En Urjala se abastecieron de comida suficiente para varios días. La jefa de estudios Puusaari consiguió también ollas y sartenes de gran tamaño, ya que en la casa no había cacharros de cocina apropiados para un grupo tan numeroso como aquél. También compraron vasos y platos de cartón y sábanas de papel.
Los somnolientos aspirantes a suicida iban dando cabezadas a bordo del autocar de alquiler pilotado por el cabreado conductor. El camarero Seppo Sorjonen, por el contrario, estaba de lo más espabilado: invitaba a sus compañeros de viaje a que echasen un vistazo al paisaje estival de Häme, que en aquel momento del día se hallaba en todo su esplendor, bañado por el sol de la tarde. Elogió la hermosura de la naturaleza: los campos de cereales que se extendían a ambos lados del camino, los oscuros bosques de abetos, las pequeñas lagunas y los lagos que surgían de vez en cuando y que, con su suave oleaje de un azul profundo, parecían dispuestos a tomar en sus dulces brazos a algún nadador. Para Sorjonen era un pecado, y de los más gordos, pensar en el suicidio en un país tan bello.
Pero ni siquiera esa hermosura despertó las ganas de vivir de los hoscos viajeros, que le pidieron a Sorjonen que cerrase la boca.
Llegaron al lago Humalajärvi a la caída de la noche. La tropa de suicidas se dispersó por la playa y los bosques cercanos para familiarizarse con el lugar. Uno de ellos encontró en la orilla una botella de vodka medio llena.
Las mujeres se alojaron en la casa y los hombres en el jardín. Uula Lismanki se ocupó del campamento: con ayuda de varios hombres fue a buscar troncos a la leñera para encender un fuego. En el bosque cercano, y siguiendo sus instrucciones, cortaron algunas ramas a fin de hacer con ellas unos cobertizos. El campamento resultó de lo más confortable y se reconocía en él la mano de todo un profesional. Aun así, Uula se quedó algo decepcionado al no obtener permiso para talar y quemar un árbol muerto que se erguía en el jardín, pero finalmente comprendió que las posibilidades que ofrecía el pasar la noche al raso en el sur no eran las mismas que en los silvestres páramos del norte. Colgó de unas trébedes una enorme cafetera y cavó en un talud cercano a la orilla un horno, que cubrió con una loseta de pizarra arrancada del jardín. Encima de ésta colocaron una olla de diez litros en la que las mujeres prepararon una sopa de salchichas. También pusieron a refrescar un par de cajas de cerveza en el pozo.
El día había sido intenso y agotador, así que tras comerse la sopa, la tropa se retiró a dormir. El coronel Kemppainen se fue a Helsinki con el tozudo conductor para recoger su coche, no sin antes ordenar a los suicidas que permaneciesen en Humalajärvi bajo el mando de Rellonen y Puusaari hasta su vuelta. Se llevó consigo el dinero de la colecta con el fin, dijo, de abrir una cuenta bancaria, pero les dejó lo suficiente para comprar comida.
Kemppainen prohibió a todos cualquier tentativa de suicidio en su ausencia, así como irse al Cabo Norte por su cuenta y riesgo. Dijo que ya estaba harto de la testarudez de la tropa.
—Y si se presenta la policía para indagar sobre el incidente de Kuusisaari, negáis vuestra participación en él. Yo trataré de enterarme en Helsinki de cómo avanza la investigación —les aconsejó el coronel antes de subirse al autobús vacío. El vehículo dio marcha atrás por el camino de grava y se alejó de la casa.
Kemppainen se demoró tres días en Helsinki. Tenía muchas cosas que hacer: ingresar el dinero de la colecta invirtiéndolo a corto plazo, ocuparse de su coche e ir a ver a la esposa de Rellonen, para recoger algunas cosas de su camarada y anunciarle que el coche de Onni quedaba a su disposición. El oficial del juzgado estaba de vacaciones, así que por esa parte no había nada nuevo. Tras la visita, el coronel Kemppainen fue al estado mayor para ver a sus compañeros, aunque la mayoría se hallaba de permiso. Oyó que un tal Lauri Heikurainen, teniente coronel que había estudiado en la academia de oficiales en su misma época, había muerto el día de San Juan. Se sospechaba que se trataba de un suicidio: Lauri, que fue en vida un bebedor empedernido, se había «ahogado» la noche de San Juan en el lago Pälkäne. El ejército finlandés había perdido aquel día a su mejor nadador…
—Así es como desaparecen de nuestras filas los mejores y más veteranos oficiales, aunque no haya ni rastro de guerra —fue la banal conclusión del estado mayor a la hora del café.
Gracias a sus contactos, el coronel consiguió sacar del depósito del batallón antiaéreo de Hyrylä una tienda del ejército y una estufa de campaña que cargó en el maletero de su coche.
Al margen de estas diligencias, hizo indagaciones sobre la investigación posterior a los sucesos de Kuusisaari. Pasó, como quien no quiere la cosa, a echar un vistazo por el garaje del embajador de Yemen del Sur. La puerta estaba cerrada, al igual que la cancela de hierro de la residencia. Llamó a la embajada e, identificándose como inspector del departamento de seguros de vida de la compañía Pohjola, hizo unas cuantas preguntas sobre lo sucedido el fin de Semana. ¿Qué había pasado exactamente aquella noche en el garaje del embajador? Le explicaron que una horda de tarados, pura escoria, se había introducido en él por la fuerza, con la intención de sustraer el coche deportivo de la hija del diplomático. Por suerte los chalados en cuestión eran unos chapuzas incompetentes. Los muy torpes consiguieron arrancar el coche, pero se quedaron encerrados en el garaje. Incluso había muerto uno de ellos, pero los demás se dieron a la fuga, o tuvieron que ser ingresados en el hospital para recuperarse de la intoxicación. Kemppainen dijo que la compañía de seguros no precisaba de más información sobre los hechos y se disculpó por las molestias causadas por sus compatriotas.
En los periódicos no había mención alguna sobre el asunto, así que al coronel no le quedó más remedio que llamar a la policía, esta vez haciéndose pasar por el agregado de prensa de la embajada de Yemen del Sur, para lo cual se puso a chapurrear en un ingles con acento árabe que le quedó bastante bien, la verdad. El comisario a cargo de la investigación consideraba que el caso estaba prácticamente resuelto.
—Como ya sabrá, un pobre diablo falleció en el garaje de su embajador…, un tal Jari Kalevi Kosunen, nacido en Kotka en 1959…, sin antecedentes…, en paro… Se le ha practicado la autopsia y se ha establecido como causa de su muerte un envenenamiento por inhalación de monóxido de carbono. Interrogamos a varios de los presentes en el lugar de los hechos. Algunos estuvieron en observación en el hospital y otros fueron llevados a las dependencias policiales por el mismo motivo.
El comisario le informó de que ya no quedaba, ni en el hospital, ni en el calabozo, ninguno de los participantes en el altercado. Lo que no mencionó fue que los individuos en cuestión se habían esfumado sin permiso, pero eso ya lo sabía Kemppainen sin necesidad de preguntar. Al menos dos de ellos, el furriel en la reserva Jarmo Korvanen y el ingeniero de caminos retirado Jarl Hautala, se habían librado de una investigación más seria justo a tiempo, ya a la mañana siguiente de los hechos.
El coronel le agradeció al comisario la corrección con la que se estaban llevando a cabo las investigaciones y chapurreó en inglés arabizado sus deseos de que tuviese un buen verano. Aliviado, partió en su coche hacia Häme.
En su ausencia los desgraciados se lo habían pasado estupendamente en el lago Humalajärvi. El campamento del jardín había recibido sus últimos retoques y junto a él se levantaba un cenador hecho con ramas verdes, frente a cuya entrada asaron un buey despiezado que habían comprado en la granja más cercana. El día anterior todos se habían puesto a trabajar, y ahora la casa de Rellonen resplandecía en toda su belleza, gracias a otra nueva capa de pintura. La leñera estaba repleta de madera y en el lago flotaban multitud de botellas a medio beber, producto de las sesiones nocturnas de terapia de grupo alrededor de la hoguera.
