Cuando el comisario del distrito y el oficial del juzgado se fueron, el director Rellonen se subió a la mesa del porche para pronunciar un discurso. Cubrió de vituperios a los dos funcionarios que se acababan de ir y se quejó de haber tenido que luchar toda su vida contra esa clase de burócratas saqueadores. No era de extrañar que una y otra vez se hubiese visto a las puertas del suicidio. La audiencia se mostró totalmente de acuerdo.
—Pero no permitamos que este deplorable incidente estropee un día que había empezado tan bien —exclamó Rellonen levantando su vaso de cartón lleno de burbujeante champán—. ¡Brindemos por nuestro delicioso suicidio en grupo!
Bebieron champán todo el día y cuando se les terminó, Korpela y Lismanki fueron en el autobús a comprar más provisiones.
—Para habernos matado… Casi nos metemos en una zanja al volver —contó luego Uula, satisfecho.
El coronel Kemppainen les advirtió sobre los peligros de beber con desmesura. Era malísimo para la salud, ya que los riñones y el hígado no podían soportar demasiado alcohol. Alguien llamó la atención de Kemppainen sobre el hecho de que poco importaba una posible cirrosis, dado que, de todas formas, todos tenían un pie en la tumba. El coronel no tuvo nada que objetar a eso.
Más avanzada la tarde, cargaron en la bodega del autobús la tienda de campaña del ejército y todo lo demás y subieron todos en él. El ambiente estaba tan caldeado y los ánimos tan exacerbados que, como despedida, le prendieron fuego al cenador y al cobertizo que habían construido en el jardín. Fue Uula Lismanki quien tuvo la idea y todos estuvieron de acuerdo en que ambas construcciones no formaban parte de las propiedades del director Rellonen en el momento de la quiebra, aunque la casa sí lo fuera. Cenador y cobertizo ardieron artísticamente, creando sobre las apacibles aguas del lago Humalajärvi un espejismo de llamas, justo en el momento en que también el sol se ponía.
El transportista Rauno Korpela, bastante achispado, se sentó al volante de su lujoso vehículo y arrancó. Acordaron ir hacia el este todo lo lejos que pudieran, al menos mientras el conductor se mantuviese despierto. El coronel Kemppainen se metió con la jefa de estudios Puusaari en su coche y siguió al autobús, que en ese momento circulaba por el camino de la casa zigzagueando con una despreocupación alarmante. Sin embargo, al llegar a la carretera nacional aceleró y los kilómetros empezaron a desfilar rápidamente.
De vez en cuando se desviaban por caminos secundarios y Korpela les dijo que prefería circular por las rutas poco frecuentadas, sobre todo después de haber estado bebiendo champán todo el día. Los campos y los pequeños caminos rurales resultaban de lo más agradable aquella noche de verano.
Siguieron circulando en dirección a Väãksy y Heinola una hora o dos; después nadie se preocupó ya de por dónde iban.
El camarero Seppo Sorjonen se puso a dirigir una canción a coro, dando prueba de su naturaleza lírica. Los suicidas en potencia cantaron con particular entusiasmo cierta copla machacona que hablaba sobre el carácter provisional de la vida:
«La miseria, el dolor, todo pasará, en la vida todo es temporal…».
Korpela pisaba a fondo el acelerador y el coronel Kemppainen tenía dificultades para permanecer en la estela del autocar. Le preocupaba que se produjera un accidente o que les detuviese la policía, pero la jefa de estudios lo tranquilizó. Qué más les daba acabar en una zanja, si de lo que se trataba era de morir. Helena Puusaari llevaba consigo una botella de champán a medio beber. Apoyó su cabeza tiernamente en el hombro del coronel y se puso a tararear con una suave voz aguardentosa el aria de La Condesa Maritza de la opereta de Kálmán. La embriagadora colonia de la jefa de estudios, que perfumaba el interior del coche, y su seductora feminidad turbaron al coronel. Kemppainen empezó a pensar que, después de todo, lo de suicidarse no estaba tan mal.
Debían de estar ya en la provincia de Savo cuando Korpela se durmió al volante. No era de extrañar, ya que llevaba dos días sin dormir: primero había conducido de Pori a Häme, luego había dado la vuelta de prueba por toda la provincia con el grupo y aquella noche habían ido ya desde Häme hasta Savo, si es que era allí donde estaban. Pero Korpela era un conductor tan experimentado que no se limitó a dormirse sin más al volante, sino que entre una cabezada y otra condujo el autocar hasta el borde del camino, paró el motor y acto seguido se durmió profundamente.
Pronto empezaron a oírse sus ronquidos. Entre varios lo llevaron hasta la parte posterior del autocar y lo dejaron durmiendo en el sofá de la zona de reunión. El furriel en la reserva Jarmo Korvanen, que tenía permiso de conducir para vehículos pesados, se puso al volante del autobús y continuaron el viaje. No sin esfuerzo, consiguió recorrer un kilómetro hasta una cantera de grava que les pareció lugar propicio para aparcar. Allí lo dejaron, pero no era cuestión de acampar en aquel frío socavón. En la oscuridad de la noche se pusieron a vagar por los alrededores hasta dar con un hermoso prado, ideal para un campamento. Uula Lismanki tomó las riendas y pronto la tienda estuvo en pie.
Sobre el suelo de la misma extendieron ramas frescas para que les sirviesen de colchón, y antes de irse a dormir se bebieron lo que quedaba del champán. El criador de renos encendió una fogata frente a la entrada de la tienda y sentados alrededor, charlaron de lo divino y lo humano. En general, todos estaban satisfechos de cómo estaba transcurriendo la expedición suicida. El comienzo había sido fascinante, de modo que si todo continuaba así, nadie tendría motivo de queja. Tras beberse hasta la última gota de champán, hombres y mujeres fueron a acostarse, juntos, pero no revueltos.
Un guión de codorniz gritó en la noche, las ranitas saltaban por los campos de renuevo y de algún punto de la lejanía llegaba el zumbido apagado de un caza del ejército.
La hoguera de los suicidas se fue apagando lentamente. Un cachorrillo de zorro se acercó curioso a olisquearla. Lamió hábilmente una gota de champán del fondo de un vaso de cartón ya para acompañarla, atrapó una ranita y se la zampó. En la tienda todos dormían y sólo se oía el sonido de sus respiraciones, algunas toses y a alguien que hablaba en sueños.
El coronel contempló el prado desde su coche: la bruma nocturna cubría con su manto protector la tienda de campaña y a los pobres desgraciados que dormían en ella.
Pensó que probablemente se tratase del campamento más patético y la tropa más desesperada de Finlandia.
—Descansad en paz… —murmuró el coronel. Los buenos deseos iban también dirigidos a Helena Puusaari, pues la enérgica pelirroja también se había dejado vencer por el sueño y respiraba profundamente en el asiento delantero del coche. El coronel la llevó en brazos al autobús, donde estaría más cómoda. Pesaba mucho, pero era agradable llevarla. Pensó vagamente que en sus brazos descansaba una mujer alta y bella con la cual cualquiera podría pasar el resto de su vida felizmente, incluso casándose con ella. Eternamente. Pero también ella moriría pronto; ése y no otro era el motivo de aquel viaje. Entonces él se quedaría viudo de nuevo, si es que no terminaba también por matarse. En realidad, todo estaba ya hablado y decidido. Trágico, en cierto modo.
El coronel dejó a la jefa de estudios al fondo del autobús y la cubrió con una manta de viaje. El transportista Korpela roncaba apaciblemente en su asiento.
Kemppainen anduvo con paso inseguro por el neblinoso prado, tropezando en las zanjas, pero finalmente dio con la tienda en medio del prado, entró en ella a gatas y se durmió inmediatamente.
Los aspirantes a suicida no se preocuparon por establecer turnos de guardia nocturna. En aquel campamento nadie temía a la muerte.
Era ya de madrugada y los pájaros dormían en sus ramas. Desde algún lugar llegaba el monótono y adormecedor zumbido de un chotacabras.