconoció deprimido que nadie le había contestado nunca desde abajo.
Bajaron de uno en uno por la escalerilla de hierro hasta la sala de calderas. Había piezas de la vieja máquina de vapor aquí y allá, desparramadas por el suelo. Heikkinen encendió una linterna que colgaba del techo y les contó que llevaba más de diez años intentando arreglar aquel trasto. Había colado y vaciado unos cojinetes nuevos de bronce blanco, había limpiado todas las piezas y fabricado otras. Una vez, allá por 1982, incluso rearmó la caldera e intentó que arrancase. Se originó algo de presión, la guía de deslizamiento del motor empezó a moverse perezosamente y por la chimenea del puente superior salió vapor.
Pero algo no funcionó, porque la máquina giró varias veces y tras emitir unos últimos estertores, se quedó arrancada y poco faltó para que el barco se incendiase. Heikkinen lo desmontó todo nuevamente y se puso a buscar posibles fallos, que encontró a montones. La vieja caldera aún descansaba desmontada en la bodega del barco.
El armador rebuscó a tientas por la sentina de su oxidada bañera, en cuyo fondo se había ido acumulando con los años una charca de líquido de condensación. Algunos botellines de cerveza flotaban en ella. Heikkinen los sacó de la grasienta y negruzca agua y rogó a sus invitados que volvieran a subir al puente de mando.
El armador ofreció una ronda de cervezas y se bebió a morro la suya con tanta ansia, que la nuez subía y bajaba vertiginosamente por su garganta. Cuando la templada y espumosa cerveza le llegó al estómago, entrecerró los ojos un momento, tras lo cual soltó un sonoro regüeldo y declaró solemnemente que aquel barco lo había abocado al alcoholismo.
—Me he convertido en una ruina humana por culpa de este proyecto. Pronto voy a estar tan hecho polvo como esta bañera del demonio.
Mikko Heikkinen siguió con su conmovedor relato. Cuando compró la nave diecisiete años antes, él era un joven fogoso y apasionado de la navegación. Su sueño era reparar el viejo vapor, e incluso tenía la intención de restablecer la línea en el lago Saimaa. En sus visiones más osadas, se veía a sí mismo al timón de La Golondrina, navegando por el Neva hasta arribar al puerto de Leningrado, donde anclaría su hermoso vapor junto al histórico acorazado Aurora.
Los primeros veranos los había pasado dando entusiastas martillazos en la oscuridad de la bodega, sin apenas ver el sol. Había remachado y soldado, había raspado la herrumbre de las viejas planchas de acero, el cuento de nunca acabar… Pero la nave era demasiado grande y sus fuerzas demasiado limitadas. Era una empresa desesperada, porque el barco se oxidaba a gran velocidad, sin darle tiempo a repararlo.
Todas sus ganancias iban a parar al barco. Su trabajo como profesor de mecánica empezó a resentirse. Heikkinen reconoció que había perdido el sentido de la realidad. Empezó a beber. Su casa se había convertido en un taller y allá donde se mirase no había más que planos y bolas de borra llenas de grasa. Hasta su propia familia empezó poco a poco a despreciarle. Finalmente su esposa pidió el divorcio y se llevó consigo a los hijos. Perdió la casa. Sus allegados empezaron a evitarlo. En el trabajo se burlaban de él con crueldad, preguntándole por la fecha de la botadura del barco. Una Navidad sus compañeros le regalaron una botella de champán para que bautizase la nave. Aquello se convirtió en un ritual que se repetía cada año: Heikkinen ya había sido humillado con quince botellas. Se las había bebido todas con amargura, solo, en la oscura y húmeda bodega del barco. En un arrebato de cólera, rompió los cascos vacíos contra la herrumbrosa quilla.
Heikkinen se había convertido en el hazmerreír de la ciudad. Por Savonlinna circulaban todo tipo de chascarrillos sobre él, y le llamaban «el capitán en dique seco de la Compañía de Vapores La Golondrina». Por su cuarenta cumpleaños le regalaron una brújula marina que vendió a un chamarilero, para después gastarse el dinero en aguardiente.
Aquél pecio sólo le ocasionaba gastos. Tenía que comprar herramientas, nuevas piezas, pagar el alquiler del astillero y la electricidad. Estaba sin un céntimo y su puesto de trabajo peligraba. En el instituto de formación profesional ya estaban buscando un nuevo profesor de mecánica que le sustituyese. Reconocía que se estaba volviendo loco por culpa de La Golondrina. En primavera había intentado ponerla a flote, porque pensó que lo más sensato sería hundirse con ella en Linnansalmi, pero tampoco tuvo éxito. A causa de la herrumbre, la nave se había quedado soldada a sus caballetes y no hubo forma humana de moverla, aun cuando Heikkinen intentó forzarla mediante unos gatos a presión hidráulica. Aquél barco era su fatal destino.
El capitán en dique seco acabó su cerveza, se encogió sobre sí mismo y, cubriéndose la cara con las manos sucias de grasa, se echó a llorar con desconsuelo. Las lágrimas se le deslizaban por el rostro moreno y curtido hasta su sucio mono de trabajo.
—Ya no puedo más —sollozó el pobre desgraciado. Llévenme con ustedes, lo mismo me da adónde vayan, pero llévenme con ustedes, se lo ruego…
El coronel Kemppainen rodeó con su brazo los hombros del fatigado armador y lo invitó a subir con ellos al autobús.