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Urho Jääskeläinen, granjero de profesión, entró todavía adormilado en su vaquería. Sólo eran las seis de la mañana, pero en una granja de ganado el trabajo no puede esperar. Había que dar de comer a las vacas, ordeñarlas, limpiar el establo y llevar el estiércol al estercolero, luego sacar las reses a pastar al prado.

El granjero, que tenía treinta años y era natural de Savo, era un hombre profundamente arraigado a la tierra. Vivía en la remota aldea de Röntteikösalmi, donde había heredado de sus padres una granja bastante próspera, con veinte hectáreas de cultivos, de los cuales la mayor parte eran pastos y henares, además de unos sembrados de remolacha azucarera, que eran bastante hermosos. Tenía doce vacas. Hubiese podido tener más, porque el establo estaba nuevo y las tierras producían más forraje del que necesitaba, pero las cuotas lecheras eran implacables con aquella docena. Y trabajadores no encontraba. Raro era el día que en los periódicos no hablaban de desempleo, pero al parecer los que buscaban trabajo se perdían en las profundidades de los ficheros de la oficina del paro. Y ya era mucho si en verano conseguía que alguien le supliera en las labores de la granja para poder escapar una semana a Tenerife; aunque ni siquiera todos los años tenía esa posibilidad.

Urho le limpió las ubres a cada vaca antes de enchufarles las boquillas succionadoras de la ordeñadora automática. La leche empezó a huir hacia el tanque. En realidad ese trabajo le hubiese correspondido a su esposa Kari, sólo que ésta no era de gran ayuda en la granja. Las chicas de Röntteikösalmi en edad casadera se iban del pueblo en cuanto acababan la escuela, así que a Urho le había sido imposible encontrar una esposa granjera. Poco le faltó para acabar solterón, hasta que un día, durante la feria agropecuaria de Pieksämäki, unos años antes, por fin le sonrió la suerte, si se puede decir así. Gracias a un ordenador encontró a una chica, Kari, dispuesta a casarse. Era de Helsinki, nada menos que del popular barrio de Kallio, y quería mudarse al campo, pues adoraba la equitación y la agricultura orgánica. Había trabajado de camarera en un bar de la calle Penger. Pero Kati nunca se acostumbró a los trabajos de la granja. Ordeñar le producía repugnancia. Las vacas le daban miedo. Imposible tener cerdos, porque apestaban que era un horror. De mayo a finales de otoño a Kati le goteaba la nariz porque era algo alérgica a todo, al pelo de las vacas, a la flor de la colza… Tal era el espanto que le causaba la neumonitis, que ni se le ocurría acercarse al heno. Las botas de goma hacían que los pies le sudasen, lo cual también constituía un obstáculo. En cambio, para Kari echar una criatura al mundo había sido coser y cantar: una mocosa llorona, llena de costras de leche. Y la excamarera era una cocinera excelente: raro era el día que no le servía a Urho salchichas con puré o albóndigas con patatas hervidas. ¡Incluso algunos domingos le sorprendía preparándole un filete digno de un señorito!

Aquélla mañana Urho Jääskeläinen no estaba de muy buen humor. Kati se había quedado en la cama, como de costumbre. Solía decir que ni siquiera en el bar la obligaban a levantarse de madrugada para trabajar. Y si hacía alguna hora extra, se la pagaban aparte. ¿Acaso él, Urho, le pagaba por levantarse a media noche para prepararle el desayuno? ¡Pues a callar!

El consejero agrícola del distrito había sugerido a Urho que comprara un ordenador para llevar las cuentas de la granja, pero éste no terminaba de animarse. Dijo que había perdido la fe en los ordenadores unos años atrás, en la feria agropecuaria de Pieksämäki.

Acabadas las tareas de la vaquería, Urho sacó a su ganado y lo llevó a los pastos por un camino que atravesaba los campos. Kari aún dormía, las cortinas seguían corridas tras la ventana del dormitorio.

Disgustado, apremiaba a sus doce vacas por el embarrado camino. Ni siquiera el vigoroso aroma del heno cubierto de rocío le remontaba la moral. En las profundidades de su alma yacía un sentimiento de cólera por la insulsez de su vida. A veces había pensado en el suicidio, incluso en pegarles un tiro primero a Kati y luego a la nena, dejando la última bala para su propia cabeza. Tal vez reuniría el valor para hacerlo si se ponía en serio a beber aguardiente durante una semana entera.

El granjero estaba tan sumido en sus negros pensamientos, que las vacas y él casi chocaron con una tienda de campaña del ejército plantada en medio de su prado. Se quedó pasmado: ¿qué quería decir aquello? ¿Acaso habían empezado las maniobras militares en Juva? Pero… ¡con qué derecho venía el ejército a pisotearle los sembrados y montar un campamento justo en medio de su mejor prado de renuevo!

Urho abrió de un tirón la puerta de tela de la tienda y lanzó un grito terrorífico. Tenía una potente voz de mando y no era para menos, porque había hecho el servicio militar en Vekarajärvi, ascendiendo hasta cabo primero.

Su sorpresa fue aun mayor cuando, en vez de los reclutas somnolientos que él esperaba, de la tienda salió un oficial resacoso e irascible. Se sobresaltó, porque se trataba de un coronel de los de verdad, con su uniforme completo, sus correajes y sus tres rosetones dorados en el cuello. Urho Se puso firmes instintivamente y se presentó:

—¡Mi coronel! ¡Se presenta el cabo primero Jääskeläinen! ¡Efectivos: uno más doce… vacas!

Se avergonzó. ¡Qué diablos! Ahora era un civil, dueño justamente de aquel prado y de toda una finca, así que, a santo de qué tenía él que ponerse firmes delante de un jerifalte desconocido en medio del campo. Rojo como la grana, Jääskeläinen retrocedió para protegerse entre sus vacas. Si hasta las había presentado a ellas, maldita sea…

El coronel Kemppainen le estrechó la mano y le preguntó cuál era el nombre del lugar donde él y sus tropas habían pasado la noche.

Urho le dijo al coronel que se encontraba en Röntteikösalmi, en la finca de los Jääskeläinen. Pues vaya con el ejército… ni siquiera tenían idea de adónde habían ido a parar…

Para entonces los demás ya se habían despertado y se agruparon en torno al coronel y al granjero. Urho se fijó en que se trataba de civiles, hombres y mujeres. Una tropa de lo más rara. Calculó que eran por lo menos veinte personas. Los de la ciudad sí que tenían tiempo para viajar y hasta patearle los sembrados a la gente decente en pleno verano.

El coronel le preguntó a cuánto estaban del pueblo o de la ciudad más cercanos. ¿Cuál era: Heinola o Lahti?

Urho Jääskeläinen dijo que se encontraban en el municipio de Juva. Heinola quedaba lejos y Lahti aún más. La ciudad más cercana era Mikkeli y casi a la misma distancia se hallaban Savonlinna y Varkaus. Y tampoco es que Pieksämäki quedase muy lejos…

—Vaya, vaya… qué curioso… y yo que pensaba que aún estábamos al oeste de Mikkeli. Pues sí que hemos corrido…

Bueno, lo mismo da donde estemos. Y dígame: este prado en el que hemos acampado, ¿es suyo, por casualidad?

—Exactamente. Y para más inri se me han puesto en medio de un henar como quien dice recién sembrado, me cago en la leche —respondió con su fuerte acento del Savo.

—Naturalmente le compensaremos por las pérdidas que le hayamos ocasionado, no faltaba más.

Urho Jääskeläinen masculló que con dinero no podía arreglarse una plantación chafada. La cosa no era tan simple. Aunque tal vez si la tropa echaba una mano… Eso sí que hacía falta en la granja.

—¡El dinero me importa un pimiento! Pero si entre todos me entresacasen la remolacha… pues ya sería otra cosa…, ¡es que hay que ver cómo me han dejado el sembrado! ¡Todo pateado!

Los aspirantes a suicida dijeron que de mil amores echarían una mano si el patrón así lo quería. Las faenas del campo podían resultar una excelente terapia. Pero primero tenían que desayunar y asearse. ¿Había cerca algún lago en el que poder darse un baño?

—Aquí en Savo hay agua para dar y tomar —dijo Urho entusiasmado, calculando el provecho que supondría para su cosecha de remolacha la sorprendente aparición de aquella fuerza laboral. Ante él tenía a veinte turistas ociosos, algunos de los cuales eran ya bastante viejos, pero cada uno trabajaría según sus fuerzas… poco a poco y a su ritmo.

El grupo fue a bañarse al lago de Röntteikkö. Después dieron cuenta de un desayuno campestre delante de la tienda. La jefa de estudios y el transportista se unieron a ellos. Helena Puusaari parecía agotada y evitaba la mirada del coronel. Para ella y para Korpela fue una sorpresa que hubiesen llegado hasta Juva. Éste preguntó si habían atravesado Mikkeli sin darse cuenta. Nadie recordaba haber visto las luces de la ciudad aquella noche, ni siquiera el coronel. A lo mejor es que habían ido a parar a Juva por las pequeñas carreteras secundarias que había entre Ristiina y Anttola, sólo Dios lo sabía.

Cuando el resto del grupo se fue hacia el campo de remolacha, la jefa de estudios le preguntó al coronel si había pasado algo aquella noche. Se sintió aliviada cuando le oyó decir que sólo la había llevado en brazos al autocar y la había arropado en su asiento.

—Es que no me acuerdo de nada…, no hay que beber así. ¿Hice algo inconveniente anoche?

El coronel le aseguró que se había comportado con toda corrección y le ofreció su brazo para llevarla a darse un baño matinal en el lago, cuya orilla estaba llena de bellos nenúfares.

Los desesperados se quedaron en Röntteikösalmi por espacio de tres días. Durante el día desbrozaban los campos de remolacha y almorzaban las salchichas con puré de patatas que preparaba divinamente Kati Jääskeläinen. Por la noche encendían una hoguera junto al lago y se sentaban alrededor a conversar con fines terapéuticos.

La sana vida del campo les sentaba bien y se hubieran quedado más tiempo, pero las labores de la remolacha no dieron para más.

En el momento de la despedida, Urho Jääskeläinen, que estaba al tanto del destino final del viaje de los suicidas y se había hecho amigo de ellos, les dijo melancólicamente:

—Pues yo me iría con gusto al Cabo Norte ese a matarme…, lo que pasa es que el verano es la peor temporada para los agricultores. Uno no está para viajes. ¿Por qué no os lleváis a mi señora? Ella seguro que se apuntaría al viajecito…, y yo, tan contento de que hiciese turismo, ya me entienden.

Sin embargo, el coronel no aceptó la propuesta de Urho. Personalmente, no le parecía que la señora Jääskeläinen tuviese tendencias suicidas, y eso haría que se sintiera excluida durante la excursión al norte. Sin contar con que no podía garantizar el viaje de vuelta.

—Ya veo que no…, pero tenía que intentarlo —dijo Urho con decepción.

El grupo subió al autocar y Korpela se puso en marcha en dirección a Savonlinna. Allí podrían recoger al dueño y armador de La Golondrina, si es que la idea de suicidarse aún le interesaba. Y, ya que estaban en Savo, valdría la pena pasar por un par de direcciones más que habían sacado de los archivos. En el autobús quedaba sitio de sobra.

La jefa de estudios propuso que al llegar a Savonlinna fuesen a una floristería para encargar una corona de muerto a fin de enviarla a Kotka, a la tumba del fallecido Jari Kosunen. ¿Habría sido enterrado ya el primer difunto del grupo?

Decidieron informarse sobre el asunto. Por suerte, el autobús disponía de un radioteléfono. Rellonen llamó a varios números de Kotka y se enteró de que Jari Kosunen sería enterrado el martes siguiente, o sea, dos días después. El entierro se celebraría en la intimidad, en el cementerio nuevo de la localidad. La madre del joven había sufrido un colapso nervioso al enterarse del triste destino de su hijo y estaba internada en un sanatorio mental, de manera que tal vez ni siquiera podría asistir al sepelio del chico. La información les fue proporcionada por un funcionario del registro de la congregación evangélica luterana. Jari sería enterrado a expensas del municipio, ya que su madre carecía de recursos y no había otros familiares cercanos. El muchacho había vivido con ella en un pequeño piso de dos habitaciones de las afueras, y todo lo que ganaba haciendo trabajillos temporales lo derrochaba en la construcción de aviones a escala y cometas, según tenía entendido el funcionario. A Jari se le tenía por un loco en los círculos locales.

El coronel propuso que el grupo de desesperados acudiese al sepelio. Era de justicia que, en su último viaje, rindieran homenaje a un compañero de infortunio, a un pionero que les había abierto el camino.

Según los archivos, en el valle del río Kymijoki vivían al menos dos suicidas más. Era la ocasión de pasar a saludarlos y, si así lo deseaban, de llevárselos con ellos en el viaje al Cabo Norte.