Pero había más. Durante toda la tarde se habían turnado para telefonear por todo el país a sus compañeros de infortunio que amenazaban con suicidarse. Sorjonen resultó especialmente eficaz en la tarea, y no les faltó trabajo, ya que los archivos estaban repletos de números de teléfono. Felices, le dijeron al coronel que podía contar con refuerzos: bastaría con ponerse en marcha y recoger a los candidatos para que el grupo alcanzara fácilmente los treinta individuos. Tras el encuentro en Los Cantores la gente se había dispersado, pero poco a poco las cosas volvían a su cauce. Parecía que en Finlandia no faltaban los suicidas persistentes.
Kemppainen se mostró escéptico ante la posibilidad de ir de gira por todo el país recogiendo al resto de voluntarios. Si bien era cierto que había recuperado su coche, en él sólo cabían unas cuantas personas y, además, no tenía muchos deseos de aumentar la tropa. Con el rebaño actual ya tenía suficientes quebraderos de cabeza.
La jefa de estudios Puusaari fue algo crítica con la frialdad del coronel. En su opinión, podían perfectamente admitir a unos cuantos miembros más en el grupo. Además, existía el peligro de que las ovejas extraviadas del rebaño se suicidasen al darse cuenta de que de nuevo se habían quedado solas con sus problemas.
Pero el grupo se había reservado lo mejor para el final. ¡Habían conseguido un nuevo medio de transporte! O al menos eso les habían prometido.
Al coronel se le escapó un gemido: gracias a la colecta habían reunido una gran suma de dinero, pero éste no bastaba para comprar un autobús. ¿Acaso habían vuelto a perder el juicio?
Todos le tranquilizaron. En su ausencia, Sorjonen había investigado en los archivos, para ver si entre los seiscientos desgraciados clasificados allí encontraba a alguien que pudiese ayudarles a conseguir un autobús o, en su defecto, un barco. Y el esfuerzo valió la pena: ¡en Savonlinna había un barco de vapor a su entera disposición! La Golondrina, la nave en cuestión, fue construida en 1912, y en otros tiempos sirvió para el transporte de pasajeros en el lago Saimaa, entre Kuopio y Lappeenranta. El propietario había perdido la fe en el futuro del transporte naval y estaba pensando en suicidarse. Pero si querían usar su barco, estaba dispuesto a cederlo gratis, a condición de que los futuros marineros se ocupasen de arreglarlo. Y trabajo no les iba a faltar, porque la nave llevaba muchos años en dique seco en un astillero de Savonlinna, y su casco estaba fatalmente oxidado. Sería un milagro que se mantuviese a flote, pero ése era un peligro que traía sin cuidado a los suicidas. Tanto mejor, si el barco se hundía arrastrando a las profundidades a toda la tropa.
El coronel se negó en redondo a ejercer de naviero con una bañera vieja y aconsejó a su gente que se olvidase completamente del tema.
Entonces le hablaron de otra posibilidad aún más interesante. Habían localizado en Pori a un transportista de tendencias suicidas, un tal Rauno Korpela, propietario y gerente de la línea La Veloz de Korpela, S. A., que en su momento había contestado al anuncio. No pudo asistir a la reunión en Los Cantores porque justamente ese fin de semana había tenido que ir a una fábrica de carrocerías de Lieto para recoger un nuevo autobús para su empresa. Decía que en los últimos tiempos había navegado entre dos aguas: no sabía si matarse o ponerse a conducir el nuevo autocar. La llamada de sus camaradas suicidas había llegado como caída del cielo.
Korpela prometió acudir con su vehículo desde Pori en cuanto el jefe del grupo volviese de solucionar sus asuntos en Helsinki. Quedaba a la espera de la orden para ponerse en marcha. No tenía nada que perder y estaba dispuesto a todo.
Al Coronel no le quedó más remedio que llamar a Korpela. El transportista estalló en carcajadas y dijo que estaría en Häme en menos que canta un gallo.
—¡Allá voy! Dejen bien abierto el portón. ¡Vamos a ir a muerte, se lo digo yo, mi coronel